Ben fingía ser capaz de respirar en aquella enorme casa en la que no era bienvenido, e incluso conseguía sonreír cuando veía aparecer a Emily.
Pero no podía quitarse de la cabeza el hecho de que estaba allí. De que había puesto un pie en South Village y no había explotado por el impacto. De que había visto a Rachel y había sentido… algo. Ella también lo había sentido, pero a la luz de su actitud, no le había gustado más que a él.
Aquel antiguo parque de bomberos restaurado era interesante, si a alguien le gustaban los espacios amplios y abiertos. Las habitaciones tenían los techos altos y había ventanas por todas partes, ofreciendo interesantes vistas de una ciudad que parecía no dormir nunca. Había una barra justo en el centro de la vivienda y una escalera de caracol de hierro forjado. Las alfombras adornaban los suelos de madera y objetos de artesanía procedentes de todos los rincones del mundo decoraban las paredes, de las que también colgaban algunas fotografías.
Ninguna de ellas suya. Ben no pudo evitar notarlo. Pero no le importaba. Había llegado a aquella casa con una barrera mental de diez metros de espesor que le permitiera mantener a Rachel fuera de su cabeza y, sin lugar a dudas, Rachel había hecho lo mismo con él. No se le daba mal levantar muros. Diablos, era una experta en levantar muros.
Los muebles eran nuevos, elegidos con gusto, y muy de Rachel. En otras palabras, caros. Aun así, podía ver a Emily corriendo por las habitaciones y deslizándose por la barra para desplazarse de un piso a otro, disfrutando de un verdadero hogar.
– ¿De verdad te vas a quedar en casa? -le preguntó Emily.
A Ben se le encogieron las entrañas al advertir el tono esperanzado de su voz. Él había pasado la mayor parte de su infancia en South Village, intentando salir de allí, y toda su vida de adulto intentando olvidar aquel lugar.
Y acababa de volver, por un período de tiempo indefinido.
Dejó sus cosas encima de la cama de la que iba a ser su habitación y se volvió hacia ella.
– Sí -al ver su expresión de inseguridad, abrió los brazos y suspiró aliviado cuando Emily corrió a su encuentro.
– Sabía que lo harías -posó la cabeza en su pecho y sonrió-. Y también que nunca has roto una promesa, pero quería oírtelo decir otra vez.
Dios, era tan pequeña. Y tan inteligente, que Ben a veces olvidaba su edad. Un sincero alivio fluyó en su interior al saber que había sido capaz de ofrecerle algo más que sus habituales llamadas telefónicas.
– Me quedaré todo el tiempo que sea necesario -le prometió, pensando en Asada. Había ido a ver al agente Brewer, pero no había habido ninguna novedad.
De modo que se concentraría en el presente, en el aspecto de Rachel y en cómo era capaz de hacer que dejara de latirle el corazón con sólo mirarlo, y en lo increíblemente bien que se sentía abrazando a su hija… Dios, su hija. Se extrañó al sentir un dolor intenso en el pecho. ¿Por qué amar dolía tanto?
– ¿Qué te parece eso?
Una enorme sonrisa iluminó el rostro de Emily y aquel extraño dolor cesó.
Con el rostro sonrojado por la felicidad, Emily se marchó bailando hacia la puerta, todo brazos y piernas. Y, por un instante, Ben perdió el sentido del tiempo e imaginó a Rachel tal como era trece años atrás.
Ella también era todo brazos y piernas, recordó. Y el dolor regresó con más intensidad que la vez anterior. Qué triste época había sido aquella en la que, siendo sólo un niño, había tenido que luchar con todas sus fuerzas para sobrevivir.
Y Rachel había sido su esperanza.
Como lo era Emily en aquel momento.
– Esta noche cocinaré yo -anunció la niña con orgullo-. Y será una cena de celebración: hamburguesas y queso.
– ¿De celebración? -dudaba que a Rachel le apeteciera.
Su otrora cremosa piel parecía casi transparente por el cansancio. Apenas era capaz de mantener la cabeza erguida mientras fijaba aquellos ojos enormes y enfadados en él. Si Ben no hubiera estado tan tenso por el mero hecho de estar allí, le habría roto el corazón.
– No sé si ésta será una buena noche…
– Es una noche perfecta -le aseguró Emily-. Mamá está donde quiere estar y yo os tengo a los dos en el mismo lugar.
Oh, oh. Ben podría no saber mucho sobre los intrincados funcionamientos de la mente femenina, pero reconocía las señales de advertencia cuando atronaban en su cerebro.
