Mick tuvo que convencerla para que entrara en su casa. Sabía que Kat no quería entrar. Tampoco tenía por costumbre dar explicaciones o defenderse delante de nadie, pero eso era diferente. La idea de que alguien pudiera creer que él descuidaba a sus hijas era un golpe bajo. Tenía que desmentirlo.
La cocina estaba en penumbra. Mick encendió la luz y de inmediato se dirigió a la nevera.
– No quisiera ensuciarte el suelo, Mick. Tengo los pies llenos de barro.
– No será la primera vez que el suelo se ensucia un poco. Además, tenemos un ama de llaves que se encarga de limpiar.
Oír eso desconcertó a Kat.
– ¿Un ama de llaves? Pero las chicas dijeron que…
– Quizá ama de llaves no sea la palabra adecuada. Hay una mujer que viene aquí tres veces a la semana para encargarse de limpiar la casa y lavar la ropa.
– Pero Angie dijo…
– Sí, ya sé lo que Angie te dijo. ¿Te gustaría echar un vistazo aquí dentro?
Ella avanzó de puntillas para ver lo que había en la nevera. Los estantes estaban llenos de comida: fruta fresca, leche, mantequilla, carne, quesos, verduras…
– Yo… -Kat se rascó la nuca y luego se incorporó. Se había ruborizado-. Parece que… las chicas no se están muriendo de hambre, después de todo.
– Espero que no. No te imaginas el dinero que me gasto en comida.
– No me lo digas -dijo Kat con voz débil-. Noel no tiene que hacer todas las compras de la familia.
– Es la que compra mejor en casa, claro, siempre que se trate de ropa y la pague con mi tarjeta de crédito.
Kat tragó saliva.
– Mick, lo siento, pensé que…
– ¿Puedes venir aquí, por favor? -cerró la nevera, abrió la puerta del cuarto donde guardaba los trastos de la limpieza y se volvió hacia su visitante-. ¿Quieres echar un vistazo aquí dentro?
Con la paciencia de alguien que le sigue la corriente a un loco, Kat se asomó para mirar el cuarto. Por un instante, estuvo tan cerca de Mick que él pudo oler su perfume y el aroma de su pelo. El pulso se le aceleró, lo que lo desconcertó.
Mick bajó del estante superior una caja de cartón de la cual sacó una bolsa grande de papas fritas, varias barras de chocolate y otras golosinas.
– Angie la cambia de sitio todas las semanas -dijo Mick con naturalidad-. Desde que prohibí que se comieran porquerías en esta casa, se dedica a esconderlas. No te puedes ni imaginar lo que encontré el otoño pasado en mi sombrero de pesca en el armario del vestíbulo.
– Dímelo.
– Caramelos, bombones y chocolates que debían de llevar allí unos seis meses. ¿Tienes idea del efecto del calor en el chocolate?
Kat no se rió abiertamente, pero él la oyó reírse por lo bajo… y luego vio que sonreía de forma suave, tímida y muy femenina. Otra vez sintió que se le aceleraban los latidos de su corazón.
Mick la invitó a sentarse en una silla de la cocina y luego sacó una cerveza de la nevera. Le preguntó si ella quería una. Ella negó con la cabeza, pero al final accedió.
Antes que pudiera volver a cambiar de idea, Mick le puso delante una botella de cerveza, luego sacó otra para él, aunque tenía tan pocas ganas de beber como la joven. Quitarle la tapa le daba algo que hacer y al mismo tiempo le permitía controlar el extraño nerviosismo que había hecho presa de él de repente.
Kathryn lo desconcertaba, siempre lo había desconcertado. Con excepción de June, Mick nunca había sabido cómo comportarse con las mujeres. Pero Kat en particular lo hacía sentirse confuso, torpe y amedrentado.
Nunca sabía qué pensar de ella. Llevaba ropa de encaje y sombreros anticuados, pero también andaba por la calle en un auto deportivo. Llevaba un bolso tan grande como para meter dentro una ametralladora, y sin embargo sus hijas le habían contado que tenía en el salón un caballito de tiovivo. Parecía una camelia frágil, delicada, aunque tres años antes él la había visto arreglar su tejado sola, teja por teja. Y de forma eficiente.
