Sara estaba nerviosa. Sabía que era ridículo, pero no lo podía evitar. Se preguntaba qué pensaría Damián de la pequeña casa que Mandy y Jim tenían en un barrio humilde. Y a la vez, le preocupaba lo que ellos pudieran pensar al verla llegar con un príncipe de carne y hueso. Eran dos mundos completamente distintos a punto de conocerse y Sara temía que pudieran estallar en el impacto.
Jim abrió la puerta cuando estaban llegando al recibidor. Apenas los miró y volvió a la casa, diciendo:
– Ya estáis aquí… Había olvidado que vendríais. Entrad. Mandy está con contracciones y estamos a punto de salir para el hospital. Aún es demasiado pronto para que nazca el bebé. Estoy preparando su bolso… ¡Pobrecita, está desesperada!
Sara miró a Damián y se encogió de hombros.
– Salimos de Guatemala para caer en Guatepeor -bromeó-. Es increíble, una vorágine tras otra. Por cierto, ese era Jim. Ahora voy a presentarte a mi embarazadísima hermanita.
Mandy estaba notablemente serena para ser alguien a punto de ser llevada de urgencia al hospital. Sentada en el sofá y con el vientre entre las manos, era la imagen viva de la calma en medio de la tempestad.
– Encantada de conocerte, príncipe Damián Roseanova -dijo la joven, mientras le tomaba la mano y sonreía-. He estado leyendo sobre tu familia y la historia de Nabotavia. ¡Cuánta tragedia! Me alegro tanto de que tú y los tuyos estéis nuevamente al frente del país. Sé que lo vais a hacer maravillosamente.
– Gracias por el apoyo y la confianza. Es muy importante para mí.
– No sé si Sara te ha comentado que nuestros padres están ahora mismo en Nabotavia, en uno de sus tantos viajes por el mundo – consultó Mandy.
– Sí, lo sé -contestó Damián, con mala cara-. Quiero suponer que vendrán para el nacimiento de su primer nieto, ¿verdad?
Sara y su hermana cruzaron un par de miradas.
– ¿Y por qué habrían de molestarse en venir? -preguntó la embarazada, con ironía.
– Porque eres su hija -enfatizó. A Sara le sorprendió la vehemencia de Damián, pero se sintió complacida por su interés.
– Tu hermana me ha hablado un poco de ellos -continuó el príncipe-. En cierto modo, podría decir que he sido una especie de huérfano desde los ocho años. Pero comprenderás que mis padres tenían muchas responsabilidades. En cuanto a los vuestros, no los entiendo.
– Nadie los entiende -suspiró Mandy-. En mi opinión, nunca deberían haber tenido hijos.
En ese momento, la mujer se detuvo e hizo una mueca de dolor.
– OH, no… aquí viene de nuevo.
Acto seguido, Mandy comenzó con los ejercicios respiratorios propios de su estado mientras que se masajeaba el vientre suavemente. Se mantuvo mirando un punto fijo durante toda la contracción. Parecía como si estuviera en otro mundo.
Sara frunció el ceño con preocupación.
– ¿Cuándo han empezado? -le preguntó a Jim.
El hombre iba de un lado a otro, llenando el bolso de su esposa con toda clase de cosas.
– ¿Cuándo? -preguntó, aturdido-. Ah, te refieres a las contracciones… No lo sé. Hace algunas horas, creo. O puede que sean días. He perdido la noción del tiempo.
Jim tenía los ojos desorbitados y Sara comprendió que no lograría obtener una respuesta sensata de su parte.
Afortunadamente, la fuerte contracción había cesado y Mandy había vuelto a la normalidad.
– Han comenzado hace una hora. Pero cada vez son más intensas. El médico ha dicho que vayamos a verlo y eso es lo que haremos en cuanto Jim se tranquilice y recuerde dónde aparcó el coche.
Sara vio que su cuñado seguía metiendo cosas incoherentes en el bolso y lo frenó con una mano.
– Vamos, Jim. Yo conduciré. Tú, ayuda a Mandy. Tómala del brazo derecho y que Damián la tome del izquierdo para que pueda levantarse y caminar hacia la calle.
– Pero todavía no he guardado todo lo que ella necesita…
El hombre estaba tan ansioso que intentaba zafarse de Sara para seguir buscando.
– Dame el bolso. Lo llevaré yo -dijo ella y se lo quitó-. Diablos, pesa una tonelada. Has guardado tantas cosas como si estuvieseis a punto de emprender un crucero por el Mediterráneo…
El futuro padre la miró angustiado.
– No te preocupes, Jim -agregó su cuñada-. Si llegase a faltar algo, Damián y yo vendríamos a buscarlo. Ahora, llevemos a Mandy al médico.
