OTRA NOCHE, otra fiesta. Una barbacoa en casa de Phillips. David dio un suspiro cuando Claudia se lo recordó. Estaba harto de fiestas donde se pasaba las horas observando a Claudia rodeada de gente.
– Me gustaría estar una noche sin ver a nadie -aventuró. Ella parecía tranquila aquella noche. Con suerte no querría ir tampoco-. ¿No podríamos decir que te duele la cabeza o algo parecido?
Claudia vaciló, dividida entre el deseo de estar cerca de él y el terror a traicionarse a sí misma. Nunca habían pasado una noche a solas y él notaría algo extraño. ¿Y qué podía decirle ella? ¿Que se había enamorado perdidamente de él? Se imaginaba perfectamente la cara de horror de él.
– Quédate tú -sugirió-. No me importa ir sola.
David pensó que era una oportunidad única para que hablara a solas con Justin.
– Si te apetece tanto, iremos los dos.
Fue una velada horrible para ambos. David se sentía a disgusto y, aunque hizo un esfuerzo hercúleo en la fiesta, sabía que no era una buena compañía. No como Claudia, cuya tranquilidad anterior se había convertido una, vez más en una desbordante alegría.
David no tenía ni idea de lo mucho que le estaba costando a Claudia mantener el buen humor. Lo único que quería era abrazarse a David y suplicarle que no la abandonara nunca. Como siempre, él permaneció lo más alejado posible de ella, pero ella era completamente consciente de su presencia.
Lo observó detenidamente. Estaba sombrío y más guapo que de costumbre, a pesar de ciertas marcas de tensión alrededor de los ojos. Estaba cansado, pensó, recordando con culpabilidad cómo ella había insistido en salir. Podían estar en ese momento solos, escuchando el agua de la fuente del patio, disfrutando de la tranquilidad. David podría estar tumbado en el sofá con la cabeza sobre su regazo y ella podría ayudar a calmar la tensión de su rostro.
David se dio cuenta de que estaba siendo observado y frunció el ceño. Claudia se comportaba de manera extraña esa noche, pensó.
– ¿Qué tal con David, Claudia?
– ¿Qué tal qué?
David estaba dejando su copa y parecía acercarse a ellos. El corazón de ella comenzó a palpitar.
– ¡Está a miles de kilómetros de aquí! -exclamó Justin, riéndose.
En ese momento, Joan Phillips distrajo a David. Claudia se mordió el labio y se volvió hacia Justin.
– Lo siento, ¿qué me decía?
– Estaba diciendo que ahora me toca a mí devolver la hospitalidad y he pensado organizar una fiesta en el desierto. No ha estado en el desierto, ¿verdad, Claudia?
– No, nunca.
En ese momento, David terminó de hablar con Joan. Claudia se estremeció.
– ¿Qué no has hecho nunca? -preguntó la voz de David, acercándose por detrás.
– Claudia no ha estado en el desierto. Estaba sugiriendo una cena para mañana. Podemos ir al atardecer y ver la puesta de sol -continuó con entusiasmo-. Les gustaría, ¿no, Claudia?
Claudia notó la mirada de David sobre ella. En ese momento quiso que se fuera. No podía concentrarse con él allí a su lado. Esbozó una sonrisa y miró a Justin.
– Me encantaría. Estoy deseando ver algo del desierto verdadero. Hasta ahora sólo he visto la carretera de aquí a Telama'an y me imagino que el desierto es más que una carretera llena de polvo.
– Délo por seguro. Entonces, ¿vendrán mañana por la noche?
– Sería maravilloso -dijo Claudia.
– Me temo que Claudia y yo no podremos ir mañana. Tenemos una invitación especial para cenar con el jeque y es, evidentemente, más importante.
– Entonces, lo haremos otro día -dijo Justin.
– No, id mañana -dijo David, con amabilidad y a la vez con firmeza para que el joven no siguiera insistiendo-. Claudia tendrá otras oportunidades de ver el desierto.
– ¿Es verdad que mañana vamos a cenar con el jeque? -preguntó Claudia, cuando volvían al palacio.
