Ben fue informado durante la reunión con Brewer de que habían conseguido detener a uno de los cómplices de Asada.
– ¿Y qué ha dicho sobre él? -preguntó Ben.
– Todavía no ha soltado nada. Pero el hecho de que lo hayan detenido en Sudamérica nos indica que Asada todavía está allí. Estoy seguro de que pronto lo encontrarán.
Pero Ben quería algo más que una promesa. Él quería… que todo aquello terminara. No estaba acostumbrado a pasar tanto miedo, y, como rara vez se encontraba personalmente involucrado en ese tipo de situaciones, no sabía cómo enfrentarse a ellas.
Pero aquélla no era una situación cualquiera. Era su vida. La vida de Emily. La vida de Rachel.
– Pronto podría ser demasiado tarde.
El agente Brewer, un hombre que llevaba veinte años de servicio y vivía completamente entregado a su trabajo, asintió.
– Soy consciente de su miedo, pero estamos haciendo todo lo que podemos.
– Si Asada está en Sudamérica, con todos los contactos que tiene puede pasarse toda la vida escondido.
– Es preferible a que esté en los Estados Unidos, detrás de usted.
– Podría tener hombres aquí. Hombres dispuestos a obedecerlo a ciegas.
– Hemos estado revisando las cintas de vídeo del aeropuerto de Los Ángeles grabadas alrededor de la fecha en la que Rachel tuvo el accidente -presionó un mando a distancia y comenzaron a surgir imágenes en un televisor, mostrando a dos hombres saliendo de la terminal de Los Ángeles-. Estamos intentando seguir el rastro de estos dos hombres. Y queríamos que viera su aspecto.
El terror se instaló en el vientre de Ben como una roca. El terror y el sentimiento de culpabilidad. Él era el culpable de todo lo que le había ocurrido a Rachel. Del hospital, el dolor, de sus limitaciones… El peso de la culpa lo devoraba.
Cuando salió de la oficina de Brewer, South Village ya se había abierto a otro próspero día. Habiendo vivido durante tanto tiempo lejos de allí, resultaba duro reconciliar toda aquella evidente riqueza con el mundo que Ben conocía, un mundo en el que el sufrimiento y el hambre eran el pan de cada día.
Inmerso en un atasco, aprovechó para planear parte de su futuro trabajo. Podía escribir algunos artículos que había estado coleccionando para los días de lluvia. Sí, podía dedicarse a ello durante el día. De hecho, tendría que hacerlo si quería conservar la cordura.
– ¿Que vas a establecerte en una casa? -le preguntó el editor de la revista con fingido horror-. ¿Quieres decir que tienes una auténtica dirección?
– Resulta difícil de creer, ¿eh?
– Bueno, eso tendré que verlo. Nos mantendremos en contacto.
Ben se despidió y giró hacia la calle de Rachel. Felizmente ajena al mundo de su padre, Emily estaba sentada en el último escalón de la casa con Parches en el regazo y el portátil en precario equilibrio sobre sus rodillas. Tenía la cabeza inclinada, mientras sus dedos volaban sobre el teclado.
A Ben se le encogió el corazón. ¿Cómo era posible que aquella preciosa y dulce criatura no tuviera otro amigo que su ordenador? La necesidad de esconderla, de protegerla del terrible lobo que era la vida era tan sobrecogedora que, por un instante, Ben sólo fue capaz de mirarla sintiendo un dolor tan intenso que no sabía qué hacer consigo mismo.
Cuando Emily advirtió su presencia, cerró el ordenador y le dirigió una sonrisa radiante. Y el dolor desapareció. Dios, cuánto la quería.
– He intentado hablarle a mamá de Parches -dijo Emily-, pero siempre está dormida. O de mal humor.
– Está sufriendo mucho. Emily, no me gusta que me esperes fuera.
– South Village es un lugar seguro, papá.
– Por favor, Em.
– Sí, de acuerdo.
– Y, sobre lo del perro. Si no se lo dices hoy a tu madre, se lo diré yo.
– Vaya, te has convertido en un padre muy estricto -miró el reloj-. No tenemos tiempo para ir a atascar nuestras arterias.
¿Estricto? ¿Él era estricto?
Diablos, ¿ni siquiera sabía lo que era ser padre y su hija pensaba que era estricto?
Esa niña no sabía el significado de esa maldita palabra.
– ¿Qué te parece si pasamos por un McDonald’s de camino al colegio? -le preguntó.
– Mamá odia los McDonlad’s.
– Entonces le compraré algo repugnantemente saludable cuando vuelva hacia casa.
Emily le dirigió una sonrisa que disipó el frío que lo acompañaba desde aquella terrible llamada matutina.
– De acuerdo.
– Pero en serio, Emily, tienes que decirle a mamá lo del perro. Estoy cansado de esconderlo.
En un abrir y cerrar de ojos, la sonrisa de Emily se transformó en un ceño fruncido.
– Lo sé -le dio un beso al cachorro en la boca, provocando una mueca de Ben.
– Ahora.
