El siguiente jueves por la noche, Kat entró en su casa a las nueve después de haber jugado un partido de tenis con sus tres vecinos, los Larson. Fue divertidísimo. Mick era el único que sabía jugar; las tres mujeres no habían hecho más que correr detrás de las pelotas. Todos se rieron de lo lindo, pero Kat no se reía mientras iba a la ducha.
Si Mick estaba intentando volverla loca, lo estaba logrando.
Esa noche jugaron tenis. La noche anterior Kat había tenido que trabajar hasta tarde y toda la familia había aparecido con comida que habían comprado en un restaurante para que ella no tuviera que cocinar. El martes Mick le había pedido que lo acompañara a comprar el regalo de cumpleaños de Angie y el lunes todos se habían subido al coche para ir de compras al supermercado.
Ninguna de esas salidas tenía nada de malo. Sin embargo, todas le recordaron a Kat lo inexorablemente que las dos casas se estaban uniendo. Las chicas tenían desde hacía algún tiempo llave de la casa de Kat. La marca favorita de té de Kat estaba en el armario de la cocina de Mick; la llave inglesa de él estaba en la caja de herramientas de Kat y su casa estaba llena de zapatos, suéteres y cintas de música de las chicas.
Se dijo que semejante estado de cosas era muy natural cuando los dos adultos en cuestión estaban a punto de formar una alianza permanente. Esa semana apenas había tenido un minuto libre para ella misma, no podía dudar que él estuviera pensando en casarse. Una docena de veces ella se había dicho que no había cambiado nada, pero sí había cambiado. ¡Oh, Dios, había cambiado!
De repente Mick se comportaba como todo un caballero y como el mejor amigo de una mujer a la que cuidaba y de la que se sentía responsable.
Y, sin embargo, se había mantenido física y emocionalmente tan apartado como si ella tuviera una enfermedad contagiosa.
Hacia medianoche, Kat seguía sin poder conciliar el sueño. Fue a servirse una copa de jerez, abrió la puerta de su balcón y se sentó a contemplar la noche estrellada. La casa de sus vecinos estaba a oscuras. Se dijo que el ambiente la invitaba a meditar y soñar. El aire era caluroso y húmedo y olía a rosas. Nadie podría evitar sentirse romántico en una noche así.
Melancólica, Kat le dio un trago a su jerez.
– Hola, preciosa.
Sobresaltada, Kat miró al tercer piso de la casa de al lado. Sólo pudo ver la silueta recortada de su vecino en su propio balcón. No sabía cuánto tiempo llevaría allí.
– ¿No podías dormir?
– No -murmuró ella.
En ese momento se dio cuenta de que desde su balcón él podía ver claramente la habitación de ella y se preguntó cuántas veces se habría desnudado con la luz encendida pensando que nadie la veía.
– Con frecuencia, querida -dijo como leyéndole el pensamiento.
– ¿Qué?
Mick charló un rato. ¿Sobre qué? Kat no tenía la menor idea. Lo que importaba era que él quería charlar. Ella notó que su voz contenía una nota de ansiedad. Kat sólo llevaba puesto un camisón. No le había parecido necesario ponerse una bata. Hacía calor, estaba oscuro, era más de medianoche. El no podía verla, nadie podía verla, pero sintió como si los ojos de él se clavaran en ella. Cuando hablaba era como si la acariciara. Lo sentía muy cerca. Solitario en su cuarto del tercer piso.
– Mick -dijo ella de repente, con suavidad-. Si hay algo que te preocupe, dímelo.
– ¿Algo que me preocupe?
Kat aspiró a fondo.
– Algo de lo que quieras hablar…
Mick vaciló.
– Hay algo.
Kat se dio ánimos para aguantar el golpe. Estaba dispuesta a mostrarse comprensiva y tolerante cuando él le dijera la verdadera razón por la que se estaba volviendo frío y distante con ella.
– Estoy bastante confuso sobre las retenciones de este mes. Tú llenas las mismas hojas de impuestos para empresarios autónomos, ¿verdad?
Las cuerdas vocales de Kat tardaron un momento en funcionar.
– ¿Impuestos? ¿Quieres hablar de impuestos?
Así era y él habló del asunto hasta casi las dos de la madrugada. Kat abrió la boca dos veces para intentar cambiar de tema, pero no lo consiguió. ¿Cómo podía una mujer, después de todo, preguntarle a un hombre cuál era la razón por la que había perdido interés en mandarle camelias?