– Por supuesto. ¿Creías que era una excusa para estar contigo a solas?
– No -dijo con tristeza, deseando que fuera cierto.
Claudia se acercó al espejo de la cómoda y sacó una barra de labios. Detrás de ella, David acababa de salir del cuarto de baño medio desnudo y buscaba una camisa limpia en el armario. Ella se quedó inmóvil, viendo el reflejo en el espejo. El cuerpo de David era delgado y fuerte y encendió una llama de deseo en su piel.
Satisfecho, encontró una camisa a su gusto y se la puso. Luego se sentó en la cama, con ella todavía desabrochada, y comenzó a ponerse los zapatos, pensativo. El jeque había sido bastante evasivo hasta ese momento y David esperaba que la cena fuera una buena oportunidad para que firmara finalmente el contrato.
Claudia observó cómo se abrochaba la camisa, ignorando aquellos ojos que lo observaban. Claudia se daba cuenta con desesperación del paso de los días. En cinco días regresaría a Londres y no volvería a verlo nunca más. En ese momento lo observaba casi con rabia, como para tratar de grabar sus rasgos en la memoria.
David estaba maldiciendo y refunfuñando porque no podía abrocharse un gemelo. Esperaba que Claudia no tardara demasiado en prepararse. No debían llegar tarde. Alzó la vista para preguntarle cuánto tiempo le quedaba y se dio cuenta que lo estaba mirando con sus ojos de color humo. Entonces enmudeció y el aire pareció evaporarse entre ellos.
Se olvidó del tiempo, del jeque, de la importancia de la cena para su empresa. Nada importaba, sólo la sensación que sentía en el pecho y los ojos de Claudia en los suyos. Aquellos ojos que podían brillar, expresar alegría o la suavidad de los sueños o, como en ese momento, llegar a lo más profundo de su ser y hacer palpitar a su corazón hasta hechizarlo de deseo.
Sin saber cómo, David consiguió apartar la vista.
– ¿Estás ya preparada? -dijo. Su voz sonó como si acabara de correr una maratón.
– Casi -contestó Claudia, guardando la barra de labios. Su mano temblaba y el resultado final fue desastroso, pero se limpió con un pañuelo de papel y confió en que David no lo notara.
¿Y por qué iba a hacerlo? Él se estaba colocando la corbata y su rostro era impasible. Su mente estaría pensando en la cena y, si la miraba a ella, era probablemente por la desesperación que sentía de tener que llevarla a una cena tan importante.
Se volvió hacia él y levantó las manos.
– Éste es mi vestido de niña buena. ¿Crees que parezco suficientemente decente para el jeque?
Llevaba un vestido negro sencillo que caía en suaves pliegues hasta debajo de las rodillas. Las mangas eran de tres cuartos y el escote ancho, aunque discreto. A pesar de su severidad, o quizá a causa de ella, era sutilmente provocador. David deseó acercarse y abrazarla. Deseó quitarle el vestido y dejarlo en el suelo para llevarla a la cama y hacerle el amor.
– Estás… muy… propia -consiguió decir, después de aclararse la garganta.
¿Propia? ¿Eso era todo lo que podía decir? Claudia intentó no enfadarse.
– Bien. ¿Vamos entonces?
David la había avisado de que el jeque era un hombre difícil de trato, pero a Claudia le pareció encantador. Por supuesto, la química fue mutua y David observó sorprendido cómo el jeque, normalmente una persona irascible y formal, hasta llegar casi a la rigidez, se comportaba agradablemente y contestaba encantado a las preguntas de Claudia sobre su país.
Ésta, por su parte, se comportó cariñosa pero discreta, encantadora sin ser empalagosa, inteligente sin llegar a ser intimidante.
De modo que David, al ver que Claudia podía tratar con el jeque sin su ayuda, se permitió relajarse. El jeque Saïd estaba claramente impresionado con ella y David se alegró de poder marginarse de la conversación. Se sentó en el lado opuesto a Claudia y la observó detenidamente. Vio sus ojos de largas pestañas vibrar cuando sonreía. Observó las diferentes expresiones que adquiría su rostro al escuchar y vio cómo su cuerpo adquiría vida cuando se animaba con la conversación.