A continuación, se volvió hacia el príncipe y murmuró:
– Este hombre es un biólogo brillante, pero no tiene una pizca de sentido común. Tendrás que vigilarlo mientras conduzco.
– ¡A la orden, mi capitán! -bromeó Damián-. No sabía que mandoneabas a todo el mundo igual que haces conmigo.
– Si no te dijera lo que tienes que hacer, estarías perdido y dándote golpes contra las paredes -se defendió Sara-. Salgamos de aquí.
Sin más, fueron al hospital. Una vez allí, Mandy fue ingresada rápidamente en una habitación individual y medicada a través de un goteo, con la esperanza de que las contracciones disminuyeran o cesaran por completo.
– Si el bebé naciera ahora, no sería un desastre -explicó el médico-. No obstante, preferiríamos que esperara una o dos semanas más antes de traer a ese angelito a este mundo desquiciado. Cuanto más a término llegue con el embarazo, mejor. Mandy necesita descansar, así que os pediría que os vayáis a la sala de espera. Tendremos que esperar una hora para ver cómo evoluciona. En cuánto lo sepamos, os avisaré.
Unos minutos más tarde, los tres acompañantes se instalaban en las sillas de la sala de espera. Estaban ansiosos, pero esperanzados. Jim tomó una revista, la hojeó casi sin mirar y la regresó a la mesa. Después se puso de pie, luego se sentó unos segundos y volvió a pararse. Sara movió la cabeza de lado a lado y esbozó una sonrisa. La enternecía el modo en que su cuñado se preocupaba por Mandy, aunque había que admitir que no era muy bueno afrontando una crisis. Todo lo contrario que le ocurría Damián.
Volvió a pensar en el modo en que el príncipe había defendido su piso de aquel intruso, a pesar de que la ceguera aumentaba las dificultades y el peligro. Por momentos, Sara sentía la imperiosa necesidad de tocarlo para comprobar si era real. Lo ocurrido aquella noche era una prueba de los avances de Damián. Sin embargo, todavía no había aprendido el lenguaje Braille y por tanto no podía leer. La terapeuta sentía que esa falta le quitaba independencia y sabía que debía hacer algo al respecto.
En ese momento, tuvo una idea. Por alguna razón, seguía teniendo con ella el bolso de Mandy y recordó que había visto que Jim metía un grabador y unos auriculares. Revolviendo en el bolso, encontró el aparato y cambió la cinta que estaba puesta por una de poesía de Nabotavia que el duque había llevado para Damián. Acto seguido, le puso el grabador en las manos y dijo:
– Ya que no puedes leer una revista, podrías entretenerte escuchando algo.
Él asintió y se puso los auriculares. Sara lo miró con aprensión porque no estaba segura de cómo reaccionaría al comprender lo que ella había hecho. Cuando la cinta empezó a correr, el príncipe arqueó una ceja pero no hizo más comentarios. Tras observarlo durante algunos minutos, la mujer se levantó a buscar una revista. No sabía si estaba oyendo algo o no. En cualquier caso, agradecía el buen gesto del duque.
Damián estaba escuchando con atención. Eran poemas que había leído cientos de veces. Las palabras eran bellas, llenas de ideales y valores que reflejaban la edad de oro de Nabotavia. Se preguntó si él y sus hermanos serían capaces de reconstruir ese tiempo para su pueblo.
De repente, sintió que algo resplandecía ante sus ojos. Contuvo la respiración. Le había ocurrido antes y, como entonces, apenas había sido un centelleo. Había sido tan rápido y pequeño que se dijo que debía ser una ilusión provocada por su propio deseo. Anhelaba recuperar la visión con todo su ser. Desde que aquella mujer había llegado a su vida había aprendido mucho y sabía que su ceguera no era el fin del mundo. Pero sentía que la vista era un don casi divino. Estaba dispuesto a darlo todo a cambio de poder mirarse en los ojos de Sara.
Suspiró y volvió a los poemas.
Media hora después, se quitó los auriculares y le devolvió el grabador a Sara.
– Me duele la cabeza -dijo.
Ella lo contempló por unos instantes y pensó que al menos había hecho el intento.
El médico regresó una hora más tarde para informarlos de que no había habido cambios y que lo mejor era que Mandy se quedara en observación hasta la mañana, con la esperanza de que para entonces las contracciones hubieran cesado. Como el obstetra accedió a que Jim se quedara con ella en la habitación, Sara y Damián se llevaron el coche y volvieron a la casa de los futuros padres.