El agotamiento hizo presa de ella el viernes. Se había quedado dormida en el sofá cuando el teléfono, inclemente, sonó a las once.
– Tengo problemas, preciosa.
Si hubiera hablado en serio, ella habría acudido a toda prisa a ayudarle. Si la hubiera necesitado, acudiría a él, pero la forma en la que pronunció la palabra "preciosa" carecía por completo de seriedad. Kat no podía aguantar más, no esa noche.
– Mick -dijo con suavidad-. No.
– ¿No qué?
– No juegues conmigo. Si tu manera de apartarte de mí sin lastimarme es comportarte como un mero amigo, preferiría…
– No entiendo de qué estás hablando, pero no es hora de discutir. Tengo un problema de verdad.
– Sí, claro -repuso ella con ironía.
– Hay unas trece chicas abajo. Me echaron al tercer piso en cuanto se pusieron los pijamas.
– No iré -declaró Kat con firmeza.
– Pensé que se dormirían. Pero nunca se dormirán. No sabes lo que parece mi cuarto de estar. Oh, cielos, acabo de oír que se cayó una lámpara.
– Mick.
– Están armando un alboroto increíble. Por el amor de Dios, preciosa, no puedo hacer frente a esto solo.
A Kat le pareció tan convincente como la estrategia de ventas de un vendedor de coches usados, pero cabía, después de todo, la posibilidad de que Mick necesitara ayuda de verdad. Ella se puso unos vaqueros y una blusa y llamó a la puerta de su vecino unos minutos después. Cuando Mick abrió vio que el revuelo que había descrito se quedaba corto. Kat permaneció abajo el tiempo suficiente para comer papas fritas, tomarse un refresco y conocer a las amigas de Angie. Luego, con renuencia, fue a reunirse con Mick.
Lo encontró apoyado en la barandilla de la escalera en el tercer piso, con los hombros encogidos. De repente toda la situación le pareció menos clara a la recién llegada. Quizás él había encontrado una excusa para hacerla ir allí, pero sus ojeras y la tensión que se reflejaban en su cara eran reales.
– ¿No podrías hacerlas entrar en razón?
– Mick, no se hace entrar en razón a unas chicas que están celebrando una fiesta de pijamas.
– Chillan como monos histéricos cada vez que bajo por la escalera. Incluso mi propia hija.
– Es lo normal gritar en esa clase de fiestas. Lo mismo que alquilar películas de miedo y quedarse despierta toda la noche.
– ¿Has visto sus caras?
– Han estado haciendo experimentos con pinturas. Eso también es una tradición.
– No para Angie. A ella no le gusta pintarse y no soporta a los chicos, ¿pero sabes de qué han estado hablando sin parar las últimas tres horas?
– De chicos.
– ¿Sabes cuántos refrescos pueden beber trece chicas?
– Muchísimos.
– Y se han comido diez pizzas. Trece chicas. Más que chicas parecen marranos.
– Sí -convino Kat con calma.
– Tienen encendidos todos los aparatos de la casa: televisión radio, tocadiscos. No me digas que eso es normal también.
– Mick, se están divirtiendo de lo lindo.
– Sí, lo sé.
La voz de Mick fue apenas un murmullo. Kat sintió la presión de sus dedos en el hombro izquierdo. Recordaba haberse sentado junto a él en el último escalón, pero no el momento exacto en el que él la colocó en sus rodillas.
– Estás muy tensa, muy cansada, amor mío. ¿Y crees que me gusta verte esas ojeras?
El descansillo de la escalera estaba en semipenumbra y Mick no podía verla bien. ¿De dónde había sacado que tenía ojeras?
Pero a Kat no le importó. Mick le empujó con suavidad la cabeza hacia abajo y comenzó a darle un masaje en el cuero cabelludo. Ella cerró los ojos y sintió que todos sus músculos se relajaban. Los pulgares y las palmas de Mick frotaban y acariciaban, no como un amante, pero sí con ternura suficiente para que fuera algo más que un simple masaje. El conocía su cuerpo. Conocía dónde estaba tenso cada nervio, dónde estaba contraído cada músculo.
– Hablando hipotéticamente creo que vas a ser una madrastra terrible, Kathryn -murmuró él en tono distraído.
