El lunes por la mañana, Nik permanecía asomada a la ventana del despacho. En el exterior, una tormenta arreciaba, descargando un fuerte aguacero. El mar se había embravecido, y sus olas azotaban furiosamente las rocas de la orilla. Cuando los relámpagos rasgaban el cielo, la fantasmal luz plateada confería al acantilado el aspecto de un castillo, con torreones que sobresalían cual la torre de la princesa en un cuento de hadas.
Nicole pensó que se volvería loca. Tenía cientos de cosas que hacer, y allí estaba, soñando despierta con princesas y cuentos de hadas. No le gustaba descargar la culpa en terceros, pero en realidad el culpable de aquella locura era Mitch.
Vomitar delante de él debió haber sido una experiencia mortificante. Sin embargo, Mitch hizo que se sintiera querida, mimada, protegida. ¿Era eso lógico? Desde luego que no. Obviamente, había perdido el juicio.
Sin embargo, Nicole siguió mirando la hipnotizadora lluvia, pensando que su verdadera locura había comenzado con un beso que no conseguía recordar. Como la Bella Durmiente, había emergido de un profundo sueño la noche de la fiesta. Mitch había despertado en ella la consciencia de todo aquello que se estaba perdiendo en la vida.
Nicole temía terriblemente haberse enamorado de él. No era el mismo hombre con el que había colaborado durante tantos meses. Era otra persona. Un amante misterioso e irresistible capaz de transmitirle sentimientos increíblemente extraños y poderosos cada vez que la besaba. La hacía sentirse segura y aterrada al mismo tiempo.
De repente, Wilma llamó repetidamente a la puerta.
– ¿Estás ocupada, Nicole? Traigo unos documentos para que los firmes.
– Pasa. Es un buen momento -Nicole se deslizó tras la mesa, meneando mentalmente la cabeza ante la vestimenta de su empleada. Llevaba una falda verde chillón y un corpiño ceñido. Los documentos estaban ordenados impecablemente. Nóminas, informes de final de mes, balances-. ¿Te he dicho recientemente que eres una maravilla, Wilma?
– Sí, bueno… -Wilma fue colocando los papeles en las carpetas correspondientes conforme Nicole los firmaba-. A veces no hago tan bien las cosas. ¿Puedo hablar contigo unos minutos?
– Claro, cómo no -Nicole deseó abofetearse a sí misma por estar tan distraída. De haberse fijado antes, hubiese notado por la expresión de Wilma que algo no iba bien.
Wilma tragó saliva, titubeó, y luego fue a cerrar la puerta.
– Nicole… he hecho algo muy grave. Lo bastante grave como para que me despidas. Mitch dijo que no lo harías, pero…
– Aguarda un momento. ¿Has hablado con Mitch?
Wilma asintió vigorosamente.
– Largo me ha aconsejado que venga y hable contigo. Para serte sincera, tenía mis dudas. Pero, al final, acabarías descubriéndolo, y la situación sería aún más horrible que ahora…
– Cielo santo, ven y siéntate. Ya veo que estás muy disgustada. No puedo creer que la cosa sea tan grave, Wilma. Realizas un trabajo magnífico en el despacho. No debes temer que te despida por un error…
– Sí que me despedirás. No se trata de un error sin importancia. Tiene que ver con Bernie.
Al principio, aquel nombre no le dijo nada a Nicole, aunque supuso que se trataría de un hombre. De pronto, cayó en la cuenta de que el único Bernie al que conocía era Bernard Shaw. El señor Shaw. El nuevo cliente de la compañía de seguros.
– Te juro que jamás había tenido nada con un cliente. Ocurrió por puro accidente, el día en que tú te pusiste enferma y él había acudido a la reunión. Había reservado una habitación de hotel para pasar la noche. Y comentó que detestaba cenar solo. Sólo intenté ser amable. Únicamente tenía pensado cenar con él…
Nicole había oído más que suficiente como para saltar de la silla y subirse por las paredes.
– ¡No puedo creer que hayas hecho algo semejante! Fuera del trabajo, no es asunto mío lo que hagas con tu vida personal. Pero, por Dios santo, deberías tener más cerebro. ¿Y si Shaw se echa atrás del proyecto por haberse liado afectivamente contigo?
