A lo largo de la historia, los hombres han hecho muchas cosas para demostrar su amor: escalar montañas, participar en cruzadas, batirse en duelos, competir.
Mick dudaba de que alguien hubiera llegado a ese extremo. Con la cabeza inclinada, hojeaba una revista en la sala de espera de la ginecóloga. Era un ejemplar de Woman’s World. Por más que buscó no encontró un solo Sports Illustrated ni nada parecido.
Las sillas de color rosa estaban alineadas contra una pared. Mick estaba apretado entre una mujer de negocios que movía la pierna que tenía cruzada y un ama de casa sonrojada. Era el único hombre que había en la atestada sala de espera. Se sentía más fuera de lugar que un payaso en un velatorio.
Kat había tratado de convencerlo de que no fuera con ella.
– ¿Acaso no he accedido a ver a la doctora? Pero no hay ninguna razón para que me acompañes a la consulta.
Ella tenía razón. Podía haber consultado a un ginecólogo en Charleston, pero allí todos la conocían. Nadie adivinaría que habían ido a Nueva Orleáns a pasar algo que no fuera un romántico fin de semana. Pero lo más importante era el médico. Después de llevar a cabo una investigación minuciosa, Mick había descubierto a la persona adecuada: una mujer especializada en problemas sexuales y con diplomas que llenaban toda una pared.
– No irás sola -había insistido él.
– No entiendo por qué.
Le había acariciado la mejilla.
– No lo entiendes porque todavía piensas que es tu problema. Es nuestro, Kat y tenemos que resolverlo juntos.
Mick supuso que sabía mantener la calma. Kat, por suerte, no tenía suficiente experiencia con los hombres para reconocer a uno que estaba desesperado.
Dos veces había conseguido que estuviera a punto de alcanzar el clímax. Dos veces había fallado. Algo debía ser culpa de él. Lo sabía. Tanto era así que había concertado una cita con su propio médico, quien se mostró divertido.
– ¿Después de todos esos años de matrimonio? -murmuró Samuel-. Enséñale a relajarse, Mick eso es todo y, de paso, trata de relajarte tú también.
¿Relajarse? El médico no había estado con ella todas esas horas en el yate, viéndola desnuda, con la luz de la luna brillando en el cobre rojizo de su pelo y reflejándose en sus ojos acuosos, vulnerables.
Kat había tardado mucho en bajar la guardia y sincerarse con él. Mick la había llamado en broma puritana, pero pronto se dio cuenta de que había sido injusto. Kat no era una mojigata. Era orgullosa, incapaz de incomodar a nadie con sus propios problemas. Tenía la absurda idea de que su carencia física era sólo culpa suya; como si la culpa tuviera algo que ver con los defectos del cuerpo. Si él no intervenía, estaba seguro de que ella nunca volvería a meterse en la cama de un hombre. Mucho menos en la de él.
Y él quería que formara parte de su vida, no sólo en su cama, aunque las preguntas que se hacía eran algo intrincadas. ¿Hasta dónde llegaban los derechos de un amante? En especial cuando el amante en cuestión no lo era en el sentido estricto de la palabra; cuando la dama se aterraba cuando se mencionaba el término futuro.
Mick empezaba a darse cuenta de que se encontraba delante del reto más importante y trascendental de su vida.
Kat lo necesitaba. No para que la mantuviera o para sentirse segura, ni siquiera para hacer el amor. Mick comprendía su tipo especial de soledad porque la había vivido él mismo. Kat necesitaba a un hombre con quien pudiera ser sincera, que la ayudara a superar sus problemas y que estuviera con ella cuando se despertara de una pesadilla a media noche.
Mick también necesitaba esas cosas, pero no se dio cuenta de ello hasta que conoció de verdad a Kat. Ella era como la luz que lo guiaba en medio de las tinieblas y le alegraba la vida. Ella era su complemento, la mitad que le faltaba.
Pero Mick necesitaba saber que él era el hombre con el que Kat siempre podría contar.
No se preocuparía si tuviera que hacer frente a un huracán, un tornado o una avalancha. Pero la situación en la que se encontraba era más complicada.