Poco después, los amantes estaban recostados en el sofá cama de la sala. Era tarde y estaban agotados por las emociones del día.
– ¿Cómo está tu dolor de cabeza? -preguntó ella en voz baja.
El príncipe se encogió de hombros.
– Sigue ahí, aunque ya no es tan intenso. En cuanto descanse un poco se me quitará.
Pero Sara sospechaba que Damián no volvería a descansar hasta que quien trataba de herirlos estuviera tras las rejas. De hecho, al llegar a la casa había llamado a Jack en Arizona para que le recomendara a alguien de confianza que pudiera revisar si efectivamente en el coche había una bomba. Supuestamente, lo sabrían por la mañana.
– ¿Por qué simplemente no llamas a la policía e informas de lo ocurrido?
Ante la falta de respuesta, la mujer se volvió para mirarlo a la cara. A pesar de la ceguera, el príncipe tenía la mirada llena de angustia. Sara creyó que conocía el motivo de esa pena.
– Piensas que se trata de Sheridan, ¿no es así?
Él permaneció en silencio por un momento y luego asintió lentamente.
– Desde el principio, ese ha sido mi mayor temor -confesó, mientras la abrazaba-. Sheridan es tan difícil de entender como de explicar. Ha sido mi mejor amigo, un hermano para mí y, a la vez, mi mayor enemigo. Es rápido, inteligente y divertido.
Antes de continuar, Damián suspiró y movió la cabeza en sentido negativo.
– Sin embargo, no siempre es alguien equilibrado. Le he visto hacer cosas sin sentido. De hecho, la familia estuvo a punto de internarlo en un psiquiátrico. Aun así, sigo sin poder creer que quiera lastimarme.
Sara respiró hondo y luego confesó lo que estaba pensando.
– Entiendo que te cueste creerlo, pero si de verdad era él quien estaba en mi piso, probablemente tenga algo que ver con tu accidente. Tienes que decírselo a la policía.
– No puedo.
Ella se incorporó y lo miró con detenimiento.
– Damián, no seas necio. Estás en peligro.
– Es como un hermano para mí. ¿Serías capaz de entregar a tu hermana?
Sara tragó saliva.
– Si creyera que va a lastimar a alguien…
– Pero al único al que realmente quiere herir Sheridan es a mí.
– ¡Pretende asesinarte!
– No -dijo él, con vehemencia-. Yo no creo que sea así.
– Pero…
– No lo entiendes.
– Entonces, explícamelo.
El príncipe volvió la cabeza hacia Sara y, durante una fracción de segundo, creyó que había podido verla. Al menos, su contorno. El corazón comenzó a latirle a toda velocidad. No era la primera vez que le ocurría. En los últimos días, había visto fogonazos de luz en varias oportunidades. Al principio creyó que era producto de su imaginación, una consecuencia de su deseo desesperado por recuperar la visión. Pero cada vez eran más frecuentes y comenzaba a pensar que quizá, por fin, la estaba recuperando. Todavía no sabía en qué condiciones ni por cuánto tiempo; sin embargo, el presentimiento de que volvería a ver lo cambiaba todo.
Había aprendido que podía ocuparse de su vida aunque fuera ciego. Sara se lo había enseñado. No obstante, si pudiera ver se sentiría mucho más seguro frente a la amenaza que lo acechaba. Por eso, la evidencia de que estaba recuperando la vista le permitía confiar en su habilidad para manejar a su amigo.
Más temprano que tarde, Sheridan tendría que vérselas con él. De todo, lo que más le preocupaba a Damián era el momento en que la verdad que tan cuidadosamente había ocultado a su familia saliera a la luz. Sabía que tendría que haberlos advertido desde un primer momento. Al igual que el secreto que estaba a punto de revelarle a Sara.
– Cuando digo que Sheridan y yo somos como hermanos, hablo en serio, Sara. Lo que intento decirte es que tenemos el mismo padre.
Ella lo miró con sorpresa y dio un grito ahogado.
– OH, Damián…
Acto seguido, la mujer apoyó una mano sobre el pecho de su amante y lo acarició como si tratase de consolarlo con el roce de los dedos.
– Mi padre y su madre… -dijo él, con la voz entrecortada-. La madre de Sheridan era hermana de la mía.
– Damián, lo siento tanto.
Sara siempre supo que, por alguna razón, el príncipe despreciaba a su padre. Ahora, comprendía por qué.
– No imaginas cuánto sufrí al descubrir todo esto… -afirmó él -. Por cierto, mis hermanos aún no lo saben.
– ¿Y cómo lo supiste?
– Por Sheridan.
– ¿Él te lo dijo? ¿Cómo lo sabía?
