Capítulo 3

– Así que quiere usted una repisa. ¿Pero de qué estilo la quiere, barroca, gótica…? -sosteniendo el teléfono entre la oreja y el hombro, Kat escribía el pedido. Cuando se abrió la puerta de su minúscula oficina, todavía estaba hablando.

Georgia, vestida al estilo siglo diecinueve modernizado igual que su jefa, sólo balbuceó una palabra:

– Auxilio.

Kat sonrió, terminó de hablar por teléfono lo antes que pudo y luego fue a la tienda. El local estaba atestado de clientes. La ayudante de Kat, Georgia, tenía treinta y nueve años y el pelo rizado color castaño. Le encantaban las galletas de mermelada.

Dos de los clientes eran coleccionistas de muñecas de porcelana. Kat los atendió primero, luego fue hacia las tres señoras de pelo cano que estaban delante del mostrador de joyas.

– ¡Señorita Bryan! -exclamó una de las damas-. La semana pasada tenía usted una sortija de granate en este escaparate, una piedra rodeada por perlas pequeñas. Tenía una inscripción.

– Lo recuerdo. ¿Quiere verla otra vez?

La señora de mejillas sonrosadas quería verla, pero no comprarla, y Kat no puso ninguna objeción. Mientras hablaba con ella sobre joyas antiguas, Kat recorrió la tienda con mirada posesiva.

Todo el lugar estaba lleno de aromas y preciosos objetos cuyo objetivo era cautivar a los amantes de las antigüedades. Kat era inteligente y sabía disponerlo todo de manera estratégica: a los clientes les gustaba explorar, sentir que descubrían "un hallazgo". Las repisas, los cajones abiertos e incluso el suelo estaban astutamente sembrados de "hallazgos": un arpa del siglo diecinueve, un caballo mecedora, lámparas de cristal, botas altas estilo fin de siglo para dama, mantillas de encaje, cucharas de plata estilo "art nouveau" y muñecas victorianas.

Para los clientes que no sucumbían al ver esos objetos, Kat procuraba atraerlos por el olfato. Vendía sacos perfumados y jabón. Los aromas de naranja y canela, rosas y limón habían invadido desde hacía mucho tiempo la tienda. Si al oler esas delicias los clientes no compraban, Kat apelaba a un tercer sentido: el gusto.

Algunas tiendas servían café para los clientes. Kat ofrecía ponche o té. Cuando algún comprador se acomodaba en los sillones mullidos para descansar un poco mientras buscaba preciosos objetos, se le ofrecía un merengue, galletas de mermelada o, cuando Georgia tenía tiempo, un trozo de alguna deliciosa tarta. Por supuesto, al lado de la caja registradora había a la venta galletas y pastelillos estilo siglo diecinueve.

Las tres señoras de pelo cano recorrían la tienda. Entraron otras dos clientas. Kat supo con sólo mirarlas que ninguna de las dos era una derrochadora. Kat adoraba su tienda, pero antes de llevar ni un mes en el negocio fue consciente de que las ganancias que tendría no le permitirían nadar en la abundancia.

Georgia le ofreció una taza de té y un panecillo. Kat se los tomó y habría vuelto a trabajar si la campanilla no hubiera sonado de nuevo.

Mick entró en la tienda con toda rapidez, pero en seguida se detuvo con una cómica expresión de susto en la cara. Todas las mujeres que había allí se volvieron para mirarlo. Kat supuso que se sentía abochornado. Pocos hombres entraban en la tienda con pantalones vaqueros viejos, botas de trabajo llenas de polvo y un casco en la cabeza. La camiseta blanca que llevaba estaba impecable, pero sus hombros eran demasiado anchos para la mayor parte de los pasillos y, a menos que respirara con mucho cuidado, en ese momento estaba a punto de tirar al suelo un montón de mantillas. Georgia, experta en evitar desastres, dejó la caja registradora y corrió hacia él. Se detuvo, pensativa, cuando se dio cuenta de que el desconocido había visto y reconocido a Kat.

Los ojos de Mick se posaron en ella con avidez. Era la misma mirada que le había dirigido tres noches antes, poco antes que ella recobrara la cordura y se apartara de él después de que la besara.

Había algo peligroso en Mick y no era que estuviera a punto de tirar los estantes de las mantillas. Su peligro residía en su sonrisa tierna, en su forma de ladear los hombros para no causar destrozos, en sus ojos azules como el mar que no se despegaban de Kat mientras iba hacia él.

