El precioso día de verano no mostraba insinuación alguna de lo que estaba a punto de suceder. No había ningún mensaje en el viento que estremecía los árboles de la orilla del lago, ni sentimiento alguno de aprensión en la brisa que acariciaba el cabello de los espectadores, ni cautela en el rugido de las lanchas que calentaban motores antes de empezar la carrera.
Si el príncipe Damian hubiera pensado en ello, tal vez habría desconfiado del día por ser tan perfecto, brillante y soleado. A fin de cuentas, el menor de los Roseanova, la Casa Real de Nabotavia, poseía un profundo sentido de la ironía que probablemente lo habría puesto sobre aviso; pero se sentía fuerte y con el nivel suficiente de adrenalina.
Las cosas le estaban yendo bien. Thana Garnet, la estrella cinematográfica, lo saludaba con alegría desde la grada. Por el brillo de sus maravillosos ojos verdes y por la forma en que minutos antes lo había acariciado en el brazo, Damian adivinaba que estaba dispuesta a concederle un premio muy satisfactorio por su éxito.
Sabía que iba a ganar, aunque no sería fácil: su primo Sheridan era un buen piloto que se concentraba mucho en las carreras. Siempre habían competido en todo, y a veces, Sheridan salía ganando. Pero aquel día, la victoria sería suya. Damian podía sentirlo en sus venas, en la tensión de su cuerpo, en un sentimiento especial de confianza que no dejaba lugar a dudas.
Cuatro lanchas esperaban impacientemente en la línea de salida, con los motores ya en marcha. Conocía al resto de los participantes y sabía que eran buenos, pero la victoria final se decidiría entre Sheridan y él, así que miró a su primo y sonrió con suficiencia. Sheridan no le devolvió la sonrisa. Su mandíbula estaba tan tensa que sus labios habían palidecido.
– Caramba, Sheridan -pensó Damian para sus adentros-. Si te relajaras un poco, serías mejor competidor.
La grada de espectadores se encontraba al final del muelle. Thana volvió a saludarlo y él asintió con la cabeza. Penny Potherton se había sentado a su lado, al igual que Muffy Van Snook y las demás. El ruido de los motores le impedía entender sus gritos de aliento, pero pensó que todas las integrantes del grupo eran preciosas.
A lo largo de los años había salido con todas ellas en algún momento, porque una de las ventajas de ser príncipe y de estar soltero era que las mujeres lo encontraban muy atractivo.
Definitivamente, la vida le sonreía.
Pero había llegado el momento de ponerse serio, de modo que se cerró el casco e intentó concentrarse. La carrera se disputaba en un circuito que consistía en cruzar el lago, girar al llegar a una boya y regresar al punto de partida. La adrenalina circulaba por sus venas y estaba deseando empezar, pero se sentía tranquilo y confiado. Sabía que aquél era su día. Estaba seguro de ello.
La señal llegó por fin y las cuatro lanchas salieron disparadas. Damian tomó la delantera enseguida, atravesando las aguas como si pilotara un jet. Era todo velocidad, sonido, fuerza, una fuerza de la naturaleza que nadie podía detener. Y aunque se encontraba totalmente concentrado en su tarea, sabía que estaba sacando ventaja a los otros y tuvo que hacer un esfuerzo por contener su alegría. Ya tendría ocasión de celebrarlo cuando ganara. Ahora debía concentrarse en el giro de la boya para no perder ni un segundo.
Realizó el giro a gran velocidad, inclinándose hacia el lado contrario para equilibrar la fuerza centrífuga. Y entonces, pasó algo.
La lancha perdió contacto con el agua, se alzó en el aire y cayó segundos después, destrozándose, con un ruido ensordecedor. Damian no tuvo tiempo de preguntarse por lo que había sucedido: sintió el duro contacto con la superficie del lago, un intenso dolor y luego nada salvo una fría y profunda oscuridad.