Parecía haber muchas Claudia diferentes. Claudia cortante y sarcástica, Claudia frívola y seductora, Claudia soñadora y deseable, Claudia con fuerte personalidad, Claudia divertida, Claudia amable, y ahora, Claudia la perfecta invitada, comportándose como un modelo de buena conducta.
¿Cuántas Claudia más habría? Desde que había terminado la relación con Alix, David había evitado a las mujeres inteligentes y maduras como ella… Era extraño, pero, por primera vez en años, pensaba en ella sin amargura. Desde la ruptura, había salido con mujeres de naturaleza más dulce. Chicas agradables con las que había mantenido siempre buenas relaciones, pero no hasta el punto de llegar a tentarle el matrimonio. ¿Sería porque eran muy guapas, pero un poco aburridas?
Los ojos de David se concentraron en el rostro vivo de Claudia. Ella podía ser exasperante, molesta, impredecible, inquieta… pero nunca aburrida.
No, nunca aburrida.
De repente, notó una patada en el tobillo.
– El jeque está preguntando si tendrás tiempo de enseñarme algo de Shofrar -dijo Claudia.
– Creo que él está pensando en algo totalmente diferente -contestó el jeque, sin ofenderse por la ausencia de David.
– Me disculpo…
– ¡No, no se disculpe! Tenemos que hacer concesiones a un hombre que está tan enamorado de su esposa.
Por un momento, los ojos de David se encontraron con los de Claudia.
– Le felicito por su encantadora esposa. Había oído hablar mucho de ella a mi sobrino y, por supuesto, a gente que vive aquí -el jeque se volvió hacia Claudia-. He oído que ha comprado una cafetera en el mercado hace pocos días.
Claudia abrió la boca sorprendida. El árabe rió.
– Tengo muchas fuentes de información, señora Stirling y sé todo lo que pasa en mi ciudad.
– Estoy impresionada -dijo, pensando en que él no sabía que ella no era en realidad la señora Stirling.
El jeque hizo un ruido con los dedos y un sirviente apareció con una caja.
– Me gustaría hacerle a su esposa un regalo de boda -dijo el jeque a David-. Espero que esto sea mejor recuerdo de Telama'an que una cafetera -hizo un gesto al sirviente que puso la caja frente a Claudia.
Ella la abrió con cuidado. Dentro había un collar tradicional de la región, elaborado con plata árabe y rubíes que brillaban a la luz de los candelabros.
– ¡Es maravilloso! Estuve buscando collares en el mercado, pero ninguno era tan bonito como éste.
El jeque quedó claramente complacido ante la reacción de Claudia. Señaló un pequeño cilindro, decorado con filigrana, que colgaba entre los abalorios.
– Esto es un hirz. Un amuleto. Ábralo.
Claudia lo abrió y sacó un trozo de papel que había dentro.
– Está en árabe. ¿Qué dice?
– Les desea felicidad y descendencia en su matrimonio.
Claudia estuvo a punto de estallar en lágrimas. El jeque no sabía que no había matrimonio, ni felicidad ni proyecto de hijos.
– Gracias -dijo, incapaz de decir nada más.
– Es muy amable -dijo David, mientras Claudia se ponía el collar en el cuello-. Es un collar precioso.
– Un collar precioso para una mujer preciosa.
– Sí -contestó David, tan bajito que ella no lo oyó.
– Tendrás que devolverlo cuando me haya ido – estalló Claudia nada más llegar al dormitorio-. Sabía que no podía rechazarlo, pero me parece horrible aceptar un regalo así cuando lo único que nosotros hemos hecho ha sido engañarle.
– No es muy apropiado, lo admito -dijo David, aflojándose la corbata-. Pero se ofendería más si se lo devolvemos.
– Me lo imagino -respondió ella, acercándose al espejo para quitarse el collar-. ¿Te lo quedarás tú entonces?
– Creo que es mejor que te lo quedes tú. Te lo dio a ti.