No sólo era eficiente, sino una mujer de negocios competente. Había dedicado los últimos cinco años a levantar un negocio de restauración. Mick sentía respeto y admiración por lo que su vecina había logrado, pero nunca había podido decírselo. Para ser sincero, ella lo intimidaba.
Su pelo, por ejemplo. Era de color rojo canela. Cuando se lo soltaba, le llegaba hasta la espalda. Además cambiaba de peinado con frecuencia. ¿Cómo podía un hombre saber cómo era ella en realidad? Un día parecía una solterona, y al día siguiente una vampiresa.
Pero todo el tiempo era una mujer muy atractiva y deseable, lo cual, confundía todavía más a Mick.
Kat era baja, pero incluso con unos vaqueros viejos y una blusa holgada, resultaba explosiva. Sus ojos color castaño claro estaban llenos de vida y humor, inteligencia y pasión. Siempre se movía con ligereza, y con gracia. Quizá no era una belleza clásica, pero su abundante pelo rojizo, sus delicadas facciones y su precioso cutis de marfil llamarían la atención de cualquier hombre.
Pero era esa misma femineidad lo que desconcertaba a Mick, porque nunca la había visto con nadie. Sus hijas decían que la llamaban muchos hombres, pero nunca aparecía el coche de ningún pretendiente por los alrededores los fines de semana. Ella estaba en su casa todas las noches. Mick había sido su vecino cinco años. Lo sabía. Cinco años era mucho tiempo para que una mujer tan atractiva estuviera completamente sola.
Por supuesto, era también mucho tiempo para que Mick descubriera por fin que no era tan intimidante. En realidad, estaba resultando bastante fácil hablar con ella.
– No voy a regañar a tus hijas delante de ti -dijo la joven-. Pero quiere que me des permiso para estrangularlas mañana, ¿de acuerdo?
– Tú estrangulas a una y yo a la otra -accedió él.
Kat siguió con el dedo una gota de agua que descendía por su botella de cerveza. Todavía no la había abierto.
– Ahora que lo pienso, no puedo entender cómo pude creerlas. Debí suponer que mentían al quejarse tanto. Siempre se les ilumina la cara cuando se menciona tu nombre, y no sería así si no te ocuparas de ellas. Todo lo que puedo decir es que quiero a tus hijas y tiendo a protegerlas, mientras que a ti no te conocía en realidad; aún no te conozco. De cualquier manera, creo que te debo una disculpa.
– No me debes nada -por fin se le ocurrió a Mick que debía darle un vaso a su visitante. Se puso de pie, tomó un vaso, abrió la botella y vertió el contenido en el vaso-. Si mis hijas querían que te compadecieras de ellas, quizá era porque necesitan compasión -admitió a regañadientes-. Me acuso de no pasar suficiente tiempo con ellas. Quizá soy culpable de mucho más que eso. Ya sabes que soy ingeniero naval…
– Sí.
– Y hay muchos ingenieros en el negocio, pero pocos que trabajan sólo con madera, lo cual significa que tengo una demanda ilimitada si así lo deseo. Hace dos años, quería trabajar sin descanso. Quería tener tanto trabajo que no pudiera respirar, dormir, comer o pensar. De modo que lo busqué y lo conseguí.
Hizo con la mano un gesto de impotencia y desazón.
– No era que no pensara en Angie y Noel, pero me parecía que ellas estaban bien. Los tres tuvimos dos años para prepararnos para la muerte de June; el fin fue más un alivio que un golpe duro. Y ellas parecían aceptarlo mejor que yo, con más madurez. Pero no eran, ni son maduras. Sin embargo, cuando me di cuenta ya estaba hasta el cuello de contratos de construcción.
– No necesitas explicarme todo esto -murmuró Kat.
Pero él lo hizo. Necesitaba explicárselo a alguien. Y la mujer que estaba sentada enfrente de él, con la cara apoyada en las manos y expresión tierna en los ojos, lo escuchaba. Mick podía recordar a otras personas que habían querido escucharlo, pero que jamás habían demostrado un afán sincero por compartir su pena con él y comprenderlo.
– Hace algunos meses, comencé a tener menos trabajo. Contraté algunos ayudantes y dejé de aceptar nuevos contratos, aunque no podía reducir mi volumen de trabajo de la noche a la mañana. Tú tienes un negocio propio.