– Lo sé.
– ¿Y ni siquiera se te ha ocurrido pensar en el sida? ¿O en si está casado? -Nicole echó un nuevo vistazo al rostro de su ayudante-. Y seguro que tiene que haber algo más. Vamos, cuéntamelo. Necesito saber la magnitud del desastre que has provocado.
Una hora más tarde, Nicole se hallaba sentada a la mesa del despacho cuando Mitch llamó a la puerta. Llevaba en la mano una taza de té caliente.
– Que conste que ahora sí has alcanzado realmente la condición divina a ojos de Wilma.
– Pues no sé por qué. Le he gritado en todos los registros posibles. Lo que debería haber hecho es despedirla. Y afirmó que había hablado contigo. ¿Por qué no me dijiste nada?
– Lo habría hecho si Wilma no hubiese hablado contigo -Mitch dejó la taza y rodeó la mesa. Con sus enormes y fuertes manos empezó a masajearle despacio el cuello y los hombros-. Nadie podía haberlo solventado mejor que tú.
– No lo he solventado bien en absoluto. Dios mío, qué desastre. No se me ocurre otra pareja más improbable desde el Gordo y el Flaco. Al parecer, Shaw está loco por ella… La llama todas las noches desde hace una semana. He decidido que las próximas reuniones con Shaw se celebren en Portland, y no aquí, lo cual supondrá un verdadero engorro y gastos adicionales de viaje para todo el mundo. Al fin y al cabo, es casi seguro que lo perderemos como cliente. Aún me dan ganas de darle un tiro a Wilma.
– Pero, en vez de eso, la has apoyado.
– Porque soy una estúpida. Cualquier jefe con dos dedos de frente la hubiera despedido en el acto – Nicole no deseaba cerrar los ojos, pero los dedos de Mitch parecían localizar mágicamente cada músculo tenso de su cuello y sus hombros.
– Sabes que en ningún momento te planteaste despedirla, Nik -dijo él serenamente-. Siempre has brindado tu apoyo a los miembros de la plantilla, incluso cuando han hecho algo mal. Siempre les has dado otra oportunidad. Aún no te he visto crucificar a nadie por un error. Con una notable excepción.
– ¿A qué excepción te refieres?
– Tú misma eres esa excepción. Eres comprensiva con todos los demás. Pero te torturas a ti misma sin piedad cuando cometes algún error -Mitch bajó las manos-. Y no creo que lo hayas cometido ahora, Nik. Esa chica necesita el trabajo… Mantiene a su padre alcohólico, ¿lo sabías?
– No.
– Su situación es delicada en todos los frentes. Quizá esto la anime a replantearse cómo está encauzando su vida y a tomar decisiones al respecto. Bueno, ¿qué tal si te tomas el té? Has tenido una mañana muy dura.
De nuevo la estaba cuidando, comprendió Nicole de repente. Había entrado en la oficina sólo para llevarle un té y darle un masaje porque sabía lo difícil que se le había presentado la mañana.
– Vuelve aquí -le pidió.
Mitch ya había recorrido medio trecho hasta la puerta.
– No puedo. Mi jefa es una negrera y tengo toneladas de trabajo que hacer.
– Déjate de excusas, Landers. Sólo será un minuto -Nicole le dirigió una sonrisa, pero aquella locura que la embargaba volvía a inquietarla.
Mitch le sonrió.
Ella notó que el pulso se le aceleraba, y se quedó mirándolo como una niñita que aún creyera en los cuentos de hadas. Con impaciencia, se levantó de la silla y se acercó a la ventana, donde lo más peligroso que podía contemplar era la atronadora tormenta.
– Nik, sobre lo que ocurrió el otro día… No quiero que te sientas obligada a nada.
– No me siento obligada -se apresuró a contestar ella, y luego puso los ojos en blanco y alzó las manos-. De acuerdo, está bien. Me siento confusa. Quisiera saber qué es lo que más le conviene al niño. A nosotros -titubeó-. Pero creo que el tiempo que pasamos juntos nos está ayudando, Mitch.
– ¿Lo dices en serio?
