Kat Bryant dio la vuelta rápidamente para entrar en el camino privado de entrada. Frenó y tomó la llave del coche. Al haber conducido tan rápido con la ventanilla abierta se estropeó su peinado estilo Pompadour. Avanzó con sus zapatos estilo siglo diecinueve y cuando se bajó del automóvil su falda ribeteada de encaje se le subió hasta media pantorrilla. Los clientes solían comentarle que le favorecía ir vestida de dama victoriana.
Pero en ese momento no estaba con ningún cliente y lo único que quería era desnudarse… y pronto.
Hacía un calor agobiante. Siempre hacía mucho calor en Charleston en julio, pero la ola de calor de ese verano era ya infernal. El sol quemaba y hacía tiempo que todas las hojas verdes se habían vuelto de color amarillento. Los pájaros estaban demasiado abrasados por el calor para cantar; todo el mundo estaba irritable por el bochorno que hacía y no había manera de escapar al ruido de los aparatos de aire acondicionado. Incluso a las cinco de la tarde la temperatura alcanzaba treinta y siete grados.
Kat buscó la sombra que proyectaban las casas de tres pisos. La de ella, como todas las demás, era de estilo francés con balcones de hierro forjado.
En cuanto estuviera dentro de su casa, decidió, echaría el pestillo, se desnudaría y se serviría un vaso de limonada fría. Se lo bebería completamente desnuda y lo saborearía. También se daría un baño de agua helada en una bañera perfumada. Descolgaría el teléfono y quizá hasta cenaría en el cuarto de baño. ¿Quién lo sabría? ¿A quién le importaría?
A nadie y eso era una suerte. Buscó en su enorme bolso la llave de su casa. Después de ese día agotador, todo lo que anhelaba era pasar una noche tranquila y sola, en silencio, sin tensiones…
– ¡Hola, Kat!
– ¡Hola, Kat! ¡Llegas tarde a casa!
Su sueño, en especial la parte de la desnudez y la soledad, se desvaneció en el momento en el que vio a esas dos quinceañeras subiendo alegremente los escalones de su portal. Era evidente que las hijas de Mick Larson habían estado esperando a que llegara a casa… y no era la primera vez.
Kat se sintió frustrada, pero no por mucho tiempo. Las dos chicas que andaban con garbo hacia ella y sonreían siempre le daban pena. Angie, a sus trece años, era la típica niña desvalida. Llevaba el pelo rubio rizado a lo Shirley Temple y su cuerpo delgado estaba oculto bajo una de las camisas de su padre; Kat supuso que había elegido esa prenda, para ocultar sus senos que comenzaban a crecer.
La hija mayor de Mick, Noel, carecía por completo de la timidez y recato de su hermana. Tenía quince años y parecía estar dispuesta a conseguir algún cliente en la esquina más cercana. Su color favorito era el negro. Llevaba puestos unos pantalones cortos negros muy estrechos y una blusa del mismo color. Tenía tres pendientes en cada oreja y el pelo engominado. Si Kat la miraba con atención, podría ver un par de preciosos ojos ocultos por capas y capas de rimel.
– Hola, preciosas -Kat metió la llave en la cerradura, le dio la vuelta y se apartó. Las dos muchachas entraron en su casa a toda velocidad-. ¿Su padre ha tenido que trabajar hasta tarde otra vez?
– Papá tiene un trabajo muy importante -contestó Angie.
– No lo dudo -no había acritud en la voz de Kat, pero la expresión de las chicas la llenó de indignación. Le agradaban las jovencitas. El que se merecía una reprimenda era su padre.
Mick Larson se había volcado de lleno en "trabajos muy importantes" desde que murió su esposa dos años antes. Todo el mundo quería a June. Era una mujer de gran corazón y cuando murió, todo el vecindario intentó consolar a Mick.
Kat no lo conocía entonces lo suficiente para brindarle consuelo. No es que él no fuera amable, sino que el noruego nunca parecía sentirse tranquilo cerca de la joven y a ella le ocurría lo mismo. Kat había tratado de ayudar dedicándoles algo de tiempo a las hijas de su vecino, pero eso no bastaba para aliviar el dolor de Mick.
