El teléfono sonó y Lori se quedó mirándolo.
– ¿Vas a contestar? -preguntó.
Gloria siguió mirando la revista de DVDs.
– No quiero hablar con nadie.
– Entontes hablaré yo -Lori descolgó-. Diga…
– Soy Cal Buchanan, tú eres, ah…
– Lori Johnston. Hablamos cuando llamaste antes. Hola, ¿qué tal?
– Bien. Llamo para saber qué tal está mi abuela. He pensado que luego podría ir a visitarla.
– Me parece muy bien -Lori tapó el auricular con la mano-. Es Cal. Quiere venir a visitarte.
– No -Gloria no levantó la mirada de la revista-. Dile que me deje en paz.
– Está encantada y deseando verte.
– ¿Puedo oírselo a ella? -Cal se rió.
– No. No dice siempre lo que piensa. Hay que leer entre líneas.
– Cuelga inmediatamente -le ordenó Gloria tajantemente-. No volverás contestar el teléfono ni a hablar en mi nombre.
Lori se alejó un poco para ponerse fuera del alcance de su paciente.
– Tu abuela está mejorando, avanza día a día. Hasta el fisioterapeuta está impresionado y es un hueso duro de roer. Ha engordado un poco. No tanto como yo quisiera, pero soy muy exigente.
– Estás molestándome -Gloria frunció el ceño-. Cuelga o dile a Cal que puede visitarme, pero él solo, sin esa ramera con la que se casó ni ese espantoso bebé.
Lori hizo una mueca de horror. No había tapado el teléfono y, a juzgar por los juramentos de Cal, había oído cada una de las palabras.
– ¿Por qué me molestaré…? -dijo él antes de colgar.
Lori también colgó.
– ¿Qué mosca te ha picado? -preguntó Lori-. ¿Por qué has dicho eso? Es tu nieto. Era la segunda vez que llamaba para venir a visitarte. Eso me demuestra un interés impresionante. Si sólo quería ser cortés, habría bastado con una llamada.
Gloria, en vez de contestar, volvió a hojear el catálogo. Lori se lo quitó y lo tiró al suelo.
– Estoy hablándote.
– Esta conversación no me interesa. Tienes que tener cuidado. Estás a punto de pasarte de la raya.
– Mira cómo tiemblo de miedo. ¿Qué mosca te ha picado? -volvió a preguntarle-. ¿Por qué te comportas así? No tiene sentido. Sé que te sientes sola; sé que sientes dolor y sabes que la muerte está cerca. Es normal después de lo que has pasado. Puedes superarlo con ayuda de la gente, pero tú la rehúyes. Hablamos de tu familia y tu te empeñas en ahuyentarla. ¿Por qué?
– No voy a hablar de esto contigo.
– Mala suerte, porque no voy a marcharme hasta que lo entienda.
Gloria se cruzó de brazos y miró fijamente por la ventana. Lori la miró a ella.
– Creí que tenías los nietos más egoístas del mundo -dijo Lori lentamente-. Perdiste a tu único hijo, los prohijaste, los criaste y sacaste la empresa adelante. Creí que ellos eran unos desagradecidos que te habían dejado de lado. Sin embargo, no es así, ¿verdad? Los rehúyes. ¿Qué intentas demostrar?
– No te metas en esto -le advirtió Gloria, roja de ira-. No es de tu incumbencia. Déjalo ahora mismo.
– ¿Quién va a obligarme? ¿Tú? Crees que eres muy dura, pero no te tengo miedo.
– Muy madura -replicó Gloria con una levísima sonrisa.
Lori tuvo que contener su sonrisa. ¿Había sido una grieta en la armadura? ¿Una señal de humanidad? Era imposible.
– Me da igual la madurez -contestó Lori-. Hago lo que da resultado. ¿Qué pasa con Cal? ¿Por qué no quieres verlo?
Gloria volvió a mirar hacia la ventana, pero esa vez lo hizo con cierta pena.
– Nunca me ha respetado.
– Lo dudo.
– No puedes saberlo. Además, se casó con esa mujer… cuando estaba embarazada de otro hombre. El hijo que está criando no es suyo.
– ¿Lo engañó?
– No. Estaba embarazada cuando empezaron a salir.
– Entonces, en realidad, ella no hizo nada incorrecto.
– Ésa no es la cuestión.
– Es la cuestión que importa. ¿Es feliz Cal?
– Cualquier necio puede ser feliz.
– Lo tomaré como un sí -Lori se apoyó en el costado de la cama-. Deberías tener cuidado con rehuir a la gente demasiadas veces. Al final, dejan de intentar acercarse.
– Debes de saberlo por experiencia -Gloria se volvió para mirarla.