– No respires, no parpadees, no te muevas -ordenó Kat.

– No lo haré, créeme.

Kat llegó a tiempo de evitar que se cayeran las mantillas y le sonrió abiertamente.

– Si te reduces unos treinta centímetros y aprietas los codos contra el cuerpo, podríamos lograr que atravesaras la tienda. Mi oficina está en la parte de atrás -su sonrisa se desvaneció al ver la expresión del recién llegado-. Debe ser muy serio lo que vienes a decirme para haber dejado tu trabajo. ¿Qué pasa?

– ¿Cómo?

– ¿Vienes a contarme algún problema de Angie y Noel?

Mick titubeó.

– Pues… sí.

Así que no iba a verla para hablar de las chicas, pensó Kat. Mick podía construir grandes barcos, pero le costaba mucho trabajo idear pequeñas mentiras. Era sincero y honrado, algo que Kat había descubierto tres noches antes. Quizás esas cualidades explicaban que ella hubiera perdido la cabeza por un momento.

La mirada de Mick se posó en el pelo de la joven. Se lo había rizado a la antigua; llevaba una blusa de cuello alto con un broche y tenía la nariz empolvada. En los labios de él se dibujó una sonrisa.

– Siempre me ha intimidado -murmuró.

– ¿El qué?

– Tu expresión de doncella inaccesible, virginal. Y sospecho que no te vistes así por tus clientes, sino porque te encanta hacerlo.

En ese momento Georgia se acercó a Mick con una bandeja llena de galletas. Georgia veía un hombre y le daba de comer, era algo instintivo y automático en ella, como un reflejo. Mick, totalmente fascinado en esa tienda, se detenía a cada dos pasos para examinar algo en los estantes o el suelo. Cuando por fin dejó de husmear, Ed, un ayudante de Kat de pelo ensortijado, apareció por la puerta de atrás con una caja que la dueña debía revisar.

– No tardaré ni un minuto, Mick.

– Aquí te espero. Me entretendré mirando; no te preocupes por mí.

Pero ella se preocupaba. Quería saber por qué estaba él allí, qué era lo que quería decirle. Por desgracia no había tiempo. En cuanto Kat revisó la entrega de Ed, el teléfono sonó y llegó un camión lleno de mercancías.

Kat vio a Mick deambular por la tienda. Cada vez que volvía la cabeza veía los ojos de Mick fijos en ella como los de un hombre que trataba de encajar las piezas de un rompecabezas con formas de mujer. Kat se mostró algo impaciente con una clienta, algo que nunca hacía, y luego perdió de vista a Mick.

Cuando se vio libre de sus ocupaciones, Kat estaba agotada, acalorada y sudorosa, y sorprendió a Mick observando con atención una caja de medallones.

El podía haberse sentido torpe y temeroso en la tienda, pero el almacén era otra cosa. Kat dudaba de que él tuviera por costumbre holgazanear un día laborable, pero en ese momento no parecía tener ninguna prisa. Su mirada estaba llena de curiosidad e interés, un interés masculino, y no precisamente por los medallones. Sus ojos no se despegaron de la joven mientras se incorporaba con lentitud.

– ¿Siempre estás tan ocupada?

– Ojalá fuera así -suspiró Kat-. Este verano ha sido el mejor que he tenido. Todo el mundo está interesado en decorar su casa este año y, gracias a Dios, está de moda lo antiguo.

– ¿Te va bien en el negocio?

– He logrado convencer a mi banco de que así es. Durante los últimos tres años han aceptado, con cierta renuencia, que soy una persona solvente.

Mick sonrió.

– Es mucha responsabilidad para una sola persona.

Kat movió la cabeza de un lado a otro.

– En realidad no. Tengo suficientes ayudantes. Georgia es mi brazo derecho y tengo dos personas que trabajan media jornada. Ed trabaja en el almacén y cuento con él para todo. La mayor parte del tiempo no tengo otra cosa que hacer más que holgazanear en mi oficina.

– Kat.

– ¿Sí?

Los ojos de Mick se posaron en los de ella mientras se tomaba un vaso de limonada.

– ¿Podrías tranquilizarte un poco? No voy a morderte.

Kat no recordaba con exactitud en qué momento habían entrado en su oficina o cuándo se había servido él la limonada. El caso era que antes estaban hablando de trabajo y de repente él estaba instalado y cómodo, con un vaso de limonada en la mano, en la única silla libre de su oficina.

