El sonido del teléfono sacó a Nicole de un profundo sueño. Sólo sonó una vez antes de que se oyera el ruido amortiguado de fuertes pisadas, y a continuación la voz de Mitch en algún punto de la planta superior.
Nicole colocó los pies en el suelo con movimientos aturdidos y trató de despertarse del todo. Había tenido un sueño muy intenso. Las imágenes aún se cernían en la periferia de su mente. En ellas, Mitch trataba de abrirse camino a través de espinosos arbustos, y por fin la encontraba a ella, la besaba, le susurraba palabras dulces al oído con su voz ronca y profunda.
En fin, hacía tiempo que no fantaseaba en sueños. Y el hecho de que hubiera dormido tan poco en las noches anteriores explicaba que se hubiera quedado tan profundamente dormida. La realidad, sin embargo, le resultaba un poco sorprendente. Por algún motivo, estaba descalza y llevaba un jersey demasiado grande. Además, se hallaba en un espacioso salón con sofás tapizados en piel y una enorme chimenea de piedra.
Por fin recordó. Estaba en casa de Mitch, por supuesto. Con cautela, se palpó la hinchazón de la cabeza. El dolor seguía ahí, pero ya no tenía nada que ver con los tambores que habían resonado en su cráneo horas antes.
En la escalera se oyeron pasos, que enseguida se tornaron una humorística versión masculina del andar de puntillas. Mitch se asomó por la esquina de la chimenea.
– Maldición, ya temía que el sonido del teléfono te despertara. Y la llamada es para ti. De Wilma. Pero si prefieres seguir durmiendo…
– Tranquilo, estoy totalmente despierta -Nicole no podía creer que el reloj de la mesa de caoba diera la hora exacta. ¿Cómo era posible que ya fueran las tres de la tarde? Rápidamente, cruzó la habitación para arrebatarle a Mitch el teléfono de la mano y adoptó de inmediato su acostumbrado aire formal-. No, no, Wilma, ya te dije que llamaras si surgía algo. Desde luego… Está bien…
Dedujo que Mitch había estado trabajando. Conocía los signos reveladores. Si le dabas un cartabón y un tablero de dibujo, al cabo de una hora tendría, indefectiblemente, las mangas enrolladas hasta los codos, el cabello revuelto y los ojos distraídos. Mientras seguía charlando con Wilma, Nicole lo sorprendió observándola, con una expresión cálida, intensa e íntima como la de un amante. Un estremecimiento le recorrió la columna, pero enseguida puso coto a tan absurda sensación. Había imaginado a Mitch en un contexto sexual desde que le contó lo sucedido la noche de la fiesta. Y quizá no pudiera controlar sus sueños, pero fantasear con el hecho de que la estuviera mirando era de locos. Cielo santo. Entre los pies descalzos, el jersey arrugado y el antiséptico que embadurnaba su pelo, Nicole sabía perfectamente que debía de parecer un adefesio.
– Lo has hecho estupendamente, Wilma… Las recogeré dentro de unos minutos. Cierra el despacho. No hace falta que me esperes. Y gracias por defender el fuerte. Os veré a todos mañana -pulsó el botón de apagado y devolvió el teléfono a Mitch con una amplia sonrisa. Las noticias eran magníficas-. ¡Shaw ha aceptado el proyecto! Solamente exige unas cuantas reformas menores. Ha dejado la lista en mi despacho. Iré a echarles un vistazo y lo llamaré esta noche. Lamento pedirte que me lleves al despacho, pero como no he traído mi coche…
– En, eh, vas muy rápido para haberte despertado hace un par de minutos. Además, debes de estar hambrienta. Yo acabo de almorzar…
– No tengo hambre, de verdad. Ya comeré algo cuando llegue a casa. Y, por Dios bendito, no deseo pasarme aquí todo el día, molestándote de esta manera…
– Basta ya, Nik. No me molestas en absoluto. ¿Qué tal la cabeza?
– Muchísimo mejor. Maldición, dejé mi ropa arriba, ¿verdad? -Nicole subió las escaleras, buscó su traje en el cuarto de baño y soltó un alarido al verse en el espejo-. Menos mal que no habrá nadie en la oficina cuando llegue. ¿Me pusiste un bote entero de antiséptico en el pelo, canalla? Asustaré a todos los niños pequeños que me cruce por la calle.
– Qué va. Supondrán que estás en una banda de rock -contestó Mitch sardónicamente, pero su sonrisa no duró-. No hace falta que te des tanta prisa. Unos cuantos minutos no supondrán ninguna diferencia, y aún tienes que almorzar. Seguro que tienes hambre…
– No, de veras. Estoy bien.