– ¿Cómo dices? -Lori parpadeó-. No sé qué quieres decir.
– Claro que lo sabes, pero no es agradable que otra persona te analice, ¿verdad? -Gloria la miró de arriba abajo-. ¿Cuánto tiempo llevas descuidando tu aspecto? Podría decirse que incluso lo empeoras.
Lori hizo un esfuerzo para no reaccionar ni sonrojarse.
– Llevo la bata de enfermera porque me parece apropiada para mi trabajo.
– Es fea y sin formas. Tu pelo no es feo, pero te lo recoges en una trenza ridícula. No llevas maquillaje y esas gafas…
– Me ayudan a ver -reaccionó Lori-. Las enfermeras ciegas encuentran pocos trabajos.
– Utilizas el humor como un arma. Diría que no soy la única que rehúye a la gente. ¿Cuál es tu excusa? ¿Cuándo tiraste la toalla?
Hacía mucho tiempo, pensó Lori sombríamente. Cuando se dio cuenta de que su hermana mayor era perfecta y que ella nunca estaría a su altura.
– Vaya, ahora no tienes nada que decir -insistió Gloria.
– Prefiero decirles a los demás lo que les pasa, pero puedo asimilar las críticas. Me recojo el pelo porque es más cómodo. Visto así porque es lo apropiado. No llevo maquillaje porque tengo poco tiempo por las mañanas y prefiero correr un rato a pintarme la cara.
– Magníficas excusas. ¿Las habías utilizado antes o acaban de ocurrírsete?
Lori la miró fijamente. La buena noticia era que Gloria mostraba interés por la vida, aunque un poco retorcido. La mala era que, al mostrar ese interés, le había arrojado algunas verdades como puños a la cara.
– ¿Qué quieres de mí? -preguntó Lori-. ¿Tus comentarios tiene alguna intención o sólo son una diversión?
– Quiero que lleves ropa normal. Vaqueros y jerséis. Verte con esa… ¿Cómo la has llamado?
– Bata.
– Eso. Verte con eso es deprimente. Ya estoy bastante cerca de la muerte, no hace falta acelerar el proceso viéndote con esa ropa espantosa.
Lori se levantó el borde de la bata como si buscara alguna etiqueta.
– No hay ninguna advertencia de que una bata puede ser un arma mortífera.
– Niña insolente.
– Vieja arpía.
Gloria apretó los labios como si intentara contener una sonrisa.
– A partir de mañana llevarás ropa normal.
– No puedes obligarme.
– A cambio, existe la remota posibilidad de que acceda a ver a alguno de mis nietos.
Era una victoria y compensaba ponerse vaqueros.
– Trato hecho.
– También tenemos que hacer algo con tu pelo -Gloria le miró la cabeza.
– No creo. El precio de eso es que cantes karaoke.
Dani esperaba que le sirvieran su espresso en el Daily Grind, rebosante de gente. Ese local, situado en pleno centro de Seattle, siempre había sido su Daily Grind favorito, porque fue el primero que abrió su hermano Cal. Se puso en la fila el primer día, mientras Cal trabajaba en la barra y esperaba para ver si su negocio despegaría. Despegó. En ese momento había Daily Grinds por toda la Costa Oeste.
Naturalmente, pensar en el triunfo de Cal hacía que su vida pareciera aún más lúgubre. Tenía que tomar decisiones. Mejor dicho, ya había tomado las decisiones, sólo faltaba ponerse en marcha.
Le llegó el turno y agarró su café. Era el momento de despedirse de The Waterfront y buscar un trabajo. Un trabajo donde el éxito o el fracaso dependiera de su rendimiento y no de la familia. Se dio la vuelta y chocó con alguien. Levantó la mirada y vio a un hombre bastante atractivo que retrocedía.
– Perdón -se disculpó él-. Estaba distraído.
– No importa.
– ¿Te has manchado?
A ella le gustó que se limitara a mirarle el abrigo en vez de aprovechar la ocasión para tocarla.
– No, estás perfecta -él retrocedió otro paso-. Perdona, no quería decir eso. No quiero decir que no estés bien. Lo estás, pero no era un piropo. No quiero decir que no te merezcas un piropo, pero…
Se quedó tan turbado que ella se olvidó de su costumbre de no hablar con ningún hombre desconocido menor de setenta y cinco años.
– No te preocupes -lo tranquilizó con una sonrisa-. Sé perfectamente lo que quieres decir. No tengo ninguna mancha de café en el abrigo.
– Exactamente -dijo él con un brillo de alivio en los ojos grises-. No te he tirado el café.
– Perfecto -ella, impulsivamente, extendió una mano-. Me llamo Dani.
