Cuatro clavos, una placa y una operación después, Ben recibió el alta médica. Al salir del hospital, pestañeó cegado por la luz del sol y estuvo a punto de tropezar con las muletas que tan decidido había estado a no necesitar, pero de las que iba a depender durante mucho tiempo.
Por lo menos estaba vivo, algo que no podía decir de su enemigo. Después de haber pasado tanto tiempo en tensión, todavía le costaba creer que todo hubiera terminado.
– Por aquí -Rachel le abrió la puerta del asiento de pasajeros y le sonrió-. Lo más difícil es agacharte, yo te sujetaré.
Al sentir las manos de Rachel en la cintura, Ben contuvo la respiración y la miró. Se había llevado una sorpresa cuando la había visto aparecer en el momento en el que estaba firmando los papeles del alta, aunque, en realidad no tendría por qué haberlo sorprendido. Rachel había ido a verlo todos los días con Emily. Sintió un nudo en la garganta al recordarlo. Su hija, su preciosa hija todavía conservaba una herida en la barbilla.
En su primera visita, Emily se había echado a llorar al ver su pierna herida. Ben la había contemplado aterrorizado, temiendo que estuviera sufriendo un terrible trauma emocional, que no fuera a ser nunca la niña que él había conocido, pero casi inmediatamente, Emily había alzado su rostro empapado en lágrimas para decir:
– Con la pierna así, ya nunca podrás acampar.
Ben se había echado a reír. Aquella había sido su primera risa.
Rachel le había confirmado después que su hija se había recuperado perfectamente. Un milagro. Un milagro que habían conseguido entre los dos.
Pero el milagro de Ben le estaba rodeando en aquel momento la cintura con los brazos y estaba intentando meterlo en su coche. Un lugar en el que no podía meterse porque sabía perfectamente a dónde pretendía llevarlo Rachel.
A casa. A su casa. El corazón dejó de latirle al pensar en ello. Necesitaba montarse en un avión inmediatamente, antes de cometer alguna estupidez, como la de decidir que no quería volver a irse de allí.
– Vamos, Ben, pasa.
– ¿Por qué?
– ¿Cómo que por qué? Porque conduzco yo.
– Lo que quiero decir es que no sé por qué estás haciendo esto.
Estaban en el aparcamiento del hospital, en medio de una bulliciosa calle. Y el cielo brillaba de tal manera que Ben apenas podía soportarlo. Rachel permanecía a su lado, la brisa rozaba su pelo y añadía color a sus mejillas. Estaba radiante. Tan radiante que también se le hacía insoportable mirarla a ella.
– ¿Que por qué estoy haciendo esto? Porque voy a llevarte a casa para que te recuperes.
– A tu casa.
– Sí, claro. Ben, sucede que tú no tienes casa.
– Rachel, no.
Rachel se lo quedó mirando fijamente. Tardó varios segundos en hablar y, cuando lo hizo, tenía la voz ronca por la emoción.
– No estás en condiciones de ponerte a viajar. Todavía no.
Rachel pensaba que tenía prisa por marcharse. Y, aunque su pierna protestaba, Ben se apoyó sobre las muletas y le tomó la mano.
– Rachel, me duele.
– Dios mío, deberías habérmelo dicho -sacó del bolsillo la receta que le había dado el médico-, tengo que…
– No. Me duele aquí -se llevó la mano al corazón-. Me duele por Emily, por lo que podría haber pasado, por lo que he dejado que sucediera, porque es imposible que podáis perdonarme y porque…
– Ben…
– Diablos, yo mismo soy incapaz de perdonarme -dejó escapar un trémulo suspiro-. Mira, lo mejor que podemos hacer es continuar nuestras vidas.
– ¿Así, sencillamente? ¿Olvidar que has estado aquí y cómo hemos llegado a conectar casi a pesar de nosotros mismos? ¿Deberíamos olvidarlo todo?
– Sí.
