Sara Joplin llegaba tarde.
Desesperada con el retraso, se preguntó cómo era posible que las cosas siempre se complicaran cuando tenía un compromiso importante. El día se había empezado a estropear por la mañana, cuando su embarazada hermana la llamó por teléfono para pedirle que la llevara al tocólogo porque su coche se había quedado sin batería.
La espera en la consulta se le había hecho interminable y, cuando por fin dejó a Mandy en su casa, tuvo que ir a su despacho de Sepúlveda Atrium.
Acababa de encontrar los documentos que necesitaba cuando el edificio decidió jugarle una mala pasada. El aire acondicionado se detuvo, las luces se apagaron y los ascensores dejaron de funcionar. Al parecer, la ciudad estaba sufriendo otro de los habituales cortes eléctricos veraniegos.
Salió del despacho, se dirigió a la escalera, bajó los veinticuatro pisos andando y al llegar al piso bajo se llevó otra sorpresa: la puerta que daba al vestíbulo estaba cerrada.
La fortuna quiso que unos minutos más tarde apareciera uno de los guardas jurados del edificio, pero la hora ya se le había echado encima tras la solución del enésimo problema del día. Cuando llegó al coche, sabía que no llegaría a tiempo a su cita con Verónica Roseanova, duquesa de Gavini, en su residencia de Beverly Hills.
Poco tiempo después se encontró en mitad de un enorme atasco en la autopista de Santa Mónica. Y ya había decidido rendirse a la evidencia de que estaría allí un buen rato, cuando el sistema de aire acondicionado corrió la misma suerte que el del edificio de oficinas y dejó de funcionar.
Aquello parecía una maldición. Hacía tanto calor que estaba cubierta de sudor y ni siquiera podía bajar la ventanilla: se encontraba detrás de un gigantesco camión que expulsaba una inmensa nube de humo negro.
A pesar de todo, sólo llegaba media hora tarde cuando detuvo el vehículo frente a la puerta principal de la propiedad. El guardia de la verja se acercó a ella y Sara se las arregló para mostrar una sonrisa, pero entonces lo llamaron por teléfono y se pasó los cinco minutos siguientes hablando con otra persona y sin hacerle el menor caso.
El comportamiento del guardia fue la gota que colmó su paciencia. Hacía calor, estaba sudando, tenía el pelo revuelto y se sentía muy agobiada por llegar tan tarde. De modo que miró al guardia con cara de pocos amigos, tomó su maletín y se dirigió andando a la puerta principal de la imponente mansión.
Los zapatos de tacón alto la molestaban un poco. No estaba acostumbrada a llevarlos, pero aquel día había decidido vestirse de forma especial porque a fin de cuentas no todos los días la invitaban a reunirse con la realeza.
Odiaba llegar tarde y sobre todo odiaba la sensación de tener prisa; sabía muy bien que las prisas no eran buenas para nada y que provocaban muchos errores. Pero a pesar de ello intentó tranquilizarse.
Ya estaba a punto de pulsar el timbre cuando pensó que llamar a la puerta principal tal vez no fuera lo más apropiado. Echó un vistazo a su alrededor, contempló las enredaderas que cubrían la mansión, y decidió tomar uno de los innumerables caminos de la propiedad. Pero lamentablemente, tropezó con una roca y a punto estuvo de perder el equilibrio.
– ¡Maldita sea!
– Deberías cuidar tu lenguaje, jovencita – dijo una voz con ironía.
Sara se giró en redondo y observó que la voz procedía de una puerta lateral ante la que acababa de pasar. Era un hombre. Estaba apoyado en la pared, con las-manos en los bolsillos de unos pantalones que probablemente costaban más de lo que ella ganaba en toda una semana.
La sombra de los árboles y la gorra de marino que llevaba en la cabeza impedían que pudiera distinguir sus rasgos con claridad, pero le pareció sencillamente impresionante. Un hombre espectacular, con ropa espectacular, apoyado en la pared de una mansión espectacular.
– Oh, lo siento…
– ¿Puedo ayudarte en algo?
– Estoy buscando a la duquesa de Gavini -respondió con rapidez-. Se suponía que debíamos encontramos aquí, pero llego tarde. ¿Sabes dónde podría encontrarla?
El hombre sonrió.
– No te preocupes, ella te encontrará.
– Ah. Bueno, pero…
– A tu lado hay un banco de madera. ¿Por qué no te sientas y esperas un poco?
Sara miró el banco y dijo:
– No puedo. Como te decía, ya llego tarde a la cita y…
– Siéntate.
Sara obedeció. Tal vez, por su irresistible tono de voz; o tal vez, porque estaba agotada y no tenía fuerzas para discutir. Pero se limitó a sentarse en el borde, con incomodidad.
El hombre se acercó a ella y vaciló levemente durante un segundo, como si tuviera alguna herida. Sin embargo, se mostró perfectamente seguro cuando se sentó a su lado, con los brazos cruzados.
