Capítulo Dos

– ¡Oh, no! ¡Tú no puedes ser el padre, Mitch! ¡No es posible!

Mitch ni se inmutó, aunque no fue por falta de ganas. Nik no se daba cuenta, pero estaba tan trastornado como ella. Obviamente, era consciente del riesgo que habían corrido al hacer el amor aquella noche, pero la experiencia no parecía haber tenido repercusión alguna hasta ahora. Que Nicole se mostrara incrédula ante su confesión ya era bastante malo; para colmo, permaneció hundida en la silla del despacho como si careciera de la fuerza necesaria para digerir semejante noticia.

Mitch jamás había sentido tan vulnerado su ego masculino.

Recordaba un tiempo ya lejano en que parecía caerles en gracia a las mujeres. Una incluso llegó a decirle que era un amante creativamente inspirado. Varias lo habían perseguido sin piedad. Por sorprendente que le pareciera ahora, jamás había recibido una queja sobre su pericia o su talento bajo las sábanas. Nik había sido la primera mujer en bloquear el recuerdo de haberse acostado con él. La primera que parecía horrorizada por el hecho de haberlo tenido en su cama.

La carta de renuncia que aún tenía en el bolsillo carecía ya de sentido, pues la presencia de un futuro hijo cambiaba por completo la situación. Había decidido alejarse para siempre de Nicole, distanciarse de la tentación a la que lo sometía su proximidad.

Pero las cosas no habían salido como él había planeado.

– No… No puede ser tuyo, Mitch. Nunca nos hemos acostado. En primer lugar, sé que hay una mujer en tu vida, una tal Susan, o Suzanne, o como sea…

El asombro arrugó la frente de Mitch. Por un momento, no se explicó cómo el nombre de Suz podía haber surgido en la conversación. Pero dicho desconcierto no le impidió corregir inmediatamente el malentendido.

– Espera un momento… En mi vida no hay ninguna mujer. Ni habría sucedido nada entre nosotros si yo hubiera tenido pareja. Creo firmemente en la fidelidad. Sin excepciones. ¿Quién te ha hablado de Suz?

– Wilma. Estoy segura de que me dijo que…

Ah, diablos. Por fin comprendía cómo había hecho Nicole aquella asociación.

– Sí, bueno… Antes de trasladarme aquí y aceptar el puesto, hubo una tal Suz. No sabía que Wilma era coqueta por naturaleza. Se me insinuó y no quise herir sus sentimientos, así que le hablé de Suz. Dios santo, ni siquiera he vuelto a acordarme de eso. No se me ocurrió que Wilma lo fuera contando por ahí.

– Pero, Mitch, tú no puedes ser el padre -insistió Nicole a pesar de la explicación.

Había millones de mujeres en el planeta, y él tenía que haberse enamorado de una que utilizaba su ego como saco de boxeo.

– Créeme. Lo soy.

– Pero creí que yo ni siquiera te gustaba…

– Mmm, Nik, eso no es ni remotamente cierto.

En lugar de tranquilizarla, aquel comentario pareció sumirla aún más en un estado de confusión. Una ráfaga de culpa sonrojó sus mejillas.

– Dios. Mira, tengo que asimilar todo esto, así que sé sincero conmigo. ¿Qué hice? ¿Te salté encima en la fiesta? ¿Fuiste incapaz de negarte porque yo era la jefa?

– Eso no fue en absoluto lo que pasó, Nicole.

– Entonces, ¿cómo fue? ¿Y por qué no has vuelto a decirme nada después?

Mitch se frotó la nuca en un gesto de exasperación. Durante casi tres meses, habría dado lo que fuera por que Nicole le hiciese aquellas preguntas. Había tenido que hacer acopio de toda su voluntad para mantenerse callado, cuando su tendencia natural era encarar los problemas de frente. Sólo por el bien de Nicole había guardado silencio.

Se levantó despaciosamente.

– No voy a rehuir tus preguntas, Nik… Es más, deseo responderlas. Pero ya ha terminado el horario de oficina. Pareces agotada. Y no creo que el despacho sea el sitio adecuado para hablar de esto. ¿Qué te parece si encargamos algo de cenar y seguimos charlando en tu casa?

