A pesar de la necesidad desesperada de regresar a South Village inmediatamente, Ben tardó casi una semana en hacerlo. Invirtió dos días en salir de la selva. Y otros dos esperando encontrar plaza en un avión que lo llevara a un aeropuerto internacional. Y después, cerca de dos días más entre viajes y escalas.
Cuando por fin aterrizó en Los Ángeles, estuvo a punto de ahogarse en la niebla. No eran ni las doce y ya estaban a treinta grados. El calor era sofocante y el aire tan espeso que respirar era una opción poco aconsejable.
Por supuesto, Ben había soportado mucho más calor y mucho más húmedo durante muchos meses. Pero, de alguna manera, la primavera en el sur de California le parecía el peor infierno que podía recordar.
De acuerdo, era algo más que el clima. Era el hecho de que había vuelto a sus adversos inicios después de todos aquellos años, a un lugar en el que procuraba no pensar y evitaba visitar. Lo había dejado a los diecisiete años, siendo un adolescente demasiado pobre como para que nadie le prestara atención, y arrastrando consigo un corazón roto. Y había hecho todo lo posible por permanecer lejos de allí.
Durante la mayor parte del tiempo, lo había conseguido. Para ello, había tenido que convencer a la hermana de Rachel, Mel, para que le llevara a su hija a donde quiera que él estuviera. Por ampliar su educación, había dicho para defender el hecho de que tuvieran que arrastrar a la niña por todos los rincones del planeta. Los rincones más sórdidos en ocasiones.
Afortunadamente, Ben no había tenido que volver a South Village en mucho tiempo. Y sin embargo, allí estaba de nuevo, cortesía de su propio miedo a un loco que podía o no saber de la existencia de Emily y de Rachel.
Ben se había puesto en contacto con la policía de los Estados Unidos, que lo había remitido al FBI. Los agentes del FBI se habían mostrado educados con él y le habían dicho que dudaban que Asada fuera suficientemente estúpido como para aparecer por el sudeste de California. Al fin y al cabo, no habían pasado ni dos semanas desde que había aparecido su fotografía en un programa de televisión sobre los delincuentes más buscados. A menos que Asada tuviera algún interés en morir, en aquel momento estaría perfectamente escondido. Aun así, le habían prometido patrullar de vez en cuando por la zona en la que vivían Rachel y Emily, además de investigar el accidente de la primera, por si acaso no hubiera sido un accidente.
Una posibilidad que hacía que se le helara la sangre en las venas.
Ben tenía una reunión esa misma noche con uno de los agentes del FBI con los que había hablado, el agente Brewer, y esperaba que le proporcionara nuevas informaciones. Algo así como que habían detenido a Asada.
Mientras subía por las escaleras del aeropuerto, observó con ojo crítico su propio reflejo en los espejos que se alineaban en las paredes. Un lúgubre desconocido le devolvió la mirada.
No le había hablado a Emily de Asada. Y de ninguna manera pensaba ser él el que le dijera la verdad sobre el frío, cruel y peligroso mundo en el que vivía.
Y Rachel… Bueno, de momento esperaría. Por lo que ella sabía, él había ido allí para ayudarla. Aunque el hecho de que Rachel hubiera estado dispuesta a aceptar su ayuda era algo que escapaba a su capacidad de comprensión. Suponía que la desesperación debía haber jugado un gran papel en aquella decisión, pero no era capaz de imaginar a la única mujer que había sido capaz de igualar la intensidad de su júbilo y las profundidades de su tristeza estando tan desesperada.
Por supuesto, Ben ya no era capaz de adivinar hasta el último de sus pensamientos, como en otro tiempo había ocurrido. En aquel mismo instante estaba lesionada, herida… y él no podía poner más carga sobre sus hombros hablándole de Asada.
No, Asada era su propia cruz.
Salió de la terminal y el calor agotó sus energías. O quizá fuera el hecho de estar allí.
Su propia culpa.
Con un suspiro, Ben se colgó la bolsa de viaje en el hombro y se dirigió hacia los coches de alquiler, resignado a asumir su destino.
