Capítulo 17

Ben se despertó con el sol en los ojos y los brazos vacíos. No era nada sorprendente, siempre se había despertado solo. En diferentes camas, por supuesto, en diferentes continentes y en diferentes países, pero siempre con aquella vaga sensación de estar echando algo de menos.

Y por fin sabía lo que era:

– Rachel.

La noche anterior había sido una especie de temblor de tierra. La forma de entregarse de Rachel, su propia manera de responder… Ben esperaba que Rachel no lo odiara por lo ocurrido, porque temía que acababa de enamorarse de ella otra vez.

Pero eso no cambiaba nada. Porque continuaba sin estar preparado para aquella clase de vida. Continuaba sin querer tener una dirección fija y sin querer disfrutar de las mismas vistas cada mañana. Y a la luz de aquellos sentimientos, era evidente que había llegado el momento de abandonar aquella cama de esponjosas almohadas. Dio media vuelta en la cama para tumbarse de espaldas, y el corazón estuvo a punto de salírsele del pecho. Su hija estaba sentada en la cama, sonriéndole.

Ben se frotó la cara con las manos, se sentó en la cama y tuvo todavía la suficiente lucidez como para alegrarse de que la sábana le llegara a la cintura, puesto que estaba completamente desnudo.

– Eh, hola…

Emily continuaba sonriendo.

– ¿Qué es lo que te parece tan divertido?

– Estás en la cama de mamá.

Era cierto. Y no tenía la menor idea de cómo explicárselo. Él no estaba acostumbrado a dormir con una mujer durante toda la noche, entre otras cosas, porque por la mañana se despertaba con una terrible sensación de claustrofobia. Claustrofobia como la que en aquel momento comenzaba a atraparlo.

– Acerca de eso…

– Mamá está abajo, tomándose un café y fingiendo que no estás aquí, por si quieres saberlo.

– ¿Y cómo has adivinado que yo estaba aquí?

– Bueno, he subido a buscar una sudadera de mamá, y te he encontrado a ti -se levantó de la cama y dio media vuelta-. Creo que voy a decirle a mamá que te he encontrado en su dormitorio. Y que estás despierto.

– ¡No! -Ben se obligó a forzar una sonrisa para suavizar su tono-. Eh, ¿no crees que deberíamos dejar que continuara fingiendo? Ya sabes, que finja que no estoy aquí…

Rachel inclinó la cabeza con expresión pensativa.

– Si eso puede ayudar a tu causa.

Ah, así que él tenía una causa.

– Em…

Emily se acercó a su padre y le dio un enorme abrazo. Al sentirla tan pequeña y tan condenadamente dulce, Ben deseó poder retenerla para siempre entre sus brazos.

– Estaba empezando a pensar que no iba a funcionar -suspiró contra su cuello.

Ben posó las manos en su brazo y la separó lo suficiente como para mirarla a la cara.

– Emily, ya sé que habías planeado este encuentro, pero tengo que decirte que…

– No me he comportado como debía -admitió-, he sido una manipuladora, lo sé. Pero en el fondo, he hecho lo correcto, papá, ahora me doy cuenta. Mamá está radiante, y ella nunca está radiante, ¡ni siquiera cuando se maquilla!

Ben dejó escapar un largo suspiro.

– A lo mejor está radiante porque tiene frío.

– Papá.

– O porque se está constipando. Ya sabes, probablemente eso sea todo, está esforzándose mucho con la rehabilitación, y esas medicinas que toma le bajan las defensas, y…

– Eres tú, papá. Está resplandeciente porque estás aquí y lo sabes.

Ben fijó la mirada en su preciosa hija sin saber qué decir. Durante la mayor parte de su vida, Emily había estado fuera de su alcance y, durante el resto, probablemente ocurriría lo mismo. Pero en aquel instante, en aquel preciso instante de tiempo, podía disfrutar de ella. Podía ser algo más que un padre eventual. De repente, deseó estrechar su relación con ella, hacer que se convirtiera en algo que mereciera la pena conservar durante los años que tenían por delante.

Pero no tenía la menor idea de cómo hacerlo.

Entonces, entró Rachel en el dormitorio. Al ver a Emily sentada en su cama con Ben, estuvo a punto de tropezar.