Algún día Mick Larson tendría que darse cuenta: sus hijas se habían descarriado porque él no se ocupaba de ellas. Angie necesitaba un sostén. Noel se pintaba como Madonna. Las dos se fueron del colegio en invierno y en verano iban a su casa con chicos poco recomendables. Noel andaba con un bobo que tenía una moto tipo Angeles del Infierno y Angie…
– ¿Puedo comer algo, Kat? No tenemos nada en la nevera. No hay nada que comer en toda la casa.
– No necesitas pedirlo. Sírvete lo que quieras, cariño. Ya sabes dónde está todo -todavía en el vestíbulo, Kat se quitó el broche de sus zapatos estilo antiguo.
Tardó casi dos minutos en quitarse esos complicados zapatos. Eso debería haber conseguido que se pusiera de mejor humor. Pero no fue así. La situación parecía deteriorarse cada vez más en la casa de al lado. Mick ya ni siquiera tenía comida para las chicas.
Noel regresó con un vaso de limonada en la mano.
– Llevas un vestido precioso -comentó la chica con admiración-. Te sienta fenomenal.
– Gracias, bonita -dijo Kat con cierta ironía. Era evidente que el piropo de la muchacha no era más que un gesto de diplomacia.
– Kat, me gustaría saber… si te estorbamos, podemos irnos a casa.
A pesar de todo el maquillaje que llevaba. Noel parecía tan insegura, tan inocente y vulnerable que Kat sintió que se conmovía. Maldijo al padre de las chicas en silencio.
– No me estorbarían nunca -se apresuró a decir-. Si no hubieran venido me habría pasado una larga noche aburrida sin nadie con quien charlar.
– ¿De verdad?
– Sí-Kat preparó un plato con quesos y frutas. Las chicas lo devoraron ávidamente como dos muertas de hambre.
– ¿De verdad no tienes nada que hacer? -preguntó Angie.
– Esta noche no -cuando llevó la bandeja a la cocina, Kat se dirigió a las escaleras, seguida por las dos adolescentes.
– Deberías salir más -le aconsejó Noel.
– No sé.
– Estoy segura de que hay muchos hombres guapos que te invitan a salir con ellos.
– Bueno, no sé -como la vida de Noel giraba alrededor de los chicos, Kat no se atrevería a confesarle que hacía años que no salía con ningún hombre… ni guapo ni feo. Cinco años, para ser exacta.
En lugar de deprimirse ya que estaba sola, decidió tomarlo con filosofía. Se dijo que si permanecía soltera les ahorraría a muchos hombres sufrimiento.
Pero su sentido del humor no siempre la ayudaba a sobrellevar la soledad, aunque ella estaba decidida a no permitir que ningún hombre se le volviera a acercar. Su actitud no se debía a que hubiera sufrido ningún desengaño amoroso o algún trauma en su infancia. Tenía un problema, eso era verdad. Un problema íntimo, para el cual no había solución. Pero sus problemas no importaban en ese momento.
En el piso de arriba. Noel se desplomó en la cama con tal abandono que Kat tuvo que sonreír.
– Me encanta este cuarto. Creo que es el cuarto más romántico de todo el mundo.
– ¿Eso crees? -Kat miró alrededor de su cuarto con cierta extrañeza.
Una puerta doble de estilo francés conducía al balcón. Dos angostas ventanas enmarcaban la pequeña chimenea de mármol. La luz se filtraba a través de los cristales, reflejando prismas rosas y azules en la alfombra.
Había una cama antigua y una colección de cajas de sombreros del siglo diecinueve en un rincón. Daba la impresión de ser una habitación muy femenina y antigua.
Pero otras cosas en la vida de Kat, como su coche deportivo y sus zapatos rojos de tacón alto, denotaban que también sabía ser moderna. Al morir June, las chicas se habían quedado sin un ejemplo de mujer a seguir. Kat hizo lo que pudo, pero la tarea era difícil. No sabía nada sobre educar a adolescentes y las dos muchachas eran unas curiosas insaciables.