Para Rachel, South Village era su dulce hogar. Su vida. En unos pocos kilómetros cuadrados, uno podía comer en un restaurante propiedad de cualquier celebridad, ver lo último de la temporada teatral, tomarse una copa, comprar un regalo en una librería o una tienda original o, simplemente, pasear por las calles tomando cafés con hielo y disfrutando de sus vistas.
Pero no eran esos los motivos por los que Rachel adoraba aquella ciudad. En ella podía estar rodeada de gente. Podía perderse en medio de la multitud. Sencillamente, podía limitarse a ser.
Allí había podido permitirse el lujo de poder conocer un lugar al dedillo por primera vez en su vida.
Ella vivía en North Union Street, justo en el corazón de la ciudad. A la izquierda tenía el One North Union, un viejo hotel que había sido remodelado para albergar en su interior una serie de galerías de arte. A la derecha continuaba la que había sido la oficina del sheriff en los tiempos del antiguo Oeste y que en aquel momento era la casa de su vecino. En el otro lado estaba el mercado Tanner, prácticamente oculto tras un patio de ladrillo rebosante de flores y fuentes.
Para Rachel, lo mejor de aquella manzana de edificios era su casa. Gracias al éxito de Gracie, había podido comprarse cinco años atrás el viejo parque de bomberos. Era un edificio de ladrillo de tres pisos que ya había sido remodelado para ser utilizado como vivienda, pero que Rachel y Emily habían personalizado todavía más, convirtiéndolo en un verdadero hogar. Cada pared, cada suelo, cada mueble, había sido elegido con amor.
Aquella era la primera casa verdadera de Rachel. En ella había vivido más tiempo que en ningún otro lugar y, si por ella fuera, sería la última.
En aquel momento, Rachel estaba sentada en una silla de ruedas que se había prometido no necesitar para el final del día. Miró a su alrededor. Había pasado casi una semana desde que le habían prometido sacarla del hospital, y, por fin, después de varias sesiones de rehabilitación y una larga discusión con el médico, estaba en casa.
Y, sorprendentemente, comenzaba a notar cómo iban mejorando sus huesos. Por el mero hecho de estar en casa, pensó, sentada en medio de un enorme y espacioso cuarto de estar que en otro tiempo había albergado a los bomberos. Un mes y medio atrás, había estado en ese mismo lugar, mirando hacia la calle, viendo a la gente pasar, hablar y reír. Viendo a la gente vivir. Adoraba estar allí, en medio de aquel caos tan organizado. Allí estaba en su lugar. Segura. Solas ella y Emily.
En aquel momento, recién llegada del hospital, estaba esperando a su enfermera y diciéndose que se desharía de ella en cuanto fuera posible.
– Hola, mamá -Emily se acercó por detrás y le colocó un chal sobre los hombros.
Rachel ni siquiera se había dado cuenta de que tenía frío, pero advirtió entonces que le temblaban los brazos y las piernas. Su cerebro todavía fallaba algunas veces y la horrorizaba su falta de control. La mano le temblaba cuando la posaba sobre el muslo y sus hombros se desplomaban, intensificando su dolor… Y eso que no llevaba sentada ni cinco minutos.
Para una mujer acostumbrada a correr un par de kilómetros antes de desayunar, dedicar el resto del día a trabajar y jugar al frontón por las tardes con su hija, la falta de energía era desmoralizadora.
Estaba tan desanimada que apenas podía soportarlo. Quería saltar, quería correr por su casa y ver cada una de aquellas habitaciones que había conseguido hacer suyas. Quería subir al estudio y acariciar los lápices de colores y el papel en blanco. Quería dibujar, pintar, gritar… Quería hacer cualquier cosa que no fuera permanecer allí sentada, absolutamente impotente. La impotencia la hacía sentirse de nuevo como una niña.
Como esa niña que había tenido dinero y toda clase de privilegios materiales. Que lo había tenido todo, salvo la estabilidad y la seguridad que tanto significaban para ella. Su padre había pasado toda su vida de adulto preocupado por sus empresas y ganando dinero. Pero en su vida no había habido risas, y tampoco amor.