Era evidente que Georgia había desconectado el teléfono de Kat; sólo su ayudante habría tenido agallas para hacerlo. No era la primera vez que Georgia intentaba hacer las veces de cupido.

Kat estaba sofocada. El aire acondicionado de su oficina nunca funcionaba bien, sobre todo cuando más falta hacía. En el cuarto hacía demasiado calor y Mick se encontraba demasiado cerca. Estaba segura de que él no había ido allí para hablar de antigüedades.

– Mick… -Kat envolvió el vaso de limonada con una servilleta y lo dejó en su escritorio-. Si estás aquí para hablar de lo de la otra noche…

Mick cruzó con desenfado las piernas.

– No recuerdo nada sobre la otra noche que pueda hacer que estemos nerviosos… o inquietos. ¿Tú sí?

– No. No, en absoluto. Bien, ¿entonces de verdad has venido a hablar de tus hijas?

Mick esperó un momento, y miró a su interlocutora después de darle otro sorbo a su limonada. Por fin, dijo:

– Conocí a ese tal Johnny hace dos días; creo que lo he espantado con mi falta de delicadeza. Desde entonces Noel me ha dicho varias veces que no me volverá a hablar el resto de su vida.

– Pobre Mick -sonrió Kat.

– Una de las veces en las que "no me hablaba", nos pusimos a discutir sobre el amor en los años noventa -Mick se rascó la barbilla-. Algo de lo que yo no sé absolutamente nada, según ella. Parece que los chicos ya no tienen por costumbre cortejar a las jóvenes, ¿verdad?

– Si me lo estás preguntando, me temo que hace mucho que dejé de ser experta en la materia.

– Pensé que serías la persona indicada para hablar del asunto.

– No estoy diciendo que no podamos hablar de ello.

– Bien -Mick vio cómo movía nerviosamente el cordón del teléfono-. ¿Necesitas ayuda con eso?

– No, no -soltó el cordón como si le quemara los dedos, tomó su limonada y sonrió-. Sigue hablándome sobre Noel.

– Mi problema es complicado. Verás… cuando comencé a cortejar a las chicas en los años setenta, estaba de moda la libertad sexual -Mick se aclaró la garganta-. Ahora es evidente que ha dejado de estarlo. Noel tiene decidido permanecer virgen hasta que se case. La he interpretado mal y sin duda estará ofendida toda su vida. Yo creí que estaba siendo realista y comprensivo. No tenía ni idea de que las muchachas estaban dispuestas hoy día a renunciar a su deseo sexual.

Miró a Kat con sus preciosos ojos azules. Kat tenía ganas de pegarle. Tres noches antes, Mick había dejado bien claro que el sexo era un tema que podía tratar con toda naturalidad. Ella no podía objetar nada al respecto. En teoría, dos adultos maduros podían hablar de cualquier cosa, pero no era así en el caso de Kat. El estaba tocando un tema muy íntimo, que no tenía nada que ver con la hija de su vecino. Y ella tenía la sensación de que él lo sabía.

– Mi hija me dio una conferencia sobre Sida… y condones -otra vez Mick se aclaró la garganta-. Tengo que admitir que no estaba preparado para tener una charla con mi hija de quince años sobre anticonceptivos y todo eso.

– Mick…

– Ella sabe más que yo. Tengo treinta y siete años. ¿No te parece humillante?

Kat no pudo contener la risa. El sonido pareció cautivar a su interlocutor, ya que clavó su mirada en los labios de la joven un instante que pareció interminable. Cuando sus miradas se encontraron, Kat sintió que el pulso se le aceleraba y luego Mick prosiguió, con voz lenta, suave.

– Llevo años sin salir con una mujer, Kat… algo que no tardó en recordarme mi hija. ¿Cómo puedo fijar las reglas para ella cuando ignoro la menor idea de cómo cortejar, seducir o siquiera hablar con una mujer según las normas de los noventa? Noel piensa que necesito que me enseñen.

– Mick…

– Creo que necesito mucho más que eso. Incluso hace años, cuando era joven, nunca fui muy hábil en el amor, nunca sabía decir lo apropiado en el momento justo. Hubo una época en la que me las arreglaba para darle a entender a una mujer que estaba interesado en ella, pero con el tiempo se atrofian todas las facultades que no se practican -le dirigió una sonrisa candida a su interlocutora-. Por supuesto, si encontrara a una mujer comprensiva con mucha paciencia dispuesta a aconsejarme…

Kat sintió que tenía un nudo en la garganta.

