A las ocho en punto de aquella noche, Rachel abrió las puertas de cristal del jardín trasero. Había sido una tarde muy interesante. Gwen había llamado en dos ocasiones intentando disimular su pánico ante la posibilidad de perder a Gracie. Su servidor informático se había caído durante algunas horas, poniendo a Emily al borde de un ataque de nervios ante la imposibilidad de utilizar el correo electrónico. Adam la había llamado para invitarla a cenar. Mel se estaba comportando pésimamente y sólo Dios sabía por qué. La cachorra corría peligro de terminar asesinada si se le ocurría morder una cosa más. Y el médico le había dicho que tendría que seguir llevando la escayola.
Había sido un día horroroso. Pero por lo menos Melanie se había llevado a Emily al cine y la perrita estaba durmiendo. Por fin podría disfrutar de unos segundos de paz. Quizá. Salió cuidadosamente al jardín y al ver lo que tenía frente a ella, todos sus pensamientos estallaron en mil pedazos.
Había velas por todas partes, en el camino, colgando de los árboles y sobre la mesa que alguien había engalanado con un mantel de lino y su mejor vajilla. Y, sentado a la mesa y mirándola con su seductora boca curvada en una apenas perceptible sonrisa, estaba Ben.
El corazón se le encogió en el pecho, el estómago le daba vueltas. Las manos le sudaban. Y todas aquellas reacciones físicas eran mucho más que ligeramente alarmantes.
¿Había olvidado ya que aquel hombre la había destrozado? ¿Había olvidado que cuando se fuera, probablemente no volvería a verlo durante otros trece años?
Ben se levantó y caminó hacia ella.
– Hola -fue su único saludo.
– Hola.
Ben le tomó la mano y la guió hacia la mesa. Rachel fijó la mirada en la vajilla, miró después el jarrón con las tres margaritas que había colocado en el centro de la mesa y después advirtió que Ben estaba mirándola muy fijamente.
– ¿Qué? -le preguntó.
– Estás preciosa -dijo Ben con tal sencillez que Rachel deseó creerlo. Deseaba un montón de cosas, de hecho.
– Ben, sobre lo de antes… siento haberme enfadado por lo del McDonald’s. Es sólo que estoy acostumbrada a manejar a Emily sola y…
– Sí, todo lo manejas sola: tus heridas, tu casa, tus esperanzas, tus sueños y tus temores. Y también a tu hija.
– Pero Emily también es hija tuya.
– Lo sé. Lo que no estoy seguro es de que tú lo sepas.
Vaya, aquello no sonaba muy propio de una tregua.
– Ben…
– Mira, lo único que quiero decir es que no hace falta que te disculpes por algo que en realidad no sientes.
– Yo… -soltó una bocanada de aire-. De acuerdo, tienes razón.
– Y sé sincera. Te gusta tu rutina, te gusta hacer las cosas a tu manera y, cuando yo no estaba aquí, contabas con ambas cosas.
– Sí -contestó muy tensa-, y cuando te hayas ido, las cosas volverán a la normalidad. Tendrán que hacerlo. Así que te agradecería que no mimaras demasiado a Emily.
Ben dejó escapar una risa.
– Actúas como si ya casi me hubiera ido.
– ¿Y no lo has hecho?
Se miraron fijamente el uno al otro. Era como si no hubieran pasado los trece años que llevaban separados, pensó Rachel con amargura, y se preguntó cómo habría podido permitirse soñar que las cosas podían ser diferentes en aquella ocasión.
– Podrías intentar negarlo -susurró, horrorizada por todo lo que estaba revelando al decirlo.
Ben esbozó una mueca. Se pasó la mano por el pelo y volvió a mirarla.
– Rachel.
Era sólo su nombre, pero lo pronunciaba con una voz tan torturada como la propia Rachel se sentía.
– Olvídalo -dijo, inhalando profundamente-. Sencillamente, olvídalo.
– En aquel momento sabía que tenía que marcharme. Me habían ofrecido el trabajo de mi vida. Lo sabes. Pero jamás pensé que tendría que irme sin ti, jamás se me ocurrió pensarlo. Y tampoco que me pedirías que te dejara.
Rachel sabía que en sus ojos brillaban las lágrimas. Y, consciente de que estaba poniendo todo su corazón en su voz, contestó:
– Y jamás se te ocurrió pensar que yo tenía que quedarme con la misma fuerza con la que tú tenías que marcharte.
– Rach -susurró Ben otra vez, dio un paso hacia ella y deslizó la mano por su barbilla-. Lo siento, siento mucho haberte hecho daño.
– Yo también -respondió ella suavemente. Y era cierto.
– ¿Entonces?
– ¿Entonces? -repitió ella con una pequeña sonrisa.
La sonrisa con la que le contestó Ben le quitó la respiración.
– ¿Crees que podremos llevarnos bien?
– Podemos por lo menos intentarlo.
– Estupendo -Ben deslizó el brazo por su cintura y continuaron avanzando hacia la mesa.