– No sé… -ella empezó a menear la cabeza.

– Te comprendo. Ha sido un día cargado de acontecimientos. Y no quiero presionarte. Pero antes de que empieces a hacer planes sobre el niño, creo que necesitas saber lo que sucedió aquella noche. Yo también soy parte de todo esto… y no me importa dónde hablemos. Sencillamente, supuse que en tu casa te sentirías más cómoda.

Nicole accedió… no porque deseara pasar más tiempo con él, sospechó Mitch, sino porque verdaderamente quería saber lo que ocurrió aquella noche.

Ambos se pusieron en marcha sin que mediaran más palabras. Ella cerró el despacho mientras él llamaba a un restaurante chino para pedir la cena. Luego, se separaron en los aparcamientos. Al cabo de media hora, Mitch recogió la comida china y se dirigió a casa de Nicole en su Miata rojo.

Al llegar, se apeó del coche, cerró la portezuela con la cadera y fijó la vista en la casa. Sólo la había visto una vez… la noche de la fiesta. Y una mirada le bastó para recordar aquella noche con todo lujo de detalles. No obstante, evocar el cuerpo cálido y dispuesto de Nicole, desnuda en la cama, y sus ojos hermosos y vulnerables, sólo entrañaba problemas. En aquella ocasión, Mitch pensó que estaba despertando a la Bella Durmiente. De hecho, podría jurar que eso fue exactamente lo que ocurrió… Pero el detalle de que la princesa no recordara absolutamente nada destrozaba, por desgracia, el final del cuento de hadas.

Permaneció inmóvil unos segundos más, observando la casa. El edificio constaba de dos plantas, con artesonado de madera que acusaba las inclemencias del tiempo. Un porche techado circundaba la planta baja, y el jardín aparecía salpicado de arbustos ornamentales a la sombra de un viejo y nudoso ciprés. Las escaleras que descendían hasta la playa estaban construidas con tablones ya desvencijados.

Quizá un artista había diseñado todo el conjunto, pues poseía un toque indudablemente bohemio. Y Mitch se había enamorado de él nada más verlo. Parecía hecho a la medida de Nik. La casa contenía el espíritu romántico, libre y salvaje que Mitch siempre había intuido en ella.

La puerta principal se abrió de golpe.

– ¿Mitch? Me pareció oír el coche. Pasa, por favor.

Mitch no quería entrar. Lo que deseaba hacer, de serle posible, era soltar la bolsa de comida, abrazar a Nicole y besarla hasta robarle el sentido. El simple hecho de mirarla hacía que sus hormonas se alborotaran y aullaran como un lobo solitario en celo.

El viento había esparcido las nubes de la tarde, y el cielo se veía claro como el cristal. El cabello de Nicole reflejaba la flama del ocaso, y su piel emitía una suerte de luminiscencia suave y sensual.

Pese a todo, Mitch luchó por serenarse. Besarla hasta robarle el sentido era una idea muy sugestiva, pero podía llevar fácilmente a un desenlace desastroso. Mientras se acercaba a la casa, descubrió que tenían un nuevo e interesante problema.

– Más vale que tengas hambre. Traigo suficiente comida china para alimentar a un ejército.

– Ya lo veo -repuso ella con desenfado. Rápidamente tomó la bolsa de comida cuando Mitch llegó a las escaleras. Lo miró a los ojos y luego apartó con presteza la mirada. Nicole no era de las que temían mirar a una persona a los ojos. Sería capaz de enfrentarse a un tigre sin titubear.

De modo que había estado reflexionando, se dijo Mitch. Quizá siguiera sin recordar nada de aquella noche, pero ahora parecía verlo desde una perspectiva muy diferente. A sus ojos, había pasado de ser un empleado amable, capaz y solícito a convertirse en un enigmático amante.

A Mitch le gustaba aquel cambio. El estado nervioso de Nicole contribuía a equilibrar la balanza. Él había sufrido a solas una tensión sexual casi insoportable durante meses, cuando Dios sabía que estaba más que dispuesto a compartirla.