– Sheridan tuvo una familia muy particular. Su madre y su padre se odiaban mutuamente. Se arrojaban acusaciones como puñales. En una de esas discusiones, alguno de los dos gritó la verdad y el pobrecito la oyó. Apenas era un niño cuando lo supo. Un día se enfadó conmigo y me lo contó. Desde entonces, siempre sostuvo que era injusto que yo fuese un príncipe y él apenas el hijo de un barón, considerando que teníamos el mismo padre biológico -hizo una mueca de dolor y continuó-. Me trajo pruebas y además, sus padres y me confirmaron que era verdad.
Sara no salía de su asombro.
– ¿Cuántos años tenías entonces?
– Cerca de veinte, creo.
Ella movió la cabeza de lado a lado. La entristecía pensar que Damián hubiera sufrido tamaña desilusión.
– Es una muy mala edad para escuchar algo así sobre tu padre.
– Sí.
– Pero al parecer, tenías la madurez suficiente como para intentar preservar a tus hermanos del dolor.
– No quería que tuvieran que atravesar lo mismo que yo. Quería que siguieran viendo a nuestro padre como un héroe.
Sara frunció el ceño y miró a su amante con ternura.
– Imagino que te sentirías perdido al enterarte de la verdad.
– No imaginas cuánto…
– OH, Damián… -murmuró, mientras le acariciaba el pecho-. Desearía poder aliviar tu pena.
El se acercó tanto como pudo y le susurró al oído.
– Lo haces. Cuando estás conmigo me siento entero y a salvo de cualquier dolor.
Ella sonrió y se hundió en su abrazo.
– ¿Sabes? Sinceramente, lo que me has contado no cambia la admiración que siempre tuve por tu padre. Era un gran hombre.
– Un gran hombre jamás le partiría el corazón a quien lo ama -contestó, con brusquedad.
– Damián, no seas tan severo. Los grandes hombres también tienen debilidades. La perfección es una meta a alcanzar, no una condición inexorable.
Él rió por lo bajo.
– ¿Tienes palabras reconfortantes para cada situación?
– Efectivamente -respondió ella-. Espera y verás.
El hombre la abrazó con fuerza por unos minutos y luego le confesó que se moría de sueño. Sara suspiró y se acurrucó entre los brazos de su amante. Antes de cerrar los ojos, se dijo que debía aprender a disfrutar de lo que tenía sin preocuparse tanto por qué le depararía el destino.
Damián se despertó, se estiró y disfrutó al ver cómo el sol entraba por la ventana de la sala. Le tomó algunos segundos poder reaccionar.
Por un momento creyó que estaba soñando. Entonces, cerró los ojos, contó hasta diez y los abrió de nuevo. No era un sueño, realmente podía ver.
Estaba tan feliz que sintió que el pecho le iba a estallar por la emoción. La oscuridad se había ido y podía ver. Por fin, había logrado escapar de la penumbra permanente. Volvió a cerrar los ojos e hizo una rápida oración para agradecer a los dioses por atender a sus ruegos. Al terminar, los abrió ansioso. Ahora que podía, quería verlo todo.
Sin embargo, no acababa de comprender por qué había ocurrido y se preguntaba qué había hecho y qué debía hacer para asegurarse de no volver a perder la vista. No quería arriesgarse a caer de nuevo en la oscuridad, así que decidió que por un rato se movería con cuidado y disfrutaría del milagro.
En ese momento, Sara se movió a su lado. Damián sonrió y se tomó unos segundos antes de volverse a mirarla. La perspectiva de poder verla realmente era la mejor prueba de que no estaba soñando.
Pero necesitaba ir despacio. Empezó por mirarle los pies, eran delgados y llevaba las uñas pintadas de rosa. Después, recorrió todo el largo de las piernas. Los tobillos delicados, la piel apenas bronceada, cada peca, cada músculo hasta llegar a la imponente belleza de los muslos de su amante. Le bastaba contemplarla para sentirse brutalmente excitado. La deseaba y se moría por hacerle el amor en ese instante. De todas maneras, se contuvo. Aún le quedaba mucho por descubrir.
Acto seguido, levantó un poco la vieja camiseta que Sara se había puesto para dormir. Alcanzó a ver que llevaba unas sensuales bragas de encaje que apenas le cubrían la fascinante curva del trasero. Anhelaba deslizar la mano por debajo de la tela, pero no quería hacer nada que pudiera despertarla.
Le dolía el cuerpo de desearla tanto. Con todo, prefería esperar y seguir estudiándola parte por parte. Por ejemplo, podía continuar con el ombligo. Era pequeño y sobresalía levemente. La mujer tenía un estómago precioso, enmarcado por unas caderas generosas, perfectas para aferrarse a ellas al hacer el amor. Él quería besarle el ombligo, rodearlo con la lengua y explorarlo.
