Capítulo Diez

Sara estaba observando desde la ventana de su dormitorio cuando tres hombres subieron, media hora más tarde, a un deportivo.

Sheridan lo conducía. Damián iba a su lado. Y Tom iba medio encajado en el asiento de atrás.

Acababan de desaparecer de la vista cuando sonó el teléfono. Era el príncipe Marco en persona, que la llamaba desde Nueva York.

– Necesito que me ayudes, Sara. Hemos sufrido un grave golpe financiero por cuestiones que serían largas de contar y necesitamos, más que nunca, que Damián impresione a la gente en el baile.

– Lo comprendo. ¿Quieres que se lo diga a él?

– No, te lo digo a ti porque no quiero que lo sepa. Ya tiene bastante presión encima. Pero necesito que te encargues de ello.

– Marco, hago todo lo que puedo, pero sólo soy terapeuta y…

– Lo sé, lo sé, y siento cargarte con todo esto. Pero con lo que ha sufrido mi hermano, lo último que deseo es preocuparlo. Además, últimamente se ha mostrado algo paranoico sobre el accidente de la lancha. Por eso, te presiono a ti -declaró, entre risas.

– Vaya, gracias…

– Tienes que entrenarlo bien.

– Ya veo. Estás insinuando que endurezca las clases y que él no sepa por qué.

– Exacto. Ella suspiró.

– Haré lo que esté en mi mano.

– Magnífico. Dentro de poco me voy a Arizona, aunque estaré de vuelta antes del baile de la fundación. Cuento contigo.

Sara, por supuesto, estaba más que dispuesta a ayudar. A esas alturas ya se había convencido de que se había enamorado del príncipe, por muy inconveniente para ella que pudiera ser.

Todavía estaba dándole vueltas al asunto cuando reparó en el comentario que había hecho Marco sobre la supuesta paranoia de Damián con relación al accidente.

Empezaba a creer que había algo raro en ello. No era la primera referencia extraña al accidente de la carrera. Damián se había empeñado en que la policía volviera a dragar el lago, como si sospechara; y después, le había pedido que observara con atención a Sheridan.

Sara se estremeció. Ahora estaba más preocupada que nunca por Damián, y a punto estuvo de llamarlo por teléfono para asegurarse de que se encontraba bien.

– No lo hagas -se dijo-. Sería como el beso de la muerte…

Sabía que iba a pasarse el resto del día rumiando su preocupación. Sólo le animaba pensar que Tom se encontraba con ellos y que ayudaría a Damián si se presentaba alguna situación problemática.

Pero enseguida pensó que estaba exagerando. No tenía ningún motivo real para sospechar del primo de Damián. Sólo eran conjeturas.

Además, no podía hacer nada más que intentar relajarse y esperar. Y marcharse al cine, después, con Boris.

Cuando Damián entró en su suite, estaba bastante nervioso. Odiaba su ceguera y lo complicado que era todo desde el accidente. Pero lo peor de todo era que se había pasado toda la noche pensando en Sara y en su cita cinematográfica con el conde Boris.

En cuanto pudo, le dijo a Sheridan que quería volver. Y a su primo no pareció importarle.

Ahora, un buen rato después, estaba imaginando una escena que no le agradó en absoluto: Sara volvía con Boris, y seguramente caminaban agarrados del brazo. El asunto le molestó tanto que decidió hacer algo.

– Muy bien, amigo mío, es hora de que demuestres que sabes moverte por tu cuenta.

Damián tomó el bastón, decidido a bajar al jardín e interrumpir a los recién llegados.

Salió de la habitación, avanzó por el corredor y encaró los primeros tramos de la escalera. No le pareció demasiado difícil, porque ya la había subido y bajado muchas veces y había contado el número de escalones.

A pesar de ello, en determinado momento perdió la cuenta y a punto estuvo de caer; pero se rehizo y lo consiguió.

Al llegar al piso inferior, avanzó dando golpes con el bastón, tal y como Sara le había enseñado. En cuestión de segundos se encontró ante lo que parecía ser una puerta, pero había un problema: no sabía si era la puerta que daba al exterior de la casa.

La abrió de todos modos y respiró aliviado al sentir el aire fresco. Había acertado. Lo había conseguido.

Y acto seguido, se dirigió hacia el lugar donde suponía que se encontraba la rosaleda.

Sara lo vio en cuanto salió de la casa y se sintió muy aliviada. Había estado preocupada por él toda la noche, y al parecer, sin razón. Estaba de vuelta en casa, Sheridan no había intentado nada extraño y por si fuera poco avanzaba hacia ella como si llevara toda la vida utilizando el bastón de ciego.

En ese momento, Boris dijo:

– ¿Quieres que te acompañe a tu habitación?

– No, gracias, Boris. Acabo de ver que Damián está en la rosaleda y me gustaría charlar un rato con él.

– Ah, comprendo… En ese caso, iré a la cocina a ver si Annie tiene algo de comer. ¿Quieres que te traiga algo?

– No. Te veré en el desayuno. El conde Boris asintió y desapareció. Entonces, ella se dirigió hacia su paciente.