– ¿Qué?
– No es lo que creen ellas, sino yo. Tienes una idea bastante flexible de lo que es la disciplina y nunca me vas a apoyar -parecía divertido-. Las secundas en todo lo que hacen. Entiendes todo lo que hacen. Y te lo digo desde ahora, preciosa, no quiero que cambies. Es probable que alguna vez riñamos por ello, pero no importa. Sigue siendo como eres y… ¿Adonde vas?
Haciendo un gran esfuerzo ella logró ponerse de pie.
– A casa -no sabía si era el masaje o la charla hipotética sobre madrastra lo que había hecho que se sintiera melancólica.
– Cariño, mírame.
Ella no se dio la vuelta. La voz de Mick era muy suave y, Kat sintió que se le humedecían los ojos. Se encaminó a toda prisa escalera abajo.
– No es lo que piensas, Kat. Trata de recordar que éramos amigos mucho antes que intentáramos ser amantes.
Kat recordó eso la siguiente semana. No sirvió de nada. Mick podría querer que su relación volviera a ser de amistad, pero eso no era lo que sentía por él y nunca lo sería.
Sola en su casa el miércoles por la noche, se dio un baño caliente para serenarse. En vano. Después, recorrió la casa envuelta en una toalla. Dio vueltas al caballito del tiovivo, recorrió el vestíbulo y luego subió por la escalera. Se detuvo delante de la ventana de su habitación y vio un relámpago dibujar un zigzag de plata en el cielo. Vio… pero no en realidad.
Hasta el día anterior al mediodía, ella se había aferrado a la esperanza de que hubiera una razón evidente que explicara el cambio de conducta de Mick. Aunque había concluido el tratamiento prescrito por el ginecólogo, no pudo concertar una cita con su médico para decidir el tratamiento a seguir después hasta el día anterior. Lo lógico era que Mick hubiera evitado todo contacto físico hasta que ella recibiera la autorización del médico. Sin embargo, la noche anterior Kat había logrado dejar caer un "ya estoy bien" mientras cenaba con Mick y las chicas y él ni siquiera había parpadeado. Más importante aún, muchísimas horas habían pasado desde la noche anterior y esa noche.
Comenzaba a desesperarse.
Mick le tenía cariño. De eso estaba segura. Procuraba estar con ella la mayor parte de su tiempo libre. Kat sabía que no recibiría un premio como la madrastra perfecta, pero quería de verdad a Angie y Noel. Y Mick fue quien la animó a que estableciera una relación cada vez más estrecha con las chicas.
Lo que más le importaba, era que Mick había cambiado. ¿No se daba cuenta él? El trabajo ya no era toda su vida. Todavía se preocupaba cuando sus hijas hacían algo que no le gustaba, pero eso no tenía importancia; era un padre maravilloso, al menos convivía más con ellas. Sólo necesitaba alguien que le dijera que todo estaba bien. Alguien que le hiciera reír, alguien con quien se sintiera a gusto, que lo aceptara tal como era… y como quería ser.
Kat estaba convencida de que tenía algo que ver con que él hubiera cambiado. Había pensado que él estaba cambiando en aspectos que le hacían ser mejor, que enriquecían su personalidad, que afinaban su sensibilidad. Había pensado que, quizá… quizá él había encontrado en ella algo que realmente le importaba.
Había pensado que la quería.
Kat se peinó el pelo mojado. El dolor que sentía la desgarraría si no tenía cuidado. Era más fácil soportar la ira y, ciertamente, también sentía eso.
¿No tenía acaso una razón? Mick la había hecho conocer el amor y el deseo y luego se había olvidado de ello. La había hecho desear con vehemencia y luego la había obligado a enfrentarse a cosas terribles, a hablar de cosas bochornosas, mortificantes, la había llevado a ver a una ginecóloga y todo como si fuera la cosa más natural entre un hombre y una mujer que se quieren. Y luego adoptaba otra vez la actitud de un buen amigo… y nada más.
Kat aceptaría eso si tuviera sentido, pero era absurdo. Mick no la lastimaría deliberadamente, de eso estaba segura. Tenía una faceta maliciosa, pero era honrado y sincero. Si hubiera dejado de quererla, habría cortado su relación sin recovecos.