Melanie, la mayor de las dos hermanas, normalmente acaparaba toda la atención de sus padres, dada su natural inclinación a buscarse problemas. Aun así, disfrutaba de aquella vida nómada y hacía amistades con facilidad, especialmente entre el sector masculino.
Rachel no. A medida que iban pasando los años, se había prometido a sí misma que algún día tendría su propio hogar y nunca se movería de allí. Cuando estaba en el último año del instituto, su padre se había mudado a South Village y, cuando Rachel se había graduado, sus padres habían decidido que ya era hora de volver a mudarse.
Pero ella, cautivada por aquella ciudad, se había quedado. Había utilizado los contactos de su familia para conseguir trabajo como dibujante en uno de los diarios de la ciudad y por las noches estudiaba arte. El resto era historia.
Su dulce hogar.
– ¿Mamá? -Emily se arrodilló delante de ella-. Es normal que estés cansada. ¿No te lo han dicho los médicos? El trayecto hasta casa ha supuesto un gran esfuerzo para ti.
– Sí -Rachel sentía la urgente necesidad de tirar algo o de echarse a llorar.
Pero aunque su hija había cambiado mucho, no quería hacer nada que pudiera afectarla.
– ¿Quieres tumbarte un rato?
– Me gustaría no tener que volver a tumbarme jamás en mi vida.
Emily soltó una carcajada.
– No te preocupes, dentro de nada estarás gritándome para que salga a jugar fuera de casa y deje de hacer deberes.
Rachel suspiró. Era lo único que podía hacer.
– Estoy orgullosa de tus notas, Emily, pero eres demasiado joven para estudiar tanto.
– Me gusta estudiar.
– Pero…
Rachel frunció el ceño como si la idea acabara de escapársele de la cabeza. Frustrada, cerró los ojos e intentó concentrarse, pero no sirvió de nada. No podía recordar lo que había estado a punto de decir.
– De verdad lo odio. ¿Cómo voy a gritarte si ni siquiera soy capaz de retener un pensamiento en mi cabeza?
– Será cuestión de practicar -le aseguró Emily.
En ese momento sonó el timbre de la puerta y la sonrisa de Emily se desvaneció. Su saludable rostro pareció apagarse mientras fijaba la mirada en la puerta.
– Es la enfermera -dijo Rachel mirando la puerta con una expresión que imaginaba idéntica a la de su hija.
– Llega muy pronto -Emily se mordisqueó una ya suficientemente roída uña.
Desde luego, el grito tendría que esperar, porque Emily parecía mucho más nerviosa que ella.
– Oh, cariño, estaré bien -tendría que estarlo-. Además, es algo temporal, ¿recuerdas?
– Sí, eh… yo que tú procuraría no olvidarlo.
Rachel necesitaba abrazar en aquel momento a su hija. Así que se movió para hacer justo eso, pero el dolor que laceraba su cuerpo le recordó que no podía hacer nada al calor del momento. Mientras se reclinaba de nuevo en la silla, tomó aire y lo soltó lentamente.
– ¿Mamá?
– Estoy bien -relativamente, por supuesto-. Acabemos cuanto antes con esto. Estoy segura de que Mel y tú habéis hecho un gran trabajo a la hora de seleccionar a la enfermera.
– Eh… probablemente éste sea un buen momento para comentar que la tía Mel no ha tenido nada que ver con esto -Emily continuó mordiéndose la uña y mirando hacia la puerta con una curiosa mezcla de miedo y alegría-. Ella no lo sabe, nadie tiene ni idea…
El timbre volvió a sonar, seguido en aquella ocasión de tres golpes a la puerta.
Una enfermera impaciente. Magnífico.
Emily alzó la barbilla y se dirigió hacia la puerta. Pero a medio camino se detuvo. Rápida como una bala, corrió de nuevo hacia Rachel, le dio un beso en la mejilla y le dirigió una temblorosa sonrisa.
– Lo siento, ¿de acuerdo? -se dirigió a grandes zancadas hacia la puerta y la abrió.