– Ya era hora de que volvieras -protestó Damián al sentir su presencia-. Espero no haber interrumpido el tradicional beso de buenas noches…

Sara estaba tan contenta de verlo sano y salvo que no reparó en el tono de su voz. Era obvio que tenía celos de Boris.

– ¿El beso? Has interrumpido más que un beso. Estábamos a punto de hacer el amor apasionadamente en el jardín, pero a Boris se le han quitado las ganas al verte -bromeó.

Damián sonrió.

– Sea como sea, me presento voluntario para sustituirlo. Donde quieras, como quieras y cuando quieras, exceptuada precisamente la rosaleda… detesto clavarme las espinas.

Ella rió y observó que efectivamente se había clavado una espina de rosa. Tenía sangre en un dedo.

– Será mejor que vayamos a curarte ese dedo…

– No importa, no creo que me desangre. Sara sonrió. Le encantaba que hubiera salido de la casa sólo para verla.

– Damián, me siento muy orgullosa de ti. Has sido capaz de llegar al jardín tú solo, sin más ayuda que el bastón.

– No me felicites por esas cosas, Sara. No soy un niño.

– Lo siento, no pretendía molestarte…

– Está bien.

Sara lo quería tanto que decidió animarlo a toda costa. Y de repente, tuvo una idea.

– Dime una cosa, ¿había algo que te gustara especialmente antes del accidente con la lancha?

– Sí, muchas cosas. Pero echo de menos volver a montar a caballo.

– ¿A caballo?

– Sí.

– En ese caso, prepárate. Mañana llamaré a un especialista que está acostumbrado a trabajar con caballos y con personas con discapacidades. Si te parece bien, podríamos salir a montar.

Damián se quedó asombrado.

– ¿Podríamos hacerlo?

– Desde luego que sí. Puedes hacerlo de sobra. Estar ciego no te impide hacer tantas cosas como crees. Pero si no quieres hacerlo…

– ¿Bromeas? Por supuesto que quiero. Estoy tan contento que no sé si seré capaz de pegar ojo esta noche.

– Bien. Entonces, te veré por la mañana.

Damián asintió, se dio la vuelta y caminó hacia la entrada de la mansión. Sara lo observó mientras se alejaba, sintiendo un profundo cariño por él. Sabía que su relación era imposible. Pero también sabía que, ocurriera lo que ocurriera, aquel siempre sería su príncipe azul.

La mañana amaneció despejada. Una fresca brisa moderaba la temperatura veraniega y olía a heno y a caballos.

Habían tardado tres días en conseguir que Damián montara a caballo y se sintiera seguro, pero por fin lo habían logrado y ahora montaba una yegua que avanzaba tranquilamente por un sendero. Ella lo seguía en su montura y no dejaba de maravillarse por la evolución de su paciente.

Habían planeado estar fuera la mayor parte de la mañana. Annie les había preparado un pequeño picnic y la idea consistía en llegar al parque Griffith, comer y volver a la mansión. Sara estaba muy contenta. Se sentía libre.

Pero entonces, algo pasó. Damián cayó del caballo y se dio un buen golpe al caer al suelo. Preocupada, desmontó a toda prisa y corrió hacia él.

– ¡Damián! OH, Dios mío…

Damián se incorporó y se sentó en el suelo.

– Damián…

– Estoy bien, estoy bien -dijo entre risas-. Ha sido culpa mía. Todavía no estoy acostumbrado a montar en estas circunstancias.

– ¿Estás seguro de que te encuentras bien?

– Segurísimo.

Ella le tendió una mano para ayudarlo a levantarse, pero los acontecimientos se sucedieron de una forma bien distinta. Y antes de que se pudiera dar cuenta de lo que estaba pasando, Damián la besó.

El efecto fue eléctrico e inmediato. Sara se apretó contra él y lo besó, a su vez, apasionadamente. Respondió a sus caricias sin duda alguna, aceptando su lengua y sus labios, dejando que sus manos la exploraran y arqueándose contra su cuerpo. Podía sentir la dura anatomía de Damián contra toda su piel, y la sensación era sencillamente mágica.

Pero a pesar de lo mucho que deseaba dejarse llevar, se apartó.

– Cualquiera diría que has planeado todo esto.

– OH, no, no he planeado nada -murmuró él de forma seductora-. Me he limitado a dejarme llevar por mi instinto.

– ¿Y no te ha advertido nadie que la naturaleza puede ser muy cruel? -se burló.

– Me arriesgaré.

Damián se inclinó sobre ella y la besó de nuevo, suavemente.

– Damián, no podernos hacer esto. Estás comprometido.

– Sólo formalmente.

– Es lo mismo.

– Olvídate de eso, por favor.

– No puedo.

– ¿Ni siquiera por una vez?

– No.

Damián dudó y se quedó pensativo.

– Está bien. ¿Qué te parece si jugamos a que yo no soy un príncipe ni tú mi terapeuta? Ya lo tengo… Yo podría ser un vaquero, Sam. Y tú, te llamarás Margarita.