– Y dime, ¿por qué estás buscando a la duquesa?
Sara miró la mansión, miró al desconocido, y llegó a la conclusión de que también él pertenecía a la nobleza.
– Me pidió que viniera para valorar la situación del príncipe. Por lo visto, tuvo algún tipo de accidente que le ha afectado la vista. Y ella cree que le iría bien una terapia.
– Una terapia -repitió él, con sequedad-. Hay que ver qué considerada es la duquesa.
Sara frunció el ceño y se preguntó si había hecho bien al contarle la razón de su presencia. Además, su actitud la estaba incomodando; aunque la visera de la gorra impedía que pudiera ver sus ojos, estaba segura de que le estaba mirando las piernas.
Nerviosa, se bajó un poco la falda. Sus piernas siempre le habían parecido la mejor parte de su cuerpo, pero en aquel momento no le apetecía que la devoraran con los ojos.
– Las terapias pueden ser útiles. Cuando alguien sufre un accidente de ese tipo, pueden ayudar a conseguir que la víctima se recupere y retome el control de su vida -declaró ella, a la defensiva-. Además, creo que el príncipe es muy joven.
El hombre sonrió.
– ¿Cuántos años crees que tiene?
Ella parpadeó, sorprendida.
– No lo sé. Por la forma en la que me habló la duquesa, yo- diría que tiene once o doce años.
El desconocido rió, y su reacción la molestó tanto que Sara se levantó y dijo:
– Será mejor que vaya a buscarla.
– No te molestes. Estará aquí enseguida.
Sara se volvió a sentar y decidió no insistir. Pero unos segundos más tarde, y tras un incómodo silencio, decidió entablar algo parecido a una conversación.
– Hace un día muy bonito y cálido -dijo ella.
Él asintió.
– Suele ser normal a finales del verano – comentó con ironía.
La actitud de aquel individuo comenzaba a desesperarla. No sabía quién era. No sabía si era otro visitante como ella o si se trataba de algún trabajador de la mansión, tal vez el tutor del príncipe. Pero fuera quien fuera, su forma de comportarse y su enorme atractivo se habían confabulado para robarle todo su habitual aplomo.
Intentó convencerse de que su reacción no tenía nada de particular: al fin y al cabo, hacía tiempo que no mantenía ninguna relación con un hombre. Pero un segundo después recordó el día en que el hombre del que se había creído enamorada, Ralph Joiner, desapareció de su vida y se marchó a Colorado.
En aquel momento le había parecido la mayor decepción de su existencia. Sin embargo, ahora ya ni siquiera recordaba cuánto tiempo había transcurrido desde entonces. Tal vez, dos años. Dos años y sólo le quedaba una vaga sensación de tristeza y la seguridad de que nunca encontraría a su príncipe azul; aunque era atractiva y esbelta, de ojos azules y cabello rubio y rizado, no se consideraba especialmente bella.
En ese preciso instante apareció un hombre, mayor que el desconocido, que se dirigió a ellos.
– Oh, lo siento, no pretendía interrumpiros. Será mejor que os deje a solas y no os moleste.
– Tú nunca molestas.
A pesar del comentario, el recién llegado desapareció en el interior de la mansión. Sólo entonces, Sara preguntó:
– ¿Quién era? -El duque.
– Oh… En ese caso, tal vez sepa dónde está la duquesa.
– Créeme, no lo sabe. -Pero si es su marido…
– Nunca sabe dónde está. Ni quiere saberlo. -Comprendo -dijo ella, frunciendo el ceño.
La explicación no la había convencido en absoluto, y ya estaba dispuesta a levantarse y seguir al duque cuando apareció un tercer hombre, de poco más de treinta años, que llevaba pantalones blancos y sombrero.
– Ah, estás aquí… ¿Has visto al duque? Me prometió enseñarme un objeto etrusco que iba a recibir esta mañana.
– Acaba de entrar hace un momento -respondió, señalando hacia la puerta.
– Gracias…
El hombre del sombrero desapareció enseguida, pero no sin antes sonreír a Sara.
– ¿Y quién es él?
– El conde Boris, el hermano menor de la duquesa.
La situación comenzaba a resultarle tan absurda que Sara rió.
– ¿Qué te resulta tan divertido? -preguntó él.
– No lo sé. Supongo que todo este asunto de la nobleza. Hay algo divertido en ello.
– No me digas que eres antimonárquica…
– No, en absoluto. Respeto mucho a la familia real e incluso llegué a soñar, como todas las jovencitas, que algún día aparecería mi príncipe azul. Aunque debo añadir que ya no lo espero.
– ¿No hay ningún príncipe en tu vida? – preguntó él con suavidad.
– No, ninguno. Y supongo que no lo habrá. A fin de cuentas no soy precisamente una princesa.