– Gary.
Se estrecharon las manos y ella no sintió nada. Ni un chispazo ni nada parecido. Gracias a Dios.
– Hay mucha gente -comentó ella-. He intentado evitar la hora punta, pero no sé cuál es.
– Yo tampoco -él se acercó empujado por una pareja-. Vengo varias veces a la semana para tomar mi dosis estimulante de café.
Ella fue hacia un rincón con menos gente.
– ¿El café te levanta el ánimo?
– La cafeína. Doy clases aquí cerca y los alumnos de la tarde son unos gamberros. Esto me mantiene alerta -Gary levantó la taza de café.
Era el tipo de hombre que pasaría desapercibido, se dijo Dani. Pelo castaño, ojos claros, piel clara, delgado, bien vestido, pero sin llamar la atención. Parecía más sincero que seductor; más intelectual que físico. Todo eran virtudes.
– ¿De qué das clases? -preguntó.
– De teología y matemáticas en el colegio universitario del distrito. La mayoría de los alumnos estudian teología para cumplir algún requisito y todo el mundo sabe que la gente odia las matemáticas. Debería buscar alguna materia que gustara a todos.
– ¿Hay alguna?
– ¿Qué te gustaba en la universidad?
– No las matemáticas -contestó ella con una sonrisa-. Lo habrás oído muchas veces.
– Puedo asimilarlo.
– Di muchas clases de gestión de restaurantes. Me dedico a eso, trabajo en un restaurante. Fui ayudante de jefe de cocina durante algún tiempo. Dirigí un sitio en Renton, el Burger Heaven.
– He estado -él asintió con la cabeza-. Unos batidos muy buenos. ¿Te gusta ser ayudante de jefe de cocina?
– Me encanta trabajar con Penny, pero ha llegado el momento de dar un cambio. Estaba pensando en eso cuando nos chocamos. Tengo que arriesgarme, pero me da miedo. ¿Qué pasaría si sale mal? ¿Qué pasaría si sale bien? No puedo… -se calló y lo miró fijamente-. Me parece increíble que te esté contando todo esto.
– Estoy encantado de que hables conmigo. Dani. Me gusta escucharte.
Lo decía de una forma…, como si lo dijera en serio.
– Pero no te conozco.
– A veces captamos la afinidad con otra persona -contestó él.
Si otro hombre hubiera intentado una aproximación así, le habría dado un puñetazo en el estómago. Gary, sin embargo, hablaba como si fuera sincero.
– Aun así, no suelo soltar el rollo a desconocidos.
– Me alegro de haber sido la excepción -él miró el reloj-. Pero tengo cuarenta y cinco alumnos aburridos que esperan oír algo sobre teología comparada. Tengo que irme.
Lo dijo como si lo lamentara. Ella, en cierto modo, también lo lamentaba.
– Gracias por escucharme.
– Me alegro de haberme topado contigo.
– Yo también.
Se miraron un segundo y él se marchó. Dani salió y fue a buscar su coche. Pensó que había estado bien, que encontrarse con Gary le había recordado que había hombres que no eran unas comadrejas voluptuosas y farsantes.
Reid echó una ojeada a las cartas de admiradores que tenía delante. Algunas estaban mecanografiadas y parecían de camioneros, pero otras lo conmovieron. Repasó una y otra vez la de Frankie, un niño que estaba muriéndose de cáncer. El niño que había pedido ver a Reid como último deseo.
– ¡Maldita sea!
Reid descolgó el teléfono, marcó el número que el niño había escrito en la carta y se dejó caer contra el respaldo de la butaca.
– Diga… -contestó una mujer.
– Hola, soy… -Reid vaciló. La carta era de hacía tres meses y quizá debería esperar a decir quién era-. ¿Está Frankie?
– Dios mío…
La mujer lo dijo con un sollozo y Reid se puso tenso.
– Señora…
– Disculpe. Es que… -la mujer volvió a sollozar-. Frankie… murió hace dos semanas. Sabía que iba a pasar, era inevitable. Todos lo sabíamos. Esperaba sentirme triste, pero estoy conmocionada. ¿Por qué sigo esperando volver a verlo? Sólo era un niño. Era muy pequeño y ahora estará solo.
Reid se sintió como si una pelota de béisbol le hubiera alcanzado en el estómago a ciento cincuenta kilómetros por hora. Se quedó sin respiración y no pudo decir nada. Seguramente, fuera mejor así porque no sabía qué decir.
– Lo siento… -consiguió decir-. Lo siento mucho.
– Gracias -la mujer se aclaró la garganta-. Debería contenerme, pero no consigo asimilarlo -tomó aliento-. No he entendido su nombre. ¿Por qué ha llamado?