– Sólo porque pensaba que era tu mujer.
– Porque pensó que eras encantadora -corrigió David, acercándose y poniendo las manos sobre sus hombros-. Has estado maravillosa esta noche, Claudia. Un collar es lo menos que mereces.
– No hice nada -musitó ella tímidamente.
– Creo que sí. Al jeque le gustaste y eso puede hacer que consigamos el contrato -dijo, comenzando a acariciar, sin darse cuenta, la clavícula de Claudia. Al darse cuenta, se metió las manos en los bolsillos. Luego se apartó de ella y se aclaró la garganta-. Puede que no parezca muy apropiado, pero… gracias.
– No tienes que agradecerme nada -dijo Claudia, sintiendo todavía en su piel las manos de él. Jugando nerviosa con las cuentas del collar-. Era el trato, ¿no?
– Sí -dijo David despacio, maravillándose de que en tan pocos días se hubiera acostumbrado tanto a ella, de que ella se hubiera hecho casi parte de su vida.
Claudia, consciente de los ojos que la miraban, pero incapaz de mirar a su vez, seguía concentrada en el collar, imposible de abrir con el temblor de sus manos.
– ¿Te ayudo?
– No puedo desabrochar el cierre -dijo, aterrorizada de que pudiera pensar que era un intento de que se acercara a ella.
– Déjame a mí.
Claudia se quedó inmóvil, mientras él apartaba a un lado el cabello dorado y agarraba el cierre.
Un estremecimiento recorrió la espalda de Claudia.
– Me lo he pasado muy bien esta noche, de todas maneras -dijo, en un intento de aligerar la tensión.
– ¿Crees que sabía lo de los seis niños que quieres tener? -preguntó David bromeando, a pesar de que sus manos gemían por agarrar a Claudia de los hombros y besarla por toda la espalda.
– No estoy segura de si seis niños significan una bendición.
– Quizá puedes conformarte sólo con la felicidad -sugirió David, mirándola en el espejo.
¿Qué felicidad podía ella esperar sin estar a su lado? El corazón de Claudia dio un vuelco y sus ojos se oscurecieron angustiados.
– Quizá -susurró. Y cuando David consiguió finalmente desabrochar el cierre, salió corriendo hacia el baño antes de que él pudiera ver las lágrimas que amenazaban con salir de sus ojos.
– Más reuniones -dijo Lucy con un suspiro al día siguiente, cuando a la hora del almuerzo no hubo señales de David ni Patrick-. Desearía que el jeque se decidiera de una vez.
Los hombres no aparecieron hasta las seis y media. Para entonces, Lucy había empezado a inquietarse.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó, levantándose, al ver las caras serias.
Entonces, David y Patrick esbozaron una sonrisa triunfal.
– ¡Lo hemos conseguido! -gritó Patrick, abrazando a su esposa-. ¡El jeque ha firmado por fin el contrato esta tarde!
– ¡Eso es maravilloso! -exclamó Claudia alegremente, al mismo tiempo que David, en un impulso, la tomaba en sus brazos y la alzaba en vilo. Ella, riendo, le devolvió el abrazo.
Se sentía tan bien en los brazos de él, que no notó cuando él la apretaba más y, en un impulso, la besaba en el cuello. El roce de los labios de él hizo estremecerse de placer a Claudia. David sintió su estremecimiento y, de repente, temeroso de herirla, se apartó.
– Lo siento, no quería hacerlo. Ha sido la alegría… estoy un poco desbordado -explicó, sintiéndose tan torpe como un colegial.
Claudia estuvo a punto de llorar al verse bruscamente devuelta a la realidad.
– No te preocupes -dijo, con una amplia sonrisa-. Tenías que compartir tu alegría con alguien y yo estaba cerca.
Fue una noche alegre. La noticia del contrato se extendió como el fuego y hubo una fiesta improvisada en el club que duró hasta la madrugada. Claudia, a pesar del ambiente festivo que la rodeaba, no se olvidó de que el futuro de GKS Engineering no significaba nada para ella, excepto que afectaba a Lucy y Patrick. Cuando ella volviera a Londres, saldría de la vida de David para siempre.
