A tan tierna edad como los cinco años, Rachel ya sabía lo que significaba una mudanza. Una habitación nueva, una nueva niñera y todos sus juguetes cambiados de lugar. Ella no quería volver a marcharse, otra vez no, y tampoco quería irse su hermana. Pero lo que ellas quisieran no importaba.
– Maldita sea, niña, vete con tu madre si vas a seguir lloriqueando.
Su madre blandía ante ella vasos medio vacíos de aquella cosa que parecía agua, pero olía tan mal. Rachel había tardado años en descubrir que el vodka era la bebida preferida de su madre, y le decía:
– No me mires a mí, yo no puedo hacer nada para evitarlo.
– Rachel.
Rachel intentó pestañear para enfocar la vista, pero de pronto había dejado de tener cinco años. Todo había sido un sueño. Tenía muchos sueños de esa clase últimamente. Durante el último mes, aquel insistente dolor se unía a una nauseabunda sensación de claustrofobia que la mantenía despierta. Lógicamente, sabía que la claustrofobia se debía a que estaba vendada como una momia. Pero lo peor era el pánico producido por su completa falta de control sobre su propio cuerpo.
– Oh, Dios mío, estás despierta.
Rachel hizo una mueca al oír la engañosamente amable voz de la enfermera que llevaba las jeringuillas y que no dudaba en emplearlas a menudo.
– No pueden necesitar más sangre.
– Sólo un poco.
– De ninguna manera.
Sin alterarse, la enfermera se sentó al lado de Rachel y sacó la jeringuilla.
– Estoy hablando en serio. Ni se le ocurra -pero incluso Rachel rió a pesar del trallazo de dolor que atravesó su cuerpo.
Tenía la mayor parte del cuerpo cubierto por vendas o escayolas y no había sido capaz de moverse por sí sola desde que había cruzado una calle para dirigirse al café Delight, donde había quedado para almorzar con su agente, Gwen Ariani, y había sido arrollada por un coche.
Aparte de los problemas físicos derivados del accidente, su cerebro también parecía haberse alterado y hacía de la coordinación de movimientos algo imposible. El médico le había dicho que sería algo temporal. Probablemente. Pero teniendo en cuenta que necesitaba las más finas de sus habilidades motoras para mantener su tira cómica, la situación no parecía muy alentadora.
– No soy un alfiletero.
La enfermera frotó con alcohol el brazo de Rachel, pero tuvo al menos la deferencia de dirigirle una mirada de disculpa mientras le clavaba la aguja. Una vez terminado, le palmeó la mano, vendada todavía hasta las puntas de los dedos.
– Ah, y tengo buenas noticias. Hoy te quitarán la mayoría de las vendas. Esta mañana vendrá por aquí el doctor Thompson.
– ¿Y las escayolas?
– Las vamos a sustituir por otro tipo de material.
– ¿Y cuál es la diferencia?
– Tendrás más movilidad y ligereza -Sandy se dirigió hacia la puerta-. Y ahora, no empieces a preocuparte por los detalles. Volveré dentro de poco con el médico.
Rachel fijó la mirada en el techo, su nueva diversión. Estaba preocupada, sí, porque sabía que estaban a punto de darle el alta. Pero eso no implicaba necesariamente su libertad.
Durante los dos meses siguientes iba a necesitar ayuda, un destino peor que la muerte en lo que a ella concernía. El hecho de necesitar a alguien que la ayudara a vestirse, a moverse, que la cuidara en todos los sentidos, le resultaba… aterrador.
Lo que realmente necesitaba en aquel momento era un marido fuerte y viril.
¡Ja!
Para conseguir un marido, antes tendría que citarse con alguien. Permitir que entrara alguien en su vida. Y para permitir que entrara alguien en su vida, especialmente un hombre, antes tendría que… Bueno, tendría que hacer demasiadas cosas, incluyendo poner a punto aquellas habilidades sociales que con el tiempo había dejado oxidar.
Y, puesto que aquello no iba a suceder, Rachel no tenía ninguna opción. Ninguna en absoluto. Una enfermera. Necesitaba una enfermera.