– Ten paciencia -se dijo mentalmente-. Todavía no has terminado.
A continuación, levantó un poco más el borde de la camiseta. La visión de los senos, con los pezones tersos y rozados, lo dejó sin aliento. El deseo se estaba convirtiendo en necesidad desesperada. Comenzó a acariciarle un brazo y fue subiendo hasta la clavícula. Mientras se deleitaba con la imagen podía sentir el pulso y la respiración de Sara.
Después, Damián cerró los ojos e intentó mantener la calma. Había llegado el momento de mirar la cara de la mujer que amaba. Sabía cómo era porque la había estudiado decenas de veces con los dedos. Pero esto sería algo especial. La primera visión real de Sara Joplin.
Se humedeció los labios, abrió los ojos y la miró.
Como nunca antes, ahora podía afirmar que lo suyo era amor a primera vista. Sara tenía la piel rozada y suave como un melocotón. Los labios eran carnosos y exuberantes, la nariz pequeña y respingona, unas pestañas largas y doradas bordeándole los ojos y el cabello rubio platino cayendo sobre una mejilla. Por donde la mirase, le parecía la mujer más hermosa del mundo y sentía que su amor por ella le desbordaba el alma.
El príncipe se quedó contemplándola durante un largo rato. Mientras se llenaba los ojos y el corazón con la imagen, pensaba en lo afortunado que era por tener a Sara en su vida y por haber recuperado la vista para poder disfrutarla completamente. Casi sin darse cuenta, comenzó a besarla en el cuello.
– Mmm… -murmuró ella, adormilada-. Buenos días.
– No imaginas cuánto -afirmó-. Pero tendrás que descubrir por qué lo digo.
Las caricias matinales fueron tornándose cada vez más ardientes hasta convertirse en una nueva sesión de sexo desenfrenado. La energía y la entrega que mostraba Sara sólo servían para intensificar la pasión de Damián. Jamás había estado con una mujer tan receptiva y agresiva a la vez. Era maravillosa y cada vez estaba más convencido de que eran el uno para el otro.
– Sara, Sara -susurró, entre besos -. Nunca había conocido a alguien como tú.
Aunque conservaba la sensación del orgasmo impregnada en la piel, la mujer se divirtió tomándole el pelo a su amante.
– Tanta mujer para ti solo asusta, ¿verdad?
Él rió a carcajadas y mientras le mordisqueaba el lóbulo de la oreja, comentó:
– Maldita sea, ¿siempre tienes que tener razón?
– Pues estamos empatados -aseguró ella-. Porque tú también me asustas.
Al hablar, Sara miró al príncipe con los ojos llenos de amor. Él sonrió con picardía.
– Creo que te temo desde el primer día, cuando apareciste en la entrada principal – dijo él, acariciándole una mejilla-. Tenía la certeza de que harías cosas que cambiarían mi vida para siempre.
– Quiero creer que para mejor, porque… Damián la interrumpió con un beso largo e intenso en la boca.
– Para mejor, por supuesto -acordó.
Después, la envolvió con los brazos. Sara era tan suave y tersa que le parecía de terciopelo. Todo en ella era absolutamente adorable. Por un segundo, Damián evaluó la posibilidad de decirle que había recuperado la vista. Pero no lo hizo.
De pronto, Sara se volvió hacia él con el ceño fruncido.
– Puedes ver, ¿no es así?
El hombre vaciló unos segundos y luego asintió con una sonrisa avergonzada. Poder compartir su recuperación con Sara lo llenaba de felicidad.
– ¿Cómo te has dado cuenta?
Ella movió la cabeza en sentido negativo y se acomodó sobre un codo para mirarlo a los ojos. Estaba visiblemente emocionada.
– No lo sé. Sentí que algo había cambiado y de algún modo supe qué era -explicó, entre risas-. ¡Puedes ver! Es maravilloso.
– ¿Te das cuenta de lo que significa?
Sara parecía confundida con la pregunta.
Él la miró con un gesto de superioridad y argumentó:
– Significa que yo tenía razón. Te había dicho que podía recuperar la vista, ¿recuerdas?
– Tienes razón -admitió, con una sonrisa-. Imagino que ahora pretenderás que me arrodille ante tu inmensa sabiduría.
– Es lo menos que puedes hacer…
– ¡Ni lo sueñes! -exclamó ella, mientras lo golpeaba con un cojín.