– Muy bien -respondió Rachel con voz tensa-. Pero ahora, métete en el coche. Ni siquiera un superhéroe como tú puede montarse en un avión esta noche. Necesitas descansar, aunque sólo sea una noche, y eso es lo que te estoy ofreciendo -sacudió la cabeza-. Y no te preocupes, no voy a atarte a mí, ni físicamente ni de ninguna otra manera. Simplemente quiero que vengas a mi casa, utilices esa maldita cama y te vayas.
Otra vez. No lo había dicho, pero no hacía falta que lo hiciera. En aquella ocasión, Ben había conseguido estropearlo todo, que era precisamente su intención. Él pretendía marcharse cuanto antes para evitar precisamente eso. Para evitar todas las complicaciones sentimentales que supondría el tener que despedirse otra vez.
– ¿Vas a entrar? ¿O vas a hacer la tontería de irte en un taxi hasta el aeropuerto? Porque apuesto hasta mi último dólar a que llevas el pasaporte y todo lo que necesitas en la mochila, ¿tengo razón?
– ¿No la tienes siempre? -intentó bromear, pero Rachel lo miró arqueando una ceja-. Tienes razón, lo llevo todo encima.
Rachel desvió la mirada.
– Entonces no hay nada más que decir.
Ben la acarició, deslizó los dedos por su pelo, por el lóbulo de su oreja, deseando que aquella fuera la última caricia, el último recuerdo. Sabía que no podría regresar pronto porque no sería capaz de soportarlo. Y el hecho de estar pensando ya en la vuelta le hizo darse cuenta de lo débil que realmente estaba.
– Yo…
– ¿Le mando recuerdos a Emily?
– Sí -se aclaró la garganta-, Rach…
– Vete -susurró Rachel, se cubrió el rostro durante un instante antes de dejar caer las manos y rodear el coche-. Deja de alargar este momento y vete de una vez.
Se metió en el coche, lo puso en marcha y se marchó, dejándolo tambaleándose como un borracho con aquellas muletas a las que no estaba acostumbrado y preguntándose cómo podían haber llegado a desarrollar esa capacidad para destrozarse una y otra vez.
Ben se fue en el primer avión que salía de Los Ángeles con destino a África, decidido a perderse en las miserias de otros y a olvidar.
Pero mientras se frotaba su dolorida pierna, lo único que podía ver eran las luces de South Village y la desilusión y el dolor en el rostro de Emily.
Y el verdadero amor en los ojos de Rachel, quisiera ella admitirlo o no.
Gracias a la historia de Asada y a la resurrección de Gracie, nada de lo ocurrido afectó realmente a Rachel durante las primeras tres semanas.
Pero en cuanto llegó la calma, fue consciente de que Ben realmente se había marchado. Era como si se hubiera acostumbrado a él y desde que Ben se había ido, se sentía… diferente.
Era curioso que fuera capaz de trabajar con el corazón destrozado, pero así era. O quizá podía trabajar precisamente porque tenía el corazón roto. En cualquier caso, se dispuso a terminar un dibujo en el que aparecía Gracie montada en una piragua, surcando las difíciles aguas de la vida con una mano atada a la espalda y un remo diminuto, representando todas las dificultades de la vida cotidiana.
Al oír una camioneta debajo de su casa, perdió la concentración. El camión de la basura volvía a llegar tarde otra vez. Y, a juzgar por toda la basura que se estaba dejando el basurero mientras arrastraba el cubo hacia el camión, parecía tener prisa.
– ¡Eh! -Rachel se asomó a la ventana para asegurarse de que la oyera-. ¡Eso también tiene que llevárselo! -gritó.
El basurero alzó la mirada sorprendido. Sonrojado al saberse descubierto, se dispuso a recoger la basura que se había caído.
– ¡Mamá! -Emily entró corriendo en el estudio-, ¿qué pasa?
– Absolutamente nada.
– Pero estabas gritando.
– Sí, ¿y sabes una cosa? -se volvió hacia su hija-, me siento maravillosamente… Oh, Dios mío -la melena de su hija había desaparecido-, ¿qué demonios has hecho?
