Dos semanas más tarde, Mitch se levantó de la mesa con una sonrisa artificial cuando hubo terminado de cenar.
– Acabaré de fregar los platos en un santiamén. ¿Sigues pensando en ir a comprar la cuna?
– Cuando quieras.
– ¿No estás demasiado cansada? -preguntó él.
– ¿Y tú, lo estás?
– No. Siempre y cuando no lo estés tú… -Mitch se interrumpió. Diablos, llevaban ya dos semanas manteniendo aquella clase de conversaciones ridículamente educadas.
Nik se levantó con una sonrisa tan artificial como la de él.
– Bueno, vámonos. Millicent puede venir con nosotros, ¿verdad? Lo sacaré antes a dar un paseo, pero ya sabes cuánto le gusta viajar en coche.
– Naturalmente que puede venir.
Mitch acabó de fregar los platos, observando desde la ventana de la cocina cómo Nicole jugueteaba con la pequeña bola de pelo blanco en el jardín.
Estaba loca por el cachorro. Ésa era una de las cosas que Mitch había hecho bien… aunque ahí estaba precisamente el maldito problema. Cómo todo podía haberse deteriorado tan rápido cuando, en la superficie, la vida de ambos era perfecta.
Con gesto grave, se secó las manos con una toalla de papel, recogió las chaquetas de los dos y luego salió por la puerta. Inmediatamente, vio cómo la amplia sonrisa de Nicole menguaba y perdía toda su exuberancia.
– Gracias por traerme la chaqueta -dijo ella-. De repente, ha empezado a hacer frío.
– Tranquila. ¿Estáis listos para dar un paseo en coche e ir de compras?
Por supuesto que estaban listos. Nik siempre lo estaba. Decía que sí a absolutamente todo.
Conforme enfilaban la autopista, en dirección a los grandes almacenes, Mitch revivió mentalmente las anteriores semanas. Él había insistido en ocuparse de gran parte del trabajo de Nicole. Ella había accedido sin rechistar.
Había llevado a casa de Nicole todas sus cosas, objetos de decoración incluidos. Ella afirmaba que le encantaban. Y quizá hasta fuese cierto. La casa empezaba a parecer un hogar, en lugar de un manual de decoración. Pero, ¿quién sabía si Nik estaba realmente a gusto con los cambios? No expresaba más que aprobación hacia todo lo que Mitch hacía.
Deberían y podían haber tenido una discusión decente sobre el nombre del niño. Pero también eso se resolvió pacíficamente. La abuela de Mitch se llamaba Erin. Él sugirió dicho nombre, y ella aceptó en el acto. Nicole había sugerido con cierta inseguridad el nombre de Matthew si era niño. Y él, naturalmente, había aceptado de inmediato.
Teniendo en cuenta lo educados que eran el uno con el otro, sólo les faltaba estrecharse cordialmente la mano al final de cada velada. Al menos, llegarían a tocarse.
Una vez en los grandes almacenes, Mitch aparcó, dejó la ventanilla un poco abierta y le prometió a Millicent que no tardarían más de veinte minutos. Como cabía esperar, Nik se apeó del coche al mismo tiempo que él, sonrió al mismo tiempo que él y se internó en la sección de artículos de bebé al mismo paso que él.
Teniendo en cuenta cómo su mundo se había estremecido cuando hicieron el amor, Mitch lo hubiera dado todo por volver a tomar a Nicole de la mano. Por besarla, simplemente.
Pero la iniciativa debía partir de ella, se dijo con firmeza.
El hecho de que Nicole confesara la historia de su pasado lo había cambiado todo. Dicha historia no había sorprendido a Mitch. Él ya había adivinado que algún secreto la torturaba. Sabía que Nik no podía haber hecho nada que anulara sus sentimientos por ella. Y sufría al pensar en la soledad y el terrible dolor que había tenido que soportar.
Lo malo, según Mitch, era que Nicole le habría confesado todo aquello mucho antes si hubiera confiado en él. Aquel pensamiento no dejaba de relampaguear en su mente. Indudablemente, la había presionado. El embarazo había pillado a Nik por sorpresa, y él simplemente se había aprovechado de su desconcierto, manipulándola para que aceptara ser su esposa. Un hombre adulto sabía perfectamente que la confianza había que ganarla poco a poco. Había invertido mucho y llegado demasiado lejos como para arriesgarse a cometer más errores con ella ahora.
Cuando Nicole lo deseara, que se lo hiciera saber.
No volvería a presionarla ni a meterle prisas. Aunque aquella espera lo matase.
Mitch siguió la mirada de Nik mientras inspeccionaban las cunas. Su expresión era más suave que el resplandor de la luna. Y él se dijo que ya le faltaba muy poco para morirse de deseo.
