El teléfono despertó a Melanie en lo que tuvo la sensación de ser el borde del amanecer. Abrió los ojos, se estiró perezosamente en la cama y entró en contacto con un cuerpo cálido, duro e innegablemente masculino.
Oh, sí, qué forma más agradable de despertarse.
Jason, no… Justin, recordó con un suspiro de alivio, había tenido el detalle de ofrecerse para llevarla a casa desde el bar al que había ido después del trabajo porque necesitaba tomarse una copa.
El teléfono continuó sonando y estaba comenzando a alterarle los nervios.
– Aparta eso, cariño -dijo, palmeando el trasero desnudo de su amante mientras alargaba el brazo para descolgar el teléfono inalámbrico de la mesilla.
Y entonces vio el despertador. ¡Mierda! Volvía a llegar tarde al trabajo.
«¿Puedes verme en este momento, papá?» Miró hacia el cielo con una sonrisa irónica. O quizá debería estar mirando hacia el infierno, porque era mucho más probable que su padre hubiera terminado allí. «Llego tarde a trabajar, papá, y estoy orgullosa de ello. Así que ya puedes comenzar a retorcerte en tu tumba».
Esperando que no fuera su jefe, descolgó el teléfono.
– ¿Tía Mel?
Una sonrisa cruzó su rostro, aunque sólo en parte era de alivio.
– Hola Emily, cariño.
– ¿Estás ocupada?
Mel miró hacia el hombre extremadamente hermoso y extremadamente desnudo que tenía a su lado.
– Un poco, ¿qué ha pasado? ¿Cómo está tu madre?
– Eso es lo que quería decirte, está bien. Está muy bien. Tan bien que ya no hace falta que vengas este fin de semana.
– ¿Estás segura?
– Claro que sí. Mamá dice que hagas lo que tengas que hacer, que estaremos perfectamente.
– Habéis conseguido una enfermera, ¿verdad?
– Sí, las cosas van muy bien, de verdad. Entonces… bueno, nos veremos el fin de semana que viene. O el siguiente.
– El próximo fin de semana, claro… -Melanie se interrumpió y entrecerró los ojos. Siendo la reina de los mentirosos, manipuladores y estafadores, podía reconocer a uno entre un millón-. No me has respondido, Em. ¿Habéis contratado una enfermera?
– Eh, sí, y está haciendo un trabajo magnífico.
Aparentemente cansado de esperar, Justin deslizó las dos manos por las piernas de Mel y comenzó a jugar con lo que encontró entre ellas.
Melanie cerró los ojos. ¿De verdad quería interrogar a su sobrina cuando tenía a aquel hombre maravilloso deseando rendir culto a su cuerpo?
En aquel momento, aquel hombre maravilloso deslizó un dedo en su interior.
– De acuerdo, te llamaré dentro de unos días para ver cómo va todo -consiguió decir-. Adiós, cariño…
A los diecisiete años, Ben se había tomado el embarazo de Rachel como si fuera el final del mundo. Había estrechado su mano y había descubierto que Rachel tenía los dedos helados.
– Todo va a salir bien.
Con una risa atragantada, Rachel había liberado su mano.
– ¿De verdad? ¿Y cómo es posible, Ben? Voy a tener un bebé, por el amor de Dios.
Sí, un bebé. El estómago le daba vueltas, pero podía ser por culpa del hambre, puesto que no había comido nada desde la hora del almuerzo.
Miró a Rachel y el corazón se le encogió en el pecho. Dios, la amaba. Ridículamente. ¿Quién habría pensado que aquel joven que no servía para nada pudiera llegar a sentir algo tan intenso que no era capaz de respirar ni de hacer nada si Rachel no formaba parte de su mundo?
E iban a tener un hijo. Por culpa de un accidente, iban a crear una vida, una vida perfecta… Y, de pronto, su pánico se transformó en algo mucho más ligero, mucho más cercano… al júbilo.
– Cásate conmigo.
– Ben…
– Mira, te quiero y eso nunca cambiará. A la larga habríamos terminado casándonos, así que lo único que vamos a hacer es adelantar un poco los planes.
– Pero… ¿dónde viviremos?
– Bueno, empezaremos viviendo en Sudamérica, pero…
– Ben…
– Tendremos que ir a África en otoño, y después…
– Ben…
La estaba perdiendo, podía oírlo en su voz, así que continuó hablando tan rápido como pudo.