Emily sonrió de oreja a oreja y tiró de uno de los mechones extremadamente cortos que todavía quedaban en su cabeza.
– ¿Te gusta?
– ¿Te has cortado la melena?
– Sí -cuadró los hombros y alzó la barbilla-, siempre he querido llevarlo corto, pero tú no me dejabas.
– ¡Y tampoco te habría dejado ahora! -cambió de tono al ver la expresión desolada de su hija-. Comprendo que es tu pelo y que estás comenzando a despegar las alas, a convertirte en una adolescente y todo eso, pero…
– Mamáaaa -comenzó a decir Emily.
– ¡Deberías haber preguntado! -estaba gritando otra vez y no le importaba.
– ¡Quería parecerme a ti! -gritó Emily en respuesta.
– ¿De verdad? -a Rachel se le llenaron los ojos de lágrimas.
– De verdad -contestó Emily llorosa-. Pero tú lo odias. Y estás gritando. ¿Por qué gritas, mamá? Tú nunca gritas.
– Oh, cariño, no lo odio, te lo prometo -Rachel envolvió a su hija en un enorme abrazo-. Supongo que me gustaría que siguieras siendo mi niñita, que continuaras necesitándome para todo.
– Y te necesito, siempre te necesitaré.
Rachel enterró el rostro en el cortísimo pelo de su hija.
– Me alegro de oírtelo decir. Últimamente me he sentido… un poco insegura.
– ¿Sin papá?
La mera mención de Ben era para ella como un cuchillo clavado en el pecho.
– Sí.
– ¿Por eso gritas?
– Grito porque… me hace sentirme bien -sonrió-. Y no voy a reprimirme más, Emily. No voy a continuar fingiendo que mis sentimientos no existen.
– ¿Y eso significa que a partir de ahora vas a gritarme mucho?
– Intentaré controlar los decibelios, ¿de acuerdo?
– Caramba, Rach -Melanie entró en aquel momento en el estudio-, creo que en China no te han oído, ¿por qué no le gritas un poco más alto a ese tipo? Eh, estás genial -le dijo a Emily y le revolvió el pelo.
¿Lo ves?, pareció decirle Emily a Rachel con la mirada.
Rachel elevó los ojos al cielo.
– ¿Interrumpo algo? -preguntó Melanie vacilante.
La vieja Melanie jamás habría preguntado algo así, no le habría importado. Y Rachel sabía que aquellos cambios de actitud se debían a Garret. Estaban viviendo juntos y Melanie había conseguido trabajo… en la consulta de Garret, por cierto.
– No interrumpes nada en absoluto. Estábamos a punto de tomar un aperitivo.
– Para eso siempre estoy dispuesta -dijo Mel, y agarró una silla. Vaciló un instante antes de decir-: ¿Sabes, Rachel? Nunca hemos hablado de…
– ¿Te refieres a cuando te dije que te marcharas a tu casa? -Rachel suspiró-. No debería haberlo hecho, Melanie, lo siento.
– Soy yo la que lo siente. Pero voy a decirte algo: he cambiado.
– Lo sé. Y ahora sólo quiero poder confiar en ti y que seas feliz.
– Puedes confiar en mí, y te aseguro que soy muy feliz -Melanie se acercó a ella y la sorprendió al decirle por primera vez en su vida-: Te quiero.
– Yo también te quiero -contestó Rachel con un nudo en la garganta-. Y quiero que sepas que a partir de ahora voy a decirte muchas cosas. Porque, Em, puede decírtelo, ya no voy a reprimirme más.
– Sí, así que cuidado -le advirtió Emily.
Melanie le sonrió.
– Se siente una bien, ¿eh?
– Desde luego.
Melanie alargó el brazo para pasárselo a Emily por los hombros.
– ¿Por qué no me traes un refresco?
– Lo que quieres es que me vaya para poder hablar sin que os oiga. Pero te advierto que sólo voy a tardar dos minutos en ir a la cocina y volver.