– ¿Ni siquiera un poquito de hambre?
Nicole había recogido su ropa, los zapatos y el bolso, pero repentinamente titubeó mientras se dirigía hacia la puerta. En realidad, no se daba tanta prisa por motivos estrictamente laborales. Los mortificantes nervios que sentía en presencia de Mitch la trastornaban…
– Diablos, Mitch, me estoy portando como una estúpida desconsiderada. Estoy tan entusiasmada con el contrato de Shaw que no he tenido en cuenta que quizá no te vaya bien llevarme en estos momentos. Seguramente, te habías puesto a trabajar, y…
– Sí, estaba trabajando en lo de Schleishinger, pero me sentará bien un respiro. No tendré problema en llevarte. Aunque… detesto que vayas a ponerte a trabajar sin nada en el estómago.
Ella escrutó su rostro, tratando de desentrañar aquella repentina obsesión sobre su estómago vacío.
– Si crees que sería capaz de saltarme una comida… Bueno, te diré que llevo dos meses teniendo un apetito de lobo. Aunque no me preocupara la nutrición del niño, no podría saltarme una comida aunque quisiera. Pero acabo de despertarme y tengo el estómago un poco revuelto.
Aquella afirmación pareció disparar todas las alarmas internas de Mitch.
– Pues olvida que te he hablado de comida. Piensa en el clima. En el trabajo. En política. No, olvida esto último. Los políticos también pueden provocar náuseas. Piensa en…
Consiguió hacerla reír mientras se subían en el Miata rojo. Había empezado a caer una fina e insistente llovizna. El cielo semejaba una inmensa sábana gris perla. La conversación fue derivando hacia el clima… y los barcos.
– ¿Vives en la costa de Oregón y nunca has montado en barco? -inquirió él en tono incrédulo.
– ¿Qué quieres que te diga? Soy poco aventurera.
– Más bien trabajas como una mula. Se me acaba de ocurrir que… Bueno, según las previsiones, vienen tres días de lluvia, pero afirman que el cielo se habrá aclarado por completo el domingo. Si tienes un par de horas libres, te llevaré a dar un paseo en mi barco -como si anticipara el rechazo de Nicole, Mitch agregó rápidamente-: Así podríamos seguir hablando del niño… lejos del despacho y el estrés. Podemos tomar el sol y disfrutar del agua. ¿Qué te parece?
– Me parece estupendo.
Él la miró rápidamente.
– Si accedes con tanta facilidad, empezaré a preocuparme de nuevo por la posibilidad de que sufras una conmoción.
– Eh, yo juego limpio. Eres tú el que siempre le pones las cosas difíciles a tu jefa.
– Sólo porque es necesario. El resto de la plantilla te considera una santa. Piensa en cómo te aburrirías en tu pedestal si yo no te desafiara de vez en cuando.
– No soy ni de lejos una santa, Landers.
– Ya. Claro. ¿Cuándo fue la última vez que te divertiste un sábado por la noche, en lugar de irte a la cama con un contrato de trabajo?
Dado que él no se había percatado de su tono serio, Nicole estimó conveniente seguirle la broma.
– Quizá haya probado lo otro, y me resulte mucho más excitante y satisfactorio irme a la cama con un contrato.
– Caramba. Una respuesta muy difícil de rebatir.
Seguían bromeando cuando Mitch se detuvo en los aparcamientos de la empresa, minutos más tarde. Como cabía esperar, el resto de la plantilla se había marchado ya un rato antes, y los aparcamientos estaban vacíos.
– Si quieres, entraré contigo -sugirió él.
– No hace falta. Sólo voy a recoger la lista de reformas y luego me iré a casa -Nicole empezó a recoger el bolso y todo lo demás, pero de pronto titubeó. Mitch había hecho mucho por ella aquel día.
– ¿Mitch?
Él se había girado para recoger el bolso del asiento trasero, pero alzó la cabeza al oír cómo pronunciaba su nombre.
– Te has… portado estupendamente conmigo… -con un movimiento rápido y casual, le colocó una mano en el hombro y le posó un beso en la mejilla.
Él soltó una risita, presumiblemente por lo incómodo de la postura, y dicha risita sobresaltó a Nicole. A continuación Mitch dejó de reírse o de sonreír siquiera. Su mirada recorrió el rostro de ella como si sondease su estado de ánimo. Y, de pronto, con la presteza del rayo, retiró el brazo del asiento trasero y rodeó con él los hombros de Nicole, atrayéndola hacia sí.