Quizá había empezado un poco tarde a cortejarla pero le resultaba muy difícil ponerse al día, pues hacía mucho que no salía con una mujer. Se acordó de la cara de Kat cuando le mandó las camelias.
Quizá era romántico mandarle camelias a una dama, pero en una escala de diez a uno, Mick estaba dispuesto a apostar que ninguna mujer consideraría romántico que la convencieran para que fuera a la consulta de un ginecólogo. "¿Y qué harás si la doctora no encuentra ningún defecto físico, Larson?", se preguntó.
No lo sabía. Por el momento, lo único que sabía era que en el consultorio hacía calor, que le sudaban las manos y que sentía una punzada en el estómago cada vez que se imaginaba lo que estaría ocurriendo dentro, en la sala de exploración. Antes de concertar la cita, había interrogado a fondo a la doctora Krantz durante más de una hora. Ella lo tranquilizó diciéndole una y otra vez que el examen médico no dolía.
Sin embargo la ginecóloga no conocía a Kat, y quizá era irracional, pero Mick no confiaba en nadie que tocara a Kat excepto él. Era fácil infligirle dolor, lo sabía. Era muy sensible y estaba asustada.
Miró su reloj por octava vez. Kat ya llevaba dentro diez minutos. Diez minutos.
Por una parte, quería que el tiempo volara. Por otra, preferiría que esa tortura sucediera a cámara lenta porque sabía que lo peor no había llegado aún. Cada vez se daba más cuenta de que los minutos que Kat pasara en el consultorio afectarían al resto de su vida. Pero era la forma en la que él se enfrentaría a la situación cuando Kat saliera de allí lo que influiría en la de él, cualquiera que fuese el diagnóstico.
O sería el hombre que Kat necesitaba, o le fallaría. Una cosa era cómo quería comportarse con ella y otra cómo debía hacerlo.
Kat se sentía muy incómoda en la sala de exploración de la ginecóloga. Tenía frío. Los azulejos del techo parecían estar sucios. Y la colección de guantes e instrumentos que vio en una vitrina parecían destinados a aterrorizar a una mujer.
La puerta se abrió y Kat sintió que se le secaba la boca. La mujer que entró tenía los ojos azules, el pelo castaño y una sonrisa espontánea en los labios.
– ¿Kathryn? Soy Maggie Krantz -extendió una mano-. Espero que te sientas tan a gusto como yo si nos tuteamos. No me gustan las formalidades.
– Me parece bien -dijo Kat y durante los siguientes minutos sintió que su tensión decrecía. Había planeado lo que iba a decir y no importaba quién cruzara esa puerta. Pero la ayudó mucho que la doctora fuera amable y accesible-. Tengo entendido que Mick te ha dado algunos datos de mi historial clínico por teléfono, Maggie, pero debo confesar que estoy aquí por otros motivos.
– ¿Sí? Yo creí que tenías problemas de dispaurenia -la doctora sonrió al llevarse los audífonos del estetoscopio a las orejas. Cuando terminaron los preliminares del examen, continuó-: Sé que es penoso hablar de coito doloroso, pero debo decirte. Kathryn, que no eres un caso raro. Pocas mujeres no sufren alguna vez ese problema en su vida sexual adulta. Muchas veces, hay una solución fácil.
Kat negó con la cabeza.
– Debo ser sincera contigo…
– Por supuesto -Maggie comenzó a hacer preguntas, cada cual más personal e íntima que la anterior.
Kat se asombró al descubrir que no estaba abochornada y sin duda respondió más exhaustivamente de lo que la doctora esperaba. No tenía la cabeza en las preguntas sino en el asunto que importaba. Y en cuanto Maggie hizo una pausa, volvió a ofrecerle su punto de vista.
– Desde antes de venir aquí, era consciente de que no tengo ningún problema físico. Mick sabe que me cuesta mucho trabajo hablar de esto y, por eso, supone que no le he prestado suficiente atención a este problema. No es así. Tengo un médico de cabecera en Charleston que me hace un chequeo todos los años. Hace cinco años solicité una segunda opinión. No tengo ningún detecto físico.