Y, mientras Emily y ella pudieran quedarse en casa, nada más importaba.
Lo cual hacía aflorar su principal preocupación: cómo iba a arreglárselas para no convertirse en una carga para su hija.
La puerta de su habitación volvió a abrirse y oyó la voz de Sandy, que regresaba con el doctor Thompson.
Cerró los ojos, fingiendo dormir. No era propio de ella fingir nada, pero en aquel caso, cuando todo el mundo insistía en hablarle como si hubiera sufrido un daño cerebral irreversible, oír a escondidas se había convertido en una necesidad.
Quería saber qué planes tenían para ella, porque no estaba dispuesta a aceptar otra cosa que no fuera salir del hospital. Relajar los músculos no le resultaba fácil. Había pasado todo un mes después de aquel accidente que todavía no podía recordar y continuaba doliéndole hasta el último centímetro de su cuerpo.
Y le picaba. Le picaba el brazo escayolado, y la pierna, y la multitud de llagas y heridas. Y el pelo que comenzaba a crecerle después de que se hubieran visto obligados a afeitarle la cabeza para la operación.
Si no le doliera sonreír, lo haría con ironía. Durante toda su vida había cuidado su larga y rubia melena… que había terminado perdiendo por un duro golpe del destino.
Por lo menos todavía tenía… ¿qué? No tenía salud, no podía disfrutar de la vida que hasta entonces había conocido, ni siquiera podía abrazar a Emily… en el caso de que Emily quisiera que la abrazara.
– Si no contrata a alguien, Sandy, no va a curarse como es debido -decía el doctor.
– Bueno, su hija ha estado hablando con el servicio de alta y creo que ha solicitado ayuda a domicilio.
Rachel dejó de respirar. ¿Emily se había encargado de contratar una enfermera? Evidentemente, Melanie la habría ayudado, pero aquello era completamente impropio de ella. Aunque Melanie se había desplazado hasta el hospital inmediatamente después del accidente, no era habitual que su hermana hiciera planes de futuro, ni para sí misma, ni, mucho menos, para los demás.
Durante años, Melanie se había quejado de que Rachel no la necesitaba lo suficiente, pero la verdad era que cuando había necesitado a Mel, cuando había intentado confiarle algo que realmente la inquietaba, Mel, o bien se limitaba a encogerse de hombros, o reaccionaba de forma desproporcionada.
Un ejemplo perfecto había sido su separación de Ben. Rachel había intentado hablar con Melanie, pero, en su exuberante necesidad de proteger a su hermana pequeña, ésta había considerado lo ocurrido como la puerta abierta para hablar mal de Ben cada vez que surgía el tema. Y, trece años más tarde, continuaba haciéndolo.
De modo que Rachel había aprendido a guardarse para sí sus problemas.
Además, Mel ya había cumplido con creces con su deber, utilizando su tiempo de vacaciones para cuidar a Emily mientras Rachel estaba en el hospital.
Rachel sabía que su hermana necesitaba recuperar su propia vida y, sobre todo, su independencia. Emily y ella podrían manejarse. Con… la enfermera que contrataran. Oh, Dios. Tener a alguien viviendo con ellas iba a ser terriblemente incómodo, pero por lo menos estaría en su propia casa.
Después de una infancia angustiosamente nómada y de haber sido despertada a todas las horas del día y de la noche para ser examinada durante un mes, volver a su propia cama sería una bendición.
Emily irrumpió en la habitación del hospital, conteniendo apenas su desbordante energía. Iba vestida con una camiseta, unos pantalones enormes con el talle a la altura de las caderas y unas sandalias. Llevaba el rostro completamente libre de maquillaje y dos aros de plata en cada oreja. Sus ojos verdes resplandecían entre los larguísimos mechones rubios de su melena.
Y llevaba bajo el brazo el ordenador portátil que siempre la acompañaba.
A pesar del cansancio producido por una agotadora sesión de rehabilitación, el corazón de Rachel pareció aligerarse al verla. Al tener una hija, Rachel había aprendido a compartir, a recibir amor y a darlo. Y gracias a Emily había sido capaz de sentirse llena.