Y en aquel momento, estaban sonando las campanas de alarma.
– Sabes que estoy aquí porque has conseguido, sólo Dios sabe cómo, hacerle una jugarreta a tu madre -y porque un hombre loco quería destruirlo-, no porque ella y yo hayamos vuelto a estar juntos.
Emily hizo un puchero.
– ¿Estás enfadado conmigo?
Andando Asada suelto, habría tenido que ir de todas formas.
– No -contestó con sinceridad.
– Mamá está enfadada.
– Ya me lo imagino. Em… dime que sabes que esto es algo temporal.
– Tú espera -giró de nuevo y ejecutó una suerte de movimiento de ballet que hizo que Ben bizqueara intentando seguirla-, te va a gustar tanto estar aquí, que no querrás dejarnos nunca.
– Em…
– Tengo que irme a preparar la cena.
Y sin más, desapareció, dejando a Ben pestañeando tras ella.
Aquella vez iba a hacer las cosas bien, se aseguró Ben mientras se sentaba en la cama. Aunque sintiera que se estaba ahogando, haría las cosas bien. No saldría corriendo para perderse en cualquier selva. Ni en la refriega de alguna guerrilla. Ni en algún desierto perdido. En aquella ocasión, su cámara tendría que esperar.
Se metió la mano en el bolsillo y sacó una copia de la segunda carta que había recibido de Asada.
La policía tenía el original, otro pedazo de papel meticulosamente escrito. En contraste con la blancura del papel, el texto era suficientemente repugnante como para hacerle vomitar.
Querido Ben:
Al igual que tú has arruinado mi vida, yo arruinaré la tuya.
Tú más fiel enemigo, Manuel Asada.
La policía de Sudamérica estaba completamente del lado de Ben. Asada se había fugado y eso no sólo suponía una situación embarazosa, sino también una terrible amenaza. Si no lo encontraban, sólo era cuestión de tiempo el que iniciara un nuevo fraude y matara con el fin de proteger su negocio.
O llegara hasta allí para obtener venganza… Si es que no lo había hecho todavía. Porque Ben tenía la terrible certeza de que Asada era el responsable del accidente de Rachel.
Pero no volvería a ocurrir.
Con el tiempo, tendría que explicar el porqué de la vigilancia policial a la casa en la que Rachel y Emily vivían. Pero, tras haber conocido la dimensión de sus lesiones, estaba más convencido que nunca de que Rachel no debería saber nada hasta que no estuviera más fuerte.
Además, ¿cómo iba a explicarles a su hija y a aquella mujer que lo odiaba que había puesto sus vidas en peligro? ¿Que había por allí fuera un loco que las buscaba? Eso haría a Rachel más dependiente de él, algo que ella odiaría con cada fibra de su ser.
Fuera o no lo correcto, tendría que esperar. Y, mientras tanto, seguiría intentando protegerlas, algo que nunca había sido capaz de hacer, según Rachel.
Ben encontró a Rachel en el mismo lugar en el que la había dejado, sentada en su silla, en medio del espacioso salón, frente a los ventanales. Aquella horrible gorra continuaba en su cabeza. Llevaba la pierna y el brazo derecho escayolados. Ben sabía que tenía varias costillas rotas y que permanecer allí sentada durante tanto tiempo debía ser una tortura. Pero también sabía que debía ser muy doloroso cambiar de posición.
Rachel debería haber tenido un aspecto miserable. Patético al menos.
Y, sin embargo, continuaba tan hermosa como siempre. Quizá más. A pesar de las heridas, su rostro continuaba siendo aristocrático, su piel tersa. Su cuerpo, lo poquito que podía ver de él, seguía siendo ligero, esbelto. Y deseable.
Ben podía recordar vividamente una noche de muchos años atrás. Estaban los dos sentados en un rincón aislado del jardín botánico. La larga melena de Rachel acariciaba su brazo y su cuerpo suave se extendía bajo el suyo sobre la hierba. Sus ojos enormes se fundían con los de Ben, llenos de calor, miedo y esperanza, mientras se entregaba por vez primera a él. Aquella también había sido la primera vez para Ben y, a pesar de que su método anticonceptivo había fallado, el preservativo se les había roto, jamás había vuelto a experimentar nada como lo que había vivido entonces.
– ¿Qué ha pasado con la persona que te atropello? -preguntó Ben, caminando hacia ella.
– No la han encontrado.
Ben tomó aire. Sí, había sido Asada. Y Emily podía ser la siguiente.
