Mick se apartó, apretó la mandíbula y luchó para controlarse. Un whisky triple lo habría ayudado. Se sentía frustrado. El deseo se negaba a morir. La seguía deseando. Kat no mejoró la situación cuando intentó incorporarse.
– ¿Adonde crees que vas?
– Quiero…
– No.
– Necesito…
– No -ella estaba temblando, lo cual lo exasperó aún más. La volvió a acostar en la cama. Ella estaba pálida como la cera y tenía los ojos apretados-. Mírame.
Kat no quería mirarlo. Quería que se la tragara la tierra.
Movió los labios para pronunciar palabras de disculpa, pero sintió como si tuviera un nudo en la garganta que se lo impidiera. Se sentía culpable. Ninguna disculpa sería suficiente después de haberlo sometido a esa tortura por segunda vez. De nada servía decirse que su única intención había sido satisfacerlo y no había esperado que las cosas terminaran así. Aunque eso era cierto, ella podía haberlo frenado. Había dejado que todo sucediera porque hacer el amor con Mick le parecía la cosa más natural del mundo.
Una vez, más se dejó engañar al haber pensando erróneamente que con él sería diferente.
Una vez más lo había desilusionado. Sintió deseos de morirse. Cualquier cosa era mejor que abrir los ojos y mirarlo a la cara.
– Explota si quieres, Mick -dijo Kat en voz baja-. Si yo fuera tú, estaría más que furiosa.
– Me parece qué los dos estamos pasando por el mismo tormento -murmuró Mick con voz apacible, aunque enronquecida. Kat abrió los ojos y lo miró asombrada-. Tú estás tan frustrada como yo.
– Es diferente porque es culpa mía. Sólo mía -Kat se incorporó-. Debí habértelo dicho antes y me avergüenza no haberlo hecho. No debió suceder lo que sucedió porque yo ya lo sabía. Hace cinco años iba a casarme con un hombre llamado Todd; rompimos a causa de esto, así que ya lo sabía. Sabía que no tenía derecho a tener una relación con nadie. Por favor, créeme si te digo que nunca quise hacerte daño…
– Ven aquí, amor mío -dijo él con calma.
Ella estaba aturdida. Estaba muy oscuro y tenía la vista empañada por las lágrimas. Se dijo que si el barco no se moviera tanto, podría encontrar su blusa en el suelo. Sintió la repentina necesidad de cubrirse.
– Hay millones de mujeres normales en el mundo. No te sería difícil encontrar una. Lo único que puedo decir en mi favor es que soy un ejemplo de sexo sin riesgo. Durante mucho tiempo he tratado de ver el lado gracioso de esto. Creo que soy la pareja más segura del pueblo. ¿No te parece gracioso? Maldición, no puedo hablar de esto. Nunca pude, nunca podré y no me asombraría si me tiraras al agua en el viaje de regreso. Yo sólo… -dijo ella.
Todavía estaba buscando su blusa cuando Mick la asió por la cintura. La dejó otra vez en la cama sin esfuerzo aparente. Después la arrinconó contra la pared del camarote. Ella no iría a ninguna parte. La expresión de los ojos de él era paciente pero inflexible.
– Nadie se está riendo, Kat, ni piensa que haya nada de gracioso en esta situación. Nadie va a tirarte al agua y si quieres que de verdad me enfade, vuelve a salirme con esa tontería de que "no eres normal".
Le apartó con gentileza algunos mechones de la frente.
– Vamos a hablar.
– Acabamos de hacerlo -Kat no lo comprendía-. Te he dicho la verdad. No hay nada más que decir.
– Quizás tú no tengas más que decir; yo no he empezado siquiera -le limpió con el dedo el resto de humedad de las mejillas-. Me imaginé que habrías tenido una relación con alguien; un mentecato. Es él quien te dijo que eras frígida", ¿verdad? No hay mujeres frígidas, amor mío, sino amantes torpes e insensibles. No sé si te hizo daño cuando hacían el amor o sólo era un vulgar egoísta.
Kat movió la cabeza, pero él no apartó la mano.
– Todd no era un mentecato y las cosas no fueron así. Fui yo. Es culpa mía. Sé que debí ser sincera contigo desde el principio.
– Lo eres, cada vez que te toco, cada vez que respondes a mis caricias. Nunca he conocido a una mujer más sincera que tú, así que sigamos hablando del asunto -colocó una almohada detrás de sus cabezas-. Ya me has hablado de tu prometido, ¿quién más hubo antes? ¿Quizás alguien de quien te enamoraste locamente? ¿Alguien que te hizo sufrir? ¿Algo peor?