Y la única explicación que Kat podía encontrar era que Mick pudo haber hallado algo sobre lo que no podía ser sincero… que no podía afrontar… no por sí solo, al menos.
Dios sabía que Kat entendía muy bien las dimensiones de ese tipo de problemas y estaba a punto de llegar a su habitación cuando se le ocurrió algo. Maldición, pensó.
De repente soltó la toalla, se puso una bata, fue al estudio y llamó a su vecino. El teléfono sonó una vez. Luego otra vez y otra. Mick levantó el auricular cuando iba a sonar una cuarta vez. Era evidente que había estado dormido, porque su voz era adormilada y ronca.
La de Kat era beligerante.
– Necesito tu ayuda, Larson. Un grifo está goteando.
Hubo una breve pausa.
– ¿Ahora?
– Ahora.
– Querida, es casi medianoche.
– El ruido no me deja dormir.
– ¿De verdad?
– Y tengo miedo de que haya una inundación.
– Está bien, preciosa. Estaré allí dentro de un momento.
Colgó. Kat tembló de pies a cabeza. Mick podía haberle enseñado que la sinceridad es muy importante en las relaciones… pero también le había enseñado que una estratagema funcionaba mejor cuando el asunto era espinoso.
Y ningún problema podía ser más espinoso que el suyo. Kat miró el reloj. Mick tardaría tres minutos en ponerse los pantalones. Eso le dejaba a ella apenas el tiempo suficiente para ajustarse la bata, peinarse y bajar a abrir la puerta.
Un trueno se oyó muy cerca, cuando ella abrió la puerta de atrás. Mick entró en la cocina con una caja de herramientas en la mano. Miró a su vecina y sonrió.
– Bien. ¿En dónde está el problema?
– En el cuarto de baño de arriba.
– Ah.
Kat subió por la escalera delante de él. Mick dejó la caja de herramientas en el suelo del cuarto de baño y revisó el impecable lavabo de mármol negro con expresión ceñuda.
– Parece muy serio.
– Lo sé.
– Soy bastante hábil, pero me temo que esto es tan grave que necesitarás un fontanero profesional.
– Ya me lo temía.
– ¿Sabes dónde van las tuberías del lavabo?
– Allí.
– ¿Adonde?
Kat hizo un movimiento vago con la mano.
– Allí.
Mick no llevó las herramientas a la habitación, simplemente entró antes que Kat y se detuvo. Observó la cama con dosel, la decoración del siglo diecinueve, los frascos de perfumes en el tocador, la chimenea y los cristales de la ventana.
– No veo una sola tubería -observó él.
– ¿Estás seguro?
– Estoy seguro. Quizá si apagaras la luz del techo podría ver mejor.
Ella apagó la luz del techo, lo cual dejó sólo la tenue luz de la lámpara de cristal de la mesilla de noche.
– ¿Ves mejor ahora?
Mick no respondió. Su mirada estaba fija en la bata de seda, en el pelo enmarañado y en la boca de su vecina. Especialmente en su boca. Cielos, ¿por qué se le habrían secado los labios de repente?
– Veamos, preciosa… ¿cuáles son tus pérfidas intenciones?
– Sólo Dios sabe por qué he tardado tanto en decidirme, pero sí, tengo unas intenciones muy pérfidas.
– No quiero que estés asustada.
– ¿Y es por eso por lo que estás dos últimas semanas has estado tan distante? -Kat fue a cerrar la puerta de la habitación-. Por primera vez en mi vida podía hacer el amor… y eso era maravilloso, Mick, pero tú comprendiste que de repente me daría cuenta de que sería la primera vez. La primera vez que importa -se desató el cinturón de la bata-. De ninguna manera me casaría con un hombre al que no pudiera satisfacer en la cama. No le haría algo así y jamás, jamás, te lo haría a ti.
– Amor mío.
Mick se calló cuando ella se deslizó la bata hasta que la prenda de seda se cayó al suelo. Mick no estaba viendo nada que no hubiera visto antes pero la expresión de los ojos de él era, en cambio, nueva. Avidez, ansia, deseo, necesidad… Kat había visto todo eso en él antes, pero no ansiedad. Nunca ansiedad.