– Sí. Y había pensado que… Bueno, quizá el sábado por la noche podamos relajarnos un poco y olvidarnos del trabajo. No sé… quizá ir a la playa y hacer una barbacoa, o algo por el estilo. ¿Qué contestas?
Mitch abrió el maletero del Miata y extrajo las dos bolsas llenas con lo necesario para la barbacoa. Miró nerviosamente el paquete que contenía los filetes de ternera. El carnicero había afirmado que era la carne más tierna que tenía en la tienda, pero ésa no era la cuestión.
Mitch había aceptado que cortejar a una mujer embarazada conllevaba ciertos desafíos poco usuales. Y, de momento, parecía no dar en el clavo con la comida. Las patas de cangrejo y los camarones habían sido un desastre, y ya sólo faltaban unos seis meses para que naciera el niño. Aquella fecha resonaba en su mente como un detonador. No podía permitir que nada saliera mal, aunque nada parecía haber salido bien hasta entonces.
Nik salió al oír el coche, y de inmediato sonrió cuando lo vio cargado con las dos bolsas… a juego con las que llevaba ella.
– Parece que los dos nos hemos pasado con los preparativos. Y se suponía que lo único que debías traer era la carne.
– Y la traigo. Unos filetes estupendos.
– Ternera, ¿eh?
– Dijiste que te encargarías de los platos y los cubiertos. También he traído algo de leña, un asador, una manta, y demás. Parece que será una noche perfecta.
– Insuperable -convino Nicole. Conforme bajaban las escaleras y se preparaban para salir, saboreó la noche con la misma intensidad que Mitch. Apenas corría un soplo de brisa sobre el Pacífico. El anochecer era idóneo para los amantes, con un cielo salpicado de tonos amatista y zafiro. Las olas acariciaban la arena de la orilla.
Nik ya había formado un círculo de piedras para encender la hoguera bajo el repecho de un acantilado. Luego extendió la manta y sacó las bebidas mientras Mitch encendía el fuego.
– Se ve que ya lo has hecho antes. Ese fuego es una obra maestra -bromeó.
– Tardará un poco en encenderse del todo. Espero que no tengas demasiada hambre.
– La tengo… pero puedo esperar. Se está muy a gusto aquí, disfrutando del anochecer.
Mitch se sentó en la manta, junto a ella, a un brazo de distancia del fuego… temiendo en todo momento que los filetes se estropearan. No obstante, tal preocupación no le impidió fijarse con detalle en Nicole. Llevaba tejanos, un jersey blanco de estilo marinero y sandalias. Él también se había puesto tejanos y, por pura casualidad, un jersey marinero. Parecía una indicación de que estaban muy compenetrados, aunque Mitch no se engañaba a sí mismo. Podía perder a Nicole antes incluso de haberla conquistado. Se sentía presionada. De modo que tenía que obrar con mucha cautela.
Sin embargo, en aquel momento, ella parecía haberse olvidado de sus problemas personales. Tenía el rostro alzado hacia el cielo, la piel teñida con el resplandor del anochecer y el cabello iluminado por el resplandor del fuego. Mitch sintió una punzada en las entrañas al mirarla. Su aspecto era tan vivo, tan sensual, cuando se soltaba el cabello…
Nik se quitó las sandalias y enterró los pies en la fría arena.
– ¿Has construido alguna vez castillos de arena a la luz de la luna?
Él esbozó una sonrisa burlona.
– Estás hablando con un arquitecto, cariño. He construido castillos de arena de noche, de día, con la marea baja y la marea alta. Lo malo de la maldita arena es que, al final, se deshace.
– Pero sigues construyéndolos, ¿no?
– Sí. A pesar de todo, merece la pena. Lo divertido es crearlos. Ver cómo un sueño se hace realidad. El factor de la duración no me importaba tanto cuando tenía ocho años -estaba oscureciendo rápidamente. Mitch comprobó el fuego, entonó una oración y por fin trinchó los filetes-. ¿Qué me dices de ti? ¿Has hecho muchos castillos de arena?
– No. Ni uno siquiera. Aprendí a nadar de pequeña, pero fue en una piscina. Sin embargo, me encantaría probar cuando nuestro pequeño sea lo suficientemente mayor para jugar en la arena.