– Oh, papá. Ahora no puedo decírselo, está durmiendo. Pero te prometo que será lo primero que le diga esta tarde -para dar cierto efecto a sus palabras, batió las pestañas sobre sus enormes ojos.
¿Estricto? En realidad era un infeliz.
– En cuanto cruces la puerta de casa.
– Te lo prometo. ¿Papá? -inclinó la cabeza y lo estudió con atención-. Tú quieres a mamá, ¿verdad? Ya sabes, como la querías cuando me tuvisteis.
– Emily…
– Porque sé que estabais enamorados. Se nota en la fotografía que tiene mamá.
– ¿Tu madre tiene una fotografía?
– Sí, en el cajón en el que guarda el joyero. Estáis muy jóvenes y tú la estás abrazando. Mamá se ríe y tú la miras como si estuvieras enamorado de ella.
Así que Rachel guardaba una fotografía… ¿Por qué una mujer que le había dicho que se marchara para siempre iba a hacer algo así?
– Eso fue hace mucho tiempo, Em, lo sabes.
– Pero eso no significa que los sentimientos tengan que cambiar. ¿Tú me querías cuando nací?
– Mucho.
– ¿Y ahora me quieres?
– Por supuesto que te quiero, Em…
– ¿Lo ves? Eso significa que, si quisierais, podríais volver a quereros.
Ben se sentó al lado de su hija.
– Emily, yo sólo he venido porque…
– Porque yo te llamé. Pero viniste muy rápidamente, papá, y eso significa algo.
– Y voy a quedarme, voy a quedarme para ayudaros a las dos. Pero eso es todo.
«Mentiroso», se dijo.
Y Emily le dijo lo mismo con la mirada.
Llevando en una mano a la cachorra, una especie de revuelto de proteínas con pepino y una sopa de aspecto muy poco apetitoso que la atractiva propietaria del Café Delight le había asegurado era la favorita de Rachel en la otra, Ben caminó hacia la puerta de la casa. Había dejado a Emily en el colegio y tenía que enfrentarse a Rachel con la culpabilidad que estaba royéndole las entrañas.
Y no iba a hablarle todavía de esa maldita cachorra.
La puerta de la calle estaba abierta. Maldita fuera, tendría que pedirle que tuviera más cuidado. Dejó a la perrita en el suelo del vestíbulo y corrió hacia al murmullo de voces procedente de la cocina.
– Estaba abierta la puerta de la calle, maldita sea.
– Oh, he sido yo -le informó Adam-. ¿Quieres una galleta?
Ben se quedó mirando fijamente al contable de Rachel.
– No -contestó.
Se volvió hacia ella. Iba vestida con un vestido de verano que, imaginaba, probablemente se había puesto ella misma haciendo un gran esfuerzo, pero aun así, no pudo evitar preguntarse si aquel angelical contable la habría ayudado.
Y si así era, ¿se le habría acelerado el pulso como se le aceleraba a Ben cuando la acariciaba?
¿Y habría abierto ella los labios, invitándolo a besarla?
Maldita fuera, y a él qué le importaba. Además, tenía que resolver aquello rápidamente, antes de que la perrita hiciera alguna estupidez.
– No puedes dejar la puerta abierta.
– ¿Y eso podría tener algo que ver con la llamada de teléfono que te ha hecho irte de casa al amanecer?
Ben se quedó mirándola durante largo rato, hasta que Adam se acercó a la mesa y se sentó en frente de ella.
– En cualquier caso, no estaba sola -Adam sonrió-. Y en este barrio el índice de delitos es notablemente bajo.
– Mira, Adam, te lo agradezco, pero…
– ¿Que agradeces qué? -se maravilló Rachel, lanzando fuego por los ojos-. ¿Qué es lo que agradeces, Ben? -casi ronroneó-. No te pertenezco, ni siquiera tendrías por qué estar aquí. No tienes ninguna responsabilidad sobre mí.
Ben puso los brazos en jarras e intentó adivinar la manera de salir de aquel desastre. Pero no había ninguna.
Estúpidamente, se preguntó qué estaría haciendo la perrita y cuántos daños podría haber causado en los dos minutos que llevaba sola.
Adam abrió uno de los recipientes que llevaba Ben y le sonrió a Rachel.
– Son tus platos favoritos, Rachel. A lo mejor ahora eres capaz de comer algo -miró a Ben-, ha adelgazado mucho.
Tras haber podido posar el día anterior sus ojos y sus manos en cada centímetro de aquel cuerpo, Ben estaba dispuesto a defender ante cualquiera que Rachel estaba condenadamente bien. Pero iba a olvidarlo, iba a olvidar lo que era sentir su piel. Iba a olvidar su fragancia. Iba a olvidarlo todo.
– Adam tiene razón, deberías comer -se dirigió hacia la puerta-. Salgo de aquí.
– Sí, tú siempre tienes un pie fuera de aquí -dijo Rachel-, has tenido un pie fuera de aquí desde el día en el que apareciste.
