Rachel no consiguió vestirse aquel día. Cuando por fin abandonaron todos su dormitorio, regresó a la cama, derrotada y deprimida hasta el agotamiento. Se quedó dormida y volvieron a perseguirla en sueños unos brazos fuertes y adorables y unos ojos del color del whisky que la veían, que realmente la veían y, por alguna suerte de milagro, la amaban. Pero su propia debilidad y su miedo le impedían devolver ese amor.
Despertó de nuevo y permaneció tumbada, con la mirada fija en el techo. El estómago le sonaba y habría jurado que acababa de oír el ladrido de un perro. Pero, seguramente, aquel ladrido todavía formaba parte del sueño. Se dijo a sí misma que no habían sido ni la debilidad ni el miedo los que los habían destrozado a ella y a Ben hacía ya tanto, tanto tiempo, sino los fríos y duros hechos.
Ben tenía que marcharse, y ella tenía que quedarse.
Así de sencillo.
En aquel momento se abrió la puerta del dormitorio y entró Ben con una bandeja en la que llevaba una tortilla francesa y unas tostadas con mantequilla. La ayudó a sentarse, dejó la bandeja en su regazo, acercó la silla que había en una esquina de la habitación y se sentó a horcajadas en ella.
– Come. Más tarde tenemos una cita con el fisioterapeuta, así que tienes que reunir fuerzas.
Como si le resultara fácil comer estando él allí delante.
– En realidad no tengo hambre -el rugido de sus tripas sonó en toda la habitación.
– Sí, claro, no tienes hambre. Come, Rachel, no pienso marcharme hasta que hayas comido.
Con ese incentivo, Rachel se dispuso a devorar la bandeja entera.
– ¿Te encuentras mejor?
– Si digo que sí, ¿te irás en el próximo avión?
– Probablemente no -contestó Ben con una sonrisa.
Rachel no pudo evitar devolvérsela.
Al atardecer, Emily entró en la habitación con otra bandeja en la que llevaba una humeante sopa y una nueva ración de tostadas. Tras ella permanecía Ben con expresión solemne y, si no lo conociera bien, Rachel habría dicho que casi insegura. No había vuelto a hablar con él desde que, tras la sesión de fisioterapia, la había llevado de vuelta a la habitación, la había dejado en la cama y le había dado un delicado beso en los labios.
Rachel había prolongado ligeramente aquel contacto y después, sorprendida por su actitud, había vuelto la cabeza y se había hecho la dormida.
– Mamá, papá me ha enseñado a hacer sopa -resplandecía mientras aspiraba con orgullo el aroma de la sopa-. Está de rechupete. Huele mejor que esas latas que siempre usas. Eh, cuando te recuperes papá podría enseñarte a cocinar.
Rachel miró a Ben, que tuvo la sensatez de no sonreír.
– ¿Quieres que te haga compañía? -sin esperar respuesta, Emily dejó la bandeja en el regazo de Rachel y se sentó en la cama.
Era la primera vez que Rachel la veía sin el ordenador pegado como un apéndice a su brazo.
– Vamos, papá -dijo Emily, palmeando la cama-, siéntate.
Ben sacudió la cabeza.
– No, yo…
– ¡Papá! Mamá odia comer sola. Vamos, siéntate a mi lado. A ella no le importará, ¿verdad, mamá?
Ben la miró mientras se acercaba y se sentaba en la cama muy lentamente, teniendo mucho cuidad de no moverla.
Y lo único que Rachel fue capaz de pensar, estúpidamente, fue que estaban en la misma cama.
– Ahora ya sé hacer hamburguesas y sopa -anunció Emily y frunció el ceño-. Papá, ¿qué más puedes enseñarme a cocinar? ¿Sabes hacer pizza?
Ben arqueó una ceja.
– Bueno, podríamos hablar de eso en cuanto le hables a tu madre de Parches…
– ¡Oh, espera! -Emily lo interrumpió e inclinó la cabeza-. Sí, está sonando mi ordenador. Lo siento, tengo que irme.
– Yo no lo he oído -dijo Rachel, pero Emily había salido corriendo como un tornado.
Rachel fijó la mirada en la sopa.
– Gracias -estando Ben tan cerca, tenía que luchar contra la ridícula necesidad de meterse entre las sábanas y esconder la cabeza.
– No me lo agradezcas hasta que hayas comido -metió la cuchara en el cuenco de sopa y se la tendió.
– Puedo comer yo sola.
Ben se limitó a empujar suavemente la cuchara y un delicioso caldo se deslizó en su interior. Esperó a que Rachel hubiera tragado.
– ¿Y bien?
– Asombrosa -admitió Rachel, Ben sonrió y le dio una nueva cucharada.
– De verdad, puedo hacerlo yo.
– Rach, todavía estás agotada.
Rachel desvió la mirada, pero Ben le tomó la barbilla con delicadeza y la hizo volverse hacia él.
– ¿Tan terrible es que tenga que ayudarte?
Dios, tenía unos ojos tan profundos.
– No -susurró-. Veo que sigues siendo un gran cocinero -comentó al cabo de unos segundos.
– Sí, bueno, cuando creces teniendo que arreglártelas tú solo, o pasas hambre o aprendes rápido.
Rachel sintió que el caldo se le atragantaba. Habían bastado aquellas palabras para evocar una imagen que le desgarraba el corazón; la de un niño hambriento. ¿Cuántas veces había sospechado Rachel que aquel hogar adoptivo no era un buen lugar para Ben? Pero a pesar de sus preguntas, él nunca había querido hablar sobre ello.
– ¿Rach?
Rachel sacudió bruscamente la cabeza al ser consciente de que había estado a punto de dormirse delante de él.
– Lo siento.
– Eh, estás cansada, es normal -retiró la bandeja y la ayudó a ir al baño, donde ella se lavó los dientes y se preparó para irse a la cama.
Después, se quedó dormida con la imagen de Ben en la mente. En medio de la noche, se despertó de nuevo con el cuerpo dolorido y el corazón pesado y alargó la mano hacia el interruptor que Emily había insistido en colocar en la cama, un interruptor que había considerado estúpido hasta aquel momento, cuando no tenía fuerzas para hacer nada.
Se quedó mirando la libreta que tenía al lado de la cama y que normalmente utilizaba para apuntar ideas para su tira cómica cuando no podía dormir. Pero una tira que le parecía tan importante antes del accidente, de pronto se le antojaba… frívola. Como un puñado de dibujos estúpidos al lado de lo que estaba haciendo otra mucha gente para ayudar a los demás.
Como Ben.
– ¿Rach?
Hablando del rey de Roma. Ben, que estaba en el marco de la puerta, se adentró en la habitación, dejándose bañar por el resplandor dorado de la lámpara de noche.
– ¿Estás bien? -le preguntó.
– Defíneme «bien».
– ¿Necesitas que te ayude a ir al cuarto de baño?
Estaba tan intenso, tan serio. ¿De verdad tenía tan mal aspecto? Sí, decidió Rachel, probablemente sí.
– Estoy bien, de verdad. Simplemente, no puedo dormir -admitió-. Y tampoco puedo dibujar.
– Oh -Ben se rascó el pecho y miró a su alrededor sin saber cómo ayudarla con un problema tan poco tangible.
– No te preocupes -dijo Rachel secamente-, no voy a pedirte que te pongas a cantar y a bailar para devolverme el sueño.
– Podría leerte un cuento -le ofreció Ben con una sonrisa.
– Me limitaré a leerlo yo misma.
– ¿Estás segura?
Rachel no estaba segura de nada, pero necesitaba que saliera cuanto antes de su habitación.
– Claro que sí, puedes marcharte.
– Rach, ya sabes que todavía no puedo…
– Me refería a que salieras de la habitación -pero le gustaba saber que él tenía incluso más ganas que ella de abandonar aquella casa.
Ben asintió ligeramente y dio media vuelta.
– ¿Ben?
Ben tensó los hombros, haciendo a Rachel consciente de que ella no era la única que estaba nerviosa aquella noche.
– Gracias -susurró, y esperó a quedarse sola de nuevo antes de tomar la novela romántica que le había regalado una de las enfermeras del hospital.
Cuando se despertó a la mañana siguiente, descubrió a Ben a los pies de la cama, con las manos en los bolsillos de los vaqueros y una camiseta azul que le hacía parecer al mismo tiempo duro y sexy, una imagen realzada por el pendiente de plata que brillaba en su oreja.
Su pirata, pensó Rachel con unas ganas ridículas de reír y bajando la mirada hacia la novela que descansaba en su pecho.
Ben se acercó a ella y tomó el libro, que estaba abierto por una escena tan tórrida que la noche anterior había empañado las gafas de Rachel. Ben leyó unas cuantas líneas en silencio y arqueó significativamente las cejas.
– ¿Palpitante masculinidad? Caramba.
– ¿Estás aquí por alguna razón?
– Sí -Ben dejó el libro a un lado y respiró lentamente-. ¿Necesitas que te ayude a levantarte?
– No, lo haré yo.
– Déjame por lo menos llevarte al baño.
– He dicho que lo haré yo. Por favor, vete…
Ben apretó la mandíbula.
– Creo que ya ha quedado claro que no voy a marcharme.
Pero se había ido en otra ocasión. Y, maldito fuera, Rachel sentía la loca y juvenil urgencia de castigarlo por ello y de hacer que deseara volver a marcharse una vez más. Pero si algo sabía Rachel de Ben era que debía de tratarse del hombre más cabezota del planeta. Había prometido quedarse, por lo menos temporalmente, y no iba a incumplir su promesa.
En vez de marcharse, Ben la destapó y la levantó de la cama.
– ¿Vamos primero al baño? -le preguntó con calma, como si aquel fuera el ritual de cada día-. ¿Quieres que te lave con la esponja?
Tenía un brazo bajo su espalda y apoyaba los dedos justo debajo de su seno. El otro brazo lo tenía bajo sus piernas.
¿Sabría acaso que no llevaba nada debajo del pijama?
– Sí, pero…
– Déjame imaginar. Puedes hacerlo tú sola -entró en el baño, la dejó sobre una silla y se volvió hacia la bañera-. Quédate ahí.
¿Acaso tenía otra opción? Rachel se preguntó por qué demonios habría pensado que lo de la enfermera era una mala idea.
– Toma.
Allí estaba Ben otra vez, en cuclillas y delante de ella. Tenía una bolsa de plástico en la mano y antes de que Rachel hubiera podido darse cuenta de lo que pretendía, le abrió completamente la bata.
– Eh…
– Me darás las gracias en cuanto estés en el agua, confía en mí -y sin desviar la mirada de su tarea, le colocó una bolsa en la escayola de la pierna izquierda y la aseguró con un trozo de cinta adhesiva. Se inclinó hacia adelante y utilizó sus propios dientes para cortar la cinta.
Rachel fijó la mirada en la cabeza de Ben, en aquel momento entre sus piernas, sintiendo el roce de sus muslos, y no sabía si abrir las piernas todavía más o darle una patada.
Darle una patada, decidió. Con una exclamación de sorpresa, Ben cayó de rodillas y puso los brazos en las caderas.
– ¿Te encuentras mejor? -le preguntó Ben.
– Eh, sí -admitió-, lo siento.
– No, no lo sientes -le quitó delicadamente una de las mangas de la bata y repitió la operación.
A su alrededor, con el agua caliente de la bañera, el cuarto de baño se estaba llenando de vapor.
– Entonces -dijo Ben con una sonrisa-, ¿cómo quieres que hagamos esto, de la forma más fácil o de la más difícil?
Rachel se aferró a su bata.
– A partir de ahora puedo arreglármelas sola.
– Entonces de la más difícil -musitó Ben-, genial.
Le tendió la esponja que colgaba de la ducha y se colocó de espaldas a ella.
Rachel miró aquel burbujeante baño y la esponja que tenía en la mano. Hundirla en la bañera y frotarse el cuerpo le parecía la gloria. Pero…
– No puedo hacerlo si tú estás delante.
– Tengo los ojos cerrados.
– Sí, pero…
– Pero nada, Rachel, ¿quieres lavarte o no?
Rachel miró el vapor que ascendía desde la bañera. ¿Quería lavarse? Lo deseaba más que respirar.
– Sí.
– Entonces, hazlo. Estás temblando como una hoja en el primer día de otoño. Y no, no me voy a ir, porque quiero asegurarme de que no te caigas.
– Entonces cierra los ojos -consiguió incorporarse lo suficiente como para quitarse la bata y dejarla caer a sus pies y fue a sentarse al borde de la bañera.
Pero se sentía terriblemente torpe y dejando caer demasiada presión en las costillas y en la pelvis.
– ¿Y ahora qué pasa? -Ben estaba de espaldas a ella, con los ojos todavía cerrados. Rachel lo sabía porque veía su reflejo en el espejo.
– Nada -contestó Rachel, y deseó llorar. Maldita fuera, ¡un mes atrás estaba en perfectas condiciones físicas!-. Ben…
Ben giró tan rápido que Rachel se mareó al verlo. Como si lo hubiera adivinado, Ben la agarró con firmeza. La vergüenza, el enfado, fueron seguidos de un bombardeo de sensaciones. ¿Por qué tenía que gustarle tanto sentir las manos de aquel hombre sobre su cuerpo?
En aquel momento, Ben estaba soportando completamente el peso de su cuerpo desnudo. Rachel sentía que el rostro le ardía, sentía que la garganta le ardía… que el cuerpo entero le ardía.
Ben deslizaba el brazo por su espalda y posaba la otra mano en su mejilla.
– Ben.
Rachel alzó el rostro y descubrió que su boca estaba a sólo unos milímetros de la de Ben. Pero no fue su proximidad la que la dejó sin aliento. Fue su mirada. Oscura, intensamente especulativa y tan ardiente que Rachel habría sido incapaz de meter una gota de aire en sus pulmones aunque de ello hubiera dependido su vida.
– Puedes… soltarme ya.
– Sí -Rachel habría jurado que tensó su abrazo antes de soltarla lentamente para sentarla en la silla del cuarto de baño-. ¿Estás bien?
No, no estaba bien.
– Sí, estoy bien -contestó entre dientes, porque su cuerpo había reaccionado sin su permiso.
Sus pezones eran dos tensos botones y sus piernas parecían de gelatina, por no mencionar lo que estaba ocurriendo entre ellas. Un estremecimiento recorrió su cuerpo cuando sintió el aliento de Ben en el cuello. De su garganta escapó un gemido de inconfundible deseo.
Lejos de dejarse impactar, Ben mordisqueó el lugar exacto sobre el que Rachel había sentido su aliento y continuó mordisqueándole el cuello y el hombro hasta hacerle sentir que se le estaban licuando los huesos.
– ¿Debería cerrar los ojos otra vez, Rachel?
– ¡Sí!
Pero Ben no lo hizo. De hecho, mantenía los ojos completamente abiertos mientras los deslizaba por todo su cuerpo. Alzó la mano desde la cadera de Rachel hasta su cintura y subió después un poco más, deslizando el pulgar una y otra vez por el lateral de su seno.
– He visto antes todo esto.
– Hace mucho tiempo -Rachel se sentía como un merengue derritiéndose bajo una llama-. Cierra los ojos.
– Eres más atractiva ahora que entonces. Y recuerdo que eras increíblemente atractiva.
Rachel cruzó el brazo escayolado sobre su pecho e intentó no pensar en las partes de su cuerpo que Ben podía continuar viendo claramente.