– Y después tendremos que ir a Irlanda, porque…
Rachel le agarró las manos y se las llevó al corazón. Sus enormes ojos brillaban y hablaba tan bajo que Ben tuvo que inclinarse para oírla.
– Ben, escúchame. Me amas, y para mí eso es casi un milagro, créeme, pero no puedo. No puedo convertirme en la señora Asher.
– Entonces no te cambies el apellido -contestó, malinterpretándola deliberadamente-. A mí eso no me importa, Rach. Yo sólo te quiero a ti.
– No puedo. No puedo darte lo que quieres. Somos demasiado diferentes.
– Las diferencias no importan. Mira, Rachel, yo voy a irme y tú vas a venir conmigo. Nos queremos y…
– ¡No! Dios mío, ¿es que no lo entiendes? Yo… no te quiero, ¿de acuerdo? No te quiero.
Ben no podía moverse, no podía respirar.
– Lo siento -Rachel tomó aire y se levantó. Sus ojos volvían a ser inescrutables, como si estuviera escondiéndose de él. Algo que se le daba muy bien-. Y no quiero volver a verte. Adiós, Ben.
– Rach…
– Vete, por favor -había susurrado con la voz rota-. Vete.
Era una petición que le resultaba dolorosamente familiar. Rachel no lo amaba y quería que se marchara. Estupendo. Él no iba a suplicarle.
– Adiós, Rachel -le dijo, pero ella ya se había marchado, desvaneciéndose en la noche.
Ben se despertó jadeante del infierno particular de sus recuerdos. Estaba en la cama, empapado en sudor y jadeando como si hubiera corrido una maratón.
No, no estaba en el infierno, pero se le parecía mucho. Las paredes parecían cerrarse sobre él, estrangularlo.
¿Cuánto tiempo tardaría en salir de la ciudad? ¿Del país? Asia parecía estar suficientemente lejos. Seguramente podría llegar a Asia. Tras soltar un juramento, se frotó la cara, justo en el momento en el que alguien saltaba a su lado en el colchón.
Emily se sentó en su cadera con una alegre sonrisa.
– Buenos días, papá.
Y bastó eso para que su corazón suspirara. Incorporándose de aquella montaña de almohadas, dejó escapar un trémulo suspiro. Asada. Rachel.
Emily.
Definitivamente, estaba en el infierno.
– Buenos días, cariño.
– ¿No has dormido bien?
– Sí, he dormido estupendamente.
Pero la verdad era que no. La última llamada que había recibido en el móvil la noche anterior era de uno de sus editores. Habían recibido una carta en la revista en un extraño sobre de color verde olivo: todavía tendrás que pagármelas, decía.
Evidentemente, era de Asada, pero el hecho de que procediera de América del Sur le daba alguna esperanza. Asada todavía no sabía dónde estaba.
– Pareces cansado, papá. Quizá deberías dormir más.
– Em, deja de gritar, me estás destrozando el cerebro.
– Lo siento -se quedó callada, un milagro temporal, estaba seguro-. Mamá todavía está durmiendo. ¿Quieres salir a disfrutar de una buena dosis de colesterol antes de que tenga que irme a la cárcel?
– El colegio no es una cárcel, Em.
– Este colegio sí.
– Bueno, ¿y en qué consiste esa dosis de colesterol?
– Huevos revueltos, una montaña de beicon y el mejor estofado que hayas probado en toda tu vida. Es en el Joe’s, justo al doblar la esquina. Mamá odia ese lugar, pero ella no sabe disfrutar de la vida.
Ben desvió la mirada hacia el reloj y consiguió contener un gemido cuando vio que las tres agujas estaban señalando el número cinco.
– Pero todavía no son ni las seis -y, teniendo en cuenta los cambios horarios, sólo Dios sabía qué hora era para su cuerpo.
– Claro, por eso está durmiendo mamá. Vamos, así no se enterará -saltó de la cama y le tiró del brazo-. Podemos pedir un batido de chocolate doble. Son enormes.
Ben rara vez comía antes de las doce y había pasado tanto tiempo desde la última vez que había estado en los Estados Unidos que suponía que no podía culpar a su estómago por hacerle decir esperanzado:
– Dame cinco minutos para ducharme.
– Ya te ducharás más tarde -lo sacó prácticamente de la cama y le tiró los vaqueros y la camiseta que Ben se había quitado el día anterior.