En la puerta, con el hombro apoyado en el umbral y la cabeza inclinada mientras esperaba con una tensión apenas contenida, estaba un hombre al que Rachel pensaba no volver a ver en su vida.
Ben Asher alzó la cabeza y buscó sus ojos.
– Hola, Rachel.
Había ido. Había vuelto. Y, por increíble que pareciera, en lo único que Rachel podía pensar era en su falta de pelo. Alzó su débil y tembloroso brazo y buscó la gorra que le servía para esconder su calvicie.
– Tú.
– Sí, yo -Ben se enderezó y, sin que nadie lo invitara, entró en la casa y dejó caer la bolsa en el suelo. Después, avanzó hasta Emily para darle un enorme abrazo.
– Hola, cariño.
– Hola, papá -le devolvió el abrazo, se separó de él y sonrió.
Más grande que la propia vida, Ben permanecía en el vestíbulo, con las manos en las caderas y mirando con franca curiosidad aquella espaciosa habitación con las paredes de ladrillo, los suelos de madera y una barra en el centro.
– Mamá -Emily se humedeció los labios mientras miraba alternativamente a sus padres-. Yo le pedí a papá que viniera.
Ben miró a su hija arqueando una ceja y Rachel no pudo menos de preguntarse si Emily se lo habría pedido o se lo habría suplicado.
¿Pero realmente importaba? Ben no había ido hasta allí por ella, había ido por Emily. Y el hecho de que, durante un fugaz y humillante segundo hubiera sido capaz de pensar otra cosa, era algo que estaba más allá de su capacidad de comprensión. Cerró los ojos, pero la imagen de Ben continuaba indeleblemente grabada en su cerebro. Era tan igual, pero al mismo tiempo tan distinto a como lo recordaba que, sencillamente, se había quedado sin respiración.
Ben siempre tenía un efecto idéntico en ella cuando Rachel tenía diecisiete años y él era todo su mundo. Dios, ¿de verdad había sido tan joven? Hasta entonces pensaba que el dolor no podía ser peor, pero le bastaba mirar a Ben para sentir que no era más que un barril de pólvora a punto de explotar.
– No quiero que estés aquí -dijo con calma.
Ni siquiera unos minutos. Quería que se fuera para poder concentrarse en la enfermera que todavía tenía que llegar.
Ben curvó los labios en una sonrisa, acordándose de Emily.
– Comprendo lo que sientes, créeme -sin apartar la mirada de Rachel, alargó el brazo, para abrazar de nuevo a su hija.
– ¿Cómo llevas todo esto, Emily?
La voz. Su rostro, aquel semblante de facciones duras, bronceado, enmarcado por aquel pelo castaño aclarado por el sol, un pelo en el que a Rachel le encantaba hundir los dedos. Continuaba llevándolo ligeramente largo, con aquel desaliño que indicaba que utilizaba con más frecuencia los dedos que el peine para domesticarlo. Llevaba la ropa limpia, sin ninguna característica distintiva, permitiéndole continuar siendo un camaleón capaz de adaptarse a cualquier circunstancia. Aun así, emanaba de él un aura de fuerza y confianza y Rachel sólo era capaz de mirarlo fijamente.
¿Habían pasado trece años desde la última vez que lo había visto? ¿Y por qué de pronto se sentía como si lo hubiera visto el día anterior?
Sus movimientos, mientras abrazaba a su hija y se adentraba en la habitación, eran fluidos y ágiles como no lo eran los suyos. Los músculos se dibujaban bajo la camiseta y los vaqueros gastados, recordándole a Rachel su propia debilidad. Pero sus ojos, que continuaban sosteniendo su mirada, reflejaban la misma incomodidad.
Por fin, Ben rompió aquel contacto visual para mirar a Emily.
– Dime que se lo preguntaste a tu madre antes de llamarme.
– ¿Preguntarme qué? -a Rachel comenzó a latirle violentamente el corazón en el pecho.
Ben sacudió la cabeza mirando a Emily, el amor y la irritación empañaban su mirada.
– Cobarde -la regañó suavemente.
Emily se encogió de hombros y le dirigió la más triste y patética de las miradas.