– ¿Mitch? -Nicole se acercó a él-. No esperaba que hubiese tantas. Y quizá sea una tontería comprarla tan pronto. Ni siquiera hemos pintado aún el cuarto del niño.
– Pero ésa era la idea, ¿no? Querías ver las cunas antes de decidir el color de la pintura y la moqueta.
– Me temo que nos va a costar una fortuna. Necesitamos muchas cosas.
– Está bien. No hay ningún problema.
– Podríamos elegir colores individuales. Salmón, lima, frambuesa. Ya sabes a qué me refiero. No los tonos pastel que suelen escogerse para los bebés.
Mitch no tenía ni idea de cuáles eran dichos tonos, pero contestó:
– De acuerdo.
– Creo que nos hará falta una mecedora. Con brazos.
– De acuerdo.
– Y necesitamos una cuna para el cuarto, desde luego. Pero no estaría de más un cochecito de ruedas para la planta baja. Uno plegable para poder llevarlo también al despacho…
– De acuerdo.
Dos días más tarde, Nicole abrió de golpe la puerta principal, pensando que si Mitch volvía a decirle una sola vez más «de acuerdo», lo estrangularía. No deseaba asesinarlo. Pero un buen estrangulamiento le resultaba muy tentador.
Él la siguió, cargado con los maletines de ambos.
– Mira, sé que has tenido un día muy duro. Habíamos planeado empezar a pintar el cuarto del niño hoy, pero puede esperar. ¿Por qué no pones los pies en alto y te relajas…?
– No estoy cansada. Y no dejaré la pintura para más adelante -dijo ella alegremente, sin levantar un ápice la voz. Pero Mitch le dirigió aquella mirada paciente que la hacía desear darle un golpe en la cabeza.
– De acuerdo, de acuerdo -dijo él condescendientemente-. Pero tengo algo en mente para la cena de hoy, así que cocinaré yo. Luego nos pondremos a pintar, si quieres.
Nicole sospechaba que, en realidad, no tenía nada en mente para la cena… ¿Qué hombre lo tenía? Pero respondió «bien», lo cual, al menos, era mejor que gruñirle. Y antes de que Mitch le sugiriese «amablemente» una vez más que pusiera los pies en alto, se quitó los zapatos y la chaqueta y se dirigió hacia el cuarto de lavado para llenar la lavadora.
Había sido un día espantoso. El éxito era maravilloso, pero necesitaban más ayuda, y entrevistar a posibles nuevos fichajes para la plantilla llevaba su tiempo.
Nicole activó la lavadora y se agachó. De acuerdo, debía admitir que su estado de ánimo no se debía por completo al exceso de trabajo. Sino a Mitch. Al hecho de que no la tocara. La noche, o la mañana, de bodas más maravillosamente espléndida que hubiera podido esperar una recién casada… y, luego, nada. Cero.
El corazón se le encogió al oír a Mitch jugando con Millicent en la cocina. Pasándoselo en grande. Con el perro. Apretando firmemente los labios, Nik restregó con jabón el cuello de un par de camisas.
Diablos, era algo que no acertaba a comprender. Mitch le había confesado sus temores acerca de no satisfacerla como amante. Pero Nicole creyó haberle demostrado íntimamente lo deseable, atractivo e increíble amante que era.
Quizá era ella la que le había fallado a él.
Era evidente, puesto que no había vuelto a tocarla desde entonces, y eso que daba muestras de desear hacerlo. Se despertaba cada mañana con una erección. Nicole lo había visto… y no sólo entonces, sino cada vez que se rozaba con ella por accidente. De modo que, si Mitch se estaba reprimiendo sexualmente, quizá era porque no se encontraba cómodo con ella en la intimidad.
Abatida, Nicole cerró la lavadora, sin estar segura de haber añadido el detergente. Sin importarle.
Eso era precisamente lo más doloroso. Mitch jamás habría creído necesario mentirle… si confiara en ella. Y Nicole entendía perfectamente su falta de confianza. Diablos, no había confiado en sí misma durante gran parte de su vida. Pero, maldición, adoraba a aquel hombre, y ninguna relación podía llegar a ninguna parte si no existía confianza entre la pareja. Después de haberle confesado su pasado, Nicole creyó haberse ganado un mínimo de confianza por parte de Mitch, y se sentía desconcertada acerca de cómo lograrlo.
Abordarlo con agresividad no era el mejor camino, se reprendió a sí misma. Pero ya habían pasado semanas. Y él no le había dado ninguna oportunidad. Diablos, ya no podía seguir soportándolo.
– ¡La cena está lista, Nik!
Ella dio un salto. Luego se dirigió hacia la cocina. Mitch había aliñado boquerones, el pescado favorito de ambos, y había quemado un revuelto de verduras. Deberían haberse reído con lo de la verdura y haberse abalanzado como lobos sobre los boquerones. En vez de eso, intercambiaron una sonrisa artificial y se pusieron a hablar del tiempo.