Reclamó su boca, murmurando quedas palabras de aprobación, como si los labios de ninguna otra mujer le hubieran sabido nunca tan dulces, tan apetitosos; como si durante los siguientes minutos no tuviera nada mejor que hacer que seguir saboreándolos a placer.
Estaba lloviendo, pues la triste llovizna se había intensificado hasta convertirse en tormenta.
No obstante, ninguno de los dos reparó en el detalle. Nicole había retirado la mano del bolso para aferrar el cuello de la camisa de Mitch. Él no sabía dulce. No sabía apetitoso. El sabor de sus labios era semejante al de una droga irresistible.
Sus lenguas fueron profundizando el beso. Produciendo húmedos chasquidos. Mitch recorrió la mejilla de Nicole con la yema de los dedos, que a continuación descendieron por su cuello, mientras sus senos se hinchaban y se tensaban, conscientes de la cercanía de su mano. Un intenso calor invadió su bajo vientre. El calor de la necesidad. Del deseo. Jamás había deseado con tanta intensidad. No recordaba que nadie hubiera acelerado hasta tal punto los latidos de su corazón.
La niebla cubrió las ventanillas del coche. La lluvia tamborileaba con fuerza sobre el techo y el parabrisas. Los asientos tapizados en piel chirriaban y crujían. Y un beso siguió dando paso a otro. Unos eran suaves, otros tan profundos y ansiosos que Nicole sentía el cuello dolorido por la tensión. Se trataba, sin embargo, de un dolor agradable, motivado por el deseo.
Y entonces, de repente, el corazón empezó a martillarle en el pecho. Se echó hacia atrás, con la boca aún cálida y húmeda de los besos de Mitch. Su visión parecía tan empañada como las ventanillas… pero podía distinguir el rostro de él, sentir sus dedos aferrándole los hombros en un gesto cariñoso y tranquilizador.
– Todo va bien -murmuró Mitch-. No ha pasado nada. No quiero que te asustes de mí.
– No estoy asustada -pero, en realidad, lo estaba. No de él, sino de sí misma, de hasta qué punto se había visto sacudida por sentimientos inesperados hasta entonces.
– Ya traté de describirte cómo fue. Me sentí abrumado aquella primera noche, Nicole. No somos un par de quinceañeros. Soy un hombre adulto y creo poder dominarme. Pero no resulta fácil cuando se experimenta algo tan poderoso.
– Al principio, no te creí -Nicole tragó saliva-. Pero ahora sí. No estoy segura de que esto sea justo. Para ti, o para el niño. Tengo miedo de confiar en la química, de zambullirme de cabeza en una relación cuando las decisiones que tomemos pueden afectar el futuro del pequeño.
– Entonces, tranquilízate. Porque a mí me preocupan las mismas cosas. Y nada ocurrirá hasta que te sientas segura. Pero la química es parte de la ecuación, Nik. Creo que ambos nos volveríamos locos si intentáramos fingir que no está ahí.
Ella lo escuchó. Pero, una vez que hubo recogido sus cosas, se apeó del coche, caminó bajo la lluvia hasta la silenciosa oficina… y observó cómo el automóvil se alejaba. Luego se abrazó a sí misma. Con fuerza.
No se había sentido tan perdida y confusa desde que era una adolescente. El niño debería ser lo único que ocupara su mente, y no el sexo. Pero las cosas no eran tan simples. Nicole no pensaba en una aventura irresponsable. Ni tampoco Mitch. Probablemente, le había propuesto matrimonio porque había percibido los poderosos vínculos existentes entre ambos. El niño era uno, evidentemente. Pero Mitch también consideraba la química y la atracción mutua como nexos naturales y poderosos que los unían sin remedio.
Ella distinguía dichos nexos. Los sentía. Pero si Mitch pensaba que los tres podían formar una familia, era porque, además, la respetaba y confiaba en ella. La consideraba una mujer adecuada que podía encajar en su vida.
Salvo que, en realidad, Mitch no la conocía. No sabía que sus padres se habían lavado las manos y estaban avergonzados de su hija. Y Nicole no creía que Mitch pudiera amar a una mujer de la que no se sintiera orgulloso.
Se pasó una mano por el cabello y, al tocarse la hinchazón, hizo una mueca.
Mitch empezaba a sentir algo muy fuerte por ella. Y sus sentimientos hacia él también aumentaban a pasos agigantados. Pero lo cierto era que Nicole no sabía qué hacer.