– Date prisa. Estoy hambrienta.
– De acuerdo, me olvidaré de la ducha, pero aun así, necesito un par de minutos.
– Papá…
– ¡Dos minutos! -repitió, colocando una mano en el rostro de su hija y empujando suavemente hasta sacarla de la habitación.
El suspiro de Emily le llegó a través de la puerta.
– Te esperaré en el porche. Dos minutos. Ciento veinte segundos. No dos minutos de mamá, que son veinte.
– Em, no. En el porche no -no quería que estuviera fuera sin vigilancia-. Espérame dentro.
– Sí, sí. Dos minutos, ¿de acuerdo?
– Y dentro.
– Trato hecho.
Ben utilizó la mitad de aquellos dos minutos para revisar sus mensajes, esperando tener alguno del agente Brewer. Después de la última carta de Asada, había prometido redoblar sus esfuerzos, pero no había ninguna noticia nueva aquella mañana.
Se lavó los dientes y se pasó la mano por el pelo. Una rápida mirada al espejo le aseguró que no estaba en condiciones de aparecer en público. Tenía el pelo demasiado largo y necesitaba un buen afeitado. Estaba más delgado de lo que recordaba y había nuevas arrugas alrededor de sus ojos. Una dosis de colesterol, sí, suponía que podía utilizar aquellas semanas para engordar un poco.
Arriesgando los pocos segundos que le quedaban antes de que Emily fuera a buscarlo, salió del dormitorio. Y, como era un estúpido, posó la mano en el pomo de la puerta de Rachel y lo giró. Empujó la puerta. La cama estaba cubierta de almohadones y mantas y había un pequeño bulto inmóvil en medio de todas ellas.
Se acercó. No se veía a Rachel por ninguna parte, así que apartó las sábanas de su rostro.
Rachel se había cubierto la cabeza con un pañuelo y tenía el ceño fruncido. Pero tras un ligero movimiento, volvió a relajarse, sumida como estaba en el sueño más profundo.
Quizá no estuviera al borde de la muerte, como Emily le había hecho creer, pero sufría muchos dolores. Todas aquellas dolorosas heridas la hacían parecer muy vulnerable, algo que le resultaba especialmente duro, porque Rachel jamás había sido una mujer frágil. Era, de hecho, un pilar de fuerza. Una mujer llena de valor y orgullo, sorprendentemente inteligente y extraordinariamente bella. Pero nunca había sido una mujer frágil.
Dejando escapar una suave exhalación, Rachel giró sobre su lado bueno, esbozó una mueca de dolor y volvió a quedarse quieta. Sus cremosos hombros quedaban al descubierto gracias a los tirantes de aquel pijama asombrosamente erótico que le había puesto el día anterior.
Ben dejó escapar una bocanada de aire. Mientras la desnudaba y deslizaba las manos por todo su cuerpo no se había permitido pensar. Pero lo estaba haciendo en aquel momento. Rachel era devastadoramente bella a los diecisiete años. Pero a los treinta, su belleza se había intensificado. Continuaba teniendo aquella marca de nacimiento en la parte interior del muslo. Él adoraba aquella marca, le encantaba posar en ella los labios y…
Y aquellos pensamientos sólo iban a servir para causarle problemas. Como si no tuviera suficientes.
Le dirigió una última mirada, sintiéndose como si él fuera un sediento y Rachel un enorme vaso de agua.
En otro tiempo, se había avergonzado de necesitar tanto a una mujer que se enorgullecía de no necesitar nunca a nadie.
Y que, sin embargo, continuaba necesitándolo aunque ella no lo supiera.
Rachel dejó escapar un pequeño murmullo, casi un gemido, que le desgarró el corazón.
– No pasa nada -susurró Ben y posó la mano en su hombro.
Rachel siempre había tenido la piel suave, dulce y cremosa y en eso no había cambiado tampoco.
– Duerme.
Bajo su mano, la respuesta de Rachel fue gratificantemente inmediata. Se relajó. Sólo porque él había hablado.
La curva de su seno presionaba el borde de su camisola y Ben tuvo que obligarse a apartar la mano y metérsela en el bolsillo. Sintiéndose como un pervertido por desear tocarla, la arropó y se recordó a sí mismo los motivos por los que estaba en South Village.
