Capítulo Cuatro

– Nicole, cariño… estás sangrando -Mitch podía haberse propinado a sí mismo un puntapié por utilizar la palabra «cariño», pues sabía que aquel trato cariñoso irritaría a Nicole. Pero, al menos, pudo mantener un tono de voz calmado. Cuando la vio entrar, casi le dio un infarto al darse cuenta de que el extraño líquido que impregnaba su cabello era sangre.

– ¿Cómo? No estoy…

Mitch comprendió que lo mirara con rabia. Nik detestaba ser el foco de atención, sobre todo en una reunión de negocios. No obstante, se llevó la mano a la cabeza y se sobresaltó al ver el líquido rojo que le goteaba de los dedos.

Mitch le echó el brazo por los hombros con firmeza, pero tardó unos segundos en sacarla de la habitación. Shaw había saltado de la silla igual que Rafe y Johnny, percatándose de que Nicole tenía una especie de herida. Mitch llevaba años tratando de reprimir la molesta capacidad de liderazgo que latía en sus genes, pero, qué demonios, había circunstancias en las que uno no tenía más remedio que tomar el mando.

– Estoy seguro de que no es grave. Pero más vale que la lleve a su despacho para echarle un vistazo en profundidad. Rafe, encárgate de la exposición, ¿quieres? Señor Shaw, le aseguro que queda en buenas manos con John y Rafe…

Mientras recorrían el pasillo, Nicole se acurrucó en su costado, lo cual le pareció preocupante.

– ¿Estás muy mareada? ¿Crees que vas a desmayarte? -inquirió él bruscamente.

– Nunca me he desmayado y no voy a empezar ahora. Es sólo que…

– ¿Qué?

El tono de Nicole era apagado, confundido.

– Lo veo todo verde.

– Aja -Mitch trató de sentarla en la silla, pero ella lo apartó de sí rápidamente.

– No quiero manchar de sangre la tapicería.

Mujeres.

Mitch retiró de golpe la silla de la mesa y sentó en ella a Nicole con un suave empujón. Luego, con mucho cuidado, le colocó la cabeza entre las rodillas.

– ¿Son muy fuertes las náuseas?

– No voy a vomitar. Se me pasará. No quiero perderme la reunión. Sólo preciso un minuto para… ¡ay!

Mitch ni siquiera había llegado a tocarle el chichón que tenía en la cabeza. Tan sólo intentaba apartarle el cabello para ver mejor la herida.

– ¿Cómo demonios te lo has hecho?

– Me golpeé con el filo de la mesa. Me agaché para recoger un bolígrafo. No fue nada. Estoy bien.

Hacía años que Mitch asistió a un cursillo de primeros auxilios, pero aún recordaba lo básico. Las heridas en la cabeza solían sangrar abundantemente. Enseguida detectó el corte y la hinchazón.

– Muy bien, traeré una toalla húmeda del cuarto de baño… Quédate aquí. No te muevas ni levantes la cabeza.

Wilma entró de repente.

– ¿Qué le pasa? ¿Se pondrá bien?

– No tienes por qué hablar como si yo estuviera ausente -protestó Nicole irritada-. Estoy bi…

Mitch la interrumpió.

– ¿Puedes preparar algo de té, Wilma? Con una cucharada de azúcar. Y mira por ahí a ver si encuentras una manta.

– Enseguida, Largo -respondió Wilma con prontitud-. Y la reunión va muy bien, así que dile que no se preocupe.

– ¡Eh, que estoy aquí! No necesito tantos cuidados…

– Cállate, Nik -en el cuarto de baño, Mitch abrió los grifos, dejó el agua fluir hasta que se hubo refrescado, empapó una toalla azul y, por último, la torció-. No quiero hacerte daño, pero habrá que limpiar la herida. Es un buen corte, aunque no sé si tendrán que darte puntos.

– ¡Pues claro que no tendrán que darme puntos! -protestó Nicole. De pronto, guardó silencio-. Landers, