Capítulo 6

Kat tenía los ojos cerrados, para contener las lágrimas que amenazaban con brotar. No era un dolor insoportable. Podía controlarlo, estaba segura. Después de todo, se dijo, el dolor es sólo… dolor.

Quería que Mick la hiciera suya. Momentos antes había deseado que le hiciera el amor y ese deseo se apoderó de su cuerpo, su mente y su alma. Eso no había cambiado. Lo que pasaba era que el dolor que sentía tenía el poder de apagar hasta el deseo sexual más intenso. Todos los músculos de su cuerpo se habían agarrotado. Le dolía en su parte más íntima. Por desgracia era un sitio demasiado sensible para tener que soportar el dolor.

Y luego ella ya no tuvo que aguantar más. Oyó que Mick emitía un resuello profundo, se apartó de ella. Se volvió de espaldas, rodeó a la joven con un brazo y la estrechó contra su pecho, no con mucha delicadeza. El corazón de Mick latía aceleradamente. Kat trató de levantar la cabeza. Mick la estrechó con más fuerza.

– Quizá será más fácil si hacemos esto juntos. Aspira hondo, suelta el aire, poco a poco, profundamente. Deja la mente en blanco y… -le dio un beso con ternura en la frente-… y si quieres darme un bofetón hazlo.

– ¿Por qué?

– Por todos los santos, hacerlo en la arena… y al aire libre. Te abalanzaste sobre mí. Hasta cuando era adolescente y sólo pensaba en chicas podía controlarme más. Me vuelves loco, Kat… aunque eso no disculpa lo que hice…

– Por Dios, Mick, ha sido sólo culpa mía…

– ¿Por no decirme que te estaba haciendo daño? Pues sí, tienes tú la culpa. ¿Hasta cuándo ibas a ocultarme que tenías problemas? -los labios de ella se movieron, pero no emitió ningún sonido. En realidad no hacía falta. La expresión de sus ojos lo decía todo-. No me lo ibas a decir, ¿verdad? Ibas a dejar que siguiera adelante, ¿no?

El labio inferior de Kat comenzó a temblar.

– No… esperaba que te detuvieras. No creí que pudieras hacerlo y no te lo habría pedido. No… entonces. Y pensé que podría soportar el dolor sin que te dieras cuenta.

Mick no quiso oír más.

– ¿Con qué clase de cretinos te has acostado, Kat? -le pasó los dedos por el pelo-.Te lo diré por si no lo sabías: un hombre siempre puede controlarse. Claro, puede ser un poco frustrante o muy frustrante por un momento. Pero cuando en una pareja uno tiene un problema, el problema es de los dos. ¿Entiendes? Siempre que algo no ande bien, debes decirlo. Para que sepa que me has entendido, dime "sí, Mick" -su tono no era autoritario.

– Sí, Mick.

La mirada preocupada, posesiva, intensa de él recorrió la cara de su compañera.

– Sé que te he hecho daño, de modo que ahora no te vuelvas reservada conmigo. ¿Estás bien? ¿Te he desgarrado algo? ¿Te sigue doliendo?

– Estoy bien -murmuró ella. Sintió que el rubor le cubría las mejillas-. Es probable que me sienta mejor que tú ahora.

– ¿Sí? -Mick entendió a lo que ella se refería-. Pero no te preocupes, después de que nade un poco se me pasará. Además, ahora ya lo sabemos a ciencia cierta.

– ¿Qué es lo que sabemos?

– Que uno no se muere de frustración -dijo él. Cuando Kat alargó el brazo para alcanzar su ropa, Mick se la arrebató, se incorporó y luego la tomó de las dos manos.

Kat no dijo nada cuando él le volvió a subir las bragas. No dijo nada cuando le empezó a poner el mono y luego le subió la cremallera. No la vestía como habría vestido a un niño, la vestía con la absoluta concentración de un amante. Sus palmas se detuvieron en las caderas de ella. Luego subieron y los pulgares le rozaron los pezones que se endurecieron.

Mick le dijo de mil maneras que nada había cambiado. La deseaba. Y ella a él. Un pequeño contratiempo no lo desanimaba, al contrario, acrecentaba los sentimientos que por ella abrigaba. La quería.

Tanto que ella de repente se estrechó contra él, profundamente conmovida.

