Capítulo Cinco

Damian despertó de repente, estremecido. No estaba seguro de qué lo había despertado; tal vez había sido un sueño, o una pesadilla, pero la oscuridad le hizo pensar que todavía no había amanecido.

Inconscientemente, estiró un brazo para encender la luz de la mesita. Y sólo entonces, recordó que aquella no era la oscuridad de la noche, sino la oscuridad de su ceguera.

Como en tantas otras ocasiones, sintió una mezcla explosiva de ira y rencor. Era una emoción terrible, que no le gustaba en absoluto.

Cuando recobró la consciencia después del accidente, la ceguera le pareció un asunto menor. Había sufrido múltiples heridas y pensó que sería una consecuencia colateral pasajera, que desaparecería en cuestión de días con un poco de reposo. Pero los días se habían transformado en semanas y ahora amenazaban con convertirse en meses.

Desde el principio, se había negado a rendirse a la desesperación. Detestaba la autocompasión y se repetía una y otra vez que saldría de aquello. Sin embargo, la impaciencia comenzaba a dominarlo. Su ceguera estaba durando mucho más de lo que había imaginado.

Pero ahora, no quería pensar en ello. Ahora tenía un problema más en el que pensar: Sara Joplin.

Desde su llegada, no había hecho otra cosa más que descolocar su existencia y limpiar las telarañas que se habían ido acumulando. Tras el accidente, el mundo se había vuelto oscuro e impenetrable para él; y le agradaba tener algo distinto en lo que pensar.

Casi todos sus amigos y conocidos habían ido desapareciendo con el paso de los días. Al principio, todos se habían mostrado solidarios; pero él no se mostraba muy receptivo y las visitas eran cada vez más cortas y raras. De hecho, el día anterior se había llevado una buena sorpresa con la aparición de su grupo de amigos. Pero en cualquier caso no le había sorprendido tanto, ni le había interesado tanto, como la llegada de la terapeuta.

Fuera lo que fuera, había algo en Sara que le llamaba poderosamente la atención.

Pensando en ello, se dijo que tal vez fuera la novedad. Sus días se habían vuelto muy aburridos y Sara le proporcionaba un divertimento y una vía de escape para sus frustraciones. Además, no podía negar que poseía una gran percepción y que parecía adivinar sus sentimientos.

Animado ante la perspectiva de volverla a ver, alcanzó el reloj sonoro que le había regalado su hermana Karina.

– Son las siete horas quince minutos treinta segundos -informó la metálica grabación del aparato.

Decidió levantarse y justo entonces notó que la habitación estaba helada. Al parecer, alguien había puesto el aire acondicionado a toda potencia.

Consideró la posibilidad de ajustar la temperatura, pero no quiso arriesgarse a llevarse por delante todos los muebles de la suite, así que salió de la cama, se puso en pie y avanzó hacia el cuarto de baño contando, uno a uno, los pasos. A pesar de ello, se dio un golpe con una de las sillas. Pero llegó de todos modos y abrió el grifo de la ducha.

El agua terminó de despertarlo.

Acababa de empezar otro día. Otro largo día de espera. Sin embargo, esta vez había algo, diferente: Sara. Y era lo suficientemente importante como para que se tomara la molestia de ducharse con más detenimiento que de costumbre, como si quisiera borrar todas sus preocupaciones y comenzar de nuevo, más fresco y limpio que nunca.

Una hora más tarde, y tras hacer ejercicio durante cuarenta y cinco minutos en la bicicleta estática, se sentó junto a la radio y la encendió para oír las noticias del día. Lo que más le molestaba de su ceguera era la imposibilidad de leer; ya ni siquiera podía echar un vistazo al periódico por las mañanas.

Unos minutos después, cuando ya había apagado el aparato, alguien llamó a la puerta. Era demasiado pronto para que se tratara de Sara y no sabía quién podía ser.

– Adelante -dijo, tenso.

– ¿Damian?

Al reconocer la voz de su tío, el duque, se relajó.

– Hola, tío… ¿A qué debo el placer de tu visita?

El anciano rió.

– Vaya, veo que ya me reconoces por la voz…

El comentario del duque no era tan extraño como le habría parecido a alguien que no conociera la situación. Damian y él nunca habían mantenido una relación precisamente estrecha.

Apenas hablaban, y el joven siempre recordaba a su tío como un hombre silencioso que se mantenía al margen con tal de alejarse de su esposa.

Damian sospechaba que el resentimiento de la duquesa se debía a su estatus de inferioridad en la familia. El duque era el hermanastro del padre de Damian, y por tanto, tío del príncipe. Sin embargo, su madre sólo había sido una dama de compañía de la abuela de Damian, una mujer sin título nobiliario.