– No, por supuesto.
– Me dijiste que eras bastante ardiente de jovencita.
Kat levantó los ojos al cielo e hizo una mueca.
– También te dije que todo era una farsa. Un compañero trató de arrinconarme en el pasillo del colegio y lo tumbé de un bofetón. Ese es el único susto que me han dado en mi vida.
– Estamos hablando de sinceridad -había una advertencia en la voz de Mick.
– No puedo hablar. No sobre estas cosas -ella levantó la cabeza-. ¿No crees que deberíamos vestirnos? ¿Quieres una cerveza? ¿Qué te parece si hablamos de barcos?
Mick alzó una ceja.
– No estarás intentando volverte a levantar de esta cama, ¿verdad?
– Creo que sería sensato que habláramos de pie.
– Creo que ciertas conversaciones sólo pueden tener lugar si se está acostado.
– No hago nada bien estando acostada. Es lo que he estado tratando de decirte. No hay nada más que decir, aparte de que si yo fuera tú, me echaría por la borda. Piénsalo, Mick. Es un buen consejo.
Mick la rodeó con los brazos para impedirle que se moviera.
– Kat, si tú tienes un problema, es evidente que tenemos un problema los dos.
– No. El problema es sólo mío.
– Te equivocas. Tú no tienes un problema; lo tenemos los dos. Porque así son las cosas cuando dos personas se quieren. ¿O no lo sabías acaso? ¿Es que no me quieres?
Kat tragó saliva. No podía mentirle.
– Sí, con toda mi alma.
– Y parece que tratas de darme a entender que no existe ningún trauma emocional que haya causado nuestro problema. Pero a menos que no haya interpretado bien cómo respondes a mis caricias, no falta el deseo en nuestra relación. Para decirlo con toda delicadeza de que soy capaz… -se aclaró la garganta-… me has dado suficientes razones para creer que te excito.
– Por Dios, Mick, ¿crees que habría llegado a esto si no fuera así? Ya sé que no es una excusa, pero cada vez que nos… -tragó saliva-. ¿Crees que no es engorroso que me excite sobremanera cada vez que tú…? -volvió a faltarle el aliento-. Por Dios, tengo treinta y tres años y hace cinco que no tengo ninguna relación sentimental con nadie. ¿Crees que no sé lo que es controlarse? Tan sólo contigo… -extendió un brazo para tratar de expresar lo que no podía con palabras-. Ese es el problema, dejé que las cosas siguieran su curso sin decirte nada; me parecía difícil aceptar que las cosas saldrían mal estando contigo.
– Ya veo -Mick le rozó la sien con los labios-. Creo que acabas de halagarme, aunque no estoy muy seguro -sonreía pero había una expresión de seriedad en sus ojos cuando le volvió la cara para mirarla-. Yo también te deseo -dijo con suavidad-. De manera tan incontrolada, tan absoluta que me da miedo. Y como siento algo tan intenso, no me voy a dejar amedrentar por un simple problemilla.
Conmovida por la vehemencia de él, Kat dijo con voz constreñida:
– Pero esto no es un simple problemilla, es mucho más serio…
– Bien, bien, a eso vamos -suspiró Mick, no sin humor-. Creo que ya le hemos dado demasiados rodeos al asunto. ¿Alguna vez te han dado un sencillo curso de anatomía?
A Kat no pareció divertirle la actitud de él.
– Vamos, Mick. Hace años que estudié todo eso de la reproducción de las abejas y las flores.
– Me parece perfecto, pero ahora tengo en mente una lección un poco más avanzada. Pero te lo advierto, Kat, nada de eufemismos ni rodeos. Llamaremos pan al pan y vino al vino. ¿De acuerdo?
– No.
– Claro que estás de acuerdo. Pensé que querías ser sincera conmigo, ¿no? -hizo una breve pausa-. Bien, tienes algo entre los muslos. ¿Por casualidad conoces el nombre de ese "algo"?
– ¡Mick! -maldición, la estaba haciendo reír.
– ¿Es una pregunta demasiado atrevida? No sufras. Este profesor está dispuesto a complacer a la clase -con el ceño arrugado como si estuviera muy concentrado, le trazó la forma del seno con el pulgar-. Ahora, esto. ¿Cómo se llama, Kat?
No había manera de controlar a ese descarado. Cuanto más desvergonzada era la pregunta, más implacable era la provocación. Si ella se atrevía a ruborizarse, recibía una fuerte reprimenda por su mojigatería anticuada… y otra pregunta.