Eran demasiado curiosas. Kat se colocó intencionadamente detrás de la puerta del armario antes de quitarse la blusa de manga larga pero de nada le sirvió su estrategia. Noel y Angie se cambiaron de sitio para poder seguir mirándola.
No tenía nada de malo desnudarse delante de las chicas. Pero se dijo que unos hombres en un bar no mirarían a una mujer con mayor descaro que unas adolescentes.
Las pecas de sus hombros fueron juzgadas con la misma gravedad que las huellas de sus medias alrededor de la cintura. Kat se puso unos pantalones cortos blancos porque Noel observaba extrañada sus bragas de encaje. Escogió una blusa ligera ya que hacía mucho calor, y se puso un sostén al ver que Angie estudiaba atentamente sus senos.
– Cuando tenga tu edad me gustaría tener una figura como la tuya -comentó la chica.
– Gracias.
– Apuesto a que los hombres se te quedan mirando. Yo me moriría si un chico me mirara. Sobre todo ahí arriba.
Kat sólo tuvo que mirar a Angie para recordar lo doloroso que era tener trece años.
– Por suerte los chicos no están interesados en una vieja de treinta y tres años -murmuró.
– En realidad no eres tan mayor, ¿verdad, Kat?
Kat se rió.
– Me temo que sí.
– No te preocupes. Sigues siendo muy guapa -la tranquilizó Noel con aire condescendiente-. Tengo los muslos muy gordos; ¿crees que debería ponerme a régimen? ¡Oh! ¡Esto es maravilloso! ¿De verdad te lo pones?
Kat tomó con delicadeza el camisón de seda negra de manos de Noel y lo dejó en el armario detrás de sus zapatos rojos.
– A veces. Y no, no creo que debas ponerte a régimen. Creo que estás bien así.
– Estas son unas bragas francesas, ¿verdad? ¿Piensas que soy demasiado joven para llevar ropa como esta?
Kat notó que empezaba a dolerle la cabeza y a ponerse tensa. Tenía una opinión muy clara sobre lo que Noel debía o no llevar, pero había una gran diferencia entre servir en ocasiones de figura materna y en entrometerse en la vida de la chica. La forma en la que Mick educaba a sus hijas era problema de él, no de Kat. No quería tener que vérselas con su vecino…¿pero cuánto tiempo más toleraría ver que las chicas tenían que soportar la indiferencia y el descuido de Mick?
Trató de borrar a ese hombre de su mente, pero no le resultó fácil. Las dos chicas la siguieron al cuarto de baño. Mientras se lavaba la cara, se interrumpían la una a la otra al hablar sin parar. ¿Cuál era el mejor remedio para el acné, qué edad tenía Kat cuando se depiló las piernas por primera vez, a qué hora la dejaban llegar sus padres cuando tenia quince años? Cada pregunta denotaba que necesitaban a alguien que las guiara. Se preguntó cómo su padre podía estar tan ciego.
El cuarto de baño ejercía una especial fascinación en las chicas. La bañera de mármol negro y los azulejos color limón eran de otro siglo. A Angie le encantaba la antigua cadena del water. A Noel le gustaba tocar los cepillos de plata y el jabón de limón. Pero en ese momento estaban más interesadas en charlar y en contemplar a Kat mientras convertía su elegante peinado en un moño descuidado. Cuando el tiempo era agradable, su largo pelo rojizo era el orgullo y la alegría de Kat, pero con ese calor a veces sentía la tentación de raparse…
– Hoy lavé toda la ropa -anunció Angie.
– ¿Y que? Yo aspiré toda la casa y fregué el suelo de la cocina. Papá lo deja todo peor cuando intenta ayudar -confió Noel-. Los hombres son unos inútiles. Yo iba a ir de compras, pero se le olvidó dejar el dinero.
Kat dejó el cepillo del pelo con fuerza en el tocador. Una semana antes, Angie le había explicado cómo había preparado una cena lamentable y escasa. Eso era bastante indignante, pero cuanto más oía acerca de las tareas domésticas que pesaban sobre los hombros de las pobres criaturas, más ganas tenía de estrangular a su vecino. Lo que la exasperaba más era que las muchachas no se quejaban. Pensaban que su padre era una combinación de galán de la pantalla y caballero andante.