– Dado el tiempo que tuve para preocuparme por ello-dijo ella con suavidad-, pensaste que habría convertido esa "primera vez" en una prueba… una prueba tan crucial que estaría tensa; esa era una garantía segura de que todo saldría mal. Eso es lo que creías, ¿verdad? De modo que procuraste que no tuviera tiempo de preocuparme. Me dijiste de mil maneras diferentes estas últimas dos semanas que el sexo no es lo más importante para ti.
Su voz se enronqueció, se hizo más profunda, cuando lo vio avanzar hacia ella.
– El sexo no es lo más importante. El amor sí, y lo digo con el corazón en la mano, Kat. No tenemos que hacer esto esta noche, si tú no…
Ella le rodeó el cuello con los brazos y le hizo callar dándole un beso. Mick era sensible, perceptivo y maravilloso, pero esta vez estaba completamente equivocado. Tenían que hacer el amor y no se trataba de una terrible prueba crítica. Kat siempre había sabido cuáles podían ser los riesgos que correrían la primera vez que consumaran su amor; podía perderlo.
Era física y emocionalmente incapaz de no tener miedo esa noche… pero en ese preciso momento sentía menos temor de lo que hubiera pensado. Mick había entrado en su casa con una sonrisa perspicaz en los labios, pero ella también percibió que en sus ojos se reflejaba ansiedad.
Mick era el único hombre que Kat conocía que entendía los terribles temores internos de una mujer. ¿Cómo pudo ella no darse cuenta de que él ocultaba sus propios miedos? En pocos minutos recordaría sin duda sus inquietudes personales, pero por el momento tenía un hombre de quien preocuparse. Con seductora suavidad, lo besó hasta que él la rodeó con los brazos y luego le acarició el pelo tiernamente.
Mick apartó la boca un momento, para susurrar:
– Amor mío, si no estás completamente segura…
Ella lo empujó. El se cayó. La caída fue amortiguada por media docena de mullidas almohadas. Tendido allí, Mick parecía fuera de lugar. La luz de la lámpara de la mesilla se reflejaba en su semblante varonil. El sonrió.
– Tu cuarto es muy femenino. Y no me asombra -con el pulgar le trazó la línea de la mandíbula, sin apartar un instante la mirada de su cara-. Empiezo a tener la sensación de que estás dispuesta, cariño. De modo que al cuerno con las pruebas.
– Larson, he esperado treinta y tres años. No esto, sino a ti. Me estoy muriendo… ¿y tú quieres hablar?
– Sólo intento comprender. ¿Qué ha sido de tus inquietudes? ¿En dónde está mi dama anticuada? ¿En dónde están todas esas inhibiciones que conozco tan bien?
Kat sonrió, pero no por mucho tiempo. El pulso de Mick era errático, los latidos de su corazón tumultuosos y en sus ojos brillaba el deseo, pero la ansiedad seguía reflejada allí. Mick no quería que ella supiera que también él se estaba sometiendo a prueba esa noche. Tenía tanto miedo como ella. Adivinó que él temía hacerle daño y, aún más, fallarle como amante y como hombre.
Kat se puso en cuclillas a su lado. El único hombre a quien ella podría querer jamás tenía un problema: un problema tan privado, tan íntimo, que suponía que no podía compartirlo con nadie.
Esos eran los problemas que los amantes compartían mejor. Mick le había enseñado eso, pero si Mick no sabía que también podía aplicarse a su caso, lo sabría. Pronto. Con una lentitud infinita ella le levantó la camiseta y le pasó las palmas con sensualidad por su tibia piel desnuda. Mick se incorporó lo suficiente para quitarse la prenda, pero cuando trató de abrazar a Kat, ella movió la cabeza.
– Me he preocupado tanto por esto -susurró-. Y todo por razones equivocadas -sus dedos se deslizaron por las costillas de él hasta llegar a la cremallera de sus pantalones. Miró a Mick a los ojos y luego le bajó la cremallera-. Tenía pánico y, ¿para que? Nunca hemos fallado en nada que importe realmente, porque nunca nos hemos fallado el uno al otro. El amor siguió creciendo; no a pesar de, sino debido a lo que tuvimos que compartir, así que, ¿cómo podía tener miedo de quererte? No lo tengo. Ni siquiera temo decirte lo mucho que te deseo…
Sus palmas se deslizaron debajo del pantalón de Mick. El llevaba los vaqueros muy ajustados. Tiró con fuerza del pantalón, muy consciente de que Mick la había oído porque se suavizó la expresión de sus ojos. El no respiraba con regularidad. Empezaba a tener calor y ya no era ansiedad lo que tensaba sus músculos.