– Sé lo que quieres decir.
Mick sabía que ella lo entendía.
– De cualquier manera, he hecho lo posible para tener menos trabajo, pero he visto que trabajar las horas normales no resuelve nada. Kat. -le dio un trago a su cerveza-… estoy asustado.
– ¿Asustado?
– Asustado -corroboró Mick.
– Me parece difícil creer que un hombrón como tú pueda estar asustado.
– Hablo en serio, Kat… Tengo miedo por mis hijas.
– ¿Por qué? Ellas te adoran.
– Eso es precisamente lo que quiero decir. El papel de padre es muy difícil. No hablo sólo de miedo, sino de pavor. Me siento perdido y confuso cuando tengo que hablar de compresas, pantalones apretados, maquillaje y chicos -vaciló al ver que el rubor teñía las mejillas de su interlocutora-. ¿Te he ofendido? Sé que Noel se cohíbe cada vez que menciono algún producto femenino, pero me parece tonto fingir que no sé…
– Soy un poco mayor que Noel. Confía en mí, puedo soportar esta conversación sin que me vaya a desmayar.
De cualquier manera, el rubor que cubrió la cara de la joven fascinó a Mick. La pelirroja tenía algo de anticuada y púdica. Mick no sabía que hubiese todavía alguna mujer que fuera recatada. ¡Y con esos ojos tan vivarachos!
– A mí me educaron para llamar al pan, pan y al vino, vino. Nunca me enseñaron a valerme de eufemismos. Toda mi familia estaba formada por hombres, aparte de mamá, y quizá por eso siempre acabo en un aprieto.
– ¿En un aprieto? -repitió ella.
– Con mis hijas. Pensé que podía guiarlas en su etapa adolescente. Craso error -lanzó un suspiro desalentado, y vio que su interlocutora sonreía-. Por ejemplo, hace algunos meses, le compré a Noel unos calmantes especiales para la regla. Bueno, era evidente que ella… Cada mes ella está.
– ¿Un poco susceptible?
– ¿Un poco? Si la miras se pone a llorar. Le hablas y llora. Le preguntas si quiere un vaso de leche y sale del cuarto dando un portazo. Después de unos días vuelve a ser la misma de siempre, pero mientras tanto…
– Lo comprendo.
– ¿En verdad? Porque Dios sabe que lo he intentado, pero no lo entiendo. Pero si puedes entender eso, quizá podrás explicarme lo del teléfono.
– ¿El teléfono?
– Sí. El teléfono. Si hubiera un incendio, no habría manera de llamar a esta casa. Las chicas se pasan la vida colgadas del teléfono. Se peinan, friegan los platos, hacen los deberes e incluso se pintan las uñas mientras hablan por teléfono. ¿Crees que es normal en las mujeres? ¿Por qué les gusta tanto hablar por teléfono? ¿No hay ningún remedio contra eso? Y… ¡diantres! ¿Quieres dejar de reírte?
– No me estoy riendo.
– Estabas a punto -gruñó Mick, pero el brillo que vio en los ojos de su vecina fe encantó.
Igual que ella. Estaba lo bastante cerca para oler su perfume. No era francés ni exótico como él había pensado. Era un aroma fresco, ligero e inocente. A Mick le intrigaba cada vez más esa mujer tan contradictoria. ¿Cómo podía haber vivido cinco años en la casa de al lado sin haberla oído reírse nunca?
De modo que siguió con su retahíla de lamentaciones de padre.
– Esto de ser padre antes era muy divertido. Cuando mis hijas eran más pequeñas, solíamos ir a Hunting Island para pescar y recoger conchas en la playa. Todo lo que necesitábamos era una mochila cada uno y una cesta con comida. Ahora Noel necesita cuarenta y siete maletas, la más grande llena de aparatos eléctricos, antes de que… ¿no te estarás riendo de mí otra vez?
– No. Te lo juro. No.
– Y las dos se han vuelto solapadas. Nunca lo habían sido. Eran unas niñas abiertas, francas y alegres. Noel me preguntó si podía ponerse pendientes y yo le dije que sí. Ahora sus orejas parecen un árbol de navidad. ¿Debería haberle dicho que no?