Con un suave sonido en el que se mezclaban el enfado y el amor, Ben soltó a Emily, se acercó a Rachel a grandes zancadas y se puso en cuclillas ante la silla de ruedas con tanta facilidad que Rachel lo habría pateado.
Si hubiera podido levantar la pierna enyesada.
Ben llevaba barba de un día, pero eso no ocultaba la belleza de sus pómulos ni la fuerza de su ancha mandíbula. Tenía una boca de labios llenos y, Rachel tenía que admitirlo, continuaba siendo sexy como el infierno. Lo que no comprendía era cómo, después de tanto tiempo, podía estar fijándose en aquellos detalles.
– Tienes un aspecto infernal -le dijo a Rachel.
– Exacto, he estado en el infierno.
Asintiendo lentamente, Ben alargó el brazo y acarició sus dedos pálidos con sus manos callosas y oscurecidas por el sol. Rachel sintió una sacudida en todo el cuerpo. Y, si su casi imperceptible respingo significaba algo, también la había sentido Ben.
– Siento que estés herida -le dijo.
Era sincero; formaba parte de su naturaleza. Ocultar sus sentimientos no formaba parte de su código genético. Lo que hacía que su compasión fuera más de lo que Rachel podía soportar.
– No me compadezcas.
El asombro cruzó el rostro de Ben.
– No me atrevería.
Al estar prisionera, los sentidos de Rachel parecían haberse aguzado. Especialmente el del olfato. El aroma de Ben llegó hasta ella, cálido, limpio, masculino y tan dolorosamente familiar que su pituitaria se enardeció, como si quisiera atraparlo. Ben siempre había sido una inquietante combinación de sensualidad, pasión, fuego y entusiasmo por la vida.
Y no había cambiado nada.
Pero ella sí. Era más dura. Impenetrable.
– ¿Tienes muchos dolores? -le preguntó Ben, tan perspicaz como siempre.
Diablos, sí, porque le bastaba mirarlo para que afloraran los recuerdos más dolorosos. Para que recordara todos sus fracasos.
– No quiero que estés a… aquí -tartamudeó en la última palabra. Que su cerebro le fallara otra vez era el último insulto. Y todo era culpa de Ben, se dijo, mientras lo fulminaba con la mirada.
Ben apretó los labios mientras la miraba, frotándose la barbilla. El suave sonido de aquel roce parecía encontrar eco en el vientre de Rachel. Dios, lo recordaba exactamente así, mirándola, viendo a través de ella, adivinando su interior. Rachel siempre había estado convencida de que Ben era capaz de ver mucho más de lo que ella quería que viera.
Lo cual estaba directamente relacionado con el motivo por el que le había pedido que se marchara.
– Esta vez no puedo irme, Rachel -su voz tenía un tono de disculpa y reflejaba una frustración idéntica a la suya-. Le prometí a Emily que me quedaría.
Rachel desvió la mirada hacia su hija, que permanecía detrás de su padre, retorciéndose las manos y mordiéndose el labio.
– Por eso te he dicho antes que lo sentía, mamá -aclaró Emily rápidamente-. Y lo sé, lo sé. Sé que probablemente estaré castigada durante un mes.
– De por vida.
– Sí, bueno -Emily rió nerviosa-, me lo merezco.
– No, no se lo merece -Ben sacudió la cabeza mirando a Rachel-. Estaba asustada y preocupada por ti. Y quería que estuviera aquí.
– Para hacer contigo uno de esos viajes mientras yo me recupero. Estupendo. Magnífico. Muchas gracias.
– No tienes que darme las gracias por ocuparme de mi hija. Ella lo es todo para mí.
– Yo pensaba que lo era tu cámara.
Aquella respuesta provocó un sorprendido silencio.
– ¿De verdad es eso lo que piensas?
El presente y el pasado se fundían, y, por un momento, Rachel no fue capaz de decir dónde estaba ni cuándo. Ben siempre iba con su cámara al cuello. Y tenía un talento especial para capturar el alma y el corazón de cualquier cosa. A los diecisiete años ya estaba decidido a utilizar su talento para abrirse camino, sabía que no tenía muchas posibilidades, pero no estaba dispuesto a renunciar a ninguna.