– Si me dices dónde están los platos, te ayudaré a servir la cena -propuso.

– No hace falta que me ayudes. Sólo tardaré un minuto. ¿Te apetece una copa antes?

– Sí, un vaso de agua. Yo mismo me lo serviré. No sugerí que cenáramos juntos para que fueras mi camarera, Nik. Se supone que debía servir para relajarte.

Se sentaron a comer en la cocina, alicatada de azul. Él la observó mientras probaba el rollito de primavera y la salsa agridulce. Ella bebió agua más que comió, mientras llevaba el cauce de la conversación por derroteros relacionados con la política y la religión… temas interesantes, pero que nada tenían que ver con lo que en realidad ocupaba el pensamiento de ambos. A Mitch no le importó que Nicole divagara. Sabía que necesitaba tiempo para relajarse. De repente, ella soltó el tenedor.

– Así no hacemos nada -dijo con impaciencia.

– ¿A qué te refieres?

– Estamos evitando el tema de los hijos como si fuera algo prohibido. Y yo tengo la culpa. No es que no quiera hablar de ello. Todo lo contrario. Pero no sé qué decir, cómo empezar…

– No debes culparte de nada. Te sientes incómoda conmigo…

– No, en absoluto. Llevamos meses trabajando juntos, por el amor de Dios. Hasta hemos discutido como viejos amigos. Jamás hemos tenido dificultades para entendernos.

Pero ahora existía una diferencia, pensó Mitch, y era que Nicole lo veía como un amante y no como un empleado.

Retiró la silla y sugirió:

– ¿Qué tal si intentamos charlar dando un paseo por la playa?

Los ojos de Nicole se iluminaron de inmediato.

– Sí. Me sentará bien el aire fresco -no obstante, bajó la mirada y echó un vistazo a su traje de calle.

– Yo fregaré los platos. Así tendrás tiempo para ponerte algo más cómodo y abrigado -dijo él.

– No tienes por qué fregar…

– No es nada, Nik. Adelante, ve a cambiarte.

Ella titubeó, pero luego accedió y desapareció escaleras arriba. Mitch acabó de fregar en un par de minutos y a continuación se paseó por la sala de estar. La noche de la fiesta, el interior de la casa lo había fascinado tanto como el exterior… pero por motivos completamente distintos.

La escalera conducía a los tres dormitorios y los dos aseos del piso superior. En la planta baja, la puerta principal daba directamente a un enorme salón con grandes ventanales con vistas al mar. Además de la cocina, había una sala de estar y un solario orientados hacia el este.

El trazado de la casa era excelente… pero era la decoración lo que desconcertaba a Mitch. Nicole tenía un talento innegable para el diseño de interiores, pero la decoración de su propio hogar era increíblemente horrible. Sin duda había invertido tiempo y dinero en ella, pero el estilo era austeramente minimalista… tonos neutros; alfombra, tapicerías y moquetas marrones; muebles funcionales; en definitiva, una ausencia absoluta de color y de creatividad. Algo que no iba con el carácter de Nik. La sala de estar le hizo pensar en un alma atrapada. Inquieto, Mitch revolvió las monedas que llevaba en el bolsillo, pensando en que, de no haber visto el otro lado de Nicole, no tendría el problema de estar enamorado como un tonto de ella.

Pero lo había visto. Volvieron los recuerdos de otra habitación de la casa… la única habitación donde Nik no había anulado cada ápice de su personalidad. Su dormitorio. Lo recordaba perfectamente. La gruesa moqueta rosada. La cama de estilo antiguo. La lámpara con perlas de cristal. Todo a base de ricas texturas y colores sensuales. Pero no fue la decoración del dormitorio lo que le robó el corazón la noche de la fiesta. Fue la Bella Durmiente que se despertó entre sus brazos, cobrando vida de repente…

Mitch oyó un ruido de pisadas. Se dio media vuelta y vio a Nicole bajando las escaleras, vestida con unos pantalones vaqueros y un jersey negro muy ancho y suelto.

– Que me aspen -murmuró-. ¿Quién hubiera imaginado que tienes prendas sin cuello? Estoy impresionado.