Damián tomó otro y le respondió igualmente. La guerra de almohadas estuvo más marcada por la torpeza y las risas que por los golpes certeros. Terminó cuando él la empujó hacia atrás y la obligó a rendirse a besos.
– Así que realmente puedes ver… -dijo Sara, con pretendido pesar-. Me preocupa que ya nunca vuelvas a hacerme el amor como ayer.
– Me vendaré los ojos si así lo quieres – protestó el príncipe.
– Más vale que no te atrevas. La mujer parecía estar tan feliz como Damián.
– ¿Cómo es? ¿Cuánto puedes ver? -preguntó.
Él se encogió de hombros.
– Todo. Siento los ojos algo cansados y veo un poco borroso, pero eso es todo. Es como si al dar vuelta a la página hubiese regresado al punto de partida.
Sara asintió emocionada.
– Es algo que puede pasar, lo he visto en otras oportunidades. ¿Estás contento?
– ¿Tú qué crees? -respondió él, con una sonrisa de oreja a oreja-. El solo hecho de poder ver tu preciosa cara basta para hacerme feliz por el resto de mi vida.
Por primera vez, Damián vio una sombra de duda en los ojos de su amante, aunque no estaba seguro de qué significaba. Con todo, ella no dejó de hablar animosamente durante el desayuno.
Después, mientras Sara se duchaba y se vestía con ropa de Mandy, el príncipe aprovechó para hacer algunas llamadas. Al parecer, ella asumía que irían juntos al hospital.
– Temo que no podré acompañarte -dijo él.
Repentinamente, la alegría de la mañana se había transformado en un gesto adusto. Damián no podía ocultar que estaba preocupado por los asuntos con los que debía lidiar.
– Acaban de darme el resultado de la revisión de tu coche, Sara. Tal como suponía, había una bomba programada para estallar en cuanto encendieras el motor.
Impresionada, la mujer se tapó la boca con una mano. Conocer la verdad era más aterrador que sospecharla.
– No era una bomba muy potente, habría hecho mucho ruido pero nada más. Obviamente, pretendía intimidar más que lastimar. En cualquier caso, habría sido una situación desagradable -agregó Damián-. He decidido que tomaré el primer avión que salga para Arizona.
– ¿Por la boda de tu hermana?
Sara comenzaba a sentirse excluida. Sabía que era una exclusión inevitable, pero saberlo no implicaba que doliera menos.
– En cierta forma, sí. Quiero ver si puedo atrapar a Sheridan -explicó el príncipe-. Como todos piensan que no voy a ir, tendré más oportunidades de agarrarlo con la guardia baja.
– Pero, Damián, si él está plantando bombas en los coches, y si es quien saboteó tu barco, es demasiado peligroso como para que lo afrontes solo. Llama a la policía y deja que ellos se ocupen.
Él frunció el ceño, sorprendido de que ella siguiera sin comprender que no podía hacer algo así.
– No puedo, Sara. Es un asunto de familia. Un crimen de Nabotavia. Tenemos que manejarlo entre nosotros.
Ella lo miró horrorizada.
– Haces que suene como si se tratase de una parte de El padrino. Las sociedades civilizadas no actúan de ese modo.
– Nabotavia es un país tan civilizado como cualquiera -replicó, molesto-. O al menos lo será en cuanto retomemos el control del gobierno.
Hizo una pausa para tratar de recobrar la calma y luego continuó.
– Sara, no puedes comprender cómo son las cosas. Tengo que ocuparme de esto, es parte de mi cultura. Es parte de quien soy. Y, tratándose de un tema que involucra a un miembro de mi familia, es fundamental que evitemos que la prensa se entere.
La mujer estaba roja de rabia.
– Lo siento, pero no estoy de acuerdo. Lo fundamental es evitar que te maten.
Damián se dio media vuelta convencido de que no tenía ningún sentido seguir discutiendo por más tiempo. Sara se mordió los labios, con la certeza de que no podría hacer nada para que cambiara de opinión.
– ¿Quieres que te acompañe? -preguntó, esperanzada.
Él vaciló antes de contestar.
– No, es mejor que te quedes y ayudes a tu hermana. Estaré de regreso tan pronto como pueda. No se te ocurra acercarte a tu piso antes de que vuelva y pueda acompañarte, ¿de acuerdo?
Ella asintió, aunque en el fondo se sentía desconsolada. Damián había recuperado la vista y ya no la necesitaría más. Era maravilloso, por supuesto, pero lo cambiaba todo. Además, le preocupaba que después de haberla visto con sus propios ojos pudiera sentirse decepcionado. A fin de cuentas, ella no era como la mayoría de las mujeres con las que él salía sino, sencillamente, alguien común y corriente llamado Sara Joplin.