– ¿No? Recuéstate un poco, Kathryn.
Kat lo hizo, cerró los ojos y siguió hablando.
– Puesto que no había ningún problema desde el punto de vista médico, la siguiente opción que se me ocurrió fue buscar motivación psicológica. Hace tiempo fui a consultar a un psicólogo… fue una gran farsa. Se pasó todo el rato analizando mis sueños y tratando de sacar de mi subconsciente algún trauma escondido, pero fue en vano. Nunca intentaron violarme, nadie trató de abusar de mí. Mis padres son unas personas extraordinarias. No le tengo miedo a los hombres. El psicólogo sugirió que podía hipnotizarme para hurgar mejor en mi subconsciente y descubrir mis temores más ocultos. Lo hicimos.
– ¿Y?
– Descubrí mi temor más recóndito: me dan pánico las arañas.
– ¿Las arañas? -Maggie levantó la cabeza y miró a su paciente-. A mí también -y agregó, en tono más apacible-: Estás menos tensa que antes. Esto terminará antes que te des cuenta. Sigue hablando.
Kat aspiró hondo y prosiguió:
– Lo que estoy tratando de decir es que he venido aquí para complacer a Mick, no por voluntad propia. Sé que no tengo ningún problema físico, pero él necesita pensar que sí. Y quizá no esté bien desde el punto de vista de la ética profesional, Maggie, pero quiero pedirte que inventes algo. Cualquier cosa. Se culpa por algo que es problema mío y se niega a escucharme. Si tú inventas algún diagnóstico convincente, te creería y dejaría de sentirse responsable y yo…
Su voz se desvaneció.
Mick pensó que la había convencido para que acudiera a esa cita médica. Eso no era cierto. La verdad era que ella no podía romper con él sin más y él lo sabía. Mick se daba cuenta de que ella estaba enamorada de él como una colegiala.
Kat habría hecho cualquier cosa por ese hombre. Cualquier cosa, porque lo quería. ¿Cómo podía no quererlo? Mick le había robado el corazón. Era gentil, tierno, gracioso, generoso y responsable.
También era atractivo. Muy atractivo.
Y sólo un eunuco podría haber soportado los problemas que ella tenía.
– Ya casi hemos terminado, Kathryn.
– Bien -murmuró ella. Se aclaró la garganta-. Maggie, te pagaré. El doble de tu tarifa o lo que me pidas. No me importa si es ético o no. Tienes que decirle que soy yo, que él no es en absoluto responsable.
– No hay inconveniente -Maggie se incorporó y comenzó a quitarse los guantes que había estado utilizando para examinarla.
Kat sintió un profundo alivio.
– Gracias.
La sonrisa de Maggie fue seca.
– No me des las gracias por mentir, porque no lo haré.
– ¿Cómo?
– No mentiré porque el problema está en ti.
Kat se incorporó en la camilla.
– ¿Con cuánta frecuencia has tenido que tomar antibióticos? -preguntó Maggie con calma.
– No sé. Quizás una vez al año. Pero no entiendo…
– ¿Por qué no te pones la ropa mientras llevo esta muestra al laboratorio? Luego hablaremos en mi oficina.
Mick la vio en el momento en que salió. Ella no fue directamente a la sala de espera sino que se detuvo delante del mostrador de recepción y él notó que su grácil y elegante Kat parecía muy torpe en ese momento. Las manos le temblaban mientras buscaba su libro de cheques y su bolígrafo dentro del bolso, al tiempo que intentaba sostener entre los dedos una hoja de papel que cualquiera reconocería como una receta médica.
Al ver esa receta Mick supo en parte lo que necesitaba saber: la médico había encontrado algo, una respuesta. Pero la expresión de Kat le dijo algo más. La recepcionista estaba tratando de decirle a cuánto ascendía la cuenta. Kat no escuchaba. Recorría con la mirada la sala de espera buscando a Mick.
No fue difícil localizarlo. Era el hombre que tenía el semblante ansioso, pálido y las manos sudorosas.