No era el uso de las palabras apropiadas lo que la abochornaba. Kat podía hablar de anatomía, pero había ciertas cosas que no podía comentar con un hombre. ¿Cómo podía hablar de lo que la excitaba, en qué partes del cuerpo era más sensible, qué le sucedía físicamente cuando tenía una relación íntima?
Mick sostenía que ningún tema era tabú entre amantes. Un cierto rubor estaba bien. Respuestas evasivas, no. Por desgracia él esperaba que su alumna supiera más sobre su cuerpo de lo que ella sabía en realidad. Por Dios, una mujer tenía cosas más importantes que hacer que analizar sus funciones corporales; ¿cómo podía saber ella si el tiempo o la música o ciertos perfumes influían en su respuesta sexual?
Era la conversación más incómoda y extraña que había tenido en su vida.
Eso pensó al principio. Pero luego comprendió con exactitud la razón por la que no pudo dejar de enamorarse de él. Lo que con nadie hubiera podido compartir, con Mick resultaba perfectamente natural. La parte vulnerable de su alma que con tanto cuidado había resguardado estaba a salvo con él.
Mick Larson era un hombre tierno, comprensivo, respetuoso, inteligente. Cuando él hizo una pausa, Kat levantó los ojos y lo miró; su pelo rubio estaba ensortijado. Todavía estaba desnudo y su semblante tenía una expresión grave.
Ella alargó una mano para acariciarle la frente.
– ¿Ha terminado ya el interrogatorio?
– No.
Pero Kat supo que por fin él ya no tenía más preguntas que hacer. Por eso parecía tan pensativo. Mick había pensado que sus preguntas le darían claves para resolver el problema.
– Tengo que decirte algo que no hemos comentado -dijo Kat con suavidad-. Algo… terriblemente personal, muy íntimo.
Captó la atención de su interlocutor, de lo cual se aprovechó.
– Eres el amante más exquisito que he podido jamás imaginar -dijo en tono sensual e íntimo-. No debes temer que me hayas fallado como amante, porque no es así. Parece que conoces más de la anatomía femenina que yo. No hay nada que hayas hecho que haya provocado mi reacción anormal.
Le puso un dedo en los labios cuando él intentó hablar.
– Cada vez que me tocas, me excitas. Me encanta lo que me haces, todo. El problema es mío y sólo mío y también la solución. Tengo que dejar de verte.
– Tonterías.
Pero ella cerró los ojos y suspiró profundamente.
– Es necesario.
La hirsuta cabeza blanca de Ed asomó por la puerta.
– Rithwald está al teléfono. Quiere saber cuando terminarás el presupuesto sobre la restauración Bickford.
– En mil novecientos noventa y nueve.
– Ah -Ed se aclaró la garganta-. Creo que contaba con que lo tendrías dentro de una semana.
– Dile lo que quieras -Ed desapareció.
Kat siguió leyendo la receta del Pastel Princesa que intentaba hacer. Echó un huevo, tres yemas y tres cuartas partes de una taza de azúcar en la batidora. Georgia tarareaba una melodía muy triste. La batidora dio vueltas ruidosamente tres minutos. Cuando Kat la desenchufó, Georgia seguía tarareando.
– ¿Quieres dejar eso?
– ¿Dejar qué?
– ¡Dejar de canturrear esa malhadada canción!
– Pensé que iba de acuerdo con tu estado de ánimo -dijo Georgia con voz mansa. Miró la masa que Kat estaba batiendo-. Se supone que debes batirla simplemente, querida. No golpearla así… ¿crees que es la ola de calor lo que está afectando a tu humor últimamente?
– Si estás insinuando que es difícil trabajar conmigo…
– Creo que el calor te está afectando.
Kat levantó la cabeza y miró a su amiga.
– Lo siento -se disculpó con sinceridad-. Lo siento de verdad.
– Olvídalo. Tú has aguantado mis depresiones los últimos cinco años; ya era hora de que te devolviera el favor.
– No estoy deprimida.
– No, por supuesto; no lo estás.
Exasperada, Kat volvió a enchufar la batidora para batir las claras de los huevos. Ed asomó de nuevo la cabeza por la puerta, miró a Kat con cautela y desapareció otra vez. La chica que atendía la tienda entró en la cocina y, cuando Georgia movió la cabeza, salió de inmediato.
Los miércoles por la tarde se cocinaba en la tienda. La tradición se había hecho posible porque el edificio tenía un restaurante. Las instalaciones de cocina eran antiguas pero funcionaban bien. Los clientes adoraban los bocadillos Victorianos y la cocina era una de las aficiones favoritas de Georgia… pero no de Kat. Georgia no podía recordar un solo miércoles en el que Kat hubiera hecho algo más que probar los bollos.