Mitch tenía derecho a formar parte de la vida de su hijo. Otra cuestión era si realmente deseaba atarse a ella para siempre.
Nicole sólo estaba segura de una cosa. Debía obrar correctamente. No podía arriesgarse a cometer más errores que lastimasen a otras personas.
De acuerdo, de acuerdo, había tenido que tirar un kilo de patas de cangrejo al cubo de la basura.
Cuando uno cortejaba a una mujer, debía contar con sufrir un revés de vez en cuando… No obstante, el paseo en barco de aquel domingo sería otro cantar. Mitch se apeó del coche en la casa de Nik, silbando un tema de rock and roll.
Había previsto cada detalle, por supuesto. Un beatífico sol lucía en el cielo, junto a unas cuantas nubes que bastaban para generar una refrescante brisa. Había limpiado el yate y llenado la nevera de camarones frescos, pan de molde, queso cremoso y refrescos de cola. Incluso se había cortado el cabello aquella misma mañana, lo cual le supuso un auténtico sacrificio. Apenas había subido tres escalones del porche cuando la puerta principal se abrió y Nicole salió rápidamente.
– Te he advertido que soy novata en cuestión de barcos, ¿verdad? Pero hemos trabajado tanto esta semana, que esperaba esta excursión con verdaderas ganas. Estoy deseando zarpar. ¿Necesitas algo antes de que eche la llave?
– Nada -Mitch dejó de silbar, pues resultaba difícil silbar y sonreír al mismo tiempo. La ropa informal confería a Nik una dimensión completamente nueva. Iba toda de blanco… téjanos blancos, zapatillas de deporte blancas, jersey blanco. De no ser por sus intensos ojos azules, hubiera aparentado diez años de edad-. Sé que debemos dedicar tiempo a resolver la situación, pero no veo por qué no podemos divertirnos mientras lo hacemos.
– Me parece estar haciendo algo salvaje. Imagínate. Divertirnos un domingo en lugar de trabajar -Nicole se sentó en el asiento del pasajero y se ajustó el cinturón de seguridad. Sus ojos sólo se encontraron con los de Mitch durante un fugaz segundo-. Y todo saldrá bien, Mitch, No hay de qué preocuparse.
El puerto estaba atestado de embarcaciones. El Pacífico era más frío que un iceberg recién derretido, pero eso no impedía que los habitantes de Oregón disfrutasen del agua. Nik ya se estaba riendo antes de que Mitch señalara su yate, el Mai Tai, y mientras la instalaba en el barco, ella emitió los «oohs» y «aahs» de admiración pertinentes.
– Déjalo ya. Sé que no es nada del otro mundo, sobre todo comparado con los yates que se ven por aquí. El único inconveniente es su tamaño. Un yate pequeño no puede adentrarse mucho en el océano. Pero no quería uno tan grande que no pudiera manejarlo yo solo.
– Seguro que esos tan grandes son muy difíciles de mantener. El tuyo no sólo es un encanto, sino que tiene mucha más personalidad.
La muy condenada estaba obligándolo a darle un beso. Para desterrar de su mente esos pensamientos, Mitch la llevó a la cabina, y luego le mostró los aseos y la despensa. De nuevo en cubierta, la convenció para que se colocara un chaleco salvavidas y por fin puso el motor en marcha. Al cabo de pocos minutos, habían abandonado el puerto y navegaban por mar abierto. El viento alborotaba el cabello de Nicole y ponía en sus mejillas una nota de color.
– ¿Te da miedo dejar que una mujer conduzca esta preciosidad?
Estaban hablando de una verdadera prueba de amor, pero Mitch la llamó con el dedo.
– En absoluto. Ven, ponte aquí -se colocó tras ella para guiarla, tan cerca que Nicole se rozó con su cuerpo más de una vez, lo cual intensificó el color de sus mejillas.
Mitch hizo un esfuerzo por expulsar de su mente las evocaciones sexuales de la situación. Nunca había visto a Nicole tan relajada, tan desinhibida. Adoraba el timón y la velocidad, y llevaba el barco como una marinera nata. Así se lo dijo cuando detuvieron el motor y soltaron el ancla. A renglón seguido Mitch sacó una bandeja con camarones y refrescos, y desplegó una sombrilla. No había olvidado que Nicole era muy blanca de piel, y el sol calentaba con fuerza.
Ambos se sentaron en la cubierta, hombro con hombro, a un palmo de la bandeja de comida.
– Te has tomado muchas molestias, Mitch.