– Mira lo que me he encontrado, mamá, aquí mismo, en tu cama, ¿te lo puedes creer?

Ben cerró los ojos y se preguntó cómo sería Emily cuando tuviera dieciocho años. El diablo sobre ruedas, pensó débilmente.

– Eh…

Rachel parecía haberse quedado sin habla, así que Ben volvió a abrir los ojos y descubrió a Rachel con expresión de auténtico pánico.

– ¿Si te digo que he venido sonámbulo hasta aquí te lo creerías? -le preguntó a Emily.

– No -contestó Emily entre risas.

Rachel elevó los ojos al cielo.

– Emily, nosotros, yo… -se interrumpió con un sonido de desesperación-. Es verdad, ha venido sonámbulo hasta la cama.

Riéndose, Emily se recostó contra el cabecero de la cama, al lado de Ben. Este cruzó las piernas y le pasó el brazo por los hombros, al tiempo que contemplaba con atención a su madre.

– De acuerdo, ha venido sonámbulo hasta aquí, y, aunque tú normalmente duermes con un ojo abierto, ha conseguido meterse en tu cama sin que te dieras cuenta, ¿eso es lo que ha pasado?

– Bueno… -Rachel fulminó a Ben con la mirada. ¡Ayúdame!, parecía estar gritándole.

– Acerca de esto, Em, -comenzó a decir Ben-, en realidad no es asunto tuyo saber por qué estoy aquí. Nosotros somos adultos, tú eres una niña y, a partir de ahora, tendrás que llamar antes de entrar en nuestro dormitorio.

Em abrió la boca, y volvió a cerrarla.

– Algo que deberías haber hecho hace cinco minutos.

– Quieres decir que…

– Exactamente. Quiero que repitamos la jugada.

– ¿De verdad quieres que vuelva a salir?

– Sí, de verdad.

Emily miró a su madre, que a su vez la miró como si la idea la entusiasmara.

– Ya has oído a tu padre.

Emily protestó, pero se levantó. Cuando estaba a medio camino, se volvió.

– ¿Sabéis? Tener a los dos padres en la misma casa es un rollo.

– Llama -respondieron los dos al unísono.

Emily salió dando un portazo y Rachel miró a Ben arqueando una ceja. Rachel estaba muy guapa por la mañana, advirtió Ben, con el pelo revuelto, las mejillas sonrosadas… y aquella bata que con tanto entusiasmo le había quitado la noche anterior.

Emily llamó a la puerta y Ben se arrepintió de no haberla enviado un poco más lejos. A la ciudad, por ejemplo.

– ¿No vas a decirle que entre? -le preguntó Rachel.

– Todavía no he encontrado ninguna buena razón por la que pueda explicarle que estoy en tu cama.

– En ese caso, quizá deberías levantarte.

– Sí -como si no lo supiera. A regañadientes, Ben se envolvió entre las sábanas y se levantó.

¿Dónde había dejado su ropa? La vio en ese momento, tirada en el suelo.

Otra llamada.

– ¿Papá? ¿Mamá?

Rachel estaba mirando fijamente su cuerpo desnudo, con la boca abierta, como si no tuviera aire suficiente en los pulmones.

– Aguanta, Em.

Levantó los vaqueros del suelo y se los puso. La camisa estaba en el otro extremo de la habitación, encima de la cómoda.

Otra llamada, en aquella ocasión más fuerte.

– ¿Papá?

– Em, necesitamos otro minuto.

No apartaba la mirada de lo que había encontrado debajo de la camisa. Una libreta de dibujo en la que aparecía una preciosa y colorida imagen de la noche de South Village. Las luces, la gente, el cine, las tiendas… todo estaba allí y reproducido con tanto detalle que parecía una fotografía. Absolutamente cautivado, volvió la página y el siguiente dibujo hizo que se le encogiera el corazón.

En él aparecían Emily, Parches y él mismo, todos ellos sentados en el pedazo de hierba que había enfrente de la casa, riendo, acariciándose. Era una imagen tan realista que casi podía oír los ladridos de la perrita.

– Dios mío, Rachel.

