– Vaya, así que estáis ahí…
Sara se volvió y vio a una mujer que caminaba hacia ellos. Supuso que sería la duquesa.
– Siento haberte hecho esperar, Sara -dijo la mujer, mientras le estrechaba la mano-. Mi limusina se quedó atrapada en uno de esos horribles atascos que se organizan en la autopista.
Sara se sintió muy aliviada al comprobar que ella no había sido la única que había llegado tarde. Además, ya no tendría que buscar excusas para explicar su retraso.
– Ya veo que has conocido al paciente. Espero que haya sido amable contigo -continuó la duquesa, lanzando una mirada subrepticia a su sobrino-. Al menos no tienes heridas visibles…
– Sólo he herido su ego -observó Damian.
– Sí, bueno, ya ves que no será un paciente precisamente fácil, pero estoy segura de que os acostumbraréis el uno al otro.
Sara dudó, pero decidió decir lo que pensaba.
– Debo decir que el príncipe no es exactamente lo que me había imaginado. En realidad, tengo más experiencia con niños que con adultos.
– Créeme: no notarás la diferencia -dijo la mujer con sarcasmo.
– Ah, mi querida tía… siempre tan delicada conmigo -afirmó el príncipe.
– No te quejes, Damian. Últimamente te has comportado como un niño, y sabes que es verdad.
Sara hizo una mueca al pensar en la tensa relación que mantenían tía y sobrino, porque podía aumentar la dificultad de su labor. Pero le bastó una simple mirada al atractivo rostro de Damian para comprobar que las palabras de la duquesa no le habían molestado en absoluto; bien al contrario, parecía encontrarlas divertidas.
La duquesa era una mujer atractiva y de expresión inteligente, aunque la tensión de sus labios denotaba cierta insatisfacción. Se portó de forma muy amigable con ella y le dio todo tipo de explicaciones sobre las disposiciones que tomarían para facilitar la terapia del príncipe, pero Sara no prestó demasiada atención: estaba mucho más interesada en el hombre que estaba sentado a su lado, el hombre con quien estaba destinada a pasar las siguientes semanas, si por fin daba su brazo a torcer.
A pesar de la negativa de Damian, la duquesa se comportó como si todo estuviera resuelto. Y al cabo de unos minutos, consultó su reloj y suspiró con desesperación.
– Me temo que tengo que marcharme. ¿Por qué no os quedáis aquí y aprovecháis la ocasión para conoceros mejor? Diré que os traigan un café. Y cuando termines, Sara, ve a buscarme y te enseñaré la habitación que ocuparás durante tu estancia -explicó la mujer-. Generalmente cenamos pronto, pero aún quedan unas cuantas horas y supongo que podrías dar la primera sesión de terapia esta misma tarde.
La duquesa volvió a estrechar la mano de Sara y añadió, antes de marcharse:
– Te espero dentro de media hora.
Damian estiró entonces las piernas y se relajó.
– Si se lo permites, es capaz de organizarte toda tu vida.
Sara rió.
– ¿Es que te sientes manipulado?
– Desde luego que sí. En mis condiciones actuales no se puede decir que tenga muchos recursos, pero debo añadir que me divierte necesitarla -respondió con humor.
Sara sonrió para sus adentros. Imaginaba que la negativa de Damian a la terapia era una forma como otra cualquiera de llevar la contraria a su tía.
– Parece evidente que está acostumbrada a dirigir tu familia. Y sabe mantenerte a raya.
El rió.
– Eso es verdad. Pero, sinceramente, creo que sería mejor que volvieras por donde has venido y te marcharas de aquí.
Sara se enfrentó entonces a la necesidad de tomar una decisión. Si estaba dispuesta a luchar por conseguir aquel trabajo, aquel era el momento adecuado para empezar a hacerlo. La reacción del príncipe no había sido buena, pero por otra parte era un trabajo temporal, que encajaba perfectamente en sus pretensiones.
La labor de Sara consistía en iniciar las terapias, devolver la confianza a su paciente y dejar los problemas de fondo a otro profesional. No habría compromiso alguno, ni lazos emocionales ni relaciones duraderas. Algo, en suma, ideal para ella.
Pero en aquel caso se daban circunstancias extraordinarias que, en general, evitaba. Se notaba tensión en el ambiente y el paciente mantenía una relación dudosa con la persona que quería contratarla. Así que la idea de marcharse y abandonar le pareció bastante atractiva. Además, tenía otras cosas que hacer en su vida, como cuidar de su hermana embarazada.
– ¿Tan convencido estás de que no puedo ayudarte?
El príncipe pareció mirarla con detenimiento, como considerando la pregunta.
– No a menos que puedas conseguirme una mujer dispuesta y una botella de whisky. Eso bastaría para que la espera fuera más soportable.