A Mitch le gustaba oírla hablar del niño. Quizá el embarazo le hubiese llegado como una problemática sorpresa, pero era evidente que Nicole veía a su futuro hijo como una fuente de gozo y de alegría.
– Eso es mucho tiempo de espera. Tendrías que practicar antes. De hecho, te reto a un concurso de castillos de arena después de la cena.
Ella giró la cabeza con un repentino brillo juguetón en los ojos.
– ¿Me darás ventaja por ser novata?
– Por supuesto. ¿Qué te parece si sólo utilizo una mano para construir el mío?
– Uf, no hace falta ir tan lejos. Me parece excesivo. Prefiero que me des unos minutos de ventaja.
– ¿Quince minutos?
– Trato hecho -Nicole pareció titubear-. Mitch, nunca has vuelto a mencionar el tema del matrimonio.
Las alarmas internas de Mitch se dispararon como si acabara de declararse un incendio.
– No pensé que quisieras hablar de ello tan pronto.
– Sí, quizá sea demasiado pronto, pero… -de repente, Nicole parecía muy ocupada mirándose los dedos de los pies-. He estado pensando que quizá me lo propusiste porque te sentías responsable. Como si te preocupase que no pueda arreglármelas por mí misma.
– Me siento responsable, sí. Pero no porque dude que seas perfectamente capaz de arreglártelas por ti misma. Me siento responsable porque ese hijo es tan mío como tuyo, Nik.
– Hay muchas formas de asumir esa responsabilidad. Y el matrimonio no tiene por qué ser una de ellas. ¿Crees que el amor es fundamental cuando una pareja se casa?
Él respondió cuidadosamente.
– Sí, lo creo. El amor importa. Igual que el sexo. Pero también el respeto, los valores compartidos… Hablar y comunicarse, reírse juntos… Y quizá el amor que se va forjando lentamente sea el que de verdad perdura. La pasión a primera vista suele desvanecerse.
Nicole permaneció callada. Tan callada, que Mitch sintió un escalofrío. Ella lo miró un momento, y luego retiró la mirada.
– ¿Qué? -inquirió él-. Di lo que piensas. ¿No estás de acuerdo con lo que he dicho?
– Cuando una pareja se casa por el bien de un hijo, ¿crees que suele funcionar? Yo creo que no, porque ambos se sienten atrapados. Pero, tal como tú lo expones, todo parece distinto, Mitch.
– En ese caso, ¿por qué pareces de repente tan incómoda?
Nicole lo miró directamente a los ojos.
– No concibo el matrimonio sin sexo. Resulta poco realista e incluso poco sano.
Él no lo habría expresado en esos términos, pero estaba de acuerdo.
– ¿Y?
– Y tú me llevas ventaja en ese aspecto, Landers. Recuerdas cómo fue nuestra primera noche. No es que quiera hacerte una prueba, pero… -la voz se le quebró de repente-. Diablos, estoy haciendo lo que puedo para ser honesta.
– Ya lo veo.
– Creo que necesito decirte algo… pero no quiero que creas que estoy sugiriendo que volvamos a acostarnos.
– De acuerdo -quizá Mitch no la entendiera en absoluto, pero, ¿qué más daba? Nicole estaba dispuesta a hablar del sexo y del matrimonio.
– Lo cierto es que… temo que esa vez todo saliera tan bien por pura chiripa. No niego la química que existe entre nosotros. Pero tengo miedo de haberte dado una impresión equivocada.
Él arrugó la frente.
– ¿Una impresión equivocada? ¿En qué sentido?
– Mitch… soy una mujer fría. No suelo excitarme fácilmente ni lanzar por la borda la precaución para desnudarme delante de un hombre. Quizá lo de aquella noche fue una excepción provocada por el champán. Yo no soy así. Y si llegaste a la conclusión de que somos compatibles en ese terreno a raíz de aquella experiencia… En fin, no sé…
Mitch se giró hacia ella. Al sentir su súbita proximidad, Nicole tragó saliva como si tuviera la garganta obstruida.
Él le cubrió los labios con los suyos e impidió que siguiera hablando. Ella alzó las manos, como si quisiera alejarlo de sí, pero sus dedos se cerraron en torno a sus brazos.