Habían pasado horas desde que el doctor Thompson le había retirado parte de las vendas. Había hecho de ella una mujer nueva. Una mujer nueva con muy poco pelo, escayolas nuevas en el brazo y en la pierna y la pelvis rota. Una mujer nueva que todavía sufría dolores, pero que se sentía ligeramente mejor.
O, cuando menos, más ligera. Las vendas que ocultaban las abrasiones, escondiendo al mismo tiempo parte de su rostro, su torso y el brazo bueno, habían desaparecido. Gracias a su nuevo estado, pudo mover el brazo derecho.
– Emily… mira.
Emily se mostró convenientemente impresionada.
– Eso está muy bien. Antes de que te des cuenta, estarás dibujando otra vez.
En aquel momento, Rachel no era capaz de levantar un lápiz y, mucho menos de pensar con el ingenio que se requería para dibujar a Gracie, un personaje valiente, descarado y audaz, todo lo que Rachel no era, pero que había sido capaz de dibujar.
Y que rezaba para poder continuar dibujando.
Para ocultar su miedo delante de aquella niña que parecía capaz de verlo todo, forzó una sonrisa.
– ¿Has venido con tía Mel?
– Sí -Emily se dejó caer en una silla al lado de la cama-. Está ocupada, coqueteando otra vez con tu médico, pero mi «madura tía» no quiere que me dé cuenta, así que me ha enviado a tu habitación. Cree que no sé nada de hombres. Pero apuesto a que sé mucho más que ella.
Una preadolescente consciente de la sexualidad: la pesadilla de cualquier madre.
– Emily…
– Mamá, sólo estoy bromeando.
– ¿Y de verdad estás bien? -deseaba poder alargar el brazo hacia ella y acariciar su rostro, su pelo. Echaba de menos su cercanía. Echaba de menos todo-. Dime la verdad.
– Bueno, estoy mejor que tú. La enfermera me ha dicho que te han quitado todos los puntos y la mayoría de las vendas -Emily se inclinó hacia delante y escrutó hasta el último centímetro de su rostro.
Rachel deseaba volver la cabeza. Apenas podía imaginarse su aspecto. Las heridas y la hinchazón habían ido desapareciendo, pero probablemente su cara conservaba todavía toda la gama de colores del amarillo al verde. Y su melena, su gloriosa melena…
– No me han traído un espejo, así que no… -consiguió emitir una débil risa, pero Emily se inclinó todavía más, muy seria, sin dejar de inspeccionar su rostro.
Rachel volvió la cabeza mientras luchaba contra el escozor de las lágrimas.
– Probablemente tenga el aspecto ideal para Halloween, aunque todavía falten meses para entonces.
– Oh, mamá -al oír aquella voz tan dulce y atragantada, Rachel se volvió y la sorprendió encontrar tanto amor en el rostro de Emily.
– ¿No lo sabes? -susurró Emily-, estás preciosa -sus ojos brillaban como dos estrellas-. Eres tan guapa mamá.
Rachel consiguió sonreír a pesar del nudo que tenía en la garganta.
– Eso significa que también tú eres preciosa.
– Sí -pero entonces fue Emily la que tuvo desviar la mirada-. Aunque sé que a quien de verdad me parezco es…
Se interrumpió, sin hacer ningún esfuerzo por terminar la frase, y Rachel suspiró. «No seas cobarde», se recordó a sí misma.
– A tu padre.
Se miraron la una a la otra en un incómodo silencio, mientras Rachel sentía que se le caía el corazón a los pies.
No, no era una cobarde y no lo había sido durante mucho tiempo, pero sacar el tema de Ben Asher delante de Emily normalmente resultaba problemático.
Ben era la única persona sobre la que Emily y Rachel nunca estaban de acuerdo.
¿Cómo iban a estarlo? Su hija lo veía como un héroe, un hombre que anteponía las necesidades de los demás a las suyas. Un hombre que buscaba la justicia para aquellas personas que no podían conseguirla por sí mismas.
Y Ben era eso, admitió Rachel para sí. Pero también más, mucho más.