El estómago se le revolvió mientras añadía una cosa más a la lista de sus fracasos. No servía para nada, le decían en el hogar de acogida. Y era completamente cierto.
Ajena al infierno particular de Ben, Rachel bajó la mirada hacia sus propias manos y dijo lentamente:
– Preferiría pensar que el conductor se dio a la fuga por miedo después de atropellarme a creer que alguien se equivocó. Esta tortura no sería menor si destruyeran además la vida de otra persona.
Ben no olvidaba que Rachel le había destrozado a él la vida. Cuando había terminado con él, Ben se había sentido tan golpeado y herido como lo estaba ella en aquel momento, aunque en su caso, las heridas fueran invisibles.
¿De verdad no sentía nada cuando lo miraba? ¿Pero por qué tenía que importarle? ¿Acaso sentía él algo cuando la miraba a ella?
Sí, podía admitirlo, sentía algo. Principalmente enfado y humillación. A Rachel le habían enseñado a no expresar sus sentimientos, pero, de alguna manera, Ben había conseguido que se abriera a él. Aquello había sido como ver abrirse una flor. Habían sido dos almas solitarias dispuestas a fundirse en una, pero Rachel lo había tirado todo por la borda con una facilidad que todavía lo estremecía.
Dios, pero era algo más que el enfado lo que necesitaba para mantener las distancias. Se aseguraría de que se encontraba bien, después iría a hacer algunas llamadas para informarse del accidente y procuraría no acercarse mucho a ella hasta que pudiera marcharse. Pero cuando dio un paso adelante, reparó en su triste expresión y en la palidez de su rostro y advirtió alarmado que estaba temblando por el esfuerzo que hacía para permanecer sentada.
– Eh, ya va siendo hora de que te eches un rato en la cama.
Rachel no contestó, lo que le hizo sentirse a Ben como un intruso que no era bienvenido. Se colocó en su línea de visión y alargó la mano hacia la gorra que protegía su cabeza.
– No -como si hubiera vuelto de pronto a la vida, Rachel alzó el brazo y dejó la gorra donde estaba.
– Quiero verte los ojos -era mentira, quería ver si su melena continuaba siendo tan rubia y gloriosamente ondulada como antes.
– ¿Por qué?
– Quiero verte tal como eres, quiero ver lo que estás pensando.
– Estoy pensando que me gustaría que te marcharas.
Ben no pudo evitarlo; se echó a reír. O se reía, o perdía por completo el control. «Vete, Benny, vete de aquí Ben».
– Acabo de acordarme de una de las cosas que más admiraba de ti -musitó-. Eres testaruda como un toro -se colocó tras ella y agarró la silla-. Y parece que nada ha cambiado. Vamos.
Pero en cuanto comenzó a empujar la silla hacia delante, Rachel colocó su mano buena sobre la rueda.
Temiendo hacerle daño, Ben se detuvo.
– Voy a llevarte a tu habitación para que te tumbes y descanses, maldita sea. Estás tan cansada que estás temblando. Tienes ojeras, no has comido nada y…
– Eres mi enfermero, no mi madre.
Ben bajó la mirada hacia ella.
– Bien, como ambos sabemos el excelente trabajo que hizo tu madre, creo que sería preferible dejarla fuera de todo esto.
– ¡Cómo te atreves a echarme mi pasado en cara! Tú, sobre todo.
Oh, claro que se atrevía, y era lógico que a ella le irritara. Su pasado era precisamente lo que los había unido. Y era también el pasado el que muchas veces lo mantenía despierto, recordando su calor y su pasión.
Su pasado en común era una de las cumbres emocionales de su vida, por patético que resultara admitirlo.
– Pues como enfermero te digo que te quites esa gorra estúpida -y antes de que Rachel pudiera reaccionar, le quitó la gorra.
Y se quedó helado.
La sedosa melena de Rachel había desaparecido, dejando en su lugar una cabeza rapada en la que se distinguía claramente la cicatriz de la operación.
– Rachel, Dios mío -susurró Ben horrorizado por la dimensión de lo que había tenido que pasar.
Apretando aquella gorra ridícula contra su pecho, giró la silla para poder mirarla a los ojos, preparándose mientras lo hacía para odiarse a sí mismo por haberla hecho llorar.
Pero había olvidado que para Rachel llorar en público era algo inaceptable. Y llorar delante de él equivaldría al desastre.
De modo que, tan regia como siempre, permanecía absolutamente tranquila, con la cabeza bien alta y dirigiéndole una fiera mirada.
– Te… te odio.