No se habían acostado juntos desde la noche de la fiesta. Pero, esta vez, no se interponía ningún champán entre ambos. Los únicos sonidos que se apreciaban eran el chisporroteo del fuego y el rumor de las olas. Las llamas emitían un resplandor más que suficiente para iluminar el increíble semblante de Nicole, en una noche que poco a poco iba tornándose azul.
Y, de repente, en la mente de Mitch no hubo nada más que ella, la suave y cálida textura de sus labios ajustándose a los suyos.
Necesitaba ser amada. Eso era lo que ocurría cuando uno intentaba reprimir tales necesidades. Cuando escapaban, era imposible volver a sepultarlas. Deseaban salir. Ser libres. El deseo podía tener un poder increíble.
Pero también podía tenerlo la ternura. Mitch había cometido un error al hacerle el amor demasiado pronto la primera vez. Un error que no estaba dispuesto a repetir.
Con los ojos cerrados, le habló de lo hermosa que era, al tiempo que le daba besos dulces y prolongados. Le explicó que, si alguien le hacía daño alguna vez, lo mataría. Y siguió besándola. Le susurró que a su lado jamás tendría frío, aunque estuvieran sentados en la cumbre de un iceberg.
Mitch olía el humo, el aroma salado del aire y la fragancia dulce, íntima y femenina de Nicole. Podía saborear dicha fragancia en su garganta, donde se habían posado sus labios. Ella emitió un suspiro y le clavó las uñas en los brazos. Luego lo apremió para que volviera a besarla en la boca.
Las alarmas sonaron en la mente de Mitch. «No vayas demasiado lejos. Ve despacio. No la presiones.»
Pero dichas alarmas mentales se diluyeron como la tinta en el agua. El esbelto cuerpo de Nicole estaba tan cálido debajo del suyo… Con una mano, Mitch le retiró la molesta tela del jersey, prometiéndose que se detendría cuando acariciara un solo centímetro de su piel desnuda. Pero al acariciarle el vientre y notar la calidez de su piel, comprendió que no sería suficiente. Su miembro se había puesto más rígido que un cartucho de dinamita, lo cual siempre le sucedía cerca de Nicole, pero nunca con tal intensidad. Le levantó más el jersey y hundió la cabeza. Recordaba que sus senos eran exquisitamente sensibles y pequeños… Ahora, no obstante, a causa del embarazo, se le habían hinchado y parecían desbordar el tejido blanco del sujetador. Al sentir la lengua de él, Nicole arqueó de inmediato la espalda sobre la manta. Ya no era simplemente sensible, sino inflamable. Para no hacerle daño, él fue bajando lenta, muy lentamente… Una caricia infinitamente cuidadosa de su lengua hizo que ella arqueara de nuevo la espalda, lo que lo animó a seguir. Los senos de Nik estaban iluminados por el resplandor del fuego, los pezones oscuros y tensos…
– Mitch -la voz de ella era entrecortada y ronca.
– Chist -susurró él-. No vamos a llegar muy lejos -aunque tampoco consiguió prometerlo. Posiblemente, su integridad pendía de un hilo, pero seguía decidido a no hacerle a Nik ninguna promesa que no pudiera cumplir.
– Mitch…
Él juró que, si seguía pronunciando su nombre con aquella voz ronca, no sería responsable de las consecuencias. Entonces, Nik se retorció inquietamente y se colocó encima de Mitch, lo cual significaba que su peso ejercía una peligrosa presión sobre su erección. Mientras apretaba los senos contra su pecho, lo besó. Un beso voluntario. Nadie la había obligado a devorar sus labios como una tigresa. El ego de Mitch se elevó hasta el cielo. Salvo que, en ese momento, ella alzó la cabeza. Y enmarcó su rostro con ambas manos como si quisiera reclamar su atención.
– Mitch… tenemos que parar.
El cerebro de él registró la negativa. Y, quizá por primera vez en diez años, su cuerpo intentaría aceptar el mensaje.
– Tenemos un problema -prosiguió Nicole-. La cena. No sé si podremos salvar algo de los filetes, pero si esperamos un minuto más será demasiado tarde.
Mitch miró rápidamente hacia el fuego. La madera de la leña se había desplomado, sólo Dios sabía cuándo. Los filetes de cincuenta dólares no eran más que bultos chamuscados.