Sus ojos se encontraron y Kat creyó que iba a desmayarse. Parecía un poco aturdida, desorientada… como alguien a quien acaba de tocarle la lotería y no lo puede creer. El rubor tiñó sus mejillas al ver que Mick la miraba intensamente. Lo que él veía en su cara era inconfundible, tenía una expresión que sólo podía significar una cosa: "Mick, puedo quererte".
Pero Mick también vio lo que esperaba; lo que temía que vería. Había algo más que esperanza reflejada en los ojos de Kat. Había timidez, una abrumadora vulnerabilidad e incertidumbre y Mick pensó: "Cuidado, mucho cuidado, Mick Larson".
A Kat podía haberle tocado la lotería, pero todavía no había recibido el dinero del premio. Era evidente que eso se le estaba ocurriendo a ella en ese momento.
Ya se le había ocurrido a Mick, que avanzó hacia ella. Alguien tenía que ayudar a la recepcionista que había dejado de hablar y movía una mano delante de la cara de Kat, tratando de llamar su atención. Kat había soltado el bolígrafo, tenía el libro de cheques al revés y la receta estaba a punto de caerse al suelo.
Mick tomó la receta y a los tres minutos, llevó a Kat a la soleada ciudad de Nueva Orleáns.
Afínales de agosto, en Nueva Orleáns hacía un calor tan abrasador como en Charleston, pero dentro de Galatoire’s hacía fresco. El bar estaba en Bourbon Street y, como el avión de Mick y Kat no saldría hasta la mañana siguiente, tenían el resto del día y la noche para visitar el Barrio Francés. No podían haber encontrado un lugar mejor para comenzar que el Galatoire’s. Tenía mucho ambiente. Mick ya había pedido las especialidades de la casa: pámpano, berenjena rellena de carne y verduras. Todo acompañado de champaña. La primera copa ya se le había subido a Kat a la cabeza.
Mick, sentado enfrente de ella, se había quitado la chaqueta. Su blanca camisa contrastaba con su tez bronceada y acentuaba la amplitud de sus hombros. Había otros dos hombres guapos en el salón. Pero ninguno tenía el aura de magnética virilidad de Mick; nadie tenía esa sonrisa seductora. Mick trató de servirle otra copa de champaña.
– Si me tomo otra, saldré de aquí haciendo eses -le advirtió ella.
– ¿Después de comerte todo eso?
– No podría comerme todo esto. Has pedido comida suficiente para un batallón.
– Sé que tienes buen apetito, pelirroja. Dejarás limpio el plato antes que yo me acabe el entremés.
"Ya ves", se dijo Kat. "No hay ningún problema". Mick bromeaba con ella igual que siempre. Le sonreía igual que siempre y parecía muy tranquilo y contento. Ni siquiera había mencionado la visita a la ginecóloga.
Por alguna razón Kat estaba segura de que lo primero que hubiera querido saber era el diagnóstico.
Mientras iban en taxi por la ciudad, Kat no había sabido qué decir ni cómo decirlo. En ese momento, sin embargo, se sentía impaciente. Si había un ser humano con quien podía hablar de cualquier cosa era Mick; él le había enseñado eso y quizá ya era hora de demostrarle que había aprendido muy bien la lección.
– El problema se llama Candida Albicans -anunció con toda naturalidad y de improviso.
Mick la miró fijamente un momento. Luego sonrió con desparpajo.
– Parece una variedad exótica de alguna planta.
Kat inclinó la cabeza para comer.
– En realidad no es más que una infección causada por unos hongos. Nada serio. Nada terrible. No hay razones para suponer que siete días de medicación no acaben con ella; aunque Maggie sugirió que consultara a su médico de cabecera sobre el tratamiento que debo seguir después, según mi historial clínico -todavía le costaba trabajo creerlo.
Siete días para solucionar un problema que con el paso de los años había llegado a convertirse para ella en un trauma emocional, le parecía demasiado poco tiempo. No era posible que la solución fuera tan sencilla, que la curación durara tan poco tiempo. Y le costaba trabajo creer también que no era un fracaso como amante. Que no era mujer a medias.