La sonrisa de Sara desapareció. Comenzaba a sentirse incómoda otra vez, porque sabía que no debía mantener una conversación de ese tipo con un hombre tan atractivo.
Sin embargo, sentía curiosidad y decidió atreverse a preguntar lo que quería saber:
– ¿Tienes alguna relación con la familia real?
El hombre se echó ligeramente hacia atrás y ella se estremeció al contemplar su imponente pecho bajo el polo que llevaba.
– Sí, es una pena, pero la tengo.
– Entonces, supongo que conocerás al príncipe…
El sonrió y ella pensó que su sonrisa era maravillosa.
– Sí, lo conozco. Y yo diría que mejor que nadie -comentó, sin dejar de sonreír-. De hecho, soy yo.
Sara lo miró con incredulidad y pensó que le estaba gastando algún tipo de broma.
– ¿Cómo has dicho? ¿Qué quieres decir?
– Que yo soy el príncipe Damian. El principito que estás buscando.
– Pero no puede ser… Tú no estás ciego.
– ¿No? ¿Insinúas que me han estado mintiendo todo este tiempo? -preguntó con ironía-. Dímelo tú, ya que eres la experta.
– Oh, Dios mío…
– Sólo estaba bromeando -comentó él-. Efectivamente, no veo nada en absoluto.
Sara se ruborizó, se levantó y se volvió a sentar con innegable nerviosismo. No podía creer que, a pesar de ser una profesional en la materia, no hubiera notado que se encontraba ante un ciego. Pero acto seguido se intentó justificar: ella pensaba que el príncipe era un niño y naturalmente no lo había asociado con aquel hombre.
– Lo siento mucho, no pretendía…
– No lo sientas. Te aseguro que no me has ofendido.
– Sí, pero pensé que eras un niño, que…
– Olvídalo, tenemos cosas más importantes de las que hablar -dijo, mientras se quitaba la gorra-. En primer lugar, no necesito una terapia.
Sara no se sorprendió. Aunque la mayoría de sus pacientes reaccionaban de forma positiva, porque estaban deseando enfrentarse a su problema, algunos se resistían. Y en tales ocasiones, debía echar mano de su diplomacia y su tacto.
– Es posible que ahora estés convencido de lo que dices, pero cuando empieces con ella, descubrirás que puede ser muy útil. Además, tengo mucha experiencia con la gente con problemas de visión y…
– Llámalo ceguera, no te andes por las ramas -la interrumpió.
Ella dudó. Obviamente no llevaba nada bien su problema.
– Bueno, lo llamaré ceguera si lo prefieres. Pero sea como sea, tengo mucha experiencia al respecto y sé que una de las cosas que más los molestan es la necesidad de depender todo el tiempo de otras personas -comentó Sara-. Pues bien, yo puedo ayudarte en ese campo.
– No lo dudo, pero no soy nada amigo de las soluciones psicológicas.
– Yo no me dedico a la psicología -puntualizó-. No soy psicóloga ni estoy aquí para hacer discursos. Soy terapeuta ocupacional.
El príncipe se encogió de hombros.
– Tampoco necesito ninguna ocupación. Ser príncipe me ocupa todo mi tiempo.
Sara intentó mantener la calma.
– Te aseguro que me limitaré a ayudarte con tu problema -declaró, eligiendo las palabras con cuidado-. Yo ayudo a la gente a superar obstáculos. No me dedico a decirles lo que tienen que hacer con sus vidas ni les vendo tonterías de psicología barata.
– De todas formas, no te necesito.
Ella tomó aliento.
– Pues tu tía no parece pensar del mismo modo…
– Mi tía se equivoca. Además, la terapia no tendría ningún sentido. Se supone que mi ceguera es temporal y que volveré a ver dentro de poco.
Sara lo miró y sintió una profunda simpatía por él, a pesar de su comportamiento.
– Bueno, acabo de recoger tu historial en el despacho del doctor Simpson y la verdad es que todavía no he tenido ocasión de mirarlo.
– Me alegra saberlo. Porque de haber visto mi historial, sólo una loca me habría tomado por un niño de once o doce años -comentó con ironía.
Ella sonrió.
– Es cierto.
– Ya que aún no te has informado, permíteme que te informe yo. En opinión de Simpson, tengo un cincuenta por ciento de posibilidades de recobrar la vista antes de dos meses.
– Suena bien, pero no es ninguna garantía.
– Un cincuenta por ciento está bien -dijo él, encogiéndose de hombros-. Estoy acostumbrado a ganar y me apostaría cualquier cosa a que dentro de seis semanas ya he salido de ésta.
– Ojalá.
Sara lo dijo con evidente escepticismo. En circunstancias normales se habría mostrado mucho más considerada, pero el príncipe Damian parecía tener la habilidad de sacarla de quicio.
Arrepentida por ello, decidió disculparse. Pero antes de que pudiera pensar en la forma de hacerlo, alguien los llamó desde el vado.