Ben nunca renunciaba.
A diferencia de Ben, Rachel libraba sus propias batallas de manera diferente, en su fuero interno, pero no quería herirlo.
– Lo siento, sé que quieres a Emily.
– Por supuesto que la quiero. Y ella nos necesita a los dos.
– De todas formas, ahora no puedes llevártela porque las vacaciones de verano no empiezan hasta dentro de un mes.
Emily no pareció aliviada, eso fue lo primero en lo que se fijó Rachel. Y lo segundo fue la mirada directa y preocupada de Ben.
– No. No -exclamó al comprender por fin la verdad.
– Me lo temía, no sabías nada -dijo Ben llanamente, a pesar de que sus ojos expresaban la agitación de sus sentimientos-. Pero voy a quedarme, por lo menos hasta que puedas valerte por ti misma.
– ¿Eres tú el que me va ayudar hasta que me recupere?
– Sí.
Estando tan cansada, continuar comportándose de manera civilizada era difícil. Pero con aquellos dolores y sabiéndose traicionada por su propia hija, la tarea era, sencillamente, imposible.
– Preferiría pasar la convalecencia en el hospital.
Emily se acercó a ella.
– Mamá.
Ya se encargaría de la traición de Emily más adelante.
– Lo digo en serio.
– Estupendo -Ben se levantó con un rápido movimiento y bajó la mirada hacia ella desde su gran altura. En aquella ocasión, su expresión era inescrutable-. Yo mismo te llevaré.
– ¿Ahora? -gimió Rachel.
– Sí, ahora. No quieres que esté aquí, así que tú tampoco puedes quedarte. Porque no esperarás que Emily soporte toda esta carga…
– No, por supuesto que no -había dicho que era una carga. Adorable.
– Bueno, entonces… -se colocó tras ella y agarró la silla.
Era capaz de hacerlo, decidió Rachel. Y lo haría. Porque una de las cosas que recordaba claramente de él era que no le gustaban los faroles. ¿No lo había aprendido años atrás, cuando ella había dejado que su miedo a la intimidad la anulara y le había pedido que se alejara para siempre de su vida? Y Ben había hecho exactamente eso: marcharse sin mirar atrás.
Antes de que pudiera volver a tomar aire, la silla se detuvo. Y una vez más, Ben llenó todo su campo de visión.
– ¿Vas a comportarte como una niña? Porque si es así, perfecto. Nos quedaremos aquí tú y yo.
– Habría preferido quedarme con Atila -musitó.
– Probablemente -reconoció él de mal humor-, pero le he hecho a Emily una promesa.
Y aunque era capaz de muchas cosas, algo que jamás haría era faltar a su palabra.
– Es una locura. No podemos estar juntos, sería…
– ¿Como en los viejos tiempos? -se burló Ben.
La miró sin pestañear, haciéndole recordar exactamente lo bien que habían llegado a estar juntos.
– No tienes idea de lo que es esto -musitó Rachel.
– ¿Te refieres a verte obligado a renunciar a todo por las circunstancias? Sí, sé lo que es -rió con dureza-. Yo me crié de esa manera.
– Ben…
– Olvídalo, eso no cambia nada -se colocó enfrente de la silla, apoyando las manos en los apoyabrazos-. Pero soy un hombre justo, de modo que te ofreceré un trato.
El traicionero cuerpo de Rachel deseaba realmente que se acercara más. Lo miró con recelo.
– ¿Qué trato?
– En cuanto seas capaz de echarme de una patada, me iré. ¿Qué tienes que decir a eso?
Ambos sabían que ni siquiera en su mejor momento físico sería capaz de echarlo físicamente si él no quería moverse.
– ¿Trato hecho?
Una vez más, el pasado y el presente se fundieron, dejándola pestañeando con fiereza para apartar las lágrimas de frustración. No lloraría, no iba a llorar delante de aquel hombre irritante e irracional.
– Trato hecho. Pero sólo porque muy pronto estaré mejor.
– Créeme -contestó Ben, incorporándose con un ágil movimiento-, cuento con ello.