– Nada de bromas. Es un jersey sagrado para mí -dijo ella con desenfado.

– Comprendo. Yo tengo una camiseta sagrada de cuando jugaba al baloncesto en la universidad. Cuando mi padre enfermó, hace unos años, me presenté en el hospital con la camiseta. Mi madre se enfadó mucho, pero a mí no me importó. Deseaba darle suerte a mi padre.

Una sonrisa asomó a los ojos de Nicole, pero enseguida ladeó la cabeza.

– ¿Cómo está tu padre ahora?

– Sano como un caballo. ¿Preparada para salir?

– Sí, pero… no estoy segura de que sea una buena idea. Aún llevas los zapatos del trabajo. Temo que se estropeen en la playa. Y hace fresco… Podría dejarte una chaqueta, pero no creo que ninguna de las mías te quede bien.

Mitch pensó que sería una tarea ardua enseñarle a ser un poco egoísta. Como de costumbre, y a pesar de las circunstancias, Nicole sólo se preocupaba por él, y no por sí misma.

– Estos zapatos ya han visto arena otras veces. Y tengo una chaqueta de lana en el coche. La recogeré cuando salgamos.

– Muy bien. Entonces, vamos.

Fuera, el cielo se había oscurecido hasta adquirir un aterciopelado tono azul oscuro. La emergente luna les iluminó los pasos. Mitch recogió la chaqueta de lana y se la abrochó hasta el cuello, sintiendo en los pulmones el vigorizante aire salado. La espuma de las olas lamía la arena, dejando tras de sí una estela como de nieve. En la oscuridad, entre las escarpadas rocas y los grandes riscos que sobresalían del agua, ambos parecían los juguetes de un gigante.

Mitch se ajustó al paso de Nicole, ligero por naturaleza. Pasearon en silencio durante un rato, saboreando la magia del mar, de la noche, del aire fresco. Mientras caminaba al lado de Nicole, Mitch apreció su pequeña estatura, consciente de cómo los ceñidos vaqueros mostraban la forma de sus esbeltas piernas; consciente de las miradas furtivas que ella le lanzaba de tanto en tanto.

– Antes vivía en Seattle -dijo al fin.

– Lo sé. Recuerdo el dato de tu currículo. Trabajabas como arquitecto en una firma llamada Strickland's.

– Sí, trabajaba allí como arquitecto. Lo que no mencioné en mi currículo es que la empresa era mía.

Nicole ladeó el rostro y enarcó las cejas inquisitivamente.

– ¿Por qué no lo dijiste?

– Cuando empecé a buscar trabajo, recibí una serie de negativas. Sobre el papel, estaba sobrevalorado y cualificado en exceso. No conseguía que nadie creyera que realmente me interesara en el trabajo que se ofrecía.

– Debe de haber algo más en toda esa historia -instó ella.

– Sí, lo hay -Mitch agarró una piedra lisa y la lanzó al agua. Dio tres saltos antes de hundirse. Había perdido práctica-. Provengo de una larga familia de triunfadores. Mi padre, mi madre y mis dos hermanos lograron abrirse un exitoso hueco en el mundo de los negocios. Mi padre solía decir que yo tenía un talento especial para convertir un centavo en un dólar… y que por eso estaba orgulloso de mí. Empecé a invertir en acciones cuando tenía catorce años, y a los veinticuatro ya poseía la mayor parte de Strickland's. Naturalmente, la empresa pasaba por un momento más bien bajo, y cualquiera podría haberla adquirido con facilidad. Era tan joven y tan tonto que no sabía en lo que me estaba metiendo. En fin, cuando la vendí, hace dos años, Strickland's había pasado de ser una empresa con unos cuantos empleados a una compañía fuerte con una plantilla de más de sesenta miembros. Y ganábamos dinero a manos llenas.

– ¿Y ése era el problema? -inquirió ella irónicamente.