Al duque, eso no le importaba en absoluto. Pero su esposa era otro cantar.

– Claro que reconozco tu voz -dijo Damian-. Y me han dicho que, si juego bien mis cartas, pronto podré reconocerte por el sonido que hace el viento al mecer tu cabello.

El duque rió.

– No lo dudo, sobrino. Siempre fuiste un chico muy inteligente. Ah… tu padre sentía verdadera adoración por ti -le confesó.

Entonces, sacó un paquete y añadió:

– Te he traído un regalo, un libro. Pensé que podía interesarte.

– ¿Un libro? ¿De quién?

– Bueno, en realidad no es un libro sino una grabación de un poemario de Jan Kreslau, el conocido poeta de Nabotavia.

– Creo recordar que era el favorito de mi padre, ¿verdad?

– En efecto, y me alegra que lo recuerdes. Siempre he temido que tus hermanos y tú no conocierais realmente a vuestro padre.

En otra época, Damian se habría mostrado inmediatamente interesado por la vida de su padre. De hecho, había leído todo lo que había podido sobre él y había hablado con prácticamente todas las personas que lo habían tratado. En su infancia y en su adolescencia, lo había idealizado.

Pero las cosas habían cambiado. Después de averiguar tantos detalles sobre la vida de su padre, sabía que no quería averiguar nada más.

– Creo que lo conozco tan bien como debería -dijo con firmeza.

– Era un gran hombre…

Damian se volvió hacia él.

– ¿Cómo puedes decir eso después de lo mal que se portó contigo?

El duque permaneció en silencio durante unos segundos. Y cuando habló de nuevo, su voz sonaba triste.

– No sabes nada, sobrino. Algún día, cuando estés realmente dispuesto a oír la verdad, te contaré unas cuantas historias. Pero ahora tengo que marcharme. Annie me ha preparado el desayuno y tengo hambre. Ven a visitarme a mi despacho cuando tengas ganas de charlar. Te estaré esperando.

Damian se quedó sentado, dando vueltas a la cinta que le acababa de regalar el duque. De haber sido Marco, Garth o incluso Karina, no dudaba que ya la habría metido en el equipo de música para poder oír la voz del viejo poeta y descubrir algo más de su padre a través de sus versos. Pero él no era como ellos. Él ya sabía demasiado de la vida de su padre. Y estaba convencido de que no necesitaba saber nada más.

De haber podido ver, se habría acercado a la papelera para tirar la cinta. Sin embargo, no podía. Así que la dejó bajo una almohada.

– Tráeme algo sobre mi madre -murmuró-, y tal vez lo escuche.

Sara llamó por teléfono a su hermana y la animó comprobar que se encontraba bien. Aún se sentía culpable por no haberla llamado la noche anterior, pero a Mandy no le había importado en absoluto. Charlaron un rato, y más tarde, Sara se preparó para el día que la esperaba: se puso unos pantalones de lino y un ligero jersey de algodón, se cepilló el cabello y se detuvo un momento, antes de salir de la habitación, para encontrar fuerzas.

– Bueno, volvamos a la guarida del león… -se dijo, en voz baja.

A pesar del comentario, estaba convencida de que aquel día sería mejor que el anterior. Ya se conocían, ya se había acostumbrado a su presencia, y por lo demás parecía preparado a aprender algo.

Sabía que podía hacer mucho por él, si se lo permitía. Era su trabajo y tenía la formación necesaria. Y a fin de cuentas, la tortura sólo iba a durar un par de semanas.

Se intentó convencer de que la cuestión no era tan complicada. Se trataba de aguantar durante catorce días y aplicar sus conocimientos sin dejarse distraer por asuntos ajenos al trabajo. Además, la idea de trabajar con semejante espécimen masculino no le desagradaba. Pensó que a lo largo de su vida no tendría muchas más oportunidades de compartir su tiempo con un hombre tan interesante y atractivo, así que decidió relajarse un poco y disfrutar de la situación.

Sin embargo, había un problema: por mucho que intentara engañarse a sí misma, sabía que el efecto que le provocaba el príncipe Damián era demasiado intenso para tratarse de algo sin importancia. Sara nunca perdía la calma con nadie; no era su estilo. Pero con él, la perdía constantemente. Había algo en aquel hombre que la sacaba de quicio.

Antes de ir a verlo, pretendía desayunar.

Pero como no sabía dónde servían el desayuno, anduvo deambulando por la casa hasta que se encontró con Marco junto al comedor donde habían cenado.