Después de cenar, Mitch sacó al monstruo a dar un paseo por el césped. Nicole observó cómo ambos se revolcaban sobre la hierba, preguntándose si él se portaría así con el bebé.
Finalmente, Mitch volvió a entrar, cubierto de hierba fresca, su exuberante rictus convirtiéndose en la cautelosa sonrisa que reservaba para ella.
– ¿Sigues pensando en empezar a pintar?
– Desde luego -respondió Nicole. Pero empezó a cambiar de opinión en cuanto se quitó la ropa de trabajo y se puso una camiseta vieja y unos pantalones cortos. Estaba contenta con su nueva barriga, pero sus posibilidades de atraer sexualmente a un hombre menguaban de forma drástica conforme pasaban los días.
Para cuando salió al pasillo, Mitch ya estaba agachado, inspeccionando la lata de pintura… e irresistiblemente atractivo con aquel jersey viejo y aquellos vaqueros cortos desgastados. Nicole paseó la mirada por el cuarto, tratando de distraerse.
– Va a quedar precioso -murmuró-. Será un nidito muy acogedor.
– Un cuarto ideal para que un niño crezca en él -convino Mitch.
Por un instante, sus ojos se encontraron. Fue una milésima de segundo, pero Nik contuvo el aliento. Lo percibía allí, en sus ojos, con absoluta claridad. El gozo de estar haciendo aquello juntos, construyendo una dulce parte de su vida en común. Pero, naturalmente, la milésima de segundo pasó. Mitch desvió la mirada. Y luego la desvió ella.
Aquella exasperante muralla de cortesía se interponía entre ambos, tan impenetrable como el acero.
Nicole se agachó junto a Mitch.
– Yo removeré la pintura -sugirió.
Él se incorporó de inmediato y se retiró de ella.
– Bien. Yo me encargaré de darle al rodillo.
Como siempre, se ofrecía voluntario para hacer el trabajo más pesado. Nik sumergió la brocha en la lata y empezó a darle vueltas.
– No quiero que te subas en una escalera, Nik.
Ella empezó a remover la pintura más deprisa.
– Ni que te esfuerces con el rodillo.
Nicole removió la pintura con tal velocidad que se salió un poco por el borde de la lata.
– Y estoy pensando que la lata de pintura pesa demasiado para que la lleves de un lado para otro.
Nicole alzó la brocha. Embadurnada de pintura. Jamás solía ceder a un impulso, pero Mitch estaba medio vuelto hacia ella. Con un leve movimiento de muñeca, adelantó la brocha, y varios goterones de pintura salmón aterrizaron en el pecho de Mitch. Él se miró el jersey salpicado de salmón con gran sorpresa.
– Menudo accidente -comentó con ironía-. Aunque esperaba mancharme de pintura antes de acabar.
El diablo la impulsó a hacerlo. Volvió a salpicarlo con la brocha.
– Eh, Nik…
– Mitch, como me digas una sola palabra educada más con esa voz amable y sobreprotectora, volveré a embadurnar la brocha.
– Has tenido un día muy duro -empezó a decir él con cautela.
Fue la gota que colmó el vaso. Nicole hundió la brocha hasta el fondo de la lata y luego se puso en pie.
– Eh, un momento, un momento… -durante varios segundos, Mitch permaneció inmóvil, mirando la brocha goteante que ella sostenía en la mano-. No te atreverás.
Aquello era un desafío. Así que Nicole sacudió la brocha, salpicándole el mentón de pintura. Y sintió una enorme satisfacción.
Ahora Mitch parecía estupefacto. No había creído ni por un momento que fuese capaz de hacerlo.
De repente, sus ojos emitieron un brillo de especulación y, en un santiamén, le quitó a Nicole la brocha de la mano.
– Veamos qué aspecto tienes con la nariz teñida de salmón -dijo pensativamente.
Ella miró la brocha y luego sus ojos. Y en aquellos ojos vio al hombre al que amaba. Al hombre en el que confiaba.
– No te atreverás -lo desafió.
Sin pérdida de tiempo, Mitch alargó la mano y le soltó un goterón de pintura en la punta de la nariz. Y, para colmo, tuvo el descaro de echarse a reír.
– Serás… serás… -a Nik no se le ocurría ningún insulto lo bastante fuerte, pero volvió a quitarle la brocha.
Las sonoras risotadas de Mitch dejaron paso rápidamente a un tono conciliador.
– Vamos, vamos, Nik…
Utilizando la brocha como una espada, Nicole le dio una estocada en el ombligo. Y luego retrocedió velozmente, antes de que Mitch pudiera arrebatarle la brocha. Por desgracia, el espacio reducido del cuarto limitaba sus maniobras. Mitch empezó a avanzar hacia ella.