– ¿Y… se supone que eso me tiene que hacer sentir mejor?
– Bueno… -dejó escapar una risa-, a mí mirarte me hace sentirme mejor.
– Cierra los ojos si no quieres averiguar lo dura que puede resultar una escayola sobre tu cabeza.
Ben inclinó la cabeza y la estudió sin dejar de acariciar la parte de sus senos que asomaba por detrás de la escayola.
– Supongo que vas a ignorar el hecho de que cada vez que estamos a menos de un metro de distancia prácticamente entramos en combustión.
Haciendo un gran esfuerzo, Rachel alzó el brazo escayolado a modo de advertencia. Ben fijó la mirada en los senos que había dejado al descubierto.
– Eres masoquista, cariño -la acusó Ben, pero cerró los ojos-, muy bien.
El vapor continuaba ascendiendo desde la bañera, creando un ambiente de especial intimidad. Ben permanecía frente a ella, conteniendo la respiración, con el pelo cayendo sobre su frente, los ojos cerrados y una sonrisa sensual en los labios.
Y Rachel sabía que bastaría una palabra suya, una caricia, para que saltara sin red dispuesto a reiniciar una relación con ella, o al menos, una relación sexual.
Pero ella jamás saltaba sin mirar y mucho menos cuando andaba por medio un hombre que tenía un pie ya en la puerta.
La inquietud la estaba matando. La luz del amanecer se filtraba por la habitación de Rachel mientras ella luchaba con todas sus fuerzas para levantarse de la cama. Alargó la mano hacia la silla de ruedas, y entonces vaciló.
El dolor parecía ir disminuyendo poco a poco y decidió que aquel día intentaría prescindir de aquella triste y odiosa silla de ruedas. Quería caminar, maldita fuera, y decidida a hacer precisamente eso, tomó el bastón que le había dejado el fisioterapeuta el día anterior.
Con mucho cuidado y conteniendo la respiración, se levantó. Temblaba de pies a cabeza, pero era capaz de sostenerse en pie. En medio de aquel silencioso amanecer, fue avanzando lentamente hacia la puerta del dormitorio. Al abrirla, advirtió que el pasillo todavía estaba a oscuras. La única luz procedía del cuarto de baño. Arrastrándose por el pasillo, Rachel llegó hasta ella y miró en el interior. Sobre el mostrador había un cepillo de dientes de color azul.
No era el de Emily. Era el de Ben.
Y era curioso que bastara un pedazo de plástico para provocar sentimientos tan contradictorios. La noche anterior, al saber que le estaba costando dormir, Ben había aparecido en su dormitorio con una baraja de cartas y había estado enseñándole un juego que había aprendido en Nigeria o en algún otro remoto país.
Aquel hombre era especial. Había conseguido hacerla reír. Reír.
Rachel se dirigió a su estudio por primera vez desde el accidente. Normalmente, le bastaba entrar allí para que comenzaran a fluir los jugos de la creatividad, o abrir las ventanas para que asomara a sus labios una sonrisa de puro júbilo al ver las bulliciosas calles de South Village.
Esperó a que parte de aquella alegría llegara. Aunque sólo fuera un poco.
Nada. Lo único que sentía era una dolorosa tensión en el pecho muy cercana al pánico. Y agotamiento por el esfuerzo que había tenido que hacer para llegar hasta allí.
Su caballete estaba preparado, con una hoja de papel en blanco. Había una nota en su libreta: profesores versus administración. Sabía que había escrito ella misma aquellas palabras antes del accidente, y también que significaban que quería tratar aquel tema en su próxima tira. Pero, aunque su vida hubiera dependido de ello, no podía recordarse habiéndolas escrito y, mucho menos, lo que con ellas pretendía decir.
Pero no importaba. Al fin y al cabo, sólo se trataba de una tira cómica.