Dio media vuelta y vio la correspondencia que se apilaba encima de la cómoda. Durante la cena de bienvenida del día anterior, justo en ese mismo dormitorio, Ben había conocido a Garret, el vecino de Rachel. Al parecer, siempre les llevaba el correo. Ben se había preguntado sombrío qué más podía querer llevarle a Rachel, pero había decidido que era una tontería darle tanta importancia.
Se dispuso a salir de la habitación, pero se detuvo bruscamente al ver el borde de un sobre que asomaba entre todas las cartas. La visión de aquel papel de color verde olivo le cortó la respiración. Tras dirigirle a Rachel una rápida mirada, sacó el sobre del montón.
Iba dirigido a él, con aquella letra que estaba comenzando a reconocer demasiado bien. El remite decía únicamente: Asada, Sudamérica, y había sido matasellado pocos días atrás.
Otra carta. Con el sobre abrasándole los dedos, salió al pasillo, lo abrió y leyó la carta:
Ben:
¿Todavía estás preocupado?
Estupendo, porque ni siquiera hemos…
– Has tardado cinco minutos -musitó Emily cuando Ben bajó por fin por la escalera.
Estaba sentada en el vestíbulo, con las piernas cruzadas y un larguísimo cable de teléfono entre su portátil y la conexión telefónica que, según Rachel, utilizaba para hablar con sus únicos amigos, amigos cibernéticos, por cierto. Desenchufó la conexión y se levantó.
– La próxima vez baja por la barra, es más rápido.
Ben había dedicado un minuto más en llamar a su contacto del FBI.
– De acuerdo.
– ¿Estás listo?
– Sí -contestó Ben, forzando una sonrisa.
Salieron. Ben revisó concienzudamente la cerradura de la puerta y cerró mirando a su alrededor con ojos de halcón. Había un hombre haciendo deporte, un repartidor de periódicos y una mujer patinando. Nada extraordinario en South Village, pero la necesidad de abrazar a Emily y llevársela a cualquier otro lugar en el que pudiera estar segura durante el resto de su vida era muy fuerte.
Y también estaba Rachel. Lo que sentía al tener que protegerla era mucho más complicado. En una ocasión, Rachel le había dado la espalda. Y, sin embargo, él se sentía incapaz de hacer lo mismo.
Garret estaba sentado en los escalones de su porche, bebiendo un café y leyendo el periódico. Era un hombre alto, musculoso y tenía aspecto de ser capaz de derribar a cualquiera que se le pusiera por delante. Ben suspiró con resignación.
– ¿Vas a estar un rato por aquí?
– Sí -contestó Garret, mirándolo por encima del borde del periódico.
– ¿Podrías estar pendiente de ella durante unos minutos? -señaló hacia la puerta.
Garret miró hacia la casa y después miró de nuevo hacia Ben.
– ¿Crees que puede surgir algún problema?
– Yo siempre espero problemas.
– En ese caso, me quedaré vigilando.
Aunque todavía era primavera, estaban en el sur de California, lo que quería decir que había dos estaciones: la caliente y la más caliente. Incluso a aquella hora, Ben podía predecir que para las doce el día iba a ser un infierno.
Su hija lo condujo hacia la cafetería. Durante el trayecto, se cruzaron con una sorprendente cantidad de personas para ser las seis de la madrugada.
– Son los más madrugadores -anunció Emily alegremente-. ¿Sabías que los fines de semana pasan por aquí cerca de veinte mil personas?
De las que, si por él fuera, sobrarían diecinueve mil novecientas noventa y nueve.
Pasaron por delante de una heladería, que también estaba abierta.
– ¿No te encanta estar aquí? -le preguntó Emily-. Puedes comprar helado a cualquier hora del día.
¿Que si le encantaba? Lo que le encantaría sería estar a cinco mil kilómetros de distancia. Él no pertenecía a aquel lugar y toda aquella tensión le hacía sentirse triste. Vacío.
Pero en cuanto reconoció la felicidad y la expectación en la mirada de su hija, decidió abandonar aquel sentimiento.
Por lo menos de momento, no iba a poder ir a ninguna parte.
– Es aquí.
Al doblar la esquina, Emily señaló la puerta de una cafetería de la que emanaban olores gloriosos que resucitaron el estómago de Ben. Las mesas eran de hierro forjado y estaban tan pegadas las unas a las otras que Ben podía atrapar fragmentos de todas las conversaciones. Ben se sentó en una de las mesas y abrió la carta, en la que figuraban más opciones de cafés que de comida.