– ¿Qué has preparado para cenar? -le preguntó Rachel, intentando no pensar en la fuerza y el calor que emanaban del cuerpo de Ben.
– Bueno -Ben inclinó la cabeza y curvó los labios en una sonrisa-, yo iba a preguntarte lo mismo.
Ben la ayudó a sentarse y se dirigió al otro extremo de la mesa.
– ¿Tienes hambre? -antes de que pudiera contestar, Rachel quitó la tapa de una de las humeantes fuentes. Hamburguesas con queso.
No era que Rachel no agradeciera que la cocinaran, pero conociendo las habilidades culinarias de Ben, la sorprendía la sencillez del menú.
– Tiene un aspecto magnífico -dijo Ben, dirigiéndole una de sus mortales sonrisas.
A pesar de sí misma, Rachel se echó a reír.
– ¿Es que no tenían un aspecto magnífico cuando las has cocinado?
A Ben comenzó a helársele la sonrisa en los labios.
– Pero si no las he hecho yo…
– Pero… yo tampoco.
– Claro que las has hecho tú. He recibido esta nota -sacó la nota del bolsillo de la camisa.
Aquel pedazo de papel se parecía sospechosamente al de Rachel. Tras mirarlo con expresión estupefacta, Rachel sacó su propia nota y se la tendió.
Ben la leyó, echó la cabeza hacia atrás y soltó una sonora carcajada. Rachel, que no encontraba la gracia por ningún lado, se reclinó en el asiento. Su hija había vuelto a engañarla.
Ben continuaba riendo.
– Tienes que admitir que ha conseguido engañarnos.
– Oh, claro que sí. Y yo voy a encargarme de ella.
– ¿Cómo es posible que esto no te haga gracia?
Era muy sencillo. Toda su vida parecía haber escapado a su control, y le dolía. Imaginó estremecida lo que podría haber pasado aquella noche si no hubiera descubierto la verdad, si hubiera continuado creyendo que había sido Ben el que le había enviado aquella nota.
Al verla estremecerse, Ben tomó la camisa que había dejado sobre el respaldo de la silla y se la echó por los hombros.
Rachel cerró los ojos al sentir las manos sobre sus hombros, intentando aliviar la tensión de sus músculos.
– Rachel…
Tenía la boca de Ben tan cerca de la oreja que podía sentir el calor de su aliento contra la piel. Y si no hubiera sabido la verdad, probablemente se habría derretido contra él, se habría dejado envolver en aquello que en silencio Ben le estaba ofreciendo, se habría permitido perderse como no había vuelto a permitirse hacerlo desde… desde la última vez que había estado con él.
Maldita fuera. Se enderezó de nuevo y agarró el tenedor.
– Muy bien -Ben se apartó de ella riendo-, creo que he entendido la indirecta.
– Si hubiera sido una indirecta, habría agarrado el cuchillo.
Ben sonrió y levantó una copa de cristal.
– Por nuestra ingeniosa hija.
– ¿No sería mejor brindar por sus payasadas?
– Sí -murmuró Ben con mirada intensa-. Y también por algo más, Rach. Por nosotros.
– Mientras estés tú aquí.
– Mientras esté yo aquí.
Rachel ignoró la punzada de dolor que atravesó su corazón y asintió ligeramente.
– De acuerdo, en ese caso, brindemos para que no terminemos asesinándonos mientras estemos juntos.
Ben sonrió.
Repentinamente hambrienta, Rachel se inclinó sobre la mesa para comer. Sintió en el bolsillo de la camisa de Ben un papel arrugado. Pensando que era otra de las artimañas de su hija, desdobló el papel, lo abrió y leyó lo que en él habían escrito.
Querido Ben, ¿crees que ya has pagado suficiente?
No dejes de vigilar, de esperar… Yo seguramente no lo haría.
Ben se levantó de la silla en cuanto vio lo que Rachel acababa de hacer, pero ya era demasiado tarde. Rachel alzó la cabeza y lo taladró con una mirada cargada de terror.
– ¿Esto qué es?
Maldecirse a sí mismo no serviría de nada. Mentir, todavía menos. Aun así, Ben consideró ambas posibilidades.
Pero sabía que estaba obligado a decirle la verdad. Probablemente debería haberlo hecho hacía mucho tiempo. Con mucho cuidado, le quitó la nota de Asada, la dobló y se la metió en el bolsillo del pantalón.
– Ben -le temblaba la voz-, ¿tienes problemas?
Ben se rascó la barbilla mientras parecía estar considerando su respuesta.
– ¿No los tenemos todos normalmente?
– Ben…
– Eh, sí, sólo estoy pensando cómo empezar.
– Por el principio -sugirió Rachel con un hilo de voz-. ¿Quién te ha escrito esta carta? ¿Estás en peligro?
Ben la miró fijamente, estupefacto al darse cuenta de que estaba temblando, de que estaba pálida y parecía aterrorizada… por él. Pensaba que era él el que corría peligro…
Agarrándose al bastón, Rachel intentó levantarse, pero Ben se lo impidió y se puso en cuclillas para que sus rostros pudieran estar al mismo nivel.