– Esos son dibujos personales.

– Son increíbles.

Rachel le quitó la libreta de entre los dedos.

– Yo pensaba que no podías trabajar.

– ¿A ti te parece que esos dibujos tienen algo que ver con Gracie?

– Aunque no tengan nada que ver con tu tira cómica son increíbles.

– No se puede vivir de este tipo de cosas, Ben.

– Tú puedes hacer lo que quieras, y lo sabes condenadamente bien.

– No es tan fácil.

– Por supuesto que lo es.

– Mira, desde el accidente, necesito que mi trabajo sea… importante. Y no lo es.

– Claro que lo es. La gente espera tu tira todas las semanas para que les cuentes qué demonios está ocurriendo en el país.

– Ben, yo, te veo a ti y veo tu trabajo, y después me vuelvo hacia mi caballete y me parece… -su semblante se ensombreció-, insignificante. Estúpido.

¿Qué estaba diciendo? ¿Que quería hacer lo mismo que él? ¿Que de pronto le habían entrado ganas de viajar a su lado? No, esas sólo eran las fantasías de Ben.

– Escucha -la agarró por los hombros y la miró-, mi trabajo no es para personas formales, ¿sabes? Viajo continuamente, no tengo casa, no tengo nada que pueda considerar mío salvo mi equipo. Voy a países de los que la gente nunca ha oído hablar y veo cosas que uno no se atrevería a imaginar ni en sus peores pesadillas.

– Exactamente. Tú quieres reflejar el mundo, Ben, y no tienes miedo de lo que encuentras en él.

– Tú también lo haces, aunque de una forma diferente, eso es todo -suavizó la voz y le acarició delicadamente el pelo-. No dudes de ti misma por mi culpa. Creo que no podría soportarlo. Tú eres quien eres, una mujer fuerte, inteligente y hermosa, capaz de mantener los pies bien plantados en un sólo lugar. A mí, sin embargo, me falta completamente ese gen. Lo que yo hago… es lo único que sé hacer.

Rachel alzó la mirada hacia la suya y debió adivinar parte de sus pensamientos porque la resignación ensombreció su mirada.

– Lo de anoche… ¿fue una despedida?

Emily volvió a llamar a la puerta.

– Eh, ¿puedo entrar o qué?

Ben no podía apartar los ojos de Rachel, de aquella mujer a la que había buscado en los rostros de todas las mujeres con las que había estado durante aquellos años. La mujer que le había dado a Emily. La única mujer con la que, si estuviera suficientemente loco como para considerar la posibilidad de establecerse, querría vivir para siempre.

– Sí, fue despedida.

Rachel lo miró a los ojos y Ben sintió que el corazón se le desgarraba.

– Tiene que ser así -susurró Ben, Rachel asintió y se metió en el baño.

Unas cuantas horas después, el agente Brewer llamó a Ben.

– Tenemos noticias nuevas.

Ben se sentó y se aferró con fuerza al teléfono.

– Dígame que lo tienen bajo su custodia.

– No, no lo tenemos nosotros, pero la policía de Sudamérica ha llamado para decir que lo han encontrado muerto en su propia fortaleza.

– ¿Están seguros?

– Eso creen.

– ¿Y usted que cree?

– Me gustaría haber podido identificar el cadáver antes de que lo quemaran.

Mierda. Ben se frotó los ojos.

– ¿Ningún miembro del FBI lo identificó?

– Fue identificado por un puñado de gente que lo conocía y lo odiaba desde hacía años.

– Así que todo ha terminado.

– Todo ha terminado.

Ben colgó el teléfono y esperó la correspondiente oleada de alivio. Pero, curiosamente, no llegó.

De: Emily Wellers.

Para: Alicia Jones.

Tema: Días asquerosos.

Alicia, mi padre sale el martes para Africa. Sé que te dije que iba a quedarse, y eso era lo que esperaba, pero no me importa. Mi madre y él están mucho más unidos después de este viaje y voy a asegurarme de que venga con más frecuencia a partir de ahora.

Emily dejó de teclear y se reclinó en la silla. ¿Qué más podía decir? Se sentía muy mal porque había dejado a Alicia sola durante las semanas anteriores, en las que ella había estado particularmente ocupada.

