A las diez de la noche de ese día, Kat se encontraba en su patio, recostada en una mecedora. Tenía los ojos cerrados, estaba agotada y con los nervios de punta. Se tapaba con un brazo los ojos para protegerse de la luz de la luna. Hacía un calor infernal, pero a ella no le importaba.
Oyó cómo se abría la puerta de atrás de la casa de al lado. No se movió. Ni siquiera al oír el crujido de la madera y cuando un hombre muy fuerte se paró en la valla abrió los ojos.
– Me parece que ha salido bastante bien, ¿verdad?
La voz de su vecino era baja, varonil, muy sensual y tan anhelante como la de un niño ansioso. Kat tardó un momento en reunir fuerzas para hablar.
– Ven aquí, Larson.
Oyó cómo él cerraba la valla.
– Claro que tardé cierto tiempo en entender lo de las tallas, los estilos y todo eso. ¿Por qué tiene que ser tan complicada la ropa femenina? Pero después de eso…
– Siéntate -ella señaló el suelo.
Mick obedeció y se sentó a los pies de su vecina. Iba sin camisa. Suspiró largo tiempo cuando sintió la hierba fresca por el rocío nocturno.
– Tú y yo tenemos que tener una pequeña charla sobre las diferencias entre chicos y chicas -declaró Kat.
– Me parece bien, pero no creo que tardemos mucho. Ya sé que yo tengo una cosilla que tú no tienes.
– Hay diferencias más importantes.
– ¿De verdad?
Kat se inclinó para arrancar hierba y tirársela. Mick no la esquivó y sonrió abiertamente.
– Trata de prestarme atención -dijo Kat-. La verdadera diferencia entre los chicos y las chicas empieza en la puerta de un centro comercial. Cualquier centro comercial.
– Vamos, admítelo. Hice bastante bien las cosas en la tienda, ¿no?
Kat abrió la boca, pero no dijo nada. Mick se había portado terriblemente. No había palabras para expresarlo. No llevaban ni veinte minutos en la tienda cuando empezó a preguntar:
– ¿Ya hemos terminado?
Y no era que no hubiera intentado ser comprensivo, pero él iba de compras como un cazador buscaba una presa. Noel quería una blusa de lentejuelas. Y eso era todo, Mick se dedicó entonces a buscar por toda la tienda lo que tuviera lentejuelas, sin que le importara la talla.
– ¿Qué te parece ésta? -había preguntado.
Por error, entró en un probador. Por error, le permitieron entrar en la sección de pendientes. Se quedó quieto con las manos en la cintura y el ceño arrugado.
– Bien… estamos buscando algo rosa, ¿verdad?
Las chicas miraban a Kat como diciéndole: "haz algo". Ella lo intentó. Le dijo con firmeza que no entrara con ellas en la sección de ropa interior, también que no hiciera ningún comentario ni mirara siquiera a Angie cuando salieran. Mick había obedecido al pie de la letra a Kat. No miró ni una sola vez a su hija. De hecho, casi la aplastó al salir por mantener la mirada fija en el frente.
En ese momento Kat se sintió inclinada a poner la cabeza en los hombros de ese hombre torpe y conmovedor. Estaba decidido a ser un buen padre, contra viento y marea.
Kat estaba agotada. No estaba hecha para ser el árbitro entre un padre y sus hijas, y mucho menos para hacer el papel de madre sólo porque era mujer.
Se dijo que Mick no era peligroso. Toda la tarde lo había demostrado. ¿Cómo podía ser peligroso un hombre que podía hacerla reír tanto y que tanto la exasperaba? Era simplemente de carne y hueso, humano. Era extraño cómo podía hacerla derretirse de esa manera.
Mick se incorporó y se apoyó en un codo. El olor a tierra y a brisa marina se adhería a su cuerpo; su ensortijado pelo parecía casi blanco a la luz de la luna. Cuando Kat notó que su mirada tenía una expresión seria, sintió algo extraño en el corazón.