La idea era tan desoladora, que Claudia intentó olvidarse. Sería realista al día siguiente, se dijo. De momento era suficiente con ver el rostro de David relajado y entender la importancia que tenía aquel contrato para todos. Además, ella tenía la sensación de haber aportado algo.
– Debes de estar muy contento -le dijo a David, cuando finalmente volvieron al palacio aquella noche.
– Lo estoy -admitió David, sentándose en una silla y dando un suspiro-. El contrato lo era todo para la empresa. Habíamos intentado tantas veces conseguir hablar con el jeque sin conseguirlo, que había perdido todas las esperanzas. Estoy seguro de que se decidió después de conocerte. Patrick ha sugerido que deberíamos darte un puesto permanente en el equipo negociador.
Claudia sonrió para demostrar que sabía que estaba bromeando, a pesar de que deseaba la idea de tener un lugar permanente cerca de él.
– ¿Volverás a Londres ahora que has firmado el contrato? -preguntó, quitándose los pendientes y mirando a cualquier lugar menos al rostro de David.
– No -David también estaba en las mismas dificultades que ella-. La firma del contrato es sólo el comienzo. Me quedaré otros diez días. Probablemente más.
– ¿No te vas a tomar un descanso? Pareces agotado.
La nota maternal pareció pasar inadvertida a David, que apoyó la cabeza en el respaldo de la silla y miró al techo con el ceño fruncido. Por primera vez en su vida era consciente de un sentimiento que se asemejaba a la soledad.
– Podría seguir con estas fiestas continuas, pero la verdad es que había pensado salir mañana para el desierto y pasar allí una noche tranquila. ¿Quieres venir conmigo?
Había intentado decirlo de manera tranquila, sin darle la menor importancia, pero le salió atropelladamente.
Claudia tragó saliva.
– ¿No preferirías estar solo? -tuvo que decir ella, a pesar de que quería aceptar con todas sus fuerzas antes de que él cambiara de opinión.
– No quiero ninguna fiesta más, es todo. Habías dicho que querías ver el desierto y puede ser tu última oportunidad antes de que te vayas.
“Antes de que te vayas”, repitió la mente de Claudia. Era absurdo enamorarse de él. ¿No sería más inteligente irse a casa de Lucy y aceptar el hecho de que tendría que pasar el resto de sus días sin él? Tendría que acostumbrarse antes o después.
David vio la duda en la muchacha y notó que la rabia le invadía. Trató de no enfadarse demasiado con ella. Después de todo, Claudia no le debía nada. Además, si él se iba al desierto, ella podría tener la oportunidad de conocer mejor a Justin Darke sin que él estuviera entrometiéndose.
– Por supuesto, entiendo perfectamente que prefieras quedarte con Justin Darke -dijo, con una voz indiferente.
– ¡No! -exclamó, aterrorizada de que, finalmente, quisiera dejarla en Telama'an-. Quiero decir que sería un poco extraño para todos que te fueras tú solo.
– Me imagino que sí. Bueno, si no te importa…
– No, no me importa. Me gustaría ir.
Claudia no estaba preparada para un viaje al desierto. No sabía qué esperar y era demasiado excitante para pensar ni siquiera en ello.
Cuando David fue a recogerla estaba tan nerviosa y excitada como una colegiala que va a su primera cita. David había preparado todo lo necesario: dos colchonetas, dos sacos de dormir y algo de comida que le prepararon los cocineros del jeque para hacer una cena ligera por la noche.
Viajaron todo el día hasta llegar al límite del wadi, a la hora del crepúsculo. Un riachuelo aparecía y desaparecía en un suelo de cantos rodados y piedras erosionadas por la arena, el viento y los años, en formas maravillosamente extrañas.
Claudia tenía la sensación de estar en el borde del universo. Era todo increíblemente silencioso. La nada se extendía alrededor de ellos hasta el horizonte. No había coches, no había gente, ni animales… nada. Sólo estaban ella y David. La luz del sol los rodeaba con una atmósfera etérea y todo lo que había parecido confuso y desesperado se hizo en ese momento claro y sencillo.