Más que preocupada, estaba convencida de que Damián estaba decepcionado. Pero sabía desde siempre que tarde o temprano sucedería. -Te llevaré al aeropuerto -dijo, con frialdad-. Aunque realmente creo que deberías ver a un médico antes de viajar. Él negó con la cabeza. – No tengo tiempo. Te prometo que será lo primero que haré cuando regrese.
Para entonces, Sara había dejado de confiar en las promesas del príncipe.
– Por lo menos, asegúrate de usar las gafas de sol.
– Pensaba hacerlo. Además me llevaré el bastón blanco.
– ¿El bastón blanco? ¿Para qué?
– Nadie en Arizona tiene que saber que puedo ver.
– Ah…
Después, la mujer lo condujo hasta el aeropuerto. Tom lo estaba esperando para acompañarlo, él le dio un beso de despedida pero como ya tenía la cabeza puesta en las cosas que debía hacer en Arizona, Sara sintió que apenas recordaba quién era ella y cuánto habían compartido durante las últimas horas.
En el camino de regreso, comenzó a llorar desconsoladamente. Las lágrimas hicieron que se sintiera furiosa consigo misma. No entendía por qué lloraba de ese modo si siempre había tenido claro que una relación amorosa entre ellos no tendría futuro.
Ella no era exactamente una princesa. De hecho, ni siquiera servía como amante. Había estado viviendo un sueño gracias a la ceguera de Damián. Pero eso había terminado. Al igual que su ilusión.
Se secó las lágrimas con un pañuelo. No quería que su hermana viera que había llorado.
– Han conseguido estabilizarme -contó Mandy, con alegría-. Tengo que quedarme en observación hasta mañana, pero se supone que entonces podré irme a casa.
– Ojalá que sí -dijo Sara y la abrazó -. Apenas puedo esperar para ver a este muchachito, pero será mejor que se fortalezca un poco más antes de nacer.
– Hablando de muchachitos, ¿dónde está tu príncipe? -preguntó la joven-. Es guapísimo. Yo le habría dado el trono con sólo mirarlo.
– Tuvo que irse a Arizona.
– ¡Arizona! ¿Y eso por qué?
La mayor de las hermanas dudó antes de responder.
– Es una historia larga.
Sara no quería hablar de lo ocurrido durante los últimos días y, además, Mandy no necesitaba más preocupaciones de las que ya tenía.
– Regresará pronto -agregó.
La embarazada movió la cabeza con gesto negativo.
– Si fuera tú, no permitiría que un bombón así estuviera fuera de mi vista por mucho tiempo. Otra criatura de nuestro sexo podría querer atraparlo… Nunca se sabe, hermanita.
Comprendió que a Sara no le había gustado su broma y aclaró:
– Es un chiste. Por lo que he visto, diría que estáis muy unidos.
Después, Mandy miró a su hermana con la esperanza de ver si podía obtener alguna primicia del romance.
La mayor reconoció el gesto y rió a carcajadas.
– No lo vas a creer: dice que me ama – concedió, roja de vergüenza-. ¿No te parece absurdo?
A Mandy se le llenaron los ojos de alegría. -De absurdo no tiene nada, eres encantadora.
– No, no lo soy -objetó Sara con fastidio-. No soy ni la mitad de bella que las mujeres a las que está acostumbrado. Sabes a qué me refiero, todas parecen haber nacido en un yate, rodeadas de joyas, champán y magnates.
– Sí, sirenas sin un gramo de grasa pero llenas de plástico en las curvas. Créeme, conozco a ese tipo de chicas y tienes razón, no te pareces en nada a ellas. Tú tienes un estilo de belleza propio. De hecho, creo que cada día estás más hermosa.
– Genial, ahora resulta que tengo una cara con carácter -ironizó la terapeuta-. Ya me lo habían dicho.
– Sara, no me has entendido…
– Sea como sea, sabes que Damián y yo no tenemos futuro juntos. Ahora está encaprichado conmigo, igual se le está pasando ya.
Mandy abrió la boca, volvió a cerrarla y se sonrojó. Después, tomo aire y habló lentamente, pero con firmeza.
– Escúchame, Sara. Sólo porque nuestros padres fueron incapaces de darse el tiempo suficiente para amarnos no significa que otras personas no puedan.
– No trates de psicoanalizarme -protestó.
– Lo siento, hermanita, pero alguien tiene que decirte las cosas como son. Te he visto actuar así en otras ocasiones. No confías en el amor de los demás y te pasas la vida poniendo peros. Si quieres que Damián te ame, tendrás que abrirle tu corazón.
– Abrir el corazón no implica perder la cabeza -contestó, cínicamente.