Cuando Kat desenchufó de nuevo la batidora, Georgia inquirió:
– ¿Entonces irás este fin de semana con Mick a Nueva Orleáns?
Kat soltó la cuchara.
– ¿Ya no es sagrada la vida privada de nadie en este lugar? ¿Cómo te enteraste de que me invitó?
– Sus hijas no son muy discretas que digamos, ¿sabes? -explicó Georgia-. Al parecer tiene un tío llamado Bill, que cuidaría de las chicas, pero no sé qué vas a hacer tú con la tienda si te vas. Tendrás que dejarme a mí a cargo.
– No tengo por qué preocuparme porque no iré. Eso ya lo sabe Mick -Kat siguió preparando la masa de la tarta y luego la metió en el horno. Tardaría media hora en hacerse. Si estaba treinta minutos sin nada que hacer, se volvería loca.
– Creo que él piensa que sí irás.
– Eso es sólo porque no me escucha -Kat podría preparar el merengue en esa media hora. Eso le daría algo que hacer para calmar su nerviosismo-. Mick no me escucha. Es incapaz de entender la palabra no. Es taimado y no tiene escrúpulos. Además, es un mentiroso.
– ¿De verdad? -preguntó Georgia con fingido azoro-. Una diría al verlo que es la honradez personificada.
– Basta de bromas, Georgia. Hablo en serio -Kat comenzó a buscar en el armario de la cocina los ingredientes para hacer el merengue-. Me llamó el jueves por la mañana, consternado porque había sorprendido a Noel besándose con un chico. Sólo quería comer conmigo y charlar, o al menos eso dijo -se volvió para mirar a Georgia, llena de indignación-. ¿Qué podía hacer? ¿Ignorarlo? Estaba preocupado. No, podía dejarle…
– Por supuesto que no.
– Todo era una estratagema. Había alquilado una carroza tirada por caballos para dar un paseo alrededor de la bahía, decidió que comeríamos en la hierba cerca del agua y, para colmo, me llevó rosas.
– E1 muy perverso -murmuró Georgia con ironía.
– Me mintió, Georgia. No me invitó para hablar sobre su hija.
– Ni hablar, hay que lincharlo -concluyó su amiga.
– Puedes tomarlo a broma, pero no conoces toda la verdad -dijo Kat irritada. Comenzó a preparar el merengue-. Angie me llamó el sábado pasado por la noche. Había preparado su primera cena ella sola y estaba tan orgullosa que quería compartirla conmigo. Yo no podía herir sus sentimientos.
– Por supuesto que no.
– De modo que fui a su casa, esperando que fuéramos cuatro a la mesa. El menú fue pollo al vino, champaña y brócoli. La mesa estaba adornada con velas y los cubiertos eran de plata. Las chicas comenzaron a reírse como dos bobas en cuanto llegué.
– ¿Y te dejaron sola con Mick?
– El estaba al tanto -Kat agitó una cuchara delante de su amiga-. Dejó que sus hijas idearan ese plan. Sabe muy bien que las chicas se están encariñando mucho conmigo y se pasa la vida diciendo que tengo una influencia positiva en ellas y cuánto me necesitan. Está incitando deliberadamente a sus hijas a creer que puedo formar parte de sus vidas.
– Ese tipo es un villano. Un hombre que utiliza a sus propias hijas…
Kat ya no oía las bromas de Georgia. Su tono se volvió nostálgico, sus ojos se perdieron en la distancia.
– Y nunca, nunca le perdonaré lo de las camelias.
– ¿Camelias?
– ¿Recuerdas lo ocupadas que estuvimos el lunes? No llegué a casa hasta tarde. Estaba tan cansada que apenas podía andar. Lo único que deseaba era meterme en una bañera llena de agua caliente y perfumada, de modo que subí por la escalera y… allí estaban. Un enorme ramo de camelias blancas, delicadas, preciosas – miró a Georgia con desesperación-. Adoro las camelias.
Georgia asintió.
– Ese hombre es un auténtico rufián. No podía haber hecho nada más ruin que mandarte camelias.
– No puedo ir con él a Nueva Orleáns. Le dije que no iría a Nueva Orleáns, que no quiero tener con él una relación, que no quiero nada. Le dije que no y no hay vuelta de hoja, Georgia. Simplemente tengo que alejarme de él.
Georgia se dio cuenta de la espantosa mezcla que su amiga estaba haciendo en lugar de merengue y se apresuró a quitarle la cuchara y el tazón.