– Creo que ha merecido la pena venir a Shofrar a ver esto -dijo Claudia.
– ¿Aunque Justin no esté aquí para hacerte compañía? -preguntó David, sentado al otro lado de la colchoneta, a una distancia prudente de Claudia.
– No me interesa Justin. Nunca me interesó, David.
– ¿Y qué me dices de la famosa predicción? -preguntó, suspicazmente-. Creía que habías venido a ello.
– Vine porque mi vida estaba en un punto muerto y necesitaba hacer un viaje -dijo, mirando hacia la puesta de sol-. Nunca creí en aquella estúpida predicción. Incluso a los catorce años tenía mejores cosas que hacer que creer a alguien vestido de manera estrafalaria buscando mi destino en una bola de cristal.
– ¿Y por qué dijiste que sí?
Ella se encogió de hombros, un poco avergonzada.
– Para molestarte realmente. Fue una chiquillada, lo sé, pero parecías tan aburrido de mí que no quería explicarte la verdadera razón por la que estaba tan desesperada por ver a Lucy.
– Me dijo que estabas comprometida.
– Sí, con Michael -contestó Claudia, tomando un poco de arena en las manos y dejándola caer entre los dedos-. Era todo perfecto. Creía que de verdad era mi destino, pero él no pensaba lo mismo. Un día vino y me dijo que se había enamorado de otra mujer. Dijo que yo era fuerte y que no necesitaba que nadie me cuidara.
Claudia esbozó una sonrisa amarga.
– Puede que no -continuó-, pero en ese momento no pensé lo mismo. Me vi con casi treinta años y las manos vacías. Tenía un miedo horrible. Entonces, Lucy me llamó y me convenció para que viniera a celebrar mi cumpleaños aquí con ella. Para mí, los treinta años significaban el comienzo del final de la vida, el símbolo de que has gastado ya la mitad.
Claudia recogió más arena.
– En vez de ello me desperté contigo.
– Me temo que no era la persona más adecuada para hacerte compañía ese día -contestó David, tras un silencio.
– Tú eras lo que yo necesitaba. Me hiciste enfadar, pero no me tenías lástima y era lo que yo necesitaba.
David esbozó una sonrisa.
– He sentido muchas cosas por ti en estas dos últimas semanas. Claudia, pero te puedo asegurar que nunca ha sido lástima.
– Yo sentí lástima por mí cuando el motor del avión falló -confesó Claudia, devolviéndole tímidamente la sonrisa-. Pensé que la vida estaba tratando de decirme algo y deseé haberme quedado en casa, triste pero segura. Sin embargo ahora…
Claudia se echó hacia atrás mirando al horizonte, sintiendo que entraban en ella el silencio y la luz rojiza del sol.
– ¿Ahora?
– Ahora me alegro de haber venido.
– Yo también -dijo él, tomando una de sus manos despacio.
Claudia notó cómo el aire de los pulmones la abandonaba.
– ¿De verdad?
– De verdad.
David dio la vuelta a la mano y la besó en la palma. Una deliciosa sensación recorrió el brazo de Claudia.
– ¿De verdad? -dijo él, provocadoramente, acariciando con los labios la muñeca de ella.
– Sí -murmuró Claudia, dando un suspiro.
Claudia cerró los dedos para tocar la mejilla de él, sin atreverse a pensar que por fin podía acariciarlo.
– Sí -repitió, disfrutando de la piel dura de la barbilla, acariciando el cuello ancho y fuerte.
Sin prisa, los ojos de Claudia se alzaron para encontrar los de David. Se miraron durante un minuto eterno, hablándose en silencio hasta que ambos sonrieron. No hacían falta palabras, no era necesario explicar nada.
Claudia se sintió ligera, como si no tuviera cuerpo y el deseo la arrastrara a una maravillosa certeza de que todo se arreglaría. Se sentía como en otro mundo donde nada más que ellos existían, ellos y su felicidad. Donde todo ocurría con la lentitud de un sueño. Nunca supo si fue David quien la agarró o fue ella quien se acercó a él, pero de repente estaba en sus brazos.