En efecto, así había sido. Pero ver cómo Nicole se abalanzaba ansiosamente sobre los camarones hacía que dichas molestias hubiesen valido la pena.
– No sé por qué, el agua siempre me da hambre. Suelo traer mucha comida cuando navego.
– Comida y algo más. ¿Eso que he visto ahí detrás es un equipo de pesca submarina?
– Sí. Llevo poco tiempo practicando el submarinismo, pero he tomado algunos cursillos. Hay muchos barcos hundidos a lo largo de la costa que me gustaría explorar. Pero sólo un estúpido se sumerge solo. Hacen falta dos para bucear con seguridad… y encontrar a otra persona cuyo tiempo libre coincida con el de uno no es fácil.
Un barco pasó, levantando una ola, y Nicole emitió una risita. Estaba disfrutando de la excursión. Parecía feliz… inocentemente feliz y vulnerable como la Bella Durmiente al despertar. Sería tan fácil besar aquellos labios risueños…
– ¿Has pensado en lo del niño, Mitch? -inquirió Nicole mientras alargaba la mano para tomar otro camarón.
– Sí. ¿Tienes alguna teoría propia sobre la educación de los hijos?
La pregunta pareció sorprenderla.
– Sí, más o menos. ¿Y tú?
– Bueno… no me gusta la idea de obligar a un niño a crecer según un molde establecido. Yo tuve que soportar las expectativas de mis padres desde que apenas levantaba dos palmos del suelo. Creo que a un niño hay que enseñarle de todo… juegos, deportes, arte. Y luego orientarlo hacia aquello que lo motive más.
– Estoy completamente de acuerdo. Me horrorizaría hacer infeliz a un hijo por error. Como madre, quisiera… escuchar. Los adultos siempre estamos hablando, no escuchando.
– Coincido contigo. Ahora pasemos a temas más espinosos. ¿Qué opinas de la disciplina?
– ¿Qué clase de disciplina? ¿Te refieres al castigo físico? -Nicole había alargado el brazo para tomar otro camarón, pero de repente lo dejó caer. Un enorme barco pasó armando gran estruendo y levantado una ola que estremeció el yate.
– ¿Te encuentras bien?
– Claro que sí. Con lo de la disciplina, ¿te referías a dar un azote de vez en cuando? -cuando vio que Mitch asentía, Nicole siguió diciendo-: Bueno… creo que los niños malcriados y consentidos suelen ser conflictivos a la larga. Así que, para mí, la disciplina es importante. Pero eso de los azotes…
– Esa parte la dejaré para ti -declaró Mitch.
– Vaya, ¿ya estás eludiendo los deberes paternales más duros? ¡Qué frescura!
– Eh, eh, un momento. ¿Tienes sobrinos?
Ella negó con la cabeza.
– Bien, pues yo sí. Una vez, mientras cuidaba de mi sobrino Tony, se me escapó y salió corriendo hacia la carretera. Por poco me da un infarto. De modo que le di un azote en el trasero. Me sentí culpable durante los tres meses siguientes.
Nicole se echó a reír y alargó la mano hacia él. Quizá pretendía darle un apretón afectuoso en el hombro, pero los dedos de Mitch se encontraron con los suyos a medio camino. Y de nuevo sucedió. Una ráfaga de electricidad los recorrió a ambos.
Él frotó la palma contra la de ella, y Nicole lo miró a los ojos con una expresión de frágil vulnerabilidad. Mitch notó que su corazón se elevaba hasta la estratosfera. Ella jamás lo había mirado así anteriormente, con aquella cálida y suave luz en los ojos. Lo supiera o no, estaba pidiendo a gritos que la besara.
No obstante, la expresión de sus ojos cambió de súbito. Retiró rápidamente la mano y su risa cesó como si alguien la hubiera cortado con una espada afilada.
– Eh, que sólo estaba bromeando -dijo Mitch-. Me encargaré de administrar disciplina si es necesario.
– No se trata de eso -respondió Nik.
– Además, me ocuparé de los pañales. Y le daré de comer por las noches.
– Te repito que no se trata de eso.
– ¿Qué sucede?
– Vuelve la cabeza, Landers.
Él no lo hizo, por supuesto. Por un segundo, permaneció petrificado, porque no entendía lo que Nicole estaba haciendo. Se había levantado y caminaba hacia un costado del yate como si pensara zambullirse. De repente, Mitch comprendió que no estaba disgustada con él ni con sus teorías acerca de la crianza de los hijos. Y siguió observándola mientras vomitaba en el océano los camarones que se había comido.