– ¿Crees que este perfume es demasiado fuerte para mí? -preguntó Noel.
– ¿Cuál, querida? -como la chica se había probado de casi todos los frascos, el cuarto de baño empezó a oler como un burdel de lujo.
– Este. ¿Crees que le parecerá sexy a Johnny?
– Pues… -Kat se dirigió a la puerta con decisión. En el piso de abajo podría poner la televisión para que se entretuvieran las chicas.
– ¿Qué es una ducha vaginal, Kat?
Kat se detuvo en seco en el primer escalón.
Angie, encogiéndose hacia adelante para ocultar sus senos incipientes, repitió con paciencia:
– ¿Qué es una ducha vaginal?
– Ya te he dicho lo que es -intervino su hermana irritada-. Se lo dije hace mucho tiempo-agregó, dirigiéndose a Kat.
– Sí… y también me dijiste que si besaba a un chico adquiriría el Sida. Yo te vi besando a Johnny y no tienes Sida. Además, no me agrada en absoluto besar a ningún chico. Sólo quiero saber lo que es una ducha vaginal.
– Pues, es… -Kat se aclaró la garganta.
¿Bien? "¿Cómo vas a contestar a esta pregunta?", se burló de ella una vocecilla interior. La cuestión era que no sabía cómo explicar lo que era una ducha vaginal… y sólo Dios sabía qué clase de educación sexual les había dado Mick Larson a sus hijas. Maldición…
– Te contestaré en cuanto haya servido la limonada abajo. ¿De acuerdo? Me muero de sed.
– No te preocupes, Kat -dijo Noel y se volvió hacia su hermana menor-. Te he dicho un millón de veces que no molestes a Kathryn haciéndole ese tipo de preguntas. Todo lo que tienes que hacer es consultarme a mí.
– Pues te consulté y todavía no estoy segura de lo que es.
– Cuando una mujer llega a cierta edad, sabe estas cosas de manera automática, ¿verdad, Kat? -luego se dirigió otra vez a Angie-: Ya te lo dije. Una ducha vaginal es una especie de tampón -vaciló-. Creo.
El dolor de cabeza que tenía Kat se estaba haciendo cada vez más intenso.
– Ya hablaremos de ello, ¿de acuerdo! En cuanto sirva la limonada -indicó Kat, procurando parecer despreocupada.
Alrededor de medianoche, Kat renunció a intentar dormir y fue hacia el porche de su casa con una copa de jerez. Todavía hacía calor. La luz de la luna se filtraba entre las ramas de los cipreses al otro lado del patio. Las luciérnagas dibujaban sus trazos luminosos en las rosas silvestres. Del jardín se desprendía un aroma denso y cálido.
Apoyada en la barandilla del porche, Kat le dio un sorbo a su jerez e hizo una mueca. Se dijo que no había nada más dulce y empalagoso que el jerez. A veces le gustaba tomarse un vaso de buen vino. Pero siempre se le olvidaba comprarlo.
Como una niña que debe tomarse su medicina, le dio otro trago al licor. Esperaba que el vino la adormilara. Pero no daba resultado. Contaba con que el aire fresco la relajara. Pero tampoco funcionó. Scarlett OHara, la de Lo que el Viento se llevó, hubiera disfrutado de una noche como esa con la luna creciente, los aromas de la madreselva y las rosas silvestres. Pero el amor era algo prohibido para Kat. Normalmente tenía la suficiente fuerza de voluntad para escapar de las ataduras y las complicaciones sentimentales.
Pero su fuerza de voluntad no le bastaba para dejar de preocuparse por sus vecinitas.
Le dio otro sorbo a la "medicina", pero de repente no la pudo tragar. En el patio de al lado, oyó cómo se cerraba una puerta. Hacía varias horas que las luces estaban apagadas en la casa de los Larson. Pero alguien estaba levantado.
Mick. La luz de la luna brilló en su cabeza rubia unos segundos antes que él se perdiera en las sombras del porche. Luego Kat oyó el crujido de la mecedora, y después el ruido seco de una lata al abrirse.