– Mick -susurró, con lágrimas en los ojos-. No me estabas escuchando antes, pero ahora me tendrás que escuchar. En realidad no fue culpa tuya. En absoluto. Fue culpa mía.

– Entiendo. Tienes la culpa de que no haya tenido ninguna delicadeza.

– Ese no es el problema -murmuró ella-. Soy frígida.

– Querida, no te oigo bien si hablas tan bajo y pegado a mi pecho.

Ella no pudo evitarlo. No podía mirarlo a la cara para hablar de un tema tan doloroso y mortificante.

– Soy frígida -repitió-. Al menos no sé de qué otra forma decirlo. Pero…

Kat oyó cómo el pecho de él se movía y retumbaba. Azorada, levantó la cabeza. Mick ni siquiera intentó contener la risa y sus ojos brillaban con malicioso humor.

– Querida, créeme. Eres todo menos frígida. De eso estoy más que convencido.

El lo tomaba a broma. Le parecía graciosa la idea de que ella se pudiera considerar frígida. Kat conducía hacia Calhoun. Casi todos los que la conocían pensaban que era anticuada, conservadora. Nunca salía con hombres y sólo hablaba con aquellos con los que tema alguna relación de trabajo. Sin embargo sabía que era afectuosa y cálida con las personas a las que quería. Era desconcertante saber que Mick la podía considerar una mujer apasionada. Tanto que la idea de que pudiera considerarse frígida le hacía reír.

Miró por el espejo retrovisor. "No se ha sacado esa impresión de la manga, Kathryn Bryant. Con ningún otro hombre te habías comportado como lo has hecho con él", se dijo para consolarse.

Lo sabía, y por ello había procurado evitarlo los últimos tres días. Impaciente, metió tercera. El tráfico en Charleston era muy lento a la hora de comer a principios de agosto. El calor y la humedad eran abrumadores.

Había dos papeles en el asiento de cuero del pasajero. Uno lo habían puesto en la puerta de atrás de su casa, el otro en la puerta principal esa mañana. Las notas contenían idéntica información: cena esa noche, a las cinco, ropa informal.

Podría haber ignorado una nota. Dos era más difícil. Larson volvía a asediarla. Como una cobarde, ella se había estado ocultando tres días, no contestaba el teléfono, inventaba excusas para estar fuera de casa y para ver los proyectos de renovación de la tienda. Sabía que no estaba actuando con madurez y aun así estuvo pensando toda la mañana cómo rechazar esa invitación a cenar.

Dio la vuelta hacia el callejón que estaba detrás de la bodega, apagó el motor y sacó la llave. Las nubes se agolpaban al oeste, como anunciando que iba a llover. La ola de calor no había cedido en un mes. Quizá era el bochorno del ambiente el causante del estado de ánimo de Kat. Se sentía profundamente deprimida.

Si no había resultado con Mick, jamás resultaría. Si una quería a un hombre, si confiaba en él y lo respetaba, y aun así no resultaba, la situación era irremediable.

Sabía cómo rechazar el ofrecimiento de Mick de esa noche. Podría volver a su casa y colocar las notas en las puertas como si nunca las hubiera visto. Había muchos lugares donde podría esconderse hasta que pasaran las cinco. Y lo cierto era que tenía mucho trabajo.

"Vamos, Kat. Vives en la casa de al lado. Vas a tener que encontrarte con él en cualquier momento", se regañó.

Lo sabía. Lo único que quería era que ese momento se retrasara. Quizá en 1995 ó 1996. Todavía no.

La campanita sonó cuando ella entró en la tienda. Georgia levantó la vista de la caja registradora.

– ¿Has comido bien?

– Sí, gracias. Yo me ocuparé de la caja. Puedes ir a comer. Hace demasiado calor para hacer nada rápido hoy.

– Ya comí -Georgia sacó de debajo del mostrador una botella de Coca-Cola dietética y Kat hizo una mueca-. Te llamó Mick. Quería recordarte que pasaría a buscarte a las cinco.

– Gracias -respondió con ironía-. ¿Algo más? ¿Un huracán? ¿Una llamada de Hacienda? ¿Un robo?

– Nada tan desastroso.

– Asombroso.