– Por supuesto, estamos hablando de aconsejarte sobre Noel.

Mick levantó las cejas.

– ¿De qué otra cosa podíamos haber estado hablando? -agarró su casco y se puso de pie-. Y sólo tener la oportunidad de comentarlo… me ha ayudado. Más de lo que puedes suponer.

Ella no había hecho nada para ayudarlo y él lo sabía, y ella sabía que él lo sabía. Queriendo deshacerse de ese complicado razonamiento, Kat se puso de pie.

– ¿Tienes que volver al trabajo?

– Sí, y además, ya te he quitado mucho tiempo.

Mick sonrió. Luego inclinó la cabeza y Kat no tuvo tiempo de apartarse; simplemente no se le ocurrió que iba a besarla hasta que lo hizo. Los labios de Mick apenas rozaron los de ella.

Luego Mick puso la mano en el picaporte de la puerta.

– Pensé que los dos estaríamos más tranquilos sabiendo que lo de la otra noche no tuvo importancia -murmuró-. No tenemos por qué estar nerviosos o inquietos, ¿verdad, Kat?

– No.

– Bien -Mick sonrió, se puso el casco y cerró la puerta al salir.

Kat se dejó caer en su silla y se pasó las manos por el pelo, sin importarle que se estuviera despeinando. ¡Ese hombre! O su imaginación le estaba jugando una mala pasada o Mick Larson era uno de los hombres más perspicaces que ella había conocido.

Se abrió la puerta de la oficina. Kat levantó la cabeza. Era Georgia, que iba a recoger la bandeja con la limonada y los vasos.

– Hay ciento setenta y cinco dólares en la caja; he vendido la lámpara de cristal. ¿Qué te parece?

– Magnífico.

– Ya no hay ningún cliente. Mandaré a Marie temprano a casa.

– Bien -Kat esperó, segura de que Georgia comentaría algo sobre Mick.

Pero su ayudante y amiga no comentó nada sobre el milagro de que Kat recibiera la visita de un hombre. Sólo sonrió y levantó la bandeja.

– Ahora puedes estar segura de que puedo atender la tienda muy bien si algún día quieres irte más temprano.

– No quiero irme temprano.

– Vaya. Pareces irritable. Por lo visto el calor nos está afectando a todos -observó su ayudante con voz apacible, y se fue.

Kat volvió a conectar el teléfono y se pasó la siguiente hora revisando el montón de recibos y pedidos. Se dijo que Georgia tenía razón. La ola de calor era el problema. No había llovido en varias semanas. Una persona no podía pensar con claridad con ese calor. No podía uno evadirlo, ignorarlo, apartarlo de su mente.

"Es un buen hombre, Kathryn. Un hombre especial. Y te gusta", se dijo.

Cuando el lápiz se rompió entre sus dedos, tomo otro. Sí, le gustaba. Era muy amable. Tenía sentido del humor, era natural y espontáneo y además un buen padre. Exudaba cariño cada vez que hablaba de sus hijas. Trataba con mucho afán de ser un buen padre. Era lo bastante humano para reconocer sus errores.

Y hacía palpitar el corazón de Kat como ningún otro hombre lo había conseguido antes.

El papel que tenía delante de los ojos le pareció borroso. Renunció a tratar de concentrarse y se apretó con fuerza las sienes. La palabra frígida acudió a su mente. Una mujer podía ser frígida de diversas maneras. Podía no sentir deseo. Podía estar tan llena de inhibiciones que no alcanzara el clímax. O, por cualquier otra razón, podía tener miedo de entregarse al placer.

Aunque la etiqueta de frígida no se aplicaba con exactitud a Kat. Nunca había temido a los hombres, ni al sexo. Cuando estaba con el hombre adecuado se excitaba con facilidad. Deseaba y necesitaba ser querida, no sólo físicamente, y sabía que su cuerpo era capaz de llegar al orgasmo.

Pero el caso era que esa experiencia con un hombre le causaba dolor. Dolor físico. Y no quería someter nunca más a un hombre al engorro de romper el encanto de su relación con sus gemidos de dolor.

El teléfono sonó. Lo dejó sonar.