– Está bien. Dímelo claramente: ¿he estropeado algo al acompañarlas?
Kat consideró decirle la verdad, pero volvió a mirarlo a los ojos y cambió de idea.
– Lo has hecho bastante bien -optó por decirle.
– ¿Lo bastante bien para ganarme una recompensa?
– ¿Qué clase de recompensa? -preguntó ella con suspicacia.
– Las chicas me contaron que tienes un caballito de tiovivo en tu salón. Supongo que me estaban tomando el pelo, pero admito que siento curiosidad.
Mick sabía que ella desearía no haber estado en la cocina de él esa primera noche, que no quería verlo en su oficina, y ciertamente no había querido que fuera con ellas de compras esa tarde. Tampoco tenía que arreglárselas para entrar en su salón, aunque no era propio de él recurrir a subterfugios.
Sin embargo, con Kat no había manera de ser directo.
– ¿Quieres tomar rápidamente una limonada o té helado? -lo invitó Kat con renuencia.
– Sí, lo que sea -a Mick no se le escapó el "rápidamente". Si Kat lograba su objetivo él no estaría mucho tiempo en su casa.
Mientras Kat estaba en la cocina, Mick merodeó por el salón para satisfacer su curiosidad.
Pensó que era muy del estilo de Kat. Había escogido el azul oscuro con toques de color melocotón. Las paredes, el sofá, el sillón y la alfombra eran todos azul marino. Incluso la lámpara del rincón tenía un pie de cristal azul oscuro, pero había algunos objetos de color melocotón: flores de seda, cojines, un grabado encima de la repisa. Todo el mobiliario era antiguo, caro, y atrevido, desafiantemente femenino; a excepción del caballito.
El unicornio de madera era extravagante. Su crin era dorada, su silla escarlata y esmeralda. Además era de tamaño natural. Sólo una mujer romántica podía tener algo así en su salón. Mick pensaba que el unicornio lo ayudaba a entender a Kat. Era como encontrar una pieza roja en un rompecabezas completamente azul.
De pronto se preguntó por qué una mujer cálida, amable, atractiva y romántica dormía sola.
– El caballito no pega en la sala, ¿verdad?
Mick se dio la vuelta y vio a Kat con una bandeja, en la que llevaba dos vasos de limonada helada y un pequeño plato con galletas. Cuando la dejó en una mesita inclinándose, sus pantalones cortos se subieron un poco y dejaron al descubierto una generosa porción de su muslo. De repente se le secó la garganta a Mick.
– No tenías por qué tomarte tantas molestias.
– No es molestia, en absoluto -aseguró Kat y luego señaló el unicornio-. Lo encontré cuando iban a deshacerse de él en una feria y me enamoré de él.
Kat le ofreció a su visitante una galleta.
– Está muy rica -comentó él después de probarla.
– Espera a que pruebes las otras.
– ¿Tienes familia aquí?
Kat negó con la cabeza.
– Mis padres y mi abuela viven en Louisiana. En Shreveport. Y tengo un hermano mayor que emigró a Atlanta hace unos diez años. Aparece de vez en cuando, por lo general con su ropa sucia para que se la lave y sin previo aviso. Siempre le digo que lo voy a estrangular.
Era posible, pero Mick notó que había calidez y amor en la voz de su anfitriona al hablar de su hermano.
– Parece que se llevan bien -comentó él.
– Sí, por suerte. Tengo una familia maravillosa. Toma otra galleta -dijo Kat.
– Entonces tienes una familia con la que te llevas muy bien, pero a nadie en Charleston. Sin embargo hace cinco años agarraste tus bártulos y te mudaste aquí, ¿no?
– Tus hijas deben de estar preguntándose dónde estás -dijo Kat con firmeza.