– Entonces, ahora que has decidido no reprimirte nada, ¿vas a decirle a Ben que no querías que se fuera? -le preguntó Melanie a Rachel cuando se quedaron a solas.
– Bueno, esa parte es un poco complicada… No sé, Melanie, estoy pensando en ello. En todo.
Emily regresó casi inmediatamente con una bandeja llena de cosas ricas.
– ¿Tienes a mano el número del móvil de tu padre? -le preguntó Rachel.
– ¿Qué pasa? -preguntó Emily preocupada-. ¿Por qué lo necesitas?
Melanie miró a Rachel, sonrió lentamente y le pasó el brazo por los hombros a su sobrina.
– Creo que va a intentar conquistarlo.
Rachel sonrió. Sí. Iba a intentar conquistarlo. Con el corazón en la garganta, marcó el número de teléfono de Ben. El corazón le palpitaba con fuerza, las manos le sudaban y se preguntaba qué demonios iba a decir.
Pero al final no sirvió de nada. Porque la única respuesta que recibió fue la del mensaje del móvil diciéndole que Ben no estaba disponible.
La historia de la vida de Ben.
– Lo echas de menos -dijo Emily con una sonrisa-. Lo sabía, lo echas de menos.
– Sí, lo echo de menos -contestó Rachel suavemente, y enmarcó el rostro de su hija con las manos-. ¿Y sabes qué? Me he dado cuenta de que hace mucho tiempo que no salimos de South Village, así que, ¿qué te parecerían unas vacaciones?
– Faltan tres días para que me den las vacaciones.
– Entonces tenemos tres días para hacer el equipaje.
– ¿A dónde nos vamos?
– A África.
En realidad tardaron dos semanas en preparar el viaje. No era fácil localizar a Ben. Lo único que Rachel había sabido de sus planes era el nombre del lugar en el que pensaba estar mientras hacía un reportaje y, cuando estuvo al tanto de los detalles sobre la dureza y la lejanía del lugar al que se dirigían, tragó saliva.
Aquellos no eran unos agradables días de vacaciones. Aquello era una tragedia de gran magnitud que iba en contra de todos los principios de Rachel. Y, sin embargo, estaba deseando emprender la aventura.
Era Melanie la que las iba a llevar al aeropuerto, la que las conduciría al inicio de aquel viaje que podría cambiar sus vidas para siempre.
Asumiendo que Rachel fuera capaz de convencer a Ben de que se dieran otra oportunidad.
Miró a Emily, que esperaba tan paciente y confiadamente que pudieran llegar a vivir los tres juntos y se llenó de amor.
– Emily, te quiero.
– ¡Oh, no! Vas a cambiar de opinión.
– No, no voy a cambiar de opinión -se echó a reír ante el terror que reflejaba el rostro de su hija-. Sólo quería decirte que te quiero, eso es todo.
Evidentemente, no la creía. Tiró suavemente de su mano.
– Vamos, salgamos fuera a esperar a tía Mel. Creo que la he oído llegar.
Sí, era una buena idea. Y aquel sería el primer paso que las llevaría a Ben. Con un profundo suspiro, abrió la puerta, y estuvo a punto de chocar con… ¿Ben?
El corazón dejó de latirle.
Ben la miró a los ojos y le dirigió una de sus infalibles sonrisas.
– ¿Ben?
Se volvió hacia Emily, como si no estuviera segura de lo que estaba viendo.
Emily sacudió la cabeza. Eso quería decir que no había sido ella la que lo había llamado en aquella ocasión. Y eso significaba… Rachel volvió a mirar a Ben, que permanecía apoyado en el marco de la puerta con expresión de cansancio.
– Sí, soy yo -y entró cojeando en la casa.
Abrazó a Emily con fuerza y se volvió hacia Rachel.
El corazón que segundos antes se había paralizado comenzó a latir violentamente.
– No puedo creer que estés aquí.
Ben se fijó entonces en las maletas.
– Estabais apunto de salir.