El hombre que se había encargado de empujarla a descubrir eso, partió en dos un trozo de pan y se lo ofreció.
– Si es tan común…
– Lo es, pero Maggie dijo que puede ser difícil de detectar. Muchas mujeres tienen síntomas muy precisos. Yo nunca los tuve. Al menos nada que pudiera interpretar como un síntoma -se movió con inquietud en su asiento.
Mick la escuchaba, pero no hacía preguntas, no la presionaba. Podría haber dejado el asiento así y él no habría insistido.
– Nunca le mentí a mi médico de cabecera, Mick. Simplemente no se me ocurrió que había cosas que debí decirle. No sabía que podía haber relación entre unos antibióticos fuertes y una infección provocada por unos hongos. No sabía que una infección podía hacer que una mujer sintiera dolor al practicar el coito. Y el único síntoma físico que tenía… -Kat titubeó. No porque no quisiera decírselo, sino porque la palabra "comezón" no le parecía adecuada para la hora de la comida-. Nunca pensé que fuera un síntoma; sólo supuse que le pasaba a todas las mujeres.
Mick levantó un pedazo de berenjena, preguntándole en silencio si quería probarla. Kat negó con la cabeza. Se sentía cada vez más confusa. Mick estaba tan tranquilo como si estuviera hablando del tiempo.
– Maggie dijo que sucede con frecuencia. Las mujeres suelen ignorar los síntomas físicos, en especial cuando piensan que su problema es de tipo sexual.
Cuando Mick supuso que ella había terminado, llamó al camarero.
– No son sólo las mujeres las que tienen esos recelos respecto a las cuestiones sexuales. Muchos hombres viven atormentados por temores que se disiparían con sólo ir a ver a un especialista.
– Sí -asintió Kat con aire distraído.
Cuando Mick dejó su servilleta en la mesa, sus dedos rozaron los de ella y se apartaron de inmediato, como si hubiera tocado una papa caliente.
Mick le sonrió cuando se levantaron de la mesa y la acompañó hasta la salida del restaurante poniéndose una mano en la parte baja de la espalda. Sin embargo, su mano no la llegó a tocar del todo.
Esa noche oyeron una música magnífica durante horas. EI jazz vigoroso y vibrante por el que Nueva Orleáns es famoso, rock que salía de clubs nocturnos con luces de neón, las antiguas y entrañables canciones románticas en un lugar con velas y rincones oscuros; Bourbon Street tenía de todo. A las dos de la mañana seguían deambulando por las calles, aturdidos por la música y las luces de una ciudad hecha a la medida de los amantes. Y ebrios de sonrisas, de tiernas miradas, de todo lo que murmuraban. Mick la hacía sentirse la mujer más deseada del mundo.
Pero cuando llegaron al hotel, él metió la llave en la cerradura del cuarto de al lado. Le acarició la mejilla con los nudillos, pero no la besó.
– Que duermas bien, amor mío.
Sola en su habitación del hotel, Kat comenzó a desnudarse. Se dijo que era lo más natural del mundo que mantuvieran una distancia prudente. Por una parte, ella estaba fuera de servicio, por decirlo así, al menos los siguientes siete días. Y por otra parte, había sometido a Mick a una constante provocación y tortura desde que comenzaron su relación. Sin duda él no quería iniciar algo que no podrían terminar y ella se haría el harakiri antes de volver a someterlo a eso.
Pero no era normal en Mick no besarla ni tocarla. Era un hombre apasionado, siempre lo había sido. Le gustaba sentir, tocar y acariciaba con la misma naturalidad que respiraba. La había besado cientos de veces cuando no era sensato. Kat no recordaba un solo momento en el que hubieran estado solos y él mantuviera la distancia con prudencia.
"Kat, ese hombre la ha pasado fatal por ti. Difícilmente iba a enfriarse ahora que hay una posibilidad de futuro entre ustedes", se dijo.
A menos que esa misma posibilidad le pareciera de repente un compromiso agobiante a él. A menos que… "Bien, déjate ya de ser pesimista, Kathryn Bryant, y trata de dormir", se reprendió.