– Pero tienes dos visitantes esperándote en tu oficina.

– ¿Visitantes?

Las visitantes estaban tomando un vaso de limonada y una tarta de frambuesa. La rubia bajita movía nerviosa las piernas y la morena, vestida de rojo y blanco, ocupaba la silla de Kat.

– ¡Estás… impresionante! -elogió Kat a Noel y le dio un abrazo cariñoso a Angie-. ¿Pero qué hacen aquí?

Las dos comenzaron a hablar al mismo tiempo.

– Tomamos un taxi y…

– Siempre hemos querido conocer tu oficina, Kat, pero más que nada queríamos hablar contigo.

– Tenemos que hablar contigo -corrigió Angie-. Esto es importante y no podíamos hablar en ninguna parte donde papá nos pudiera oír.

– Parece seria la cuestión -murmuró Kat-. Bien, escúchenme. Si se trata de algo sólo para mujeres, está bien. Pero si es algo que su padre debería saber…

– No tenemos ningún problema, Kat. Ni siquiera estamos aquí para hablar de nosotras -se apresuró a decir Noel-. En realidad hemos venido a hablar de ti -al ver la mirada de desconcierto de Kat, explicó-: Ya sabes. Sobre lo de papá y tú. No hay problema. Estamos de acuerdo.

Kat se desplomó en la silla más cercana.

– Al principio no estaba segura -dijo Angie-. Es decir, ahora tú y nosotras somos amigas. Así que pensé: ¿para qué complicar las cosas convirtiéndote en nuestra madrastra? Y también sentía lealtad hacia mi madre. Pero como dice Noel, mamá te apreciaba mucho y además, aunque te conviertas en nuestra madrastra no vas a portarte como la madrastra de Cenicienta, ¿verdad?

Kat no tuvo tiempo de replicar antes que Noel interviniera.

– Y papá está muy distinto desde que andas con nosotros. Sonríe todo el tiempo. Ya no está tan serio como antes. Es como si volviera a ser nuestro padre de antes, ¿comprendes?

– Habla, se ríe con nosotras y pasa mucho tiempo en casa -recalcó Angie.

Kat trató de interrumpirlas de nuevo, pero no tuvo oportunidad de hacerlo.

– Y sabemos por qué -Noel se apartó un rizo-. No estamos ciegas; las dos podemos ver lo que está pasando. Y sólo queremos que sepas que con nosotras no hay problema, estamos aquí para ayudarte. Estamos de tu parte. Papá es demasiado… cómo te diría… -intercambió miradas con su hermana-. No estamos seguras de que papá sepa lo que está haciendo.

Angie, demasiado ingenua para ser discreta, apuntó:

– Tampoco nos parece que tú lo sepas muy bien. Quizá piensas que sólo soy una niña, pero he aprendido muchas cosas en la televisión.

– Nos parece que podrías pintarte un poco mejor, Kat -dijo Noel con absoluta seriedad.

– Y papá no sabe lo que tiene que hacer… como invitarte a bailar, comprarte flores y bombones y esas cosas. Noel dice que quizá tú tengas que darle un empujoncito.

– Hace mucho que él no tiene nada que ver con mujeres -dijo Noel.

– ¡Vaya! -pudo decir Kat al fin.

– Nos pareció que podríamos darte algunas ideas, ayudarte a arreglar algunas cosas. Yo podría cocinar, Angie ha encontrado unas velas.

– Vaya -replicó Kat. Miró largamente a las dos chiquillas entusiastas e hizo lo que pudo para hacerse a la idea de lo que estaba oyendo. Si tuviera tiempo iría a la biblioteca a buscar un libro sobre adolescentes precoces y la manera de tratar con ellas. Por desgracia no había tiempo-. Antes que nada, señoritinas, están equivocadas. Soy amiga suya, y espero que también de su padre.

– Sí, Kat.

– Sí, Kat.

– Segundo: No tengo nada que ver con cualquier cambio que hayan visto en su padre. Nada.

– Sí, Kat -las dos hermanas se miraron.

– Tercero: Puedo quererlas muchísimo, pero eso no significa que ciertos temas no dejen de ser muy personales. Lo que sucede entre un hombre y una mujer, es algo entre él y ella. Eso se aplica a mí, a su padre, y a cualquiera con quien se relacione su padre ahora, mañana o dentro de diez años. No deben meterse en lo que no es asunto de ustedes. ¿Lo entienden?