– Dímelo -le suplicó Rachel-, dime lo que está pasando.
– Sí, de acuerdo.
Ben posó la mano en el brazo escayolado de Rachel, imaginándose a sí mismo siendo atropellado por el coche que la había atropellado a ella. Imaginando el dolor, el miedo, la pesadilla de la estancia en el hospital. Imaginó todo lo que Rachel había pasado e intentó imaginar cómo iba a decirle que todo era culpa suya.
– Hace unos seis meses -comenzó a decir-, yo andaba buscando una nueva historia.
Rachel asintió urgiéndolo a continuar. Era evidente que todavía estaba muy preocupada por él.
– Descubrí en un rincón remoto del país que un supuesto sacerdote estaba ganando dinero a través de sus llamadas misiones de esperanza.
– Sí, leí ese artículo. En vez de construir viviendas se embolsaba todo ese dinero, ¿verdad?
Lo había leído. Eso significaba que seguía su trabajo. Probablemente no era aquel el mejor momento para sentirse halagado por ello.
– Sacaste a la luz un escándalo internacional -continuó Rachel-, y el hombre fue a prisión.
– Sí, Manuel Asada fue a prisión, lo perdió todo: su gente, su imperio, todo. Él… -Ben tomó aire-, prometió vengarse de mí por haber destrozado su mundo.
– ¿Y? -preguntó Rachel, con los ojos abiertos como platos.
– Y durante el proceso de extradición a los Estados Unidos, se escapó.
– ¿Y…?
– Y ahora se ha desvanecido.
– Y quiere tu cabeza.
– No la mía exactamente, sino la de aquellos que me importan.
Rachel se quedó en completo silencio.
– Dios mío, Ben -lo miró fijamente, después, se levantó, apoyándose con el bastón. Cuando Ben intentó ayudarla, le apartó las manos, lo miró fijamente y se apartó de él todo lo que pudo.
– Entonces… no has venido a South Village por mí, por esto -bajó la mirada hacia la escayola y el bastón-. Has venido hasta aquí porque pensabas que tenías que proteger a Emily.
– Y a ti.
– ¿Pero por qué iba a pensar Asada que yo puedo importarte?
– Porque me importas.
Rachel volvió a mirarlo horrorizada.
– El accidente…
– Sí. El problema es que no creo que fuera un accidente en absoluto. Oh, Rach… -¿cómo expresar la culpa, el dolor, el arrepentimiento? Se acercó a ella y posó las manos en sus hombros-. Yo no quería que esto sucediera, lo siento. Ojalá hubiera estado yo en tu lugar -dijo con voz ronca-. Y haría cualquier cosa, cualquiera, para mantenerte a salvo.
Rachel se llevó la mano a los labios.
– Podría haber sido Emily, nuestra hija…
Ben la abrazó y, por un instante, Rachel se aferró a él, haciéndole perderse en aquella familiar sensación de su cercanía, haciéndole sentirse sobrecogedoramente… en casa.
Después, con una fuerza sorprendente, Rachel lo empujó para liberarse y se cubrió la cara con la mano.
– Quiero que te vayas -le dijo.
– No puedo.
– Querrás decir que no quieres.
– Maldita sea. No pienso marcharme hasta que no hayan encontrado a Asada.
Rachel dejó caer la mano de su rostro y lo miró con aquellos enormes y expresivos ojos, haciéndole odiarse a sí mismo.
– Yo sabía que tenía que haber algo que estuviera atándote a esta casa. Algo más que nosotras.
– Lo siento -dijo una vez más, pero a él mismo le parecían patéticamente inadecuadas sus palabras.
– Yo también. Pero prométeme algo.
– Lo que quieras.
– En el momento en el que estemos a salvo, desaparecerás.
Ben se quedó mirando fijamente a Rachel, apreciando el valor y la fuerza que de ella emanaban y cerró los ojos. Y después hizo la promesa con la que sellaría su destino.
– Te lo prometo, en cuanto estéis a salvo, me marcharé.
En Brasil, la noche caía repentinamente, sin previa advertencia. En cuestión de segundos, el canto de los pájaros y el zumbido de las abejas desaparecían en el negro silencio de la noche.
A Manuel siempre le había gustado, pero en aquel momento de su vida, odiaba que el sol se pusiera porque eso lo obligaba a permanecer escondido como un topo hasta la mañana siguiente.
Era tan poco lo que le había quedado allí. Y aparte de unos cuantos subalternos que no tenían ningún otro lugar adonde ir, tampoco podía contar con nadie.
Y tanto el hecho de vivir escondido como el depender de los demás para todo, lo estaban volviendo loco. Durante todo el día y toda la noche, lo único que hacía era torturarse a sí mismo pensando en cómo habrían sido las cosas si todo hubiera ocurrido de otra manera.
¿Qué habría pasado si hubiera matado a Ben Asher antes de que su artículo lo salpicara?
La necesidad de venganza era mayor a medida que iban pasando los días. Volvería a levantar su imperio. Y nadie conseguiría arrebatárselo en aquella ocasión.
Nadie.