¿Y no era cierto? Era irónico, pensó Ben, tener que utilizar a Adam como excusa para desvanecerse cuando sólo unos días atrás habría querido abofetearlo por besar a Rachel en la mejilla.
Una vez en el cuarto de estar, rescató a la perrita errante, que estaba mordisqueando alegremente una sandalia negra que, imaginaba, era de Emily. Ben llevó la sandalia y la cachorra a la habitación de Emily.
– Esta tarde se descubrirá tu secreto -le advirtió-. Hasta entonces, saldrás y dormirás cuando yo te lo diga. Y no quiero problemas, ¿me has oído…?
En respuesta, Parches se tumbó boca arriba, exponiendo alegremente su barriguita mientras le lamía a Ben la muñeca. Cuando Ben se dirigió hacia la puerta, ella lo siguió.
– Oh, no -dijo Ben entre risas-, eres la perrita de Emily, no la mía.
Parches pestañeó con tristeza.
– Eh, tienes suerte de que Rachel no esté en buenas condiciones físicas, porque, créeme, en caso contrario, estarías ya condenada.
Era cierto, cuando Rachel estaba en plenas facultades, no pasaba nada por alto. Absolutamente nada.
De pronto, Ben recordó su último día en South Village.
Le habían enviado ya el billete de avión, le habían pagado su primer salario y tenía la maleta preparada. No había nada que deseara más en el mundo que dejar para siempre South Village, pero aun así, había vacilado. No podía marcharse sin ver a Rachel una vez más.
Con todo el peso del orgullo, se había dirigido a la casa de los Wellers. Era una casa tan grande que había imaginado que podrían vivir en ella cincuenta personas sin cruzarse.
Todavía estaba a tiempo de dar media vuelta y marcharse, y nadie sabría que había ido a suplicarle a Rachel que lo quisiera como nadie lo había querido jamás.
Patético. Era patético, pero antes de que hubiera podido marcharse, le había abierto la puerta la señora Wellers con un vaso en la mano. Lo había mirarlo sin reconocerlo, aunque para entonces Ben y Rachel llevaban seis meses saliendo.
– Soy Ben, señora Wellers, necesito hablar con Rachel.
– Rachel no quiere hablar con gente como tú.
Ben no recordaba si había salido o no corriendo de allí, pero sí que el trayecto en autobús hasta el aeropuerto se le había hecho interminable. No había vuelto a respirar tranquilamente hasta que se había encontrado con sus iguales al otro lado del mundo, donde había sido tratado como uno más.
Dios, necesitaba salir a dar un paseo, pensó mientras se deshacía de aquellos recuerdos. Necesitaba aire. Miró a Parches, que se había quedado dormida, y cerró cuidadosamente la puerta del dormitorio de Emily.
Todavía podía oír a Adam en la cocina, hablándole a Rachel en aquel tono tan tranquilo y cariñoso que despertaba en Ben las ganas de darle una paliza.
¿Pero qué demonios le pasaba? Adam era un buen hombre. Debería alegrarse de que Rachel tuviera a alguien así en su vida. De esa forma le resultaría mucho más fácil marcharse.
Sí, debería alegrarse. Y también se alegraría cuando encontraran a Asada.
Salió a dar una vuelta. Le habría gustado montar en un avión, pero de momento debería conformarse con un paseo.
Pasó por delante del mercado y de una galería de arte. Cerca de casa de Rachel había un pequeño parque en el que estaba disputándose un emocionante partido de baloncesto: un equipo de dos contra uno de tres. Los hombres parecían rondar los treinta años, y, a juzgar por el sudor y las faltas, se estaban tomando el partido muy en serio.
Había algo en ellos que hizo que Ben se acercara y sacara la cámara que llevaba colgada al hombro. Y estaba a punto de disparar una fotografía cuando uno de los jugadores se le acercó.
– Nos falta uno para completar el equipo. ¿Eres bueno?
– No se me da mal.
– Entonces deja la cámara, te necesitamos.
Ben se quitó la cámara y la camisa. Y jugó el partido de baloncesto más catártico de toda su vida. Para el final del partido, su equipo había ganado por los pelos y Ben ya sabía que uno de sus compañeros se llamaba Steve y el otro Tony. Mientras se apoyaba contra la pared de ladrillo y bebía agua, descubrió también que uno de ellos era policía y el otro abogado.
– Por si te interesa, nos damos estas palizas tres días a la semana -dijo Steve, mientras se limpiaba la sangre que tenía en el labio.
Ben había liberado gran parte de su tensión durante la hora anterior. Él había odiado siempre aquella ciudad en la que nadie le hacía ningún caso. Pero aquellos tipos le estaban haciendo caso.
– No voy quedarme aquí durante mucho tiempo -o al menos eso esperaba.
– Nos conformaremos con el tiempo que estés -Tony sonrió-. Porque, maldita sea, eres un tipo duro.
Ben miró hacia el antiguo parque de bomberos que no había perdido de vista en ningún momento. Sí, era duro, ¿pero sería suficientemente duro como para encargarse de Asada?