Pero la verdad era que de repente había dejado de sentir la necesidad de revisar el correo electrónico todos los días.

Antes de que mi padre se vaya, vamos a salir de acampada. El verano está a punto de llegar y mi padre dice que tenemos que celebrar la llegada de una nueva estación. Hasta ha convencido a mi madre para que venga con nosotros. ¿Te lo puedes creer? Supongo que eso es porque realmente le gusta.

Emily sonrió de oreja a oreja. Pensó en el aspecto que tenía su madre aquella mañana, mientras miraba a Ben como si realmente no supiera cómo había llegado a su cama.

En cualquier caso, sé que querías que nos viéramos mañana, pero tendremos que dejarlo para la semana siguiente, ¿de acuerdo? Todavía no le he pedido permiso a mi madre, que cree que Internet está llena de locos. Mañana mismo empezaré a convencerla.

Emily.

Estaban camino del Parque Nacional Joshua Tree. Rachel nunca había ido de acampada y sufría pensando en las arañas, en las piedras que habría debajo de su saco de dormir y en la posibilidad de que debajo de esas piedras hubiera todavía más arañas.

Y también sufría imaginando que Asada resucitaba, aunque Ben la tranquilizaba diciéndole que, incluso en el caso de que Asada no hubiera muerto, jamás iba a encontrarlos en el desierto. La policía parecía pensar que era una buena idea que se mantuvieran lejos. Pero aun así, Rachel continuaba teniendo la sensación de que lo de Asada no había terminado. Se estremeció y miró a Emily, que sonreía de oreja a oreja mientras oía a uno de sus grupos favoritos a través de los cascos.

Rachel miró después a Ben, que desvió a su vez los ojos de la carretera para dirigirle una sonrisa.

– ¿Cómo te encuentras?

Rachel todavía tenía algunos dolores, y seguía cansándose con facilidad, pero estaba mejorando a pasos agigantados. Le devolvió a Ben la sonrisa.

– La verdad es que bien.

Ben sonrió de oreja a oreja.

– Esto va a ser magnífico.

Por lo menos ellos dos estaban emocionados, pensó Rachel, que todavía no acababa de entender cómo habían conseguido meterla en aquel coche. Lo único que sabía era que estaba oyendo a Emily y a Ben planificando aquella excursión para ellos solos y, de pronto, se había visto también ella incluida, como si fueran una auténtica familia.

Pero no lo eran.

¿Y qué ocurriría aquella noche, cuando estuvieran solos en medio de la oscuridad? ¿Cuando sus hormonas comenzaran otra vez a funcionar? Bueno, contaban con Emily como carabina, de modo que no podían ocurrir demasiadas cosas, aunque, si algo le sobraba a Ben, era inventiva. ¿Querría acostarse con ella otra vez? La intuición le decía que sí, independientemente de que ya se hubieran despedido.

Rachel observó el cambio que se operaba en el paisaje y se descubrió dejando de lado su ansiedad. De pronto, necesitaba la libreta y los colores para atrapar aquel vasto espacio, las formaciones rocosas, todo. La primavera de aquel año había sido extraordinariamente húmeda y crecían sobre el desierto toda suerte de flores silvestres. Era un paisaje tan distinto y al mismo tiempo tan hermoso… Los árboles Joshua, que daban nombre a ese paraje plantaban sus raíces en aquel suelo desértico y algunos llegaban a medir hasta siete metros de altura. En la distancia, tenían un aspecto fantasmagórico.

– Es como estar en otro planeta -comentó Rachel admirada, mientras se adentraban en la zona de acampada.

El lugar estaba prácticamente desierto. Sólo había otro grupo, que se había adentrado unos kilómetros más por la carretera, permitiéndoles sentirse como si estuvieran completamente solos.

– Todavía no estamos en temporada alta -Ben sacó el equipo que habían alquilado: una tienda, una cocina y una linterna. Él llevaba unos vaqueros que no podían ser más viejos y una camisa de franela abierta sobre una camiseta que parecía tener los mismos años que los vaqueros. Era la viva imagen de un amante de la vida al aire libre-. La primavera todavía puede traer un tiempo muy inestable -comentó mirando hacia el cielo.