Ella todavía no se había tragado el sorbo de jerez. Cuando lo hizo, le quemó como fuego líquido. Toda la noche se había dicho que hablaría con su vecino en cuanto se le presentara la ocasión. Por desgracia en ese momento se le presentaba la oportunidad perfecta. Estaba solo, las chicas estarían dormidas y nadie los podría interrumpir.
Nerviosa, se tomó el resto de su jerez y dejó la copa en la barandilla. Nunca se había entrometido en asuntos ajenos. Le costaba mucho romper esos inquebrantables principios, pero, si ella no hablaba con Larson, ¿quién lo haría? Sin duda él se molestaría. ¿Y qué? Además Kat no carecía de tacto, no iba a ir a decirle que era una rata egoísta e insensible.
Sólo iría a saludarlo amablemente. Y luego lo regañaría por su actitud.
El rocío le mojó los pies descalzos antes que llegara a la valla de al lado. El césped le picaba los pies, pero no era nada comparado con la inquietud que sentía.
Kate se tuvo que recordar cómo las chicas habían devorado todo lo que sacaron de su nevera, cómo le habían descrito las tareas domésticas que tenían que realizar, su ansia de atención y, claro, la ducha vaginal. Llegó hasta la valla, animada por el jerez y una gran resolución.
– Buenas noches -dijo y avanzó con determinación.
Mick estaba recostado en la sombra, pero ella notó que volvía la cara.
– Buenas noches, vecina.
– Por fin hace un poco de fresco.
– No tanto.
– Dicen que habrá otra ola de calor mañana.
– Así es.
Kat se apoyó en la valla de madera y recordó, demasiado tarde, que nunca había intercambiado con su vecino más que algunos monosílabos y frases de cortesía.
Durante cinco años, siempre se había sentido extrañamente inquieta e incómoda cada vez que estaba cerca de él. Nunca lo había entendido. No era tímida con los hombres. Le agradaban, los conocía, trabajaba con ellos. Y Mick nunca había sido grosero o poco amable con ella. Más bien al contrario. En las raras ocasiones en las que se cruzaban, él siempre la trataba con comedimiento, como si le temiera un poco.
Kat se había acercado con la intención de hacerle recapacitar sobre su comportamiento, pero, pensándolo bien, ya no le parecía tan buena idea.
Ella sabía lo que las chicas le habían contado, pero el hombre que estaba apoyado en la barandilla de su porche no parecía en absoluto una rata egoísta. Más bien parecía un hombre cansado.
En realidad parecía agotado. ¿Hacía cuántas semanas que ella ni siquiera lo miraba con atención? La luz de la luna delineaba los firmes contornos de su cara. Ella podía ver claramente las ojeras violáceas que tenía.
June le había dicho una vez cuántos años tenía su esposo, pero Kat se había olvidado. ¿Tendría treinta y siete, treinta y ocho? No parecía tener treinta y ocho. Llevaba el torso desnudo y su musculatura era la de un hombre mucho más joven. Su pelo abundante y ensortijado tenía el color del trigo. El sol lo había aclarado y hacía que contrastara con el bronceado de su piel.
No era guapo, pero tenía un atractivo varonil indiscutible. Era evidente que se trataba de un hombre que trabajaba duro y se divertía lo suficiente; tenía la mandíbula cuadrada y el ceño de un hombre acostumbrado a vivir de acuerdo con sus propios valores. Era un hombre vital y sin complicaciones.
Era corpulento y andaba con la gracia de un tigre en la selva, con una mezcla de poderío y discreción. Mick era fuerte, pero nunca parecía amenazante.
Sin embargo, a esa distancia, a Kat sí le pareció intimidante. Sintió un nudo en el estómago. A la luz del día, los ojos de su vecino eran azul claro. En ese momento eran muy oscuros, tan oscuros como la noche y se clavaban de manera tan intensa en la joven que su nerviosismo se hizo casi insoportable.
– No tienes por qué sentirte incómoda -dijo él con suavidad-. Somos vecinos y tú vives sola. Ya te he dicho antes que me puedes venir a ver cuando quieras.