Sí, y él la creía. Se lo merecía incluso más de lo que la propia Rachel sabía. Volvió a colocarle la gorra en la cabeza, rozando al hacerlo la cálida piel de su cuello.
– Lo siento.
– Vete.
– Rachel…
– ¡No! ¡No me mires siquiera!
Su piel se había enrojecido peligrosamente y Ben comprendió entonces que Rachel pensaba que la visión de su cabeza le había repugnado.
– No, espera. Dios mío, Rachel… -tomó aire-. Mira, estoy horrorizado por lo que has tenido que pasar, no por el aspecto que tienes. Estás…
Deslumbrante, era lo único que podía pensar mientras fijaba la mirada en aquellos enormes y adorables ojos. La veía valiente, encantadora y deseable. Pero Rachel nunca le creería.
– Viva, Rachel, estás viva. ¿Y no es eso lo único que importa?
Rachel no dijo una sola palabra, pero su pecho se elevaba y descendía al ritmo de su agitada respiración. Y, siendo un hombre débil, Ben fijaba en aquel pecho sus ojos, hechizado por los sorprendentemente sensuales montículos de sus senos.
– Querías decir fea -susurró Rachel.
De la garganta de Ben escapó un gemido que no fue capaz de controlar.
– No, definitivamente, no era eso lo que quería decir -volvió a tomar aire y sacudió la cabeza-. Te equivocas, estás muy equivocada.
– Ahora vete.
Perseguido por aquellas dolorosamente familiares palabras, Ben juró suavemente, luchó contra los demonios que lo urgían a hacer exactamente lo que le pedía y volvió a colocar las manos sobre la silla.
– Vámonos de aquí.
– ¿Adonde?
– A donde debería haberte llevado en cuanto he llegado. A la cama.
Desde lo alto del piso de arriba, tumbada al borde de la escalera, Emily espiaba a sus padres. Aquel no había sido el jubiloso encuentro que había imaginado. Pero ya no era una niña. Sabía que la vida no tenía por qué ser fácil. Y todavía estaba a tiempo de arreglar aquello. Podía hacerlo. Si sus padres no se habían alegrado de volver a verse, ella intentaría hacerlos felices. Por difícil que pudiera parecer.
Durante toda su vida le habían dicho lo extraordinariamente inteligente que era. Ella adoraba esa palabra: «extraordinariamente», sobre todo porque cuando se miraba en el espejo lo único que veía era aquel pelo rizado que ningún gel podía dominar, demasiadas pecas y una sonrisa estúpida. ¿Qué tenía ella de extraordinario? Quizá cuando le crecieran los senos tuviera algo de lo que jactarse, pero, ¿qué ocurriría si nunca le crecían y al final tenía que operarse, como su tía Mel?
Su madre le decía que lo que tenía de extraordinario era su cerebro, que funcionaba como una máquina bien engrasada. Pues bien, ya había hecho un buen uso de él consiguiendo que sus padres volvieran a estar juntos y no podía desperdiciar aquel esfuerzo.
Lo único que tenía que conseguir era que volvieran a enamorarse. Desgraciadamente, sabía muy poco sobre aquel sentimiento en particular.
Desesperada, acababa de llamar su tía. Pensando que como Mel había tenido tantos novios, podría darle muchísimas ideas, Emily le había dicho que estaba pidiendo consejo para una amiga, pero Mel se había echado a reír y le había contestado que tanto sus amigas como ella todavía eran muy jóvenes para el amor.
Gracias, tía Mel.
Abajo, en el cuarto de estar, su padre estaba empujando la silla de ruedas. Su rostro había perdido parte de su habitual despreocupación y había cedido el paso a una tensión que la estremeció.
¿Qué ocurriría? Bueno, además de todo lo que ya sabía que estaba pasando.
La expresión de su madre, tensa y malhumorada, no la sorprendía lo más mínimo. Sabía que iba a recibir un castigo serio. Probablemente tendría que lavar los platos durante un mes, quizá más. Y seguramente también perdería el privilegio de la televisión. Pero quedarse sin sus apreciados reality shows y sin la MTV era un precio muy pequeño a pagar a cambio de que sus padres volvieran a enamorarse.
Cuando desaparecieron de su vista, Emily bajó por la barra de bomberos y aterrizó en medio del cuarto de estar, intentando ignorar el cosquilleo de culpabilidad que sentía en la boca del estómago. Porque, maldita fuera, si de verdad era tan especial como todo el mundo decía, entonces debería saber qué era lo mejor para sus padres. Y lo mejor para ellos era estar juntos, en el mismo continente. Ese era el motivo por el que le había hablado a su padre de la situación en la que se encontraba su madre. Le había dicho a su tía Mel que habían contratado a una enfermera y le había hecho creer a su madre que había sido Mel la que había conseguido una enfermera.