– Da igual -contestó Reid-. No volveré a molestarla.
Reid colgó y dejó caer la carta al suelo. Dos semanas. Dos malditas semanas. Si se hubiera molestado en leer esa carta hacía dos semanas, habría podido ver al niño. Su visita no habría servido de nada, pero Frankie no habría pensado que su último deseo no importaba a nadie.
Leyó otra carta de un niño muy enfadado que lo increpaba por no haber asistido a un acto benéfico. Había docenas de cartas como ésa. Reid cerró los ojos e hizo un esfuerzo por olvidarlo. No era una mala persona. Tendría defectos, pero trabajaba mucho y no hacía daño a nadie intencionadamente. Al menos, eso era lo que se decía a sí mismo, pero lo cierto era que no tenía un verdadero trabajo, lo que hacía en el bar no lo era, y, en realidad, había hecho daño a bastante gente. Sonó su teléfono móvil, miró la pantalla y vio que era Seth, el que se decía su representante.
– ¿Qué? -preguntó a modo de saludo.
– Pon la CNN y prepárate.
Reid agarró el mando a distancia y encendió el canal. Estaban entrevistando a dos gemelas idénticas.
– Entonces ¿es un libro de autoayuda? -preguntó el periodista que casi no podía dejar de mirar sus pechos.
– Bueno… -contestó una de las rubias con tono agudo.
La voz hizo que Reid se quedara petrificado y se acordara de un par de noches en Cincinnati, de una cama gigantesca y de mucho servicio de habitaciones.
– Hemos tenido muchas relaciones -siguió la rubia.
– Hemos conocido a muchos hombres -añadió la otra rubia con una risita.
– Eso -la primera sonrió a la cámara-. Por eso hemos decidido transmitir nuestra experiencia a otras mujeres. Ya sabes, a las que no son tan guapas y sexys y no salen tanto como nosotras.
– Pueden hacer algunas cosas -intervino su hermana-. Pueden ser más sexys. No sólo en la forma de vestirse, sino en lo que dicen y en lo que hacen.
Esa maravillosa oferta a las mujeres estadounidenses llegaba de dos gemelas recién salidas de la peluquería con unos tops y unos pantalones muy ceñidos y a juego.
– También habláis de algunos de los hombres que habéis conocido…
– Bueno… -dijo la de la izquierda entre risitas-. Sabemos que no se debe hablar de estas cosas, pero no hemos podido resistimos.
Reid sintió que se le helaban las entrañas.
– Me ha llamado la atención un nombre -dijo el periodista-. Reid Buchanan.
Las gemelas se miraron y suspiraron.
– No queríamos comentar nada en el libro -contestó la primera-. Sería de mal gusto. Pero, sinceramente, no fue nada del otro mundo. La mayoría de los hombres tienen dificultades con dos mujeres y por eso nos lo esperábamos. Claro, tienen esa fantasía, pero cuando se encuentran con nosotras dos desnudas, pueden verse desbordados.
– ¡No me vi desbordado! -bramó Reid a la televisión-. Fue sensacional.
– La tierra no tembló -añadió la otra en voz baja-. Suele pasar.
– ¿Fue una cuestión de tamaño? -preguntó el periodista acercándose a ella.
Reid apagó la televisión y se levantó de un salto. Fue de un lado a otro de la habitación entre maldiciones. No se merecía aquello, no era tan mal bicho. Necesitaba una tregua, pero nadie parecía dispuesto a dársela. Siguió yendo de un lado a otro, pero la habitación era demasiado pequeña y no podía sofocar tanta energía. Tenía que salir de allí, pero no tenía a donde ir. Bajó al piso de abajo, donde estaba la única persona que podía distraerlo. Tenía que hablar de tonterías, pensó mientras entraba en la cocina.
Sin embargo, Lori le había dejado muy claro lo que opinaba de él. ¿Quería que lo humillara un poco más? Aun así, por muy rotundamente que ella le hubiera dicho que no lo deseaba, no podía dejar de pensar que la atraía. Si era así, ella no lo soportaría. Lo cual, en cierto modo, le alegraba. Incordiarla le parecía interesante.
Lori no estaba en la cocina ni en la sala. Fue hacia el dormitorio provisional de Gloria.
– ¿Dónde está Lori? -preguntó al ver que no estaba allí-. No estará esquivándome…
Su abuela se quitó las gafas, dejó el libro y lo miró fijamente.
– Aunque sea increíble, el mundo no gira alrededor de ti, Reid. La hermana de Lori está enferma y la ha llevado al médico. Volverá dentro de una hora o así. ¿Podrás sobrevivir solo hasta entonces o llamo al servicio de emergencias?