Cuando sus labios se encontraron, no fue con la pasión conocida, sino con una maravillosa sensación de llegar a casa. Claudia tuvo la sensación de que la introducían en la puesta de sol y puso los brazos alrededor del cuello de David para sumergirse en su beso y besarlo en respuesta, como si llevara mucho tiempo deseándolo.
David la tumbó sobre la colchoneta y ella se apretó contra su cuerpo caliente. David la quería tener cerca de sí, lo más cerca posible. Para besarla con pasión, para acariciar su delgadez. Claudia comenzó a tirar de la camisa de él para sacarla de los pantalones y poder tocar los músculos duros de la espalda.
La pasión que se desató entre ellos fue como una explosión que, por largamente contenida, era incapaz de ser controlada por ninguno de los dos. Ninguno quería reprimir aquellos besos profundos, aquellas manos suplicantes…
– Claudia… -David tomó su rostro con ternura y la miró fijamente a los ojos.
Claudia nunca había soñado que aquellos ojos pudieran ser tan cariñosos.
– He querido besarte cada noche -añadió, con voz emocionada.
– No te creo -consiguió decir ella, recordando las largas noches en que habían estado separados apenas por unos centímetros.
– Es cierto -aseguró, besando su cuello, oliendo la fragancia de su piel que lo había seducido tantas noches-. Creo que quise besarte desde que te sentaste a mi lado en aquel maldito avión y olí tu perfume. Tu pelo me pareció como oro a la luz del sol y quise tocar tu piel para ver si era tan suave como parecía.
– Yo creí que para ti era la mujer más desesperante -dijo ella, estirándose provocativamente bajo él.
– Lo fuiste, lo eres. No dejas de provocarme.
– Desearía haberlo sabido. No tendríamos que haber desperdiciado aquella formidable cama.
– Esta colchoneta puede servir -murmuró él, desabrochando los botones de la camisa de ella, siguiendo el camino abierto con sus labios.
Cuando retiró la tela y encontró sus senos con la boca, Claudia gimió de placer y se arqueó contra él, suplicando, mientras notaba que la mano de él se deslizaba hacia abajo.
– David -gritó, tomando su mano con desesperación.
– Despacio, no hay prisa. No va a sonar ningún teléfono. Nadie va a llamar a la puerta. Tenemos toda la noche por delante.
David la desnudó con una desesperante lentitud, saboreando la textura de su piel. Claudia nunca antes había sentido aquel placer y no pudo evitar estremecerse, no pudo evitar exclamar el nombre de él con una mezcla de impaciencia y terror, mientras notaba que sus fuerzas por controlarse estaban al límite.
David sentía complacido que el deseo de ella era tan grande como el suyo propio. El tambien se había quitado su ropa, y comenzó a dibujar con las manos cada curva del cuerpo femenino. Sus muslos largos, su estómago de satén, sus lugares secretos… su calor y su fuego.
Claudia, excitada, notaba todo su cuerpo vibrar, deseosa de todo lo que él pudiera darle.
– Es mi turno ahora -dijo, sin aliento, protegida por la fuerza de él.
David era delgado y duro y su cuerpo brillaba con los últimos rayos del sol. Tenía los músculos duros como acero templado, pero su piel era caliente y flexible y los labios de ella murmuraron palabras de amor sobre él, mientras lo besaba, lo chupaba, lo tocaba y lo excitaba. Cuando él no pudo más, volvió a colocarla debajo.
– Creí que habías dicho que no tenías prisa.
– Ahora sí -contestó él.
Entonces no hubo más palabras, sólo el calor febril entre ellos golpeándolos con una fuerza insoportable y primitiva que barrió todo lo demás.
Claudia se levantó hacia él, dejando escapar un suspiro de alivio al ser penetrada. Por un segundo se detuvieron, se miraron a los ojos y luego continuaron moviéndose rítmicamente. Un ritmo que fue aumentando hasta sacarlos del mundo a la vez, hasta provocar el más indescriptible placer con un grito de alivio.