– Saben dónde estoy. Ellas me dijeron que viniera, para que viera tu caballito y de paso me dieras una conferencia sobre cómo los padres no deben poner en ridículo a sus hijas cuando éstas van de compras -sonrió cuando Kat lo miró con azoro-. ¿Cómo se llama el tipo de Shreveport? -inquirió Mick.
– ¡Cielos! ¿Acaso me he perdido una parte de esta conversación?
– No te has perdido de nada, pero te lo diré en caso de que así sea. Me iré pronto, pero no ahora mismo. De modo que puedes quitarte los zapatos y ponerte cómoda.
– Estaba esperando a que me dieras permiso.
– Caramba, qué descarada. ¿Cómo puedes tomártelo tan a la ligera?
– ¿El qué?
Mick movió la cabeza de un lado a otro.
– Estabas tan enfadada conmigo en la sección de pendientes que apenas podías hablar, luego mi mano te rozó el hombro y dejaste de estar irritada. No podías dejar de reírte cuando yo sostenía las cajas de medias, hasta que trataste de sacarme de la tienda casi a rastras. En el momento en que me tomaste del brazo, te sonrojaste y te pusiste tensa.
– ¡Estaba pensando en tus hijas!
– También yo. Me pasé toda la tarde tratando de hacer lo más indicado. Lo que pasa es que cada vez que estoy cerca de ti me siento como si me hubiera tomado un whisky doble con el estómago vacío. Y tú… -le tomó un mechón de pelo y se lo acomodó detrás de la oreja-… devuelves los besos con entusiasmo y eso es peligroso. Todos estos años viviendo juntos, Kat, y estoy seguro de que ninguno de los dos sabía que existía esta atracción. ¿Te preocupa?
– Yo… -Kat oyó su propia voz, que era más un susurro que un sonido.
Los dedos de Mick sólo habían tocado su pelo un segundo; sin embargo la calidez de su tacto persistía mientras sus ojos no dejaban de mirarla con intensidad y ternura. Sería más inteligente negar que existía esa atracción, sugerir de manera diplomática que él estaba interpretando mal su reacción cuando la besaba. Pero el caso era que Kat no sabía mentir. Al menos no a Mick.
– Sí, me preocupa -admitió finalmente.
– A mí también me preocupa. De hecho, creo que estoy más asustado que tú. Me asusta iniciar algo -Kat tenía una migaja de galleta en la comisura del labio inferior. Mick se la quitó con el pulgar y observó cómo su vecina se estremecía-. Puesto que los dos sentimos lo mismo, no hay razón para que no seamos sinceros. Ha pasado demasiado tiempo para mí y no tengo prisa por comprometerme en algo de lo que no esté seguro. ¿Piensas lo mismo, más o menos?
– Pues… sí.
– Yo no sabría cómo cortejar a una mujer llevándole flores y esas cosas -Mick clavó la mirada en la garganta de su interlocutora-. Y tengo la impresión de que no es eso lo que esperas. Al menos por ahora. ¿Verdad?
– Así es, Mick, y…
– La atracción que sentimos es especial, pero cualquier atracción es peligrosa si las dos personas no se sienten tranquilas con sus efectos. Los dos podemos tomar la decisión de ignorar esta atracción, ¿no te parece?
La tocó en el hombro con la yema de los dedos y Kat sintió un ligero estremeciendo.
– ¿Kat?
– Claro que podemos ignorarla -convino ella con voz aguda-. ¿Y qué es eso de la atracción, después de todo? Somos ya maduros, ¿no?
– Exacto y además somos vecinos. Eres importante para mis hijas. No quiero hacer nada que altere eso y por eso he sacado esto a colación. Lo último que quisiera es que te sintieras incómoda o nerviosa cuando estés conmigo y pensé que si hablábamos con franqueza…
Kat asintió. Estaba de acuerdo. Bueno, más o menos. Esa conversación debería aliviarla. Mick no iba a presionarla. Quería una amiga para sus hijas y quizá una mujer con la que hablar de manera tranquila y sin complicaciones.