– Bueno, está de moda llevar varios pendientes a la vez.
– ¿Y enseñar el trasero está de moda también? Porque ella dice que sí. ¿Cómo puedo saber esas cosas? Todas las amigas que invita a casa son iguales… horribles. Hace años que no le veo los ojos. Los esconde detrás de toneladas de rimel. Siempre trae a casa buenas notas, eso sí. Sus profesores y profesoras la adoran. Yo confío en ella y le concedo suficiente libertad, pero… a veces me pregunto si no le estoy dando demasiada…
La mano delicada dé Kat se cerró en la encallecida mano de él un instante. Ella intentaba decirle así que lo comprendía.
– Sé que no es fácil y menos aún porque no tienes a una mujer que te apoye, pero, ¿no se te ha ocurrido que quizá lo estás haciendo todo mejor de lo que piensas?
– Si fuera así, dudo de que trataran de ganarse tu compasión, Kat.
– He estado pensando en eso -los ojos de Kat reflejaban seriedad-. No creo que lo que Angie y Noel han hecho sea tan terrible, tan poco corriente. Quizá tú hayas sido un adolescente sin problemas. Yo fui una calamidad y me pasaba la mitad del tiempo hablando con los demás de lo mal que me trataban en casa. Sin embargo, me la pasaba de maravilla en casa, mis padres eran comprensivos y cariñosos, pero era más divertido inventarme historias y hacerme la víctima. A los adolescentes les gusta lamentarse, eso los divierte.
– Quizá mis hijas tenían razones para quejarse.
– Y quizá tú eres demasiado duro contigo mismo.
– No lo creo. Antes salíamos hablar mucho. De repente ya no sé nada de ellas y mis opiniones son tontas…
Kat volvió a sonreír.
– Mick, las chicas te quieren. Ya se les pasará.
– Nunca -gruñó Mick con un dejo de humor-. Jamás podré hacer una llamada de negocios desde casa los próximos seis años, porque debes creerme, jamás se irán de casa. Nunca se casarán. Cualquier muchacho en su sano juicio que eche una mirada al cuarto de baño de las chicas en el primer piso… -Mick se puso rígido de repente-. ¿Y quién es ese tal Johnny que mencionaste?
Kat iba a contestar, pero se contuvo.
– Pregúntale a Noel.
– En otras palabras: no me lo dirás -murmuró él-. Mataré a ese mequetrefe. Tengo entendido que es un malandrín, ¿verdad?
– Pregúntaselo a tu hija -porfió Kat con una risilla.
– Te lo pregunto a ti. Por favor, ayúdame -Mick no supo por qué había dicho eso, pero ya era tarde para rectificar-. No te estoy pidiendo que resuelvas mis problemas, pero hay veces en las que agradecería poder hablar con algún, recibir consejos. Consejos de una mujer.
Kat negó con la cabeza con rapidez, con demasiada rapidez.
– Soy la última persona que te podría aconsejar. No sólo no tengo hijas, sino que nunca he tratado a ninguna niña. Mis opiniones no cuentan.
– Pero eres mujer. Y mis hijas te admiran. Se pasan la vida repitiendo lo que les dices. Tú debes saber más que yo sobre cuestiones de tu propio sexo.
Kat lo miró de una manera que él no supo interpretar. Apareció en sus ojos una calidez, un brillo que aceleraría el pulso de cualquier hombre, pero en seguida se desvaneció. Kat miró el reloj de pared y se puso de pie de un salto.
– ¡Caramba! ¿Te das cuenta de cuánto tiempo hemos estado hablando? Es más de la una. Mañana tengo que trabajar y tú también.
Mick se puso de pie también, pero ella fue hacia la puerta antes que él. Era como si quisiera escaparse. Sin embargo, titubeó un momento en la puerta.
– Mick, de verdad creo que si necesitas ayuda se la estás pidiendo a la persona equivocada, pero si me necesitas… ya sabes dónde vivo. Creo que no te sentirías muy cómodo comprando sostenes con Angie. Ese tipo de cosas las podría hacer yo y con gusto.
– Bien -dijo Mick. Le abrió la puerta a su vecina y ella murmuró algunas frases de cortesía.