– Sí -contestó Rachel, con una risa casi histérica-pensábamos ir a…
– Lo siento, Rachel, pero antes tengo que hablar contigo. He estado pensando en esto durante más de veinte mil kilómetros -la agarró por los hombros e hizo una mueca de dolor cuando Rachel se tambaleó y se vio obligado a soportar su peso.
– ¡Ben! -Rachel intentó bajar la mirada hacia su pierna, pero él le enmarcó el rostro entre las manos-. Tienes que sentarte.
– Antes tengo que decirte algo.
– Pero estás temblando.
– No es por la pierna -apoyó la frente en la de Rachel-. Quería recorrer la tierra entera. Lo deseaba con todo mi corazón.
– Lo sé -contestó Rachel, con el corazón roto ante la desolación que reflejaba su voz-. Sé cómo eres, siempre lo he sabido. Ben, no deberíamos…
– No, escucha. Esta vez, cuando me he ido, ya no ha funcionado.
Rachel se lo quedó mirando de hito en hito.
– Sigue.
– Quería un hogar, Rach. Quería estar contigo y con Emily.
Rachel continuaba boquiabierta. De sus labios escapó una pequeña risa.
– Vas a desear que hubiera hablado yo primero.
– Puedes decirme que me vaya y todo lo que quieras, pero esta vez tendrás que convencerme de que es eso lo que quieres. Nada de seguir escondiéndose, ni de fingir que no existe lo que sentimos. Te amo, maldita sea, y siempre te amaré.
– Ben…
– Así que adelante -la desafió-, dime que no tienes ningún interés en mí. Consigue hacérmelo creer.
– Ben…
Ben descendió sobre su boca y procedió a derretir todas las células de su cerebro. Cuando alzó la cabeza, Rachel se aferró a él, aturdida por la capacidad de Ben para despistarla cuando tenía tantas cosas que decirle.
Ben la miró con recelo.
– ¿Vas a decirme que me vaya?
– No -miró a Emily, que se había tapado los ojos.
– No miro, mamá, así que no me digas que me vaya. ¡Quiero oír esto! Díselo, díselo rápido o lo haré yo.
– ¿Decirme qué? -preguntó Ben, confundido.
Rachel posó una mano en su pecho.
– Ben… -dejó escapar una risa-, íbamos a buscarte. Pensábamos ir hasta África para localizarte.
– ¿Qué has dicho?
– Yo también te quiero -susurró Rachel con los ojos llenos de lágrimas-. Y quiero otra oportunidad para demostrarte que lo nuestro puede funcionar. Tenemos que estar juntos, Ben, aunque tu trabajo nos obligue a vivir separados durante largos períodos de tiempo, no importa. Yo siempre te amaré.
Ben se la quedó mirando en silencio durante largo rato antes de hundir el rostro en su cuello.
– Quiero estar aquí -susurró-, aquí, contigo.
– ¿No quieres ir a África?
– No quiero ir a África.
– ¿Ni a América del Sur?
– No, quiero estar contigo, Rachel -alargó el brazo hacia su hija-, y con Emily. Quiero que estemos los tres juntos.
Rachel retrocedió y se mordió el labio inferior.
– Me preguntaba… ¿qué te parecería que fuéramos cuatro?
Ben se la quedó mirando fijamente y bajó la mirada hasta su vientre plano.
– ¿Cuatro?
– No, todavía no, sólo estaba preguntándotelo.
– ¿Estás bromeando? Me encantaría tener otro hijo contigo.
Emily cerró los ojos mientras sus padres la estrechaban entre sus brazos. Lo había conseguido, ¡había conseguido que volvieran a estar juntos y por fin iban a ser una familia! Y quizá incluso la ampliaran… Mmm… ¿Le gustaría tener una hermana a la que mandar? ¿O un hermano, quizá? Sí, definitivamente, era mejor un hermanito.
Sí, conseguiría también un hermanito, se prometió, mientras se preguntaba qué podría ser lo siguiente.