Estaba segura. No había peligro ni corría el riesgo de acabar teniendo una relación íntima con él.
Mick sonrió y se puso de pie. Ella también se levantó, pero de repente sintió que le temblaban las rodillas. Se dijo que después de todo no estaba tranquila.
Con un guiño y una amplia sonrisa, Mick le ofreció la mano.
– ¿Amigos?
Amigos, un cuerno. En el pasado, cada vez que Mick había mencionado la palabra "amigos", ella había terminado metida en un lío. La próxima vez que él empleara esa palabra, ella iba a darle un bofetón. Iba a estrangularlo. Iba a…
– Ya no hay nada más que guardar, Kat. Noel ya está en la playa. Yo voy para allí también -la voz de Angie interrumpió su reflexión.
– Está bien, querida -dijo Kat en tono alegre.
– ¿Estás segura de que no me necesitas para nada más?
– No, preciosa. Gracias.
Cuando Angie se fue, Kat sacó diez barras de pan y las puso en la mesa de la cocina. Sólo Dios sabía para qué había comprado Mick diez barras de pan…, pero, en último caso, sólo Dios sabía qué estaba haciendo Kat en esa cabaña de Hunting Island.
No podía ver el mar desde la ventana de la cocina, pero estaba tan cerca que podía oír las olas y sentir la brisa salada. La cabaña de Mick estaba detrás de una duna en un bosque de palmeras y enormes pinos.
Dentro, el sol entraba por una ventana y se proyectaba sobre las paredes y el suelo. La cabaña sólo tenía cuatro habitaciones. Dos eran dormitorios, cada uno con dos literas. La chimenea era bastante grande como para asar un elefante y el armario estaba lleno de artículos de deporte y de pesca.
Kat sacó los trozos de carne de otra bolsa y se maldijo por permitir que Mick la hubiera convencido para ir con ellos allí ese fin de semana. Para persuadirla le había dicho que necesitaba su ayuda para encargarse de las chicas.
Kat ya se había dejado convencer antes con ese pretexto. Diez días antes, la había engatusado para que fuera con ellos a un picnic al anochecer. Otra tarde calurosa, la había persuadido para ir a dar una vuelta en barca por la bahía de Charleston. Pocas noches antes, Mick se había presentado en la puerta de Kat con una botella de vino, alegando que estaba buscando desesperadamente un lugar donde refugiarse porque Noel había llevado á su casa una nueva cinta de rock.
Todas esas veces había acudido a ella como a una amiga, y ella siempre se había dejado engatusar. Y siempre ese hombre sin escrúpulos había logrado abrazarla con algún pretexto. Nada muy intenso ni acalorado. Siempre empezaba con un pequeño apretón, un beso que era amistoso al principio y luego se volvía más apasionado. Mick siempre se detenía a tiempo, pero de cualquier manera ella siempre se estremecía.
Kat puso un cartón de leche en la mesa. Mick la provocaba a propósito. Estaba consiguiendo que fuera una parte de su vida, de su familia. Kat sabía que no podía serlo, aunque también sabía por qué había dejado que la convenciera para ir con ellos ese fin de semana.
Ese hombre estaba cambiando gracias a ella. Hablaba con sus hijas como no había hablado con ellas desde hacía muchos años. Se tomaba su tiempo para divertirse en lugar de matarse trabajando. Y se reía… después de tantos años de luto.
Kat sacó las papas de la última bolsa. Ella lo había ayudado. De eso estaba segura. No era un delito quererlo. Pero por otra parte sabía que podía resultar herida y sufrir una decepción.
Cada vez que él la abrazaba, ella se olvidaba de su "pequeño problema". Se acordó de su pasado. Había querido a su antiguo prometido, pero nunca se había reído con él como se reía con Mick. Había deseado a Todd, pero nunca con la intensidad con la que deseaba a Mick. Si Mick la llevaba a la cama… ¿no podría ser diferente? ¿No había una posibilidad?