Rachel desvió la mirada de su cuerpo y miró hacia el cielo. ¿Qué era eso? ¿Nubes de tormenta?

– Y hemos venido hasta aquí porque… ¿Por qué?

Emily sonrió y comenzó a bailar. Rachel se emocionaba al verla tan contenta.

– ¡Esto va a ser divertidísimo! ¿Podemos asar ahora algo al fuego o esperamos a dar antes un paseo, papá? También podríamos hacer unas fotografías, ¿qué te parece?

– ¿Y qué tal si montamos la tienda? -Ben le tiró de la coleta, sonriendo al verla tan feliz.

Rachel tuvo que tragar saliva, intentando dominar los sentimientos agridulces que le causaba verlos juntos.

El último sol de la tarde se reflejaba sobre la tierra, arrancando de aquellas formaciones rocosas todos los colores imaginables, desde el rojo al violeta, pasando por todas las posibles gamas de amarillo. Rachel no podía dejar de mirarlo todo ni dominar la urgencia de plasmarlo en el papel.

Montaron el campamento. Mejor dicho, Ben montó el campamento mientras Rachel, un poco dolorida por el repentino frío de la última hora de la tarde, se obligaba a sentarse en una silla y a esperar.

El viento que de pronto se había levantado azotaba la camisa de Ben y hacía volar su pelo en todas direcciones.

Ben rió por algo que Emily dijo y volvió a reír cuando los palos de la tienda que Emily estaba colocando se cayeron al suelo. A Rachel la frustraba no poder levantarse a ayudarlos y tener que limitarse a observar sus avances. Su hija, hija también de Ben, se recordó, estaba en la gloria.

¿Alguna vez había reído su propio padre con ella de esa manera? ¿Alguna vez le había sonreído con tanto amor en la mirada? Tenía que admitir que Ben había terminado convirtiéndose en un padre maravilloso y que Emily se merecía todos y cada uno de los segundos que pasaba a su lado.

Consiguieron montar la tienda. Según la etiqueta, en ella cabían cuatro personas, pero al verla tan pequeña, Rachel se preguntó por el tamaño que supuestamente deberían tener esas personas. Allí dentro iban a estar como sardinas en lata.

Por lo menos iba a estar Emily con ellos. Porque estar tan cerca de Ben con la única separación de un saco de dormir le resultaba… excesivamente tentador.

– Mamá, vamos a ir a dar un paseo hasta ese pico -anunció Emily señalando una formación rocosa-. ¿Quieres venir con nosotros?

– Eh… -en cuanto dejó de pensar en Ben y en el saco de dormir y miró hacia la montaña que querían coronar, todas y cada una de sus heridas, tanto las que habían sanado como las otras, parecieron hacerse de pronto conscientes del frío-, creo que no.

La sonrisa de Emily desapareció.

– ¿Te encuentras bien?

– Estoy bien, Emily, sólo un poco dolorida.

– Yo creía que estabas casi recuperada.

Y eso era culpa suya, se dijo Rachel. Su propio orgullo le había hecho esconder los problemas que tenía desde el accidente.

– Casi.

Ben comenzó a preparar una hoguera. Después apareció al lado de Rachel con su libreta de dibujo y los lápices y se los dejó en el regazo.

– Para ayudarte a pasar el rato.

Rachel bajó la mirada hacia sus cosas y a ella misma la sorprendió verlas nublarse a través de sus lágrimas.

– Hazlo sólo para divertirte -le recomendó Ben, confundiendo su emoción con la tristeza-, no lo veas como un trabajo, piensa en ello como si…

Rachel le tomó las manos y se las apretó con cariño.

– Es perfecto, gracias.

Ben la miró a los ojos y se inclinó para darle un beso.

– No nos pierdas de vista, te saludaremos desde allí.

– Ben… -Rachel le agarró la mano cuando comenzó a alejarse.

Ben le acarició la cara.

– Aquí estás a salvo, Rachel.

– Lo sé -se sentía a salvo. Siempre se sentía segura cuando Ben estaba cerca-. Ten cuidado con nuestra hija.