– Por supuesto que nos la hemos pasado bien con el tío Bill. Siempre nos divertimos con él -Noel, sentada en el asiento de atrás con Angie, no había conseguido atraer la atención de su padre desde que él fue a buscarlas-. Al contrario que tú, papá, nos deja quedarnos despiertas hasta tarde y que comamos lo que se nos antoje.
– Umm.
La chica lo intentó otra vez.
– También hemos visto una película pornográfica.
– Umm.
Noel miró a su hermana. Angie se encogió de hombros.
– ¿La pasaron bien ustedes dos en Nueva Orleáns?
– Mucho -murmuró Kat.
– Enormemente -aportó Mick.
La radio estaba encendida. Un tenor estaba cantando con voz empalagosa y desgarrada.
Noel se inclinó hacia adelante para cambiar de emisora.
– Papá…
– ¿Um?
– Esa canción parece como de velatorio, ¿puedo buscar algo más alegre?
La canción fue pronto reemplazada por los desaforados alaridos de alguien al que parecía que estaban matando. Mick se apresuró a apagar la radio.
– ¿Saben que mañana es uno de septiembre? Eso significa que hay que volver al colegio -gruñó Angie-. No es junto. Todavía hace demasiado calor para ir allí y, además, es mi cumpleaños la semana que viene. Nadie debería ir al colegio el día de su cumpleaños, ¿verdad, Kat?
– De ninguna manera -estuvo de acuerdo Kat.
Dos días antes Mick la habría tachado de traidora por aliarse con sus hijas. En ese momento le dirigió una sonrisa vaga, como la que ofrecería a una hermana descarriada.
De vuelta en su casa, Kat se preocupó sobre qué pensarían las chicas de su fin de semana con Mick. Mick arguyó que era bueno que cualquier chico o chica entendiera que los adultos necesitan a veces tiempo para ellos mismos y que nada más debía decirse al respecto. Kat pudo ver que él tenía razón. Quizá las chicas sentían curiosidad, pero no parecían molestas por ello. Se dijo que el que se acercara a sus hijas no explicaba por qué se estaba distanciando de ella.
– He invitado a algunos amigos a pasar la noche conmigo el próximo viernes en lugar de hacer una fiesta de cumpleaños este año ¿Estás de acuerdo, papá?
Mick miró a su hija menor por el espejo retrovisor.
– ¿Cuántos son algunos?
Noel, sospechosamente melosa, intervino antes que Angie pudiera responder.
– Creo que voy a morirme si no como pronto. ¿Cuánto falta para que lleguemos a casa?
– Otro cuarto de hora.
– ¿Qué vamos a cenar?
– Lo primero que encuentre en el congelador.
Las dos chicas gruñeron, Kat notó el cansancio en la voz de Mick. Una vez más, fue consciente de la frecuencia con la que las necesidades de ella habían dominado su relación y reaccionó de manera automática.
– Su padre está cansado. ¿Por qué no vienen todos a mi casa? Tengo papas y no tardaré mucho en preparar una ensalada y freír algunos filetes.
– ¡Qué gran idea, Kat! Luego me podrás ayudar a decidir qué ponerme para ir al colegio mañana,
– Y yo quiero hablar contigo sobre mi fiesta de pijamas.
Mick intervino.
– Kat tiene que deshacer las maletas y está tan cansada como yo. Lo último que necesita es que la molestemos con una cena para cuatro.
– No es molestia, de verdad. Ya tengo todo lo necesario -juró Kat.
– ¡Sí, papá! Vamos a casa de Kat.
Al parar en un semáforo en rojo, Mick volvió la cabeza para mirar a Kat. En sus ojos había amor y pasión. La avidez de su expresión era casi palpable. Pero de repente desapareció. Con precaución, dijo con voz calmada:
– Iremos, pero sólo si me aseguras que es lo que tú quieres, Kat.
Mick nunca había sido con ella tan cortés y frío desde que estaba casado y eran simples vecinos.
Kat tuvo ganas de sacudirlo con fuerza por los hombros. Lo habría hecho si no se sintiera cada vez más consternada. Mick se estaba alejando de ella y no tenía idea del porqué.