– Cuando llegue el verano -le dijo Emily, colocando cuidadosamente aquel portátil del que nunca se separaba-, le voy a pedir al dueño que me deje trabajar aquí.
– Cuando se tienen doce años, el verano no es para trabajar.
– ¿Entonces para qué es?
– ¿Para salir con los amigos, quizá?
Los ojos de Emily perdieron parte de su luz.
– Preferiría trabajar.
Ben recordaba que su preadolescencia también había sido muy difícil, pero Emily procedía de un mundo completamente diferente.
– ¿Qué problema tienes con los amigos?
– Ninguno.
– Em.
– Los otros niños son muy raros.
– ¿Raros en qué sentido?
– Las chicas están interesadas por los chicos y a los chicos sólo les interesan sus monopatines.
– Bueno, entonces las cosas no han cambiado mucho.
Emily levantó la carta para ocultar su rostro.
– Tengo hambre.
De acuerdo. Ben se inclinó hacia delante y le apartó la carta con un dedo.
– Sólo déjame decirte una cosa.
– ¿Tienes que hacerlo?
– Soy tu padre, sí.
Con un dramático suspiro, Emily dejó la carta sobre la mesa y lo miró con recelo.
– Preocuparme por ti es algo inseparable del hecho de ser tu padre. No puedo evitarlo.
– ¿Y quieres evitarlo?
– ¿Qué quieres decir?
Emily lo miró con los ojos entrecerrados.
– ¿Preferirías no tener que preocuparte en absoluto?
¿Cómo había podido olvidar lo inteligente que era su hija?
– No, no quiero evitarlo, Emily -le tomó la mano al verla desviar la mirada-. Quiero ser tu padre. Me encanta serlo.
– ¿Estás seguro?
– Completamente seguro.
Emily sonrió de oreja a oreja. Ben le devolvió la sonrisa.
– Entonces…
– Entonces, estoy bien.
– ¿Me lo prometes?
– Te lo prometo.
Pidieron comida suficiente para mantener las arterias bloqueadas durante un mes y Ben se pasó todo el desayuno esperando reconocer a Asada o a cualquiera de sus hombres en cualquier rostro.
Y lo odiaba. Odiaba la sensación de impotencia, de vulnerabilidad.
Después del desayuno, regresaron paseando a la casa.
– Vamos por aquí -dijo Emily, señalando un callejón.
En el mundo de Ben, un callejón era una trampa mortal.
– Prefiero que rodeemos el edificio y…
– ¿Has oído eso? Oh, mira…
Antes de que pudiera detenerla, Emily se adentró en el callejón, dejó el ordenador en el suelo y se levantó con algo en brazos.
Cuando llegó Ben a su lado, la niña estaba saltando con aquel pequeño bulto todavía entre sus brazos.
– ¿Podemos quedárnoslo? ¿Podemos quedárnoslo?
El «lo» en cuestión era el cachorro más pequeño y más feo que había sobre la faz de la tierra.
– Es un perro callejero, no tiene collar. Oh, mira, está hambriento -Emily miró a su padre-. Es huérfano, papá.
Y un infierno.
– No.
– Pero no podemos dejarlo aquí.
– Claro que podemos. Déjalo en el suelo y nos vamos.
Emily lo miró con desaprobación.
– Mamá dice que eres un héroe, que salvas a la gente. ¿Cómo puedes decir algo así?
¿Rachel había dicho que era un héroe?
– Em, no podemos llevar un perro a casa.
– Pero yo siempre he querido tener un perro, siempre. Estoy tan sola…
– Em…
– Mira, papá, ¿no es precioso? Tenemos que llevárnoslo a casa y darle de comer.
El cachorro, sintiendo su victoria, pareció animarse.
– Por favor, papá…
– Pero tu madre…
– Pensábamos tener un perro, te lo prometo. Justo antes del accidente de mamá habíamos decidido ir a rescatar a uno de los perros de la perrera, pero yo he encontrado antes a éste.
El cachorro le lamió la mejilla.
– Y, mira, tiene las orejas más oscuras que el resto de su cuerpo. Es tan bonito… Lo llamaremos Parches.
Parches suspiró encantado y expuso su vientre para que lo acariciaran.
Ben suspiró y se descubrió a sí mismo frotando aquella suave barriguita.
– Sólo hay un problema, Emily: Parches no es un chico.