Pero Kat no había terminado aún.
– He soñado contigo -susurró-. Durante toda esta ola de calor, he soñado una y otra vez contigo… y el calor…en una tormenta -tuvo que incorporarse para quitarle los pantalones.
Al volverse a recostar, sus dedos le rozaron las rodillas y los muslos. Cuando llegaron a los calzoncillos, lo miró de forma sensual y desinhibida. A Mick le gustó esa mirada. Se excitó y ella tuvo que proseguir:
– No eran sueños agradables, Mick. Eran oscuros, eróticos, salvajes. Soñaba con que hacía el amor contigo en medio de una tormenta, con la lluvia cayendo en una noche cálida y tú estabas desnudo. Tan desnudo como lo estás ahora y yo sufría en ese sueño. Sufría de deseo. Entonces me hacías tuya hasta volverme loca. La lluvia seguía cayendo y tu cuerpo estaba caliente, mojado y resbaladizo…
– Espero que ya hayas terminado de hablar, amor mío, porque si no serás testigo de una de esas reacciones incontroladas tan comunes en los adolescentes ansiosos.
Kat notó un asomo de exasperación en su voz. Sonrió y tiró el calzoncillo al otro lado de la cama.
Mick susurró algo y luego alargó los brazos hacia ella. A lo lejos, se oyó un trueno. Las cortinas se agitaron cuando entró una brusca corriente de aire fresco, pero Kat apenas lo notó. De improviso se encontró entre sábanas perfumadas con Mick.
Se dio cuenta de que él ya no sentía ansiedad. Mick también había perdido todo interés en charlar. Besó a Kat en el estómago… y más abajo, luego su lengua reclamó la de ella, para probar su dulzura. Se apoyó en un codo y le tomó con la mano un seno, le frotó la punta hasta que se hinchó.
Kat había querido que él se sintiera tan deseado que se olvidara de temer que algo saliera mal. La luz de la lámpara bañaba de oro sus facciones firmes. Mick la besaba por todas partes, hasta que la joven gritó de placer. Las manos del naviero eran mágicas, su boca peligrosa.
¡Oh, Dios, cuánto lo quería!
Fuera, un relámpago iluminó el cielo. Un gigantesco retumbo hizo parpadear la luz de la lámpara, antes de apagarse para sumergirlos en una oscuridad aterciopelada. Con la oscuridad llegó la lluvia, pero a Mick no le importó. Kat se estaba entregando a él. Había mostrado pasión por él antes, pero nunca esa necesidad en la que resultaban inseparables el amor y el deseo.
El le acarició con infinita suavidad el centró mismo de su femineidad. Cuanto más profunda era la caricia, más apasionados se volvían los besos… Mick movió una mano buscando su pantalón.
– No -dijo Kat con vehemencia-. No lo necesitamos.
Le mordió el hombro con suavidad y luego le deslizó las manos a lo largo de las caderas.
– ¿No te gustaría tener un hijo, Mick?
El la miró enternecido.
– Te quiero -susurró Kat.
Mick lo sabía.
Y luego Kat musitó:
– Ven aquí.
Abrió los brazos, para acogerlo. Lo besó en la cara, la garganta, la boca. Le dio docenas de besos impacientes, mientras él se colocaba encima de ella. Mick le levantó las caderas y la hizo suya. Kat experimentó la maravillosa sensación de recibir en su propia carne una parte del hombre al que quería. Mick no se movió entonces, no se atrevía ni a respirar.
En la oscuridad vio cómo se elevaban las pestañas de Kat. Sus ojos brillantes se encontraron con los de él. Al mismo tiempo apretó los brazos y las piernas.
– No te atrevas a preguntarme si estoy disfrutando -murmuró.
Mick no tuvo que preguntarlo. Podía verlo. Podía sentirlo. La llevó en un viaje fantástico en el que hacían el amor arrastrados por el viento tempestuoso mientras la lluvia caía a raudales. Alcanzaron el éxtasis juntos. Mick le proporcionó un placer que ella sólo había soñado… y ella hizo el amor con espontaneidad y naturalidad.
– ¡Ya he vuelto!
– Ya lo veo -murmuró Mick con humor.