La impotencia y la inutilidad se habían convertido en viejas amigas desde aquel día, y volvieron a aparecer. De pronto, Rachel deseaba hacer algo diferente, algo nuevo… algo importante. Pensó en el trabajo de Ben y en todas las personas a las que había ayudado. La frustración la ahogaba.
Se tambaleó. Los músculos le temblaron violentamente por el esfuerzo que estaba haciendo para mantenerse en pie y la obligaron a sentarse en su adorada silla. Se colocó varios cojines a ambos lados, negándose a ceder a la frustración. Todavía no tenía muy claro cómo iba a poder regresar a su dormitorio sin pedir ayuda, pero pretendía hacerlo.
De momento, se quedaría donde estaba.
Miró alrededor de aquella habitación que en otro tiempo había sido su favorita y luchó contra las lágrimas, preguntándose cómo era posible que su vida se hubiera convertido en una prisión. Ya nada era igual. Ni su trabajo, ni Emily, que ya no parecía necesitarla, ni la casa, ni nada de aquello con lo que había contado como algo permanente en su vida.
Y mucho menos con la presencia de Ben. Una presencia que en el fondo debería agradecer porque sabía lo mucho que le costaba permanecer allí encerrado. Pero, precisamente por Ben, su relación con Emily había cambiado. Rachel había observado cómo su hija se había vuelto hacia Ben en busca de consuelo y amor. Y la pérdida de su anterior cercanía dejaba a Rachel en un terreno en el que no se sentía segura. Enterró el rostro entre las manos.
– Rachel.
Rachel alzó la cabeza bruscamente para mirar al único hombre que había conseguido hacer añicos toda su capacidad de control.
– Maldita sea, ya te fuiste en otra ocasión. ¿Por qué no puedes marcharte ahora?
– ¿Vas a empezar otra vez? -se apartó de la puerta y fue hacia ella-. ¿Cómo has llegado hasta aquí?
– Andando.
– ¿De verdad? -parecía sorprendido-. Deberías haberme llamado para que te ayudara. ¿Estás trabajando?
– Sí -señaló con amargura hacia su caballete.
– Rachel…
Ben se interrumpió cuando sonó el teléfono. Como lo tenía justo a su derecha, descolgó el auricular sin pedirle permiso a Rachel.
– ¿Diga? -su rostro se tensó-. Yo pensaba que iba a llamarme al móvil. Sí, ¿saben algo de él? -miró a Rachel mientras escuchaba.
– ¿Quién es? -preguntó Rachel, aunque sólo consiguió ser completamente ignorada-. Ben…
Ben le puso la mano en la boca para silenciarla. Rachel lo fulminó con la mirada.
– Ahora mismo voy -dijo Ben, colgando el teléfono con engañosa tranquilidad mientras el miedo lo devoraba-. Tengo que marcharme.
– ¿Quién era?
– Dile a Em que volveré para la hora del desayuno.
– Ben…
Ya estaba en la puerta, pero soltó un juramento y regresó. Tomó el rostro de Rachel con una delicadeza increíble y le hizo alzarlo hacia él.
– No me pasará nada -le dijo, haciendo una promesa que Rachel no alcanzaba a entender.
– Ben…
– Sss -la besó en los labios-. Volveré.
Sí, claro, ¿pero cómo iba a decirle que era precisamente eso lo que temía?
Rachel se llevó la mano a los labios y lo observó marcharse, preguntándose por qué habría dejado que la besara.
Arrastrada por la curiosidad, Rachel levantó el auricular del teléfono y comprobó el identificador de llamadas. Inidentificable. Rachel alzó la mirada y miró hacia la puerta por la que Ben acababa de desvanecerse. Oyó que se cerraba la puerta de la calle. Y entonces pulsó el botón que le permitía devolver la llamada.
– Agente Brewer -contestaron al otro lado de la línea.
Rachel se quedó mirando el teléfono de hito en hito.
– ¿Diga?
Tras tartamudear una disculpa, Rachel colgó el teléfono y se preguntó qué demonios estaba pasando.