– Cuando agarre esa brocha, veremos lo guapa que estás con el pelo salmón -prometió amenazadoramente.
Parecía muy peligroso con el mentón pintado. Imprevisible. Amenazador.
– No pienso soltar la brocha -le informó Nicole.
– Oh, y tanto que la soltarás.
– ¿Piensas aprovecharte de una embarazada? ¿De una mujer indefensa, vulnerable y más pequeña que tú?
– Sí. Y disfrutaré haciéndolo.
– ¡En el pelo no, por el amor de Dios!
– Sí. En el pelo.
Nicole volvió a atacarle con la brocha y manchó de pintura su brazo desnudo.
Eso no le impidió seguir avanzando.
– Te la estás buscando. Y me alegrará darte tu merecido -Mitch alargó los brazos y la agarró por la cintura. Luego la atrajo de un tirón hacia sí. Nicole no tuvo ni la más mínima oportunidad de defenderse.
Con una rapidez que le impidió tomar aliento, Mitch la sujetó contra la pared, agarrándole en el aire la mano con la que sostenía la brocha, y la besó.
Nik dejó caer la brocha.
En el momento en que le rodeó el cuello con los brazos, ya era demasiado tarde para volverse atrás. Nicole le devolvió el beso. Con ansia. Con furia. Puso en ello la lengua, los dientes, el corazón y el alma, porque aquel maldito marido suyo se lo estaba exigiendo.
Mitch se echó hacia atrás de repente. Toda la soledad de las anteriores semanas se reflejaba en sus ojos, todos los miedos que no había permitido que Nicole viese con anterioridad.
– Me amas -susurró ella maravillada.
– Más que eso. Eres el centro de mi corazón.
– Maldición, Mitch… Entonces, ¿por qué no has hecho esto antes?
Él enarcó las cejas.
– ¿Te refieres a la lucha de pintura? -inquirió.
– No, tonto. ¿Por qué no me besaste antes? ¿Por qué no te enfadaste conmigo? Sí que estabas enfadado, ¿verdad? -intuyó Nicole de pronto.
– Furioso -reconoció Mitch, con la voz ronca y entrecortada por la emoción. Separó a Nik de la pared, pegando la frente a la suya-. Furioso porque hayas pensado que te he juzgado alguna vez. Pasaste por una experiencia horrible y peligrosa cuando eras una niña. ¿Cómo pudiste pensar que no te había comprendido? Me duele que no confiaras en mí.
Nik sintió un súbito dolor en el corazón al ver en los ojos de Mitch el sufrimiento que ella misma había provocado.
– No es que no confiara en ti, Mitch. Simplemente… temía que no pudieras amarme si lo sabías todo de mí. Cuanto más te amaba, más miedo tenía de decepcionarte, de fallarte. Sentía que no te merecía.
– Por el amor de Dios, Nik. ¿Crees que no sé a qué te refieres? Por eso exactamente exageré lo sucedido la noche de la fiesta. Llevaba enamorado de ti desde el principio. Y quería que me dieras una oportunidad. Pero empecé a tener miedo de no estar a la altura. De no merecerte.
Ella le acarició las costillas. El pecho. Parecía incapaz de dejar de tocarlo.
– No podría haber encontrado a un padre mejor para mi hijo, Mitch Landers. Ni a un compañero mejor -contuvo el aliento-. Ni a un amante que me haga sentir más.
Los labios de Mitch reclamaron los suyos en cuanto ella ladeó la cabeza. Con aquel beso, Nicole trató de comunicarle la felicidad que desbordaba su corazón… hasta que, de repente, él echó hacia atrás la cabeza.
– Señora Landers…
– ¿Lo has notado? ¿Cómo se ha movido nuestro hijo? -Nik le dirigió una sonrisa íntima, y luego volvió a tirarle de la cabeza para acercarlo a su boca. Ahora que lo tenía abrazado, no pensaba soltarlo.
– Señora Landers…
– ¿Mmm?
– ¿Se da usted cuenta de que estamos los dos embadurnados de pintura?
– ¿Mmm? -lo amaría para siempre, se dijo Nicole. Estaría junto a él cuando las cosas salieran mal. Protegería eternamente su corazón inmenso y maravilloso.
– Estoy tratando desesperadamente de llamar tu atención -murmuró Mitch-. Creo que quizá debamos continuar esto en otra habitación. Y lo primero que se me ha ocurrido es el dormitorio. Pero tal vez debamos ducharnos primero.
– Si insinúas que nos turnemos para utilizar la ducha, olvídalo. O juntos o nada, marido mío.
– O juntos o nada, esposa mía -prometió él-. ¿No te lo llevo diciendo desde el principio? Tú eres la jefa.