Sara frunció el ceño.
– ¿La espera hasta recobrar la visión?
– Exacto.
– ¿Y si no le recuperas? -preguntó con seriedad.
– La recuperaré.
Damian lo dijo de un modo tan firme y seguro que Sara estuvo a punto de creerlo a pies juntillas. Pero no podía engañarse con vanas esperanzas. Era una profesional y había visto casos de todo tipo.
– Príncipe Damian… Puedo ayudarte a entender lo que te ha pasado. Puedo mostrarte formas de recobrar el control de tu vida a pesar de tu discapacidad y, por supuesto, puedo ayudarte a reconquistar tu independencia perdida -le explicó-. Puedes estar seguro de que, si te pones en mis manos, al final te alegrarás de haberlo hecho.
Él príncipe asintió.
– Mira, Sara, no dudo de tu sinceridad ni del talento de tus manos, pero de todas formas no me interesa.
Sara se estremeció al oír el comentario sobre sus manos. Por alguna razón, le pareció muy provocativo.
La declaración del príncipe era la excusa perfecta para olvidar todo el asunto y marcharse de aquella mansión. Y sin duda alguna, esa habría sido la salida más fácil. Sin embargo, se sorprendió a sí misma haciendo un nuevo intento por convencerlo.
– Cometes un grave error -le dijo-. Al final tendrás que contratar a alguien de todos modos. Así que, ¿por qué no probamos durante unos días y vemos si merece la pena?
– No, gracias -insistió él-. Puede que sea ciego, pero no soy un inútil.
Damian estaba dejando bien clara su postura y, en condiciones normales, eso habría bastado para que Sara abandonara. Pero la idea de enfrentarse a aquel hombre le resultaba extrañamente atractiva; tanto, que tomó la decisión de quedarse.
– Si quisieras volver a tu habitación ahora mismo, ¿cómo lo harías? -le preguntó.
– Llamaría a alguien para que me acompañara -respondió él-. La mansión está llena de asistentes. Encontrar ayuda no sería ningún problema.
– No lo dudo -dijo, mientras se levantaba del banco-. Pero algo me dice que no eres de la clase de personas que están acostumbradas a depender de los demás para cosas tan sencillas.
– No, no lo soy. Y tampoco soy de la clase de personas que se ponen en manos de un terapeuta.
– Te gusta pensar que eres autosuficiente, ¿verdad? Eso está bien, pero sospecho que te sientes mal por dentro cada vez que tienes que llamar a alguien para que te ayude. ¿Estoy en lo cierto?
El príncipe frunció el ceño.
– Vete de aquí, Sara -ordenó.
Sara no se movió del sitio. Se quedó plantada ante él, mirándolo. El enfado de Damian era más que evidente, pero escondía una debilidad igualmente obvia.
– Supongo que ahora te sientes impotente. Y tienes miedo de no poder hacer nada, en tu estado, si por alguna razón te encontraras en alguna situación difícil. ¿No es cierto? No estás preparado y lo sabes. Pero podrías estarlo si me dejas.
A modo de demostración, Sara extendió una mano y le tocó una mejilla. Pretendía que sintiera el contacto y retroceder rápidamente antes de que pidiera reaccionar. Pero el príncipe mostró unos reflejos fuera de lo común y la agarró por la muñeca.
– ¿Y ahora qué dices? ¿Sigues pensando que no estoy preparado? -preguntó él, con tono de desafío.
– Yo…
Antes de que Sara pudiera reaccionar, se encontró atrapada entre los brazos del príncipe. Pero reaccionó enseguida al sentir que las manos de Damian habían descendido y que una de ellas estaba a punto de situarse sobre uno de sus senos.
– ¿Se puede saber qué diablos estás haciendo? -preguntó, enfadada.
– Sólo quería que supieras que soy perfectamente capaz de utilizar mis manos a modo de guía. Supongo que ese es el tipo de cosas que pretendes enseñarme, ¿no es así?
– Eres…
Sara estaba a punto de decir lo que pensaba de él cuando oyeron que se aproximaban varias personas. Eran varios jóvenes que avanzaban desde el vado, riendo y charlando.
– Parece que tenemos compañía -dijo el príncipe, mientras se levantaba para recibirlos-. En fin, creo que tendrás que excusarme… Hablar contigo ha sido un placer. Estoy seguro de que sabrás encontrar la salida.
Sara miró a Damian y a sus amigos. Se sentía insultada y pisoteada, pero también excitada ante el desafío. Y desde luego, estaba segura de una cosa: no se iba a marchar a ninguna parte.
– Sara, ten cuidado. Ya sabes cómo es esa gente. Son unos privilegiados acostumbrados a serlo y creen que pueden aprovecharse de cualquiera y hacer lo que les venga en gana.