Kat no era ninguna ingenua. Mick no habría ido allí si no estuviera interesado… y ella también lo estaba. Mick se había volcado demasiado tiempo en su trabajo. Por más que hubiera querido a June, debía comprender que todavía estaba vivo, que tenía sentimientos y necesidades que debía satisfacer.

Pero no era ella la mujer que lo haría feliz, se dijo Kat con resignación. No tenía más alternativa que evitar enamorarse de él.

El sábado a las dos. Kat cerró la puerta y bajó los escalones con su enorme bolso en una mano y una lista en la otra. Se dirigió a la casa de Mick en el momento en el que Angie cerraba la puerta de atrás.

– ¿Has traído las llaves del coche de tu padre, querida? -preguntó Kat con alegría.

– Las tiene Noel.

Kat levantó la vista de la lista que llevaba en la mano, un poco desconcertada por el tono abatido de la chica al principio, y después por la expresión desolada que vio en sus ojos.

– ¿Qué pasa? ¿Pasa algo malo?

– Todo. Este será sin duda el peor día de mi vida.

– Creí que tenías muchas ganas de ir de compras conmigo. No tenemos que hacerlo si no quieres.

– Sí, sí quiero. Pero yo deseaba ir sólo contigo. Ahora no podremos ir a comprar lo-que-tú-ya-sabes. Por favor, ni lo vayas a mencionar.

– Angie…

Noel las interrumpió cuando bajaba los escalones del porche. Estaba vestida como siempre, de forma estrafalaria y llamativa y llevaba toneladas de rimel. Tenía las llaves del coche de Mick en la mano. Le bastó con mirarla a la cara para ver que estaba tan irritada como su hermana.

– El va a venir. Tenemos que esperarlo -dijo Noel con resignación.

– ¿Quién? -Kat estaba desconcertada.

– Papá.

– ¿Pero, por qué va a venir con nosotros tu padre?

– Porque dice que se siente culpable si no nos acompaña -Noel hizo una mueca graciosa, luego suspiró-. Eso es lo que piensa. Cree que tiene que ir con nosotras. Dice que ya es hora de que aprenda algo sobre ropa y cosas de chicas. Dice que no nos preocupemos porque no dirá una palabra. Sólo nos seguirá en silencio.

Angie lanzó un bufido.

– Kat, ¿no puedes hablar con él? No queremos herir sus sentimientos, pero… ¿no podrías convencerlo de que no venga?

Kat quiso que se la tragara la tierra. Se habría vestido y peinado de otra forma de haber sabido que Mick iría con ellas. Sólo llevaba puestos unos pantalones cortos y una blusa muy ligera; llevaba una coleta y no se había pintado casi. O más bien, si hubiera sabido que Mick iría, ella se habría quedado en casa.

Mick la había estado llamando cada noche, sólo para pedirle consejo sobre sus hijas. Esas llamadas nocturnas y su voz baja, gutural y aterciopelada hacían que se le acelerara el pulso. No había logrado poner fin a esas llamadas, pero eso no significaba que quisiera verlo.

– Creo que soy la menos indicada para decirle a su padre lo que debe hacer -murmuró-. De cualquier manera, creo que estamos exagerando. No será tan terrible.

– Oh, claro que lo será -aseguró Noel-. No has visto a papá en una tienda. No compra nada. Odia ir de compras. Y lo peor de todo es que cree que hace esto para ayudarnos.

– ¿Sabes lo que dijo? -gimió Angie-. Todo el mundo usa ropa interior. Chicos y chicas. Todo el mundo. No hay por qué sentirse avergonzado por ello. ¡Oh, voy a morirme!

La puerta se oyó una tercera vez. Por un momento Mick no pareció ver a sus hijas. Sólo tenía ojos para Kat. Sus ojos azules lo miraron todo: su cola de caballo, el sol que quemaba las piernas desnudas de Kat, su falta de maquillaje, sus pantalones cortos y blancos como la inocencia. La miró de tal forma que ella se sintió muy deseable. Y su sonrisa empeoró las cosas.

Por fin él se puso unas gafas de sol y miró a sus hijas. Con lentitud fue hacia el coche. Llevaba puestos unos pantalones de algodón, y una camisa recién lavada y planchada. Y Kat estaba segura de que hacía un sacrificio al ir con ellas. Sin embargo, exclamó:

– ¡Caramba, toda una tarde de compras! ¡Cómo vamos a divertirnos!

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