– Buenos días -dijo él -. Espero que hayas dormido bien…

– Sí, gracias -dijo con una sonrisa. -Tengo que asistir a una reunión y no podré quedarme esta mañana, pero quiero que sepas que apreciamos mucho tu labor. Aunque sé que será difícil… si tienes algún problema con Damián, dímelo y haré lo que pueda por ayudarte.

Sara se sintió agradecida por su preocupación.

– Estoy segura de que todo irá bien. -Eso espero… Hasta luego, Sara, que tengas un buen día.

Ella lo observó mientras se alejaba. Marco era muy alto y regio, distinto en muchos sentidos a su hermano.

Pero en aquel momento, lo único que le preocupaba era encontrar la sala donde se servía el desayuno. Por suerte, un criado apareció segundos más tarde y fue en su rescate.

– Por aquí, por favor -le dijo la mujer, que se llamaba Annie-. Casi todos han desayunado y se han marchado ya, pero creo que el conde Boris acaba de llegar. No dudo que estará encantado de acompañarla.

– Gracias.

Sara la acompañó hasta una preciosa sala con Altos balcones y muchas plantas. El sol de la mañana iluminaba la estancia y se reflejaba en la inmaculada cubertería de plata y en las piezas de cristal. El ambiente no podía ser más agradable y, en cierta manera, lujoso. Pensó que los ricos tenían una enorme suerte al poder vivir de esa forma.

El único ocupante de la sala se levantó al verla y sonrió. Era un hombre alto, rubio y atractivo, cuyo aspecto no podía resultar más elegante.

– Conde Boris… Buenos días.

– Llámame Boris a secas, por favor.

El conde la invitó a sentarse a su lado, cosa que ella hizo.

– ¿A secas? -preguntó ella, sonriendo-. Se me hace extraño en este lugar.

– ¿Porqué? -preguntó, extrañado.

– No, por nada. Es que todos parecéis tan… regios.

– No lo creas. Tenemos tantos secretos y bichos raros como cualquier otra familia.

– ¿En serio? -preguntó, mientras se servía unos huevos revueltos y una tostada.

– Sí, por supuesto que sí. Está mi tía Gillian, que cree que la mafia la espía; y mi primo Kyle, quien abandonó una lucrativa carrera como abogado para dirigir un pequeño diario de una localidad de Vermont con apenas treinta y dos vecinos, todos ellos tan viejos que apenas pueden leer -explicó el conde-. Por no mencionar a Beanie, la hippie de la familia… Vive con unos acróbatas en el Mediterráneo.

El conde se sirvió un poco de café en la taza y frunció el ceño al observar que sólo quedaba un poco.

– Como ves -continuó-, pertenecer a la realeza no significa necesariamente nada. Somos personas como los demás.

– Intentaré recordarlo.

En ese preciso instante, Annie apareció con más café.

– Ah, magnífico… -dijo Boris con satisfacción-. Esta mujer es maravillosa. Si está en la casa, no hay nada que se mantenga vacío por más de un minuto. Annie tiene un sexto sentido para estas cosas.

Annie, por supuesto, hizo caso omiso del comentario y se limitó a preguntar:

– ¿Desean alguna otra cosa?

– No, gracias -respondieron los dos, al unísono.

Cuando la mujer se alejó, Boris suspiró y admiró un momento su anatomía.

– Ah, ya no se encuentran mujeres como ella… Cuando llegué, la mansión era un caos. Pero Annie se encargó de poner orden en ese grupo de incompetentes. El único que tiene realmente talento es mi mano derecha, Egber. Es una joya, pero se encuentra de vacaciones y no está conmigo ahora -dijo, frunciendo el ceño-. Espero que vuelva pronto.

Sara sabía que ese tipo de gente solía tener ayudas de cámara o validos que los ayudaban, de modo que preguntó:

– ¿El príncipe Damian no tiene a nadie de confianza que le ayude?

– ¿Damian? No, no le gustan ese tipo de cosas, aunque creo que le asignaron a un joven después del accidente… Sí, claro, le asignaron al joven Tom. No lo he visto mucho últimamente, pero según tengo entendido, suele acompañarlo durante sus paseos por los jardines.

– Comprendo.

Sara pensó que Tom podía ser de gran ayuda en el caso si Damian aprendía a aprovecharlo.

Ya había terminado de desayunar, pero le pareció que marcharse súbitamente habría sido grosero, así que se quedó un poco más e intentó dar conversación al hombre.

– Entonces, ¿es verdad que eres un gran negociante?

– ¿Yo? -preguntó, algo sorprendido.