Sara pensó en lo que había sentido una hora antes, cuando el príncipe la abrazó sin avisar. Pero se limitó a reírse de la preocupación de su hermana, con quien estaba hablando por teléfono.
– Sé cuidar de mí misma, Mandy.
– Lo sé, pero no estás acostumbrada a vértelas con la realeza. Esa gente se aprovecha de los demás, y lo sabes.
– Bueno, estoy perfectamente dispuesta a que me usen en lo relativo a mi profesión. Estoy aquí para eso.
Sara no había llamado a su hermana para quejarse de lo sucedido. La había llamado porque estaba preocupada con su estado.
Mandy estaba embarazada de siete meses y había sufrido algunas complicaciones, así que el médico le había ordenado que permaneciera en cama hasta el parto.
– Pero dejemos de hablar de mí -continuó Sara-. ¿Cómo te encuentras?
– Perfectamente bien. Sólo tengo alguna molestia de vez en cuando.
– ¿Jim está en casa esta noche? -preguntó, refiriéndose a su marido.
Sara conocía bien a Jim y lo apreciaba, pero tanto él como Mandy eran unos jovencitos de apenas veinte años y no se podía decir que tuvieran mucha experiencia.
– Acabo de hablar con él y se va a tener que quedar otra vez en San Diego.
– Maldita sea… No me gusta que estés sola. En cuanto terminé aquí, me pasaré. por tu casa.
– Ni se te ocurra. Mi vecina, la señora Halverson, se ha ofrecido a traerme algo de cenar. No te preocupes, estaré bien.
– ¿Te refieres a la misma señora Halverson que sólo prepara comidas supuestamente sanas?
– Me temo que sí. Pero ya le he advertido que no pienso probar sus croquetas de germen.
Sara se estremeció al recordarlas.
– Ni sus croquetas ni sus lentejas bajas en calorías, espero…
Al final, Sara renunció a la idea de pasar aquella noche por el domicilio de su hermana a cambio de que la llamara por teléfono si la necesitaba.
Unos minutos más tarde, colgó el auricular y se preguntó si había hecho lo correcto. Mandy era lo más importante de su vida, y por tanto, su prioridad absoluta. Sabía que estaba pasándolo mal y naturalmente quería estar con ella, a su lado, pero por otra parte tenía un trabajo que hacer.
Salió en busca de la duquesa y la encontró en la sala verde. La mujer la saludó muy amablemente al verla y le enseñó la habitación que le habían preparado. Era pequeña, pero estaba decorada con mucha elegancia y tenía una vista preciosa a los jardines. Además, desde la ventana podía ver la piscina y la enorme rosaleda.
Poco después, cuando ya se había quedado a solas, empezó a prepararse para la cena. Pero se detuvo un momento y echó un vistazo a su alrededor. No podía creer que estuviera allí, en aquella mansión, en un mundo tan diferente al que estaba acostumbrada. Su vida estaba llena de problemas y de facturas por pagar, como la vida de casi todo el mundo, aunque en los últimos años había mejorado profesionalmente y ahora ganaba un buen sueldo. Sin embargo, jamás había tenido ocasión de disfrutar de lujos como aquellos.
Todavía estaba pensando en la labor que la esperaba cuando se duchó y se cambió de ropa. La idea de llevar un vestido le resultaba interesante porque normalmente se inclinaba por vaqueros y pantalones, pero esa era, en aquel momento, la menor de sus preocupaciones. En unos minutos tendría que bajar al comedor para conocer al resto de la familia y enfrentarse, de nuevo, al príncipe Damian.
– No te saldrás con la tuya, Damian -se dijo en voz alta, mientras se miraba en un espejo.
Pasara lo que pasara, sabía que se divertiría observando a la Familia Real en vivo y en directo. Nunca le había gustado la prensa del corazón y no estaba informada de sus idas y venidas, pero a pesar de ello, la perspectiva resultaba apasionante. Tenía la ocasión de vivir durante unos días en un mundo absolutamente distinto al suyo, y por supuesto, le encantaba.
Sara era una buena profesional, que había trabajado antes con personas acaudaladas. Por eso, sabía que el trabajo podía resultar difícil y que el dinero contaminaba a menudo las relaciones. Pero aquello era diferente. No se trataba de un vulgar grupo de millonarios, sino de personas con una larga historia familiar.
La idea de enfrentarse a ellos no la incomodaba. Sin embargo, no podía decir lo mismo de la perspectiva de encontrarse otra vez, cara a cara, ante el príncipe.
Suspiró, respiró a fondo y salió de la habitación.
– Muy bien, príncipe Damian -susurró-. Allá voy.