Había vuelto a convertirse en una extraña. En cierto sentido nunca habían sido más que extraños, pero él había sentido algo más esa noche, algo especial, algo real… algo muy importante para él.
Quería decirla que ella había sido muy amable al ir a verlo y hablar con él… pero no sabía cómo hacerlo.
Y como no conocía otra forma de dar las gracias, se inclinó hacia ella con lentitud. Kat no se apartó al sentir el roce de sus labios. Se quedó paralizada, lo cual desconcertó a Mick. No era posible que estuviera asustada; Mick nunca asustaba a las mujeres. Sólo le había dado un beso de buenas noches, de agradecimiento. No podía interpretarlo mal.
Cuando Mick apartó los labios, Kat lo siguió mirando fijamente hasta que el ambiente se puso tenso. Mick tardó un momento en comprender.
Kathryn, su vecina,, tenía tal confianza en sí misma que podía intimidar a un hombre con su sola presencia.
Pero Kat, esa Kat que lo miraba tiernamente, casi asustada, no.
Kathryn tenía un control casi total sobre sus sentimientos.
Kat no siempre podía controlarlos.
Todavía estaban de pie en el umbral de la puerta abierta. El aire acondicionado los abanicaba por un lado. El calor de la noche les llegaba por el otro lado. Mick sintió como si estuvieran atrapados entre el frío de la soledad y el calor del amor.
Mick atravesó el umbral. Tomándole la barbilla con una mano, le sostuvo la cara. El pulso de la joven se aceleró al sentir esa caricia. Ella trató de mover la cabeza, y Mick pensó que la piel de su vecina era demasiado suave para soportar el roce de sus manos callosas, que ya habían perdido la costumbre de acariciar.
Sedosas madejas rojas brillaron entre los dedos de él cuando ella bajó la cabeza. Mick descubrió de repente que besar a Kat sería muy diferente que besar a cualquier otra.
Ella se quedó quieta. Mick sólo le rozó los labios con suavidad. Y otra vez tuvo la extraña sensación de que no había echado de menos a una mujer todo ese tiempo. Había echado de menos a Kat.
Y los suaves labios de ella, tan inmóviles, de repente cobraron vida bajo los de él. Las manos de Kat subieron por los brazos de Mick, muy lentamente y entonces él la abrazó con más fuerza.
Kat se estremeció cuando sus pequeños senos tocaron el pecho desnudo de su vecino. Rodeó con los brazos el cuello de él.
Mick había pensado, desde que murió su mujer, que un hombre podía vivir sin pasión. Podía endurecerse; podría vivir solo si fuese necesario; podía controlar sus deseos, negarlos. Pero sólo durante cierto tiempo. No para siempre.
Eso era lo que él había pensado, pero no sabía qué sentía una mujer al respecto. La pasión de Kat era salvaje… como la inocencia misma.
Kat lo había desconcertado durante mucho tiempo. Pero ya no. Podía sentir que estaba tan sola como él mismo; podía percibir su recelo, su temor, a pesar de que su boca se movía bajo la de él, anhelante, ávida. No era una mera atracción sexual. Era algo más profundo y peligroso que el sexo. Era la búsqueda de la comunicación absoluta, del entendimiento y la pasión que iba más allá de los sentidos.
La sangre le ardía en las venas a Mick, pero sintió que su vecina se estremecía y se ponía rígida de repente. Ella se apartó primero. O lo intentó.
Mick se dio cuenta de que ella quería separarse y pensó que estaba bien. Pero no así. No como unos adolescentes asustados que huían de su propio deseo.
La estrechó con más fuerza, sólo un momento más, hasta que la respiración de los dos volviera a su ritmo normal. Mick olió a rosas, escuchó el susurro del viento y deslizó los dedos por el sedoso pelo de la joven. La besó en la frente con ternura.
– Está bien -dijo con suavidad.
Ninguno de los dos había buscado esa pasión, ni la había esperado. Pero él no la forzaría a seguir, ella no tenía nada que temer. No de él.
Pero para ella no estaba bien. Sonrojada, con la boca temblorosa, apartó la cara.
– No quería…
– Vamos, Kat. Tómalo con calma, yo tampoco quería que sucediera esto.
– No sé qué…
– Yo tampoco.