– Bueno, es lo que comentaron anoche. ¿No vas a ser ministro en el próximo gobierno?

– Ah, sí, eso es lo que dicen -respondió sin ningún entusiasmo-. No me interesa demasiado, pero estoy deseando volver a Nabotavia. Dicen que la pesca en el río Tanabee es extraordinaria.

Antes de que Sara pudiera interesarse por el asunto, un segundo hombre, mayor que Boris, apareció en escena. Era el duque, al que había tenido ocasión de conocer el día anterior cuando estaba charlando con Damian en los jardines.

El conde se levantó de inmediato para saludarlo.

– Permíteme que te presente a la señorita Sara Joplin. Está ayudando a Damian con su ceguera.

El duque era un hombre muy atractivo para su edad. Tenía el cabello de color plateado, vestía con elegancia y enseguida averiguó que resultaba tan encantador como agradable.

– Ah, Sara… Ya me habían hablado de ti. Procedes de una familia con muchos músicos, ¿verdad?

Sara parpadeó, sorprendida.

– ¿Músicos?

– Sí, claro. Scott Joplin, el compositor. Janis Joplin, la cantautora… ¿son familiares tuyos?

– No, que yo sepa -respondió con una sonrisa-. Y me temo que en mi familia directa no tenemos mucho talento con la música. Mi padre y mi madre son escritores de guías de viaje. ¿Ha oído hablar de la editorial Joplin?

– Sí, por supuesto, sus libros están por todas partes -comentó el hombre-. Pero no me hables de usted, por favor.

– Como quieras…

– Supongo que tu infancia debió de ser muy interesante. Seguro que viajaste por medio mundo…

– En realidad, no. Mis padres siempre nos dejaban a mi hermana y a mí en casa -dijo, con cierta amargura-. Pero me divierte pensar que podríamos tener lazos familiares con otros Joplin conocidos.

El recién llegado la miró con repentina seriedad.

– Deberías investigarlo, querida. Nunca se sabe lo que se puede encontrar.

Sara murmuró algo agradable y miró al conde Boris para que la rescatara de aquella situación. No sabía qué más decir, y además, tenía que marcharse a buscar al príncipe.

Boris notó la situación e intervino de inmediato, momento que ella aprovechó para excusarse y salir de la habitación.

– Esto de ser Alicia en el país de las maravillas no me va en absoluto -se dijo, divertida.

Aquel mundo era demasiado extraño para ella.

Damian bajó el volumen de la música cuando Sara entró en su suite. Llevaba un buen rato disfrutando de un solo de saxo, que por alguna razón, lo relajaba. La música siempre había sido una de sus pasiones, y ahora tenía una razón de peso para adorarla: para saborearla, no necesitaba ver.

Unos segundos antes de que Sara hiciera aparición, había creído notar su aroma. Pero se dijo que no podía ser, que eran imaginaciones suyas, y se sorprendió un poco al observar que había acertado. Por lo visto, su sentido del olfato había mejorado bastante.

– Buenos días -dijo ella.

El príncipe encontró muy interesante su tono de voz. La mujer parecía alegre y despierta, pero también nerviosa ante la perspectiva de verlo. Y sabía que aquel detalle le habría pasado desapercibido, como el asunto del aroma, de no haberse quedado ciego.

– Buenos días. Espero que hayas dormido bien.

– Muy bien, gracias.

Damian oyó que Sara sacaba un montón de papeles y que se sentaba frente a él, a cierta distancia, como si quisiera establecer barreras entre ellos. Se preguntó qué querría proteger, pero no le dio demasiada importancia: fuera lo que fuera, la perspectiva de derribar sus muros le parecía un desafío francamente apetecible.

– Acabo de desayunar con el conde Boris y con tu tío, el duque -le informó-. Son encantadores y me he divertido mucho con ellos… ¿Tú ya has desayunado?

Damian se encogió de hombros.

– No suelo desayunar. Y dado que estoy sentado la mayor parte del tiempo, comer demasiado no sería una buena idea.

– Pero el desayuno es la comida más importante del día…

– Cuando consista en un buen filete con patatas fritas, estaré de acuerdo contigo. Mientras tanto, seguiré pensando que es una comida sin interés. Pero dime, ¿has conseguido el transmisor?

– He llamado a una empresa que los fabrica y enviarán unos cuantos, por mensajero, en algún momento del día.

– Magnífico. En ese caso, podríamos esperar a que llegue y…

– No, nada de esperar. ¿Has olvidado ya nuestro trato? Hoy vas a aprender unas cuantas cosas importantes, cosas que te serán de gran utilidad.