Kat había estado acurrucada en sus brazos durante media hora. Conociendo a Kat como la conocía, Mick debió saber que esa placidez no duraría mucho. Ella se había levantado de un salto con energía. La tormenta no había cesado. Kat había saltado de la cama para ir a cerrar las ventanas y luego había bajado para buscar unas velas en la cocina.
Por fin volvió a estar donde él quería, tendida a su lado, con las piernas alrededor de él. Las velas parpadeantes iluminaban los ojos de la dichosa joven. Sus hombros eran provocativos. Su boca una curva atrevida. Eran los gestos, la actitud de una mujer que acaba de descubrir la plenitud del amor en todas sus facetas.
Mick nunca le había visto tan feliz y exaltada. Tenía muchos planes para ella los siguientes sesenta años.
– ¿Te estoy cortando la circulación?
– Sólo cuando te retuerces -cosa que, se daba perfecta cuenta él, hacía Kat con deliberación. Mick no podía dejar de sonreír. Apartó de la sien de su amante un mechón de pelo.
– Mick…
– ¿Um?
– Soy increíblemente feliz.
– Sólo crees serlo. No eres ni la mitad de feliz de lo que soy yo -le pareció que la frente de Kat necesitaba un beso-. Las chicas van a pensar que me casaré contigo. En especial si las llamo a las seis de la mañana para decírselo.
– Dios santo. ¿Es esa una proposición?
Mick negó con la cabeza.
– De ninguna manera. Esta noche quizá aparecerá un duendecillo con camelias. Cenaremos, beberemos champaña. Entonces, quizá, te pediré que te cases conmigo. No lo prometo. Tendrás que preocuparte hasta entonces sobre si mis intenciones son honorables.
Kat movió las piernas de una manera que le hizo gruñir de satisfacción, y a ella sonreír. Ella tenía aviesas intenciones.
– Te gustó la idea de tener un hijo.
– ¿Nuestro hijo? Sí, amor mío.
– Sin duda será una niña.
– Estoy preparado para eso. Las probabilidades ya están en mi contra. Una hembra más no podría hacer mi vida más difícil.
– Mick… -Kat le alisó las cejas con los pulgares, pero de repente se puso seria-. Desde el momento en que entré en tu patio, has hecho mi vida terriblemente difícil. Tanto que no sé lo que me habría sucedido… si no hubieras sido tú. Sólo tú. ¿Has estado alguna vez desesperado?
Mick murmuró con suavidad:
– Oh, querida, sé que tú lo estabas.
– Pensé que tenías un problema y que era irremediable. Me había rendido.
Mick le pasó las dos manos por el pelo y le sostuvo la cabeza. Sus miradas se encontraron. Ninguno trató de mirar a otra parte.
– Te rendiste, cariño, porque nunca habías querido a nadie antes. No como es debido. Cuando se quiere de verdad la sinceridad se vuelve algo natural, y si uno se siente vulnerable no debe asustarse porque las dos personas están dispuestas a ayudarse mutuamente. Además…
– ¿Además?
– Tú no eras la única que necesitaba ayuda -dijo él con suavidad-. Yo necesitaba saber, tanto como tú, que podía confiarte mis temores. Mis temores de hombre. Mis temores de amante.
Ella lo besó. Su beso era una recompensa por reconocer que había tenido miedo. Quería convencerlo de que siempre que él la necesitara ella estaría a su lado. Lo sabía en ese momento, pero lo sabría mejor después de que llevaran cincuenta o sesenta años juntos. Lo volvió a besar. Con vehemencia.
– Caramba, otra vez tienes ganas -comentó él.
– Sí.
– ¿Cuánto puede esperarse que aguante un hombre?
– No sé la mayoría de los hombres -lo besó una vez más-. Sólo sé lo que puedes aguantar tú. No hay límite para ti, Mick. Y no te falta nada. ¡No por lo que a mí respecta!
– Son más de las dos…
– Pobrecito mío -murmuró ella.
– Te estás volviendo cada vez más audaz, más atrevida y descarada.
– Sí.
– No me va a quedar más remedio que acceder a tus deseos.
– Eso es.
¿Qué podía hacer él? La abrazó y la volvió de espaldas con lentitud y, antes que su espina dorsal tocara las sábanas, ella lo abrazó estrechamente.