– ¡Por favor! -gritó, con frustración-. ¿Es que no quieres ser feliz? Es tu turno, Sara. Lo has ayudado a recuperar la confianza, ahora deberías cobrarte el favor.
La mayor de las Joplin puso mala cara.
– ¿Qué dices?
Mandy vaciló por un momento y con los ojos llenos de lágrimas respondió:
– Digo que permitas que te ame. No trates de alejarte de él sólo porque algún día dejará de amarte. Ahora, ten la valentía de confiar en su amor.
Sara la miró con detenimiento. En el fondo de su corazón, deseaba que estuviera en lo cierto y que todo se limitase a dejarse amar o no. Aun así, sentía que el romance con Damián era un imposible.
Un rato después, salió de la habitación de Mandy y bajó a la cafetería del hospital a tomar un café. Un enfermero joven se sentó a su mesa e intento charlar con ella. La miraba con particular admiración. Sara no le hizo caso aunque no pudo evitar preguntarse si era verdad que estaba más bella. Sin duda, algo había cambiado porque los hombres no solían mirarla de ese modo.
La atención masculina era reconfortante pero no bastaba para sanar su corazón partido. Recordó la conversación con Mandy y se preguntó por qué tenía que ser tan pesimista. En cierta medida, su hermana tenía razón: Damián había dicho que la amaba y era ella quien se resistía a aceptarlo. A pesar de lo cual no podía dejar de sentirse incómoda al pensar en la actitud distante que el príncipe había tenido después de recobrar la vista y en cómo había convertido uno de los días más felices de su vida en algo tenso e irritante. Sara reconoció que también había estado fastidiosa. Quizá, sencillamente porque esa no era la reacción que ella esperaba.
La agonía de Sara se prolongó por un día y medio más. Durante ese tiempo, se convenció de que debía aceptar que la aventura amorosa con el príncipe estaba terminada. Lo mejor era hacer un corte rápido y claro. A fin de cuentas, tratándose de algo que ocurriría tarde o temprano resultaba estéril seguir esperando. Se acordó de lo que Annie había dicho acerca de las chicas tontas que creían que un noble se casaría con ellas. Pensó que Annie tenía razón y que sería el colmo de la estupidez esperar que un príncipe cambiara su vida por una mujer poco agraciada y ordinaria como ella. Ordinaria, pero lo bastante inteligente como para no dejarse atrapar por una fantasía semejante.
Se había mantenido ocupada visitando a Mandy y ayudándola a volver a casa. Después, fue a la oficina para entregar un informe sobre su trabajo con Damián; llamó al doctor Simpson para contarle la recuperación del príncipe y volvió a la agencia para solicitar que le asignaran un nuevo paciente.
Entre tanto, Damián había llamado y, al no encontrarla, había dejado un mensaje en el contestador automático con el número del palacio en Arizona. A Sara le tomó tres horas poder armarse del coraje necesario para llamarlo.
Preguntó por él, pero el mayordomo no parecía tener idea de dónde podía estar.
– En ese caso, ¿podría hablar con la princesa Karina? – preguntó.
– Desde luego, ¿quién la llama?
La terapeuta le dio su nombre y el hombre le pidió que esperara un momento en línea. Unos segundos más tarde, oyó que alguien levantaba el auricular.
– ¡Sara! -exclamó Karina- Qué alegría saber de ti. ¿Vendrás a la boda?
– Bueno, no sé…
– No te preocupes, Damián nos ha explicado que tenías que ocuparte de tu hermana. ¿Cómo está?
– Bien, por suerte. Hoy ha regresado a casa y su marido ha pedido permiso en trabajo para poder quedarse con ella. Así que, teóricamente, no es necesario que permanezca aquí por más tiempo.
En ese momento, Sara cerró los ojos y se mordió el labio inferior. Aún no podía creer que estuviera aceptando la invitación a una boda como esa. Tenía dudas acerca de lo que debía hacer, pero Karina le insistió tanto que finalmente decidió viajar a Arizona de cualquier forma.
Antes de despedirse, la princesa dijo:
– No le digamos nada a Damián. Que sea una sorpresa, ¿te parece?
Sara accedió y colgó el teléfono. Cuando comprendió lo que acababa de hacer, se tapó la cara con las manos. Le había prometido a Karina que iría a la boda y ya no podía echarse atrás. Se preguntaba qué cara pondría Damián cuando apareciera en el palacio. Estaba segura de que la expresión de su rostro al verla lo diría todo. Y también sabía que, si se mostraba contrariado o nervioso por tener que encontrar una manera sutil de escaparse, ella sería incapaz de volver a sonreír.