Damian no pudo evitar sonreír. Aunque aquel asunto le interesaba más bien poco, le divertía su dedicación.

– Ah, por cierto… He pedido que te traigan un bastón -añadió ella.

– No, de eso nada…

– El bastón es fundamental para un ciego. Cuando aprendas a usarlo, gozarás de una libertad que no conoces desde hace semanas.

El príncipe encontró interesante su divergencia de criterios. Para ella, el bastón era un instrumento útil. Para él, un símbolo de su discapacidad.

– ¿Tendré que llevar gafas oscuras y dar golpecitos con el maldito bastón? -preguntó con ironía-. Maravilloso. Pero en tal caso, búscame también un mono y un organillo e intentaré sacar algún dinero en el parque.

Sara dudó. Por lo visto, Damian estaba dispuesto a darle otro día infernal.

– Si esto resulta duro para ti…

– Sí, lo es.

– Lo comprendo, pero si te empeñas en llevarme la contraria todo el tiempo, será aún más duro.

Damian pensó que no intentaba llevarle la contraria. Sólo estaba luchando contra sí mismo, desesperado por todo aquello.

– No me interpretes mal. Sé que me estoy comportando…

– ¿Como un cínico y un amargado? -lo interrumpió ella.

Damian hizo un gesto de preocupación.

– ¿Te parezco amargado? ¿En serio? No sé por qué debería estar amargado…

Ella suspiró.

– Tienes perfecto derecho a estarlo.

El príncipe notó el calor y la compasión de su voz, pero aquello no sirvió para animarlo. Estaba horrorizado por la ceguera y por el descubrimiento de que había caído en la autocompasión.

Sin poder impedirlo, un par de lágrimas asomaron en sus ojos. Pero reaccionó rápidamente, echó la cabeza hacia atrás y recobró el control.

– El bastón no es tan malo como crees. Al contrario -explicó ella-. Si aprendes su técnica, podrás pasear sin golpearte con nada, encontrarás el camino con facilidad, sabrás distinguir los objetos…

– Creía que para eso ya estaban los perros lazarillos.

– Sí, lo están, pero un perro lazarillo supone una enorme responsabilidad para su dueño.

Tendrías que establecer un lazo emocional con él, y una vez establecido, no podrías librarte de él como si fuera chatarra. En el futuro podemos considerar esa posibilidad y la posibilidad de que aprendas braille, pero de momento…

– ¿Tienen chimpancés lazarillos? -preguntó, para introducir cierto sentido del humor en la conversación-. Francamente, preferiría un chimpancé. Podría entrenarlo y enseñarlo a marcar los números de teléfono por mí.

Sara rió, pero no dejó que la distrajera.

– Hay otro método que te puede ayudar, y que básicamente consiste en aprender a distinguir las variaciones de los sonidos de tu alrededor. Suele funcionar bien con los ciegos de nacimiento, pero no sé si serviría contigo – comentó-. Se trata de hacer pequeños chasquidos con la boca y acostumbrarse a los ecos que producen para saber qué estructuras te rodean. Es algo así como el sistema de sonar de los murciélagos.

– ¿Y funciona?

– Hay quien dice que sí. Hay ciegos que afirman que es como si pudieran distinguir todo el paisaje que los rodea.

– No sé, no sé… casi prefiero el bastón.

Damian estaba haciendo un verdadero esfuerzo por controlar su desesperación y su ira y mostrarse amable. A fin de cuentas, y puestos a elegir, era mejor reír que llorar. Además, no quería que Sara pensara que era un cretino. Y, por desgracia, sospechaba que ya había llegado a esa conclusión.

Decidido a cambiar la imagen que estaba dando, se prometió que intentaría ser bueno. Sara no merecía otra cosa y por otra parte sabía que podía ayudarlo a mejorar, aunque no le gustara admitirlo.

Pero existía una razón al margen de todo aquello: no quería que se marchara.

De modo que respiró profundamente y dijo, de forma tan dulce y agradable como pudo:

– Está bien, mi querida terapeuta. Soy todo oídos. Haz lo que quieras conmigo, porque estoy en tus manos.

Sara tuvo que echarse unos minutos antes de la sesión de la tarde. Estaba agotada y no sabía qué le cansaba más: si el hecho de que Damian cooperara totalmente o el hecho de que coqueteara con ella. En cualquier caso, se había tomado la terapia en serio. Y el tiempo había pasado volando.

Todavía no podía creer que el príncipe hubiera abandonado su actitud inicial de rechazo. Pero a pesar de su sorpresa, seguía sin saber si las lecciones le servirían para avanzar realmente.

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