– Para mí, sí. No podía soportar la tensión. El estrés. Dormía cuatro horas cada noche. Tenía una úlcera que se negaba a sanar. Perdí a una mujer que realmente me interesaba porque descuidé nuestra relación de pareja. Y lo peor era que, siendo arquitecto, sólo me dedicaba a la gestión del negocio. Quizá tenía talento para las finanzas, sí, pero ésa no era la cuestión. Lo odiaba. Estudié arquitectura porque mi sueño era construir, crear. No me gusta el papeleo. Sin embargo, el negocio iba tan bien que me resultaba difícil cortar con todo. Estaba dejando que las expectativas de mi familia gobernaran mi vida, fingiendo ser algo que no era.

Por un instante, los ojos de ella emitieron un brillo de curiosidad.

– Sí, sé lo que es eso… tratar de satisfacer las expectativas de la familia. En fin, dices que vendiste el negocio…

– Sí. Y, por un tiempo, nada pareció salirme bien. Compré una casa aquí, adquirí un barco, practiqué la pesca y el montañismo. No puedo decir que necesitara ese descanso. Pero sí necesitaba tiempo para estar seguro de mí mismo, para pensar en lo que quería hacer. Y cuando creí tener ordenadas mis ideas, envié unos cuantos currículos… y entré a trabajar contigo.

Nicole titubeó.

– Es increíble que no intuyera algo de tu pasado antes. Tú y yo hemos chocado en el trabajo a menudo. Ahora todo tiene sentido. Estás acostumbrado a mandar. A tomar decisiones rápidas para solventar los problemas. Y siempre que lo haces mejor que yo, mi orgullo se resiente.

– Si crees que nuestros choques han formado parte de una lucha por el poder, olvídalo. No quiero tu puesto, Nik. Nunca lo he querido. Personalmente, opino que la tensión que existe entre nosotros tiene un origen muy distinto.

– ¿Cuál?

Mitch pensaba que la química existente entre ambos causaba una fricción sexual suficiente como para arrasar un bosque entero. Pero, de momento, no creía que Nicole estuviese preparada para oír aquello.

– Podemos hablar sobre ello en otra ocasión. Sólo te he hablado de mi pasado para estimular tu memoria. Porque no te he dicho nada de mí que no sepas ya.

Ella se detuvo en seco, con expresión confusa.

– No, no sabía…

– Sí que lo sabías. Hablamos sobre ello la noche de la fiesta -tal vez, hasta ese momento, Mitch no había creído realmente que no recordara nada. Pero vio cómo tragaba saliva, cómo sus ojos le penetraban ansiosamente el rostro. Lentamente, siguió diciendo-: Los demás se fueron poco después de media noche. Tú y yo nos quedamos un rato charlando. Me contaste muchos detalles personales de tu vida…

– Oh, Dios mío. ¿Qué te dije?

– Nada que deba preocuparte. Sólo intento explicar cómo transcurrió la noche. Bebí mucho champán. Igual que tú. No planeé acabar metido en tu cama, Nik… Diablos, hubiera llevado preservativos de haber atisbado la menor posibilidad de que eso sucediera. Simplemente, empezamos a hablar. Y tú nunca habías hablado realmente conmigo hasta entonces. Sí, estábamos bebidos, pero creo, sinceramente, que no hasta ese punto. Tal como yo lo interpreté, ambos tomamos la decisión en nuestro sano juicio.

Nicole agarró nerviosamente una piedra lisa y la lanzó al agua, como él hizo minutos antes. La suya rebotó seis veces, aunque ella no se detuvo a contemplarla. Volvía a mirar a Mitch a la cara.

– Mitch, jamás se me ha pasado por la cabeza culparte de nada. Ya suponía que todo fue culpa mía.

Un hondo sentimiento de frustración clavó sus garras en Mitch. Deseaba hacerla comprender que no había intentado aprovecharse de una mujer vulnerable con dos copas de más. Pero no había sido su intención hacerla cargar con la culpa de lo ocurrido.

– Nicole, escúchame. Quítate esa idea de la cabeza. Nadie tuvo la culpa de nada. Fue una noche inolvidable. Estuviste… increíble. Cálida, generosa, desinhibida. Salvaje. Me volviste loco. El champán no tuvo nada que ver.

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