– Sí, Kat -contestaron al unísono.

– Cuarto… -Kat movió la cabeza molesta-. No han entendido nada. No me casaré con su padre. No seré su madrastra. Su padre y yo sólo somos amigos. Eso es todo. ¿Entendieron?

– Sí, Kat.

– Sí, Kat.

Las chicas dieron una vuelta por la tienda, tomaron galletitas, se probaron sombreros del siglo pasado y jugaron con las miniaturas en la casa de muñecas. Por fin Kat llamó a un taxi y pagó por adelantado para que las llevara a su casa. Pensaba que lo había dejado todo claro, hasta que Noel le dio un pellizco pícaro en la mano cuando se iban.

– Si papá no llega a casa esta noche, yo prepararé el desayuno de Angie -murmuró-. No te preocupes por nada. Tengo suficiente edad para comprender ciertas cosas.

Georgia la encontró en su oficina media hora después, quitándose las horquillas que sostenían su peinado estilo pompadour y tirándolas a la pared como si fueran dardos. Georgia extendió la mano y le enseñó a su jefa un par de aspirinas. En la otra mano llevaba un vaso de agua.

Kat se tragó las dos aspirinas.

– Ya está -dijo y luego se tomó el agua-. Me mudaré. No puedo con ellas, ni con él. Punto y final.

– ¿Quieres que te dé un consejo?

– No. Los consejos no me ayudarán. Que me diera gripe de repente antes de las cinco, eso sí que me ayudaría.

– Kat, detesto ser yo quien te diga esto, pero…

– Entonces no me lo digas.

– Si no quieres salir con él esta noche, no necesitas ninguna excusa. Simplemente puedes ser sincera y decir "no". Y como ni siquiera han considerado una opción tan simple, podría significar que en realidad quieres estar con él.

– Por Dios, Georgia, si no puedes decirme nada más consolador o convincente, más vale que te vayas a trabajar.

A Georgia eso le pareció muy gracioso, pero Kat se hundió en la silla de su escritorio cuando por fin la oficina quedó vacía. Sin siquiera hacer una pregunta, Georgia había comprendido la situación, aunque no del todo.

Kat no había cancelado la cita con Mick porque su intención era salir con él, y lo había sabido todo el día. La única forma de aclarar el lío en el que se había metido era enfrentarse a Mick cara a cara.

Le había dicho a Mick que era frígida, pero no le había dicho lo más importante: que su relación era imposible. Que ella no servía como mujer, como pareja y amante.

Se quitó la última horquilla y la tiró a la pared. Después de lo de Todd, había sufrido. Pero no como en ese momento. Todd no tenía dos arrogantes, exasperantes hijas a las que Kat quería enormemente. Y Todd no era Mick, a quien ella quería con toda su alma.

Si no le doliera tanto, de manera tan terrible, sin duda lloraría. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida como para dejar que Mick llegara a serlo todo para ella?

Mick no había comprado condones desde que era un adolescente. Entonces, los paquetes estaban escondidos debajo del mostrador. El farmacéutico siempre estaba ocupado, así que para comprarlos había que pedírselos a una mujer… siempre una mujer… y ella siempre repetía el encargo de forma que todos en la farmacia podían oírlo. Todavía recordaba haberse sentido como un pervertido. Se alegró de ser ya adulto y de que los tiempos hubieran cambiado.

Con un tubo de pasta de dientes en una mano y un frasco de enjuague para la boca en la otra, estaba de pie cerca de las toallas de papel. En la casa ya no había toallas de papel, de modo que tenía una buena excusa para estar allí. Era un mero accidente que fuera lo bastante alto para ver lo que había en el estante de los condones.

Los tiempos habían cambiado definitivamente.

¡Cielos, había millones de marcas! Todo lo que él recordaba eran dos marcas diferentes. Esas compañías todavía existían pero ofrecían una gama más variada. Uno podía comprar los condones en paquetes, o en caja. Se podían comprar lubricados, sin lubricar, acanalados o lisos. Se podían comprar perfumados, de distintos colores.