– ¿Margarita?

– Claro, llevo días diciéndote que hueles a margaritas -respondió con una sonrisa.

Sara estaba tan hechizada con él que se sentía como si estuviera a punto de derretirse.

– ¿Y en qué consiste mi papel?

– Veamos… Digamos que tu padre posee un rancho donde yo trabajo. Un día, sales al campo a montar y te encuentras conmigo.

Ella rió.

– Soy una buena chica. Si me encontrara con un hombre en mitad del campo, probablemente volvería corriendo a mi casa.

Damián la abrazó.

– No, no lo harás porque estás secretamente enamorada del vaquero aunque tu padre se opone.

– Ah, comprendo… Y por eso, tenemos que vernos a escondidas…

– Ya lo has entendido.

– Muy bien, vaquero, juguemos entonces. Pero en primer lugar, vuelve a montar a caballo. Aún nos queda un buen trecho por delante.

– Está bien, pero ve tú delante, abriendo el camino.

Sara rió.

– ¿De qué te ríes ahora?

– De nada. Todo esto me parece muy divertido y no dejo de pensar en el nombre que me has puesto. Margarita…

– Yo, en cambio, no dejo de pensar en besarte otra vez.

– Damián…

– Ahora no me llamo Damián, sino Sam. Y los dos somos libres, así que puedes besarme todo lo que quieras.

Sara no pudo resistirse a la tentación y lo besó. Necesitaba volver a sentir el especiado sabor de su boca.

Al cabo de un rato, retomaron el camino. Y a cierta distancia encontraron un lugar perfecto para comer, en una colina con vistas al parque, rodeada de robles. Extendieron una manta en el suelo, se sentaron y se dispusieron a disfrutar del día y de la conversación.

Damián le recitó poemas de Shakespeare, Keats y Coleridge. Al parecer, era un saco de sorpresas.

– No sabía que fueras tan bueno recitando…

– Una de las cosas buenas de ser de la realeza es que recibes una educación muy clásica.

– Cuéntame algo sobre tu padre -dijo ella, mientras se tumbaba en la hierba.

– Qué puedo decir… Que era rey. Un rey alto y atractivo. Y algunos piensan que también fue un héroe.

– Pero tú no…

– ¿Cuándo he dicho eso?

– No hace falta que lo digas. Lo llevas escrito en la cara.

Él se encogió de hombros.

– Tendré que ser más cuidadoso con mis expresiones faciales.

– ¿Y qué me dices de tu madre? El rostro de Damián se suavizó.

– Ah, ella era un ángel, un refugio, toda belleza y calidez. Aún puedo recordar el sonido de su risa. Era una mujer encantadora. Todo el mundo lo dice.

– ¿Era feliz con tu padre?

– Bueno… estaba enamorada de él.

Sara no quiso preguntar al respecto. Resultaba evidente que a Damián no le apetecía sacar el tema.

– ¿Es verdad que la madre de Sheridan era hermana de tu madre?

– Sí, eran hermanas gemelas.

– Gemelas. Qué interesante. Supongo que eso te fue de gran ayuda cuando te marchaste a vivir con ellos.

– ¿Porqué lo dices?

– Porque siendo gemelas, se parecerían mucho.

– No, en absoluto. Mi madre era maravillosa, y de la madre de Sheridan no se puede decir lo mismo -le explicó-. De hecho, mi primo solía bromear diciendo que las habían cambiado al nacer, que él tendría que haber sido el príncipe y haberse quedado con mi madre.

– Entonces, la madre de Sheridan…

– Eh, basta ya. Se supone que estábamos jugando a ser vaqueros en una pradera…

Ella sonrió.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué vamos a hacer ahora? Damián la atrajo hacia sí.

– Me alegra que lo preguntes.

Sara se volvió hacia él, esperando el beso que por supuesto llegó un segundo más tarde.

Se fundieron el uno contra el otro, acariciándose sin cuidado. Y cuando Damián le desabrochó el sostén, ella no se lo impidió. Deseaba que tocara sus senos desnudos.

– Ahora ya tenemos todo lo que podríamos desear -dijo Damián -. Estamos solos, en un lugar íntimo…

Las palabras del príncipe la devolvieron a la realidad.

– No, Damián, no podemos hacer esto – dijo, mientras se apartaba de él.

– ¿Por qué? Nada es imposible para nosotros.

– Te equivocas. Además, en la época de los vaqueros, Margarita se habría resistido. Te recuerdo que las mujeres eran mucho más conservadoras por aquel entonces.

– OH, vamos, no es justo…

Sara rió.

– Está bien -continuó él -. Si quieres hacerlo más divertido, podríamos cambiar totalmente la situación. En lugar de ser yo quien se empeñe en acostarse contigo, podrías ser tú. Y yo me resistiría diciendo que no puedo, que no debo mancillar el honor de mi amada.

– ¿Ah, sí?

Sara le hizo cosquillas y el príncipe rió. Ella habría dado cualquier cosa por poder aceptar el último juego que le había propuesto. Sabía que no se le habría resistido ni dos minutos.

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