Y, una vez había conseguido que todo el mundo hiciera lo que ella pretendía, lo único que le quedaba por hacer era dejar que las cosas rodaran por sí solas.
Manuel Asada estuvo arrastrándose por la selva brasileña durante días hasta llegar por fin a sus dominios. El agotamiento y la falta de los lujos a los que estaba acostumbrado lo habían dejado muy débil. Llevaba demasiado tiempo viajando y apenas podía pensar, pero la vista de su antigua fortaleza le dio nuevas energías.
Había sido localizada y posteriormente saqueada, por supuesto, gracias a Ben Asher. Las fuerzas de seguridad estaban persiguiéndolo como a un animal. Malditos fueran todos ellos. Su casa era apenas una sombra de lo que había sido. Los cristales de las ventanas habían desaparecido, el interior estaba destrozado, sucio, lleno de basura. Pero también por ello pagarían.
El hecho de haber podido llegar de nuevo hasta allí era un milagro. Se había salvado por los pelos. Y toda aquella experiencia: la cárcel, la huida, habían reavivado los recuerdos de una infancia sin dinero y sin amor.
Sólo por eso ya podría matar.
Sus dominios, en otros tiempos rebosantes de actividad, parecían burlarse de él en el silencio de la cada vez más oscura noche. Dios, odiaba el silencio y la oscuridad.
La mayor parte de sus subalternos habían sido también encarcelados. Dos de ellos estaban todavía temblando en los Estados Unidos, esperando sus instrucciones después de haber fracasado en el atentado contra Rachel Wellers. Había llegado el momento de volver a pensar en lo ocurrido. Por lo que sabía, aquella mujer había sufrido mucho. A Asada le gustaba aquella situación. Le gustaba mucho. Y pretendía que todos ellos tuvieran que sufrir incluso más. Muy pronto conseguiría reorganizarse.
– Carlos, este lugar está hecho un asco.
– Es que usted ha estado fuera mucho tiempo -el miedo hacía temblar la voz de Carlos.
Todo el mundo sabía lo que sentía Asada por la suciedad, hasta qué punto lo enfurecía. Y el hecho de que hubiera sido tratado como un parásito en una repugnante celda no lo había ayudado a mejorar. Y tampoco haber tenido que estar huyendo desde entonces.
No podían entrar en la casa, había hombres vigilándola. Pero bajo aquella fortaleza, había un bunker secreto. En otros momentos lo habían utilizado como almacén, pero en aquellas circunstancias se convertiría en su casa.
Carlos corrió ante él mientras se dirigían hacia la puerta escondida que conducía a un tramo de escaleras. Manuel Asada esperó mientras un tembloroso Carlos utilizaba su propia camisa para quitar el polvo del pomo de la puerta. Entraron, pero no encendieron la luz. No podían hacerlo mientras continuaran buscándolo como a un perro y además, no había electricidad. Era impensable que, después de los años que había dedicado a construir su imperio estuviera sucediendo aquello. Pero sucedía.
Tendría que comenzar desde cero. Volver a los días en los que tenía que mendigar y venderse a sí mismo para obtener dinero. Con una respiración profunda, entró a grandes zancadas en aquel húmedo sótano y encendió una linterna. Después, con mucho cuidado, sacó su ordenador portátil de la mochila. Pero no lo puso en funcionamiento. Todavía no. Quería conservar la energía del generador. En cualquier caso, tendría que conectarse más tarde con Internet para comprobar lo que estaba sucediendo en los Estados Unidos.
El hecho de no poder mostrarse en público sin ser detenido lo llenaba de una furia para la que no encontraba válvula de escape. Caminó a grandes zancadas hacia una caja con materiales de oficina y sacó una hoja de papel.
– Tienes que regresar a la ciudad, preferiblemente sin que te maten, y enviar esto -le ordenó a Carlos.
– Señor, tanto los demás como yo estamos preguntándonos cuándo van a pagarnos…
Los demás eran un puñado de hombres igualmente patéticos que deberían ser colgados por haber dejado que le ocurriera algo tan terrible a su salvador.
– Vete antes de que me harte de ti.
– Sí, pero…
– Vete y no vuelvas hasta que en este lugar no quede una sola mota de polvo.
– Sí.
Y en cuanto se quedó a solas, Manuel comenzó a escribir:
Querido Ben…