– Sólo ha sido un error. La gente comete errores a veces. Pero puedes confiar en mí, Mick. No volverá a suceder.
Y se fue. Se fundió con las sombras de la noche antes que él pudiera contestar. No sabía lo que habría dicho. El comentario de Kat fue como una disculpa. No tenía mucho sentido, ya que él fue quien la besó.
Pero la reacción de ella no lo asombró. Nunca había comprendido a Kat.
Esperó hasta verla subir los escalones de su porche, oyó el ruido de la puerta de su casa al cenarse y vio apagarse la luz del porche. Luego volvió a entrar en su casa.
Quizá era más de la una, pero ya no tenía sueño. Vació las botellas de cerveza en el fregadero, apagó las luces de la sala y subió a ver cómo estaban sus hijas. Estaban dormidas. Noel tenía encendida la radio. Angie abrazaba un oso de peluche. Mick apagó la radio y subió al tercer piso de la casa, para asomarse por la ventana.
La casa de Kat era idéntica a la de él, pero ella usaba los cuartos de manera diferente. Mick dormía en el tercer piso. Kat en el segundo. La luz de la habitación de Kat estuvo encendida otra media hora. Un buen rato después de que ella la apagó, Mick se quedó de pie delante de la ventana, viendo cómo la luz de la luna iluminaba el encaje de las cortinas del cuarto de su vecina.
Las cortinas del cuarto de Mick no tenían encaje. Eran de tela sintética. El mobiliario y la decoración de su casa eran sencillos. A June nunca le había interesado la decoración de interiores.
Era una mujer con la que era fácil convivir. No había en ella nada de frágil. Era sencilla, vital, entusiasta.
Mick nunca había modificado su estilo de vida por su mujer, no porque no lo hubiera querido, sino porque June se habría enfadado si lo hacía. June era una mujer independiente y respetaba la independencia de los demás.
Había estado enferma dos años; fue una enfermedad lenta y dolorosa. La gente pensaba que Mick había lamentado su muerte. No era cierto. Había lamentado esos dos largos y penosos años. Había sufrido intensamente por no poder ayudarla, por no poder aliviar su dolor.
Mick la había querido, de eso no cabía duda. Pero siempre había faltado algo; no para ella, para él. June nunca lo había necesitado. Como hombre, como esposo, como otro ser humano. Mick hubiera querido que lo necesitara, en especial esos últimos y espantosos meses. Ella nunca le había dado esa oportunidad.
Cuando ella murió, la gente pensó que la repentina obsesión que Mick mostraba por su trabajo se debía al dolor de su pérdida. Pero la verdadera razón por la que se había volcado en su trabajo fue porque se sentía culpable. El agotamiento físico y mental era más fácil de soportar que los malos recuerdos. June nunca había sido verdaderamente feliz en su matrimonio. Dios sabía que él tenía razones poderosas para sentir lo mismo. Pero sabía que no podría haberse casado con una mujer más buena. June era buena, noble.
La falla estaba en él. Había estado casado catorce años con una mujer excelente… y siempre se había sentido más solo que un ermitaño.
Se apartó de la ventana. Se desnudó y se metió en la cama después de apagar la luz.
Kat no era June.
En nada se parecía a June.
Quizá era independiente y orgullosa, pero también era extravagante. Llevaba ropa del siglo diecinueve y llamaba la atención por la calle con su pelo rojo. Y Además era apasionada.
Mick siempre había deseado encontrar una mujer a la que él le importara. Quizá había dejado de creerlo posible a causa de June, y con Kat… bien, quizá no era sensato enamorarse de una mujer a la que no entendía. Sería peor aún arriesgarse a lastimar a alguien que ya había sufrido una decepción.
Aunque en realidad no sabía si Kat había sufrido una decepción. Lo único que sabía con certeza era que ella lo atraía y lo intrigaba sobremanera. Se acordaba de su perfume, de su cuerpo pequeño acoplado al de él, de sus pequeños senos puntiagudos, de su suave piel…
¿Sabes cuánto trabajo tienes mañana? No podrás dormir si no dejas de pensar en ella, Mick Larson, se reprochó a sí mismo.
Pero por primera vez en meses, quizá en años, Mick no quería dormir.