– Yo.
– ¿Está goteando algún refrigerador? ¿Se te ha estropeado algún aparato en la cocina?
– Pues… no.
Mick levantó una ceja.
– No vienes con mucha frecuencia a charlar conmigo. Supuse que tendrías algún problema.
– Hay algo…
Pero Kat volvió a guardar silencio. Mick sonrió y dijo:
– Eres muy buena con mis hijas. Hablan de ti todo el tiempo. Hace mucho que tengo que darte las gracias.
– ¿Sí? Bien -Kat aspiró a fondo, sonrió y dijo insegura-: Es sobre ellas sobre lo que quisiera hablar contigo, si me lo permites.
– ¿Sobre mis hijas? Por supuesto, cuando quieras.
Una vez más, la joven volvió a respirar profundamente y se lanzó con determinación:
– Diantres, Mick, Angie necesita un sostén.
Mick la miró azorado.
– ¿Qué?
– Y sé que no es asunto mío -ya nada podía detener a Kat-, pero si fuera mi hija, iría a hacerle una visita a ese tal Johnny con un rifle cargado. Mick, Noel no es mi hija pero me preocupa tanto como si lo fuera. Y me parece magnífico que los chicos aprendan a tener responsabilidades, pero es demasiado para tus hijas limpiar toda la casa, lavar la ropa y preparar las comidas. Y aparte está la cuestión del sexo. Si te cuesta trabajo hablar con ellas de esos asuntos, podrías comprarles algunos libros bien documentados y serios o, al menos, decirles dónde pueden conseguir información fiable. No es que yo no quiera hablar de ello con ellas, pero no me parece correcto hacerlo sin tu consentimiento. ¿Cómo puedo saber cuánto quieres que ellas sepan? Y además está la comida. Ya sé que a nadie le gusta cocinar. Menos a un hombre. Pero lo menos que podrías hacer sería tener llena la nevera de cosas saludables, nutritivas. No sólo porquerías. Y Noel habla de hacerse otro agujero en la oreja…
– ¿Podrías darme un respiro? -la interrumpió Mick en tono apacible.
Pero en ese momento Kat no podía. Le había costado demasiado comenzar y ya no podía detenerse.
– Sé que no es asunto mío. Es posible que pienses que soy una entrometida, un fastidio. Tienes todo el derecho del mundo a educar a tus hijas como quieras, pero, Mick, necesitan atención, interés. Y deben tener una guía. Al menos deberías acordarte de darle dinero a Noel para comprar comida…
– Kathryn…
– Noel le dijo a Angie que una chica no puede quedarse embarazada la primera vez. ¡Es increíble! No saben nada de la vida y se están dando información equivocada.
– Kathryn…
– Comprendo que tengas que hacer barcos para ganarte la vida, pero ¿sería tan desastroso para la industria naviera si dejaras de construir algunos para dedicarles ese tiempo a tus hijas? Sé que el dolor por la pérdida de un ser amado no es fácil de sobrellevar; sé que June fue maravillosa, pero tus hijas están vivas. Angie sólo se pone tus camisas…
– ¡Kat!
– ¡Son demasiado jóvenes para cargar con la responsabilidad de toda la casa! Por favor, no te enfades, pero…
– No estoy enfadado…
Hubo un momento de silencio, luego Kat dijo:
– Por supuesto que lo estás. Y no te culpo.
– No.
Siguió otro momento de silencio.
– Deberías estarlo.
– No lo estoy. Por un lado me siento como un muchacho al que se reprende con severidad, pero por otro creo que me lo merezco. En parte me parece también divertido.
– ¿Divertido?
Mick asintió.
– Mis hijas, esos angelitos, esos seres a los que quiero más que a nada en este mundo te han… tomado el pelo.
– ¿Qué dices?
– Es evidente que te has formado de mí una opinión deplorable como padre. Pero, ¿podrías esperar hasta que hayas entrado en mi casa para juzgarme? Sólo unos minutos. No tardaré mucho en demostrarte que, quizá, hay otra versión de las cosas.