Mick siguió mirando. Por ninguna parte podía ver un simple modelo como los de antes y de ninguna manera se imaginaba poniéndose un protector amarillo fluorescente que olía a plátano.

– ¡Vaya, señor Larson! Siempre me encuentro con sus hijas, pero rara vez con usted.

Rápidamente, tomó un paquete de toallas de papel antes de volverse a mirar a su vecina. La última vez que había visto a la señora Pincher, fue cuando ella acompañó a sus dos hijas y a los tres de ella para ir a una función de teatro en el colegio. La mujer tenía el pelo castaño, rizado, con algunas canas, ojos cansados y sonrisa maternal. No había manera de escapar de su bien intencionada charla, la cual no comenzó a decaer hasta que la mujer no habló de la espantosa ola de calor, del nuevo ascenso de Harv, su esposo, y de lo rápido que estaban creciendo las hijas de su interlocutor.

– ¿De modo que ha tenido que encargarse de las compras?

– Nos quedamos sin toallas de papel en casa y…

– Bien, bien… no deje usted ir a vernos de vez en cuando, ¿eh? ¿Por qué no viene una de estas noches a tomarse una cerveza con Harvy?

– Lo haré -prometió Mick.

La mujer sonrió. Mick la habría olvidado por completo si ella no hubiese dado la vuelta hasta llegar al estante de los condones. Mick la miró con azoro cuando ella, con toda naturalidad, afianzo un paquete y lo dejó en su carrito.

Vaya, conque así era como se hacía. Los hombres les encargaban a sus mujeres que compraran los útiles dispositivos.

Adoptando la misma actitud despreocupada de la señora Pincher, fue hasta allí y tomó uno de los paquetes que le parecieron más tradicionales.

En la caja, dejó sus compras enfrente de la empleada y buscó su cartera. Miró a la cajera, con la mente absorta en Kat y su inminente encuentro.

Toda la semana ella había procurado evitarlo. El lo comprendía: ella estaba consternada por lo que había ocurrido en la playa. También él. No había nada de malo en una playa desierta y la luna como escenario romántico, pero la áspera arena no era lo ideal para la primera vez. No con Kat, en todo caso.

Kat era muy recatada en lo que se refería al sexo. A Mick le gustaba eso, en realidad, porque significaba que no se tomaba su relación a la ligera. Pero sin duda también tenía algo que ver con esa actitud el tipo que la había lastimado. Lo que importaba, sin embargo, era que desde mucho tiempo antes de su aventura en la playa, Mick sabía que hacían falta ciertos elementos para la primera vez que tuvieran una relación íntima. Un lugar cómodo, agradable sin posibilidad de interrupciones. Y un hombre que mantuviera por completo el control.

Mick tenía una buena opinión de sí mismo como amante. Sabía casi con certeza que una vez que ella venciera sus recelos, todo saldría bien. No era egoísta en la cama y conocía las necesidades de una mujer. Un hombre no podía estar casado catorce años sin llegar a ser consciente de lo que esperaba una mujer de una relación, a menos que fuera un verdadero imbécil. Por ejemplo, sabía que la mujer necesita más tiempo para excitarse.

Sin embargo, con Kat él no se había percatado a tiempo del cambio que se operó en el estado de ánimo de su acompañante. El había estado seguro de que ella estaba deseando que la hiciera suya. Lo había sentido en sus manos trémulas al ayudarlo a bajarse los pantalones, lo había visto en sus ojos, lo había notado en su voz susurrante, implorante, hasta que llegó el momento de alcanzar la cima del placer.

¡Diantres! ¿Qué había hecho mal él?

Una oleada de calor abrasador lo recibió cuando salió de la droguería. Su camioneta era como un horno. Dejó los paquetes en el asiento subió. Metió la llave y puso en marcha el vehículo.

Mientras conducía sus pensamientos seguían el mismo curso: Kat. Con ella, y sólo con ella, había saboreado la promesa de una plena satisfacción. En cierto modo, Mick siempre había vivido, solo. Kat había cometido la imprudencia de demostrarle que eso no tenía por qué ser así.

Esa noche. Eran las únicas palabras que ocupaban su mente. Adivinaba que Kat ya debía estar hecha un manojo de nervios al pensar en su encuentro inminente. Tenía razones para estar nerviosa. Pero no las que ella creía.

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