– Deja que sea yo quien haga el merengue, querida.
– No. Puedo hacerlo yo. Sé perfectamente bien lo que tengo que hacer… -las palabras se le atragantaron en la garganta.
Kat siempre había sabido lo que tenía que hacer y siempre lo había hecho bien. Hasta hacía poco. Ya no se podía concentrar en su trabajo, en su vida, en nada. Nada tenía sentido ya.
El simple, práctico, natural Mick había iniciado ese absurdo cortejo romántico cuando sabía que ella tenía un problema.
Camelias.
Para una mujer que no podía tener relaciones íntimas.
Iba a comprarle a ese hombre una camisa de fuerza. En cuanto dejara de sentirse tan triste.
Georgia dijo con naturalidad:
– Se llamaba Wynn.
– ¿Quién?
– El hombre de quien me enamoré. ¿Alguna vez te he hablado de él?
Kat volvió rápidamente la cabeza. Georgia sabía muy bien que jamás había mencionado su pasado.
– Era alto y atractivo. Era más bien esbelto, tenía algo de Paul Newman en los ojos. Tú sabes que estoy un poco acomplejada por mi peso, ¿verdad?
Kat asintió, y se compadeció de su amiga. Lo sabía.
– Sin embargo, a Wynn le gustaban las rollizas. También le gustaban las zarzamoras, los caramelos de menta y los libros. Tenía demasiado dinero. Tendía a preocuparse, todo el tiempo estaba tenso, no sabía relajarse. Yo lo calmaba, según decía. El no me calmaba a mí. Cuando estaba con él, me sentía muy inquieta y agitada -Georgia sonrió-. Lo dejé.
– Oh, querida… ¿por qué?
– Yo no podía tener hijos y él deseaba tenerlos. El conocía mi problema y me dijo que no importaba, que podíamos adoptarlos, pero yo temía que él llegara a odiarme por ser estéril. De modo que decidí facilitarle las cosas y me fui -Georgia metió un dedo en la mezcla, probó el merengue y quedó satisfecha con el resultado-. Eso pasó hace ya siete años. Creí haber hecho lo mejor para Wynn.
No le parecía así a Kat. Georgia se movió con rapidez y decisión hacia la mesa con su tazón de merengue, pero en sus ojos había una gran tristeza.
– ¿Sabes lo que ha sido de él? -preguntó Kat con suavidad.
– Sí. Se casó, tiene un heredero y su mujer va a darle otro hijo pronto -Georgia guardó el merengue en uno de los estantes y añadió en tono despreocupado-: A veces me pregunto si no cometí la mayor equivocación de mi vida al no aceptar la proposición de matrimonio de Wynn ni su idea de adoptar niños. No debí tomar decisiones que a él le correspondían… no lo hagas, Kat.
– ¿El qué?
– Suponer que puedes tomar decisiones que le corresponden al hombre que quieres. ¿Tienes un problema? No me sorprende. Hace mucho tiempo que sospechaba algo así. La mayoría de nosotros tenemos problemas, sólo somos humanos al fin y al cabo. No decidas que él no puede aceptarlo o solucionarlo. Wynn se casó con otra. Yo nunca me casaré. Siempre me acuerdo de él cuando miro a otro hombre; está siempre presente y siempre lo estará… y tú irás con Mick a Nueva Orleáns.
– Georgia…
– A veces una sólo tiene una oportunidad para ser feliz. Yo desperdicié la mía. Maldición, Kathryn. Mick te mira igual que Rhett Butler a Scarlett OHara en Lo que el Viento se Llevó y si te pidiera que pasaras la noche en una pocilga, deberías complacerlo. ¿Qué más puedo decir? ¡Irás a Nueva Orleáns con él y punto!
Kat vio las lágrimas asomar a los ojos de su amiga y avanzó hacia ella con los brazos abiertos. Georgia se merecía que la abrazaran… por Wynn, por compartir con ella secretos tan personales, por ser una amiga irremplazable.
Pero Georgia no entendía lo que pasaba en realidad. Tampoco sabía por qué le había pedido que pasaran el fin de semana en Nueva Orleáns… y sí, iría con él.
Mick esperaba que ocurriera un milagro en Nueva Orleáns.
Kat consideraba ese viaje como la única manera posible de cortar de una vez por todas su relación. Irrevocablemente. Tenía que resultar. Hacía mucho tiempo que no creía en milagros. Y ni siquiera un milagro serviría para que ella dejara de quererlo.
Pero por primera vez en su vida Kat necesitaba ayuda para ser fuerte. Y esperaba encontrar esa ayuda en Nueva Orleáns.