Rachel había vuelto a cambiar de colegio, aquel año en mitad del último curso. En su primer día de clase, un chico entró tarde paseando despreocupadamente en la clase de literatura inglesa. Con una lenta y perezosa sonrisa, fue recorriendo uno de los pasillos formados por las mesas.
– ¿Sabes que viene de Tracks? -le susurró una compañera que estaba justo detrás de Rachel a otra-. Vive en un hogar de acogida, con otros ocho niños.
– Aun así, está muy bien -susurró la otra en respuesta.
– Pero es asquerosamente pobre.
– Es una pena.
Rachel no pudo evitar fijarse en que nadie le hacía ningún caso, aunque a él no parecía importarle lo más mínimo. Iba vestido con unos vaqueros con un agujero en la rodilla y una camiseta negra con el dobladillo deshilachado y una manga rasgada y llevaba una vieja Canon al hombro. Tenía el flequillo muy largo.
Fijó la mirada en Rachel.
Ella no estaba acostumbrada a ser el blanco de una mirada. Era invisible. Algo habitual cuando siempre se era la niña buena. Pero Ben la miró con aquellos ojos chispeantes y se sentó en la única silla vacía que quedaba en la clase.
Justo al lado de ella.
– Hola -la saludó con una sonrisa devastadora-. ¿Tienes un bolígrafo de sobra?
Un poco sobrecogida por su presencia, Rachel le tendió su propio bolígrafo. Los chicos no la miraban muy a menudo, principalmente porque ella evitaba cualquier contacto visual y nunca se había molestado en hacer amigos. ¿Para qué iba a hacerlos, si pronto tendría que volver a marcharse?
– ¿Y papel?
Rachel le había dado unas cuantas hojas, y también una goma.
Para el final de la primera hora, Ben ya la había convencido de que compartiera con él sus apuntes y lo ayudara a estudiar el siguiente examen. Rachel había intentado explicarle que no era ella la chica que debía buscar si lo que pretendía era ser popular, pero él se había echado a reír.
– ¿Popular? Eso no es lo mío -sus ojos vagaban por el rostro de Rachel, viendo más de lo que nadie había visto nunca-. Pero me gustaría conocerte.
Y lo había hecho. La había conocido como nadie más lo había hecho jamás.
– ¿Mamá? -Em miró preocupada a Rachel-. Vuelve, me estás asustando.
Exacto. Volver al presente era mucho mejor que quedarse en el pasado.
Estaban hablando de Ben. Ben, un hombre que le había enseñado más sobre la pasión, los sentimientos y la vida que nadie. Y aunque habían pasado trece años desde que se habían separado, continuaba resentida. Resentida con él.
– Mira, olvídalo, ¿vale? Olvídate ahora de papá -Emily se mordisqueó la uña y buscó otro tema de conversación-. Entonces… ¿qué has almorzado hoy? ¿Han vuelto a darte esa gelatina de color repugnante?
Rachel tomó aire, con el corazón rebosante de dolor.
– Emily, cariño, tú eres como él. Eres igual que él en tantas cosas… Y como tu padre es mortalmente guapo, tú también lo eres.
Emily parecía aturdida por el rumbo que estaba tomando la conversación.
– Entonces -Rachel se aclaró la garganta y cambió de tema-, ¿Mel y tú habéis contratado a una enfermera? ¿Y estás conforme con eso?
Emily bajó la mirada hacia la mano de Rachel, que había estrechado reconfortantemente entre la suya.
– Me gustaría que no te preocuparas tanto por mí.
– Es lógico que una madre se preocupe. ¿Y crees que me va a gustar?
– Oh, Dios. ¿No puedes esperar hasta que la veas? -Emily alzó su mano libre-. Ahora tengo que irme. Tengo muchos deberes que hacer.
– Buena técnica para aludir el tema. ¿Quién es, Em? ¿Atila?
– Muy graciosa, mamá. Deberías escribir una tira cómica.
– Emily Anne, ¿qué te propones?
Emily la miró con expresión de absoluta inocencia.
– ¿Qué te hace pensar que me propongo algo?
– La intuición -contestó Rachel secamente.
– Eh, lo único que me propongo es que estés cuanto antes donde quieres estar: en casa.