Su corazón le decía: "inténtalo". Su cabeza le gritaba rotundamente: "no seas estúpida, Kathryn". Aunque sólo había conocido a un hombre, lo había conocido muy bien. Todd y ella se querían, él era considerado, tierno, comprensivo, cuidadoso. No lo habían intentando una vez; sino una docena de veces. Y sus intentos siempre acababan con la humillación y el bochorno de los dos al ver que ella sentía dolor.
– ¿Todo va bien?
– Sí, Mick -contestó ella.
Guardó una docena de latas de refrescos en la nevera, se incorporó y miró la última bolsa. No había nada más que guardar, estaba vacía. Igual que su cabeza.
Un húmedo mechón de pelo le hizo cosquillas en la mejilla. Se lo apartó. Tenía que endurecerse. Ayudar a Mick era una cosa, pero propiciar una relación con él era otra. "Es muy fácil, Kathryn. La próxima vez que él trate de besarte piensa en tu problema", se advirtió con vehemencia.
– ¿Qué pasa, holgazana? ¿Cuándo te vas a quitar la ropa?
Vaya una pregunta engorrosa. Kat se dio la vuelta para mirar al hombre que estaba en el umbral. El susodicho tenía los pies llenos de arena, el traje mojado y demasiada musculatura al descubierto. Kat trató de pensar en otra cosa, pero su pulso siguió acelerándose.
Haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad. Kat se puso las manos en la cintura y miró a la cara al hombre de ceño adusto.
– ¿Qué ha sido del ingeniero obsesionado con su trabajo que conocí en Charleston? -Mick la asió del brazo y la llevó con suavidad hacia el cuarto de las chicas.
– Lo mismo que va a sucederte a ti: vas a tomar un poco de sol, y a disfrutar del mar y la brisa. En cuanto te quites toda esa ropa y te pongas un traje de baño.
Toda esa ropa consistía en una blusa y unos pantalones cortos.
– No te hagas ilusiones, Larson; siempre llevo trajes de baño conservadores.
– ¿Qué? ¿No llevas bikini?
– No.
– Es una pena.
– Y no hace falta que entres conmigo. Hace años que me pongo el traje de baño sola.
Cuando salió del cuarto, y a pesar de lo recatado de su traje de baño de una pieza, Kat se sentía… como si estuviera desnuda.
Mick podía haber sido discreto, sensible y gentil y no hacer caso del rubor de ella. Pero no.
– ¡Caramba! -Mick la rodeó con rapidez, le palmeó el trasero, tiró del tirante del hombro y luego lanzó un silbido de admiración. Kat no pudo contener la risa.
– Caramba -repitió Mick-. Una mujer que lleva un traje de baño para nadar. Pensé que la única razón por la que una mujer iba a la playa era para untarse de crema y para pintarse las uñas de los pies -bajó la mirada a los pies de Kat y se llevó una mano al pecho con aire melodramático-. ¡No están pintadas! ¿Qué dirá Noel?
– En cuanto encuentre a mis aliadas, tus hijas, vas a lamentar hasta haber nacido -dijo Kat.
– ¿Ah, sí?
– Te voy a ahogar cuando estemos en el agua. Si yo fuera tú empezaría a rezar.
– Estoy rezando -antes de que ella pudiera parpadear, Mick le echó las toallas al brazo-. Tú lleva las toallas. No se puede esperar que un hombre rece y lleve las toallas al mismo tiempo.
Kat lo siguió fuera de la cabaña, como si… como si se estuviera divirtiendo. Casi como si fuera tan natural jugar con Mick como lo era hablar con él y estar con él y sentir esa loca oleada de regocijo y amor que la inundaba cada vez que estaban juntos.
Hasta podría decirse que se estaba enamorando de él.
Por suerte era lo bastante sensata como para no permitir que eso sucediera.