Ben miró por encima del hombro a la niña en cuestión y se volvió de nuevo hacia Rachel con un brillo en la mirada que dejó a ésta sin respiración.

– Es la primera vez que dices «nuestra hija». Siempre ha sido tu hija, o mi hija, pero nunca nuestra -le acarició la mano-. Y yo nunca te he dado las gracias por ella…

– Ben…

– Así que gracias -dijo, y volvió a besarla otra vez, sólo una vez y con una suavidad extrema.

Cuando Rachel volvió a abrir los ojos, Ben y Emily ya estaban prácticamente fuera de su vista. Pero, durante largo rato, continuó sintiendo a Ben. Saboreándolo.

Para intentar olvidarlo, Emily abrió la libreta y comenzó a dibujar. Treinta minutos más tarde, miraba admirada su propia obra. Había dibujado a Gracie al mando de un bote de remos con el lápiz en el aire señalando el camino mientras llevaba a Emily y a Parches.

En medio de ninguna parte, había sido capaz de volver a dibujar a Gracie. Sin angustia, sin ansiedad, sólo por el puro placer del trabajo.

Rachel se reclinó en la silla y miró hacia el cielo azul.

No se oía nada, salvo el silbido del viento a través del cañón y el canto de algunos pájaros. Y un grito distante… ¿mamá? Alguien la estaba llamando.

¡Emily!

Olvidándose del dolor, Rachel saltó de la silla, dejando caer los lápices y la libreta al suelo y escrutó el horizonte con el corazón en la garganta. Lo sabía, Emily había terminado haciéndose daño o…

Allí. En la cumbre de la colina más cercana, justo donde Ben había prometido que se detendrían para saludarla, estaban su hija y el hombre que había cambiado su vida para siempre con sólo una sonrisa tantos años atrás. Incluso desde aquella distancia, Rachel podía sentir que Ben le estaba brindando otra de aquellas sonrisas en aquel momento y lo saludó desde la distancia, sonriendo a pesar de sí misma. El alivio borró el miedo que sólo un segundo antes había paralizado su corazón.

– ¡Te quiero, mamá! -gritó Emily y, casi inmediatamente, desaparecieron de su vista.

– Yo también os quiero -susurró Rachel.

Cayó la noche a una velocidad impactante. Rachel permanecía de pie con los brazos cruzados frente a aquella negrura mientras Ben resucitaba el fuego que ella casi había dejado apagar. De rodillas, removió las brasas con un palo hasta que las llamas volvieron a cobrar vida. Ben miró a Rachel y ésta elevó los ojos al cielo.

Al verla, Ben se echó a reír, provocando un cosquilleo en el estómago de Rachel.

Habían conocido ya a sus vecinos de acampada, un grupo de cuatro veinteañeros que estaban haciendo un viaje por todo el país antes de comenzar la «vida real». Las dos parejas se habían mostrado un poco reservadas hasta que Ben se había presentado y, a partir de entonces, todo el mundo había comenzado a sentirse como en casa.

Más tarde, cuando Emily había expresado su preocupación por la falta de casa y familia de sus nuevos amigos, Ben le había respondido que sospechaba que eran felices con la vida que habían elegido y que siempre podrían cambiar las cosas si querían.

Rachel le había observado con un nudo en la garganta. Él era igual que ellos, podía ser feliz sin un hogar, sin pertenencias, sin familia.

Pero antes de que hubiera podido sumirse en su tristeza, Emily había sacado una baraja y los había desafiado a echar una partida.

Estuvieron jugando al lado del fuego, rodeados por aquel espacio abierto y un manto de estrellas, con sólo sus propias risas como compañía.

Era perfecto. Rachel miró a Ben. Sabía que debería estar triste, arrepentida, resentida incluso por aquella intrusión en la dinámica de la familia, pero se sentía, sobre todo, agradecida.

Ben alzó la mirada y la descubrió mirándolo. Era tan alto, tan esbelto… tan atractivo. Cuando la miraba, Rachel tenía que cerrar los ojos.

Y se iba a marchar. El martes. No podía esperar para irse.

– Preparemos los sacos -dijo Ben bruscamente, dejando las cartas a un lado, como si de pronto sus pensamientos se hubieran vuelto tan turbulentos como los suyos.

– Papá…

– Se acerca una tormenta -señaló hacia una masa de oscuros nubarrones que se acercaba por el norte-. Será mejor que nos pongamos a salvo antes de que llegue.

Cinco minutos después, Rachel estaba arrodillada en medio de una minúscula tienda, con la mirada fija en los tres sacos de dormir.

– Yo quiero dormir en la puerta -dijo Emily.

– En la puerta dormiré yo, cariño -respondió Ben.

Rachel esperó la inevitable discusión, porque Emily siempre quería salirse con la suya, pero ante la firmeza del tono de Ben, se limitó a agarrar su saco de dormir y a decir:

– Bueno, entonces me quedaré debajo de esa ventana.

– Estupendo -dijo Ben.

¿Estupendo? ¿Cómo que estupendo? Si Emily dormía en la ventana, eso significaba que Rachel se quedaría en medio.

– Túmbate, mamá -Emily señaló el saco de dormir de Rachel-. Esta noche yo te arroparé a ti.

De rodillas sobre su saco, Ben se quitó la camisa de franela, quedándose en camiseta, y se metió en el saco. Miró a Rachel arqueando la ceja en silencio.

Rachel se metió en el saco y se tapó hasta la barbilla. Se movió ligeramente, esperando encontrar la dureza de las piedras.

– Eh, está muy suave.

– Papá ha puesto una esterilla en el suelo -Emily sonrió de oreja a oreja-. No quería que te quejaras -le dio un beso a Rachel en la mejilla y se volvió hacia su padre con obvio deleite-. Yo podría dormir en el coche…

– No -contestó Ben con aquella nueva autoridad paternal.

Y Rachel volvió a sorprenderse cuando su hija apagó la linterna y se metió en el saco sin protestar.

En medio de la oscuridad, Rachel podía sentir a Ben mirándola. Podía sentir el calor de su cuerpo.

– ¿Estás bien? -susurró Ben.

– Sí, estoy bien.

– ¿Tienes suficiente calor?

– Estoy bien -repitió Rachel y oyó en la oscuridad la sensual risa de Ben.

– ¿Entonces por qué estás conteniendo la respiración?

Sí, estaba conteniendo la respiración. La soltó lentamente. Afuera, comenzaba a acercarse una tormenta. El viento aullaba y batía ruidosamente las paredes de la tienda. Ben deslizó el brazo por la cintura de Rachel y la estrechó contra su pecho.

– Estás terriblemente callada, ¿estás segura de que estás bien? -le susurró al oído.

– Estoy… -los dedos de Ben comenzaron a juguetear por sus costillas, impidiéndole pensar correctamente.

– ¿Bien? ¿Estás bien?

Dios, por lo menos estaba intentando estarlo.

– Duérmete, Ben.

– Lo haré si te duermes tú.

– Ben…

– Sueña conmigo.

De: Emily Wellers.

Para: Alicia Jones.

Tema: ¡hemos vuelto!

¡La acampada ha sido genial! Llegó una tormenta en medio de la noche y nos tiró la tienda. Y cuando conseguimos salir, comenzó a nevar. ¡A nevar! Dios mío, ¿puedes creerlo? Mi padre ayudó a mi madre a meterse en el coche y entonces la tienda salió rodando en medio del desierto como si fuera una pelota. ¡Deberías haber visto la cara de mi madre!

¡Ah! Y lo mejor del fin de semana: he recibido un e-mail de Van, ese chico de la clase de historia del que te hablé. ¡Dice que quiere que estemos en contacto durante el verano!

En cualquier caso, recibí tu carta. Me encantaría que quedáramos esta semana. Mi madre me dejará ir en autobús a Los Ángeles, ya te avisaré qué día.

Emily.

De: Alicia Jones.

Para: Emily Wellers.

Querida Emily, parece que tu acampada fue muy divertida. Quizá la próxima vez tus padres te dejen llevar a una amiga, ¡como yo, por ejemplo!

Lo de Van está genial, pero no te olvides de mí, ¿de acuerdo?

Pídele a tu madre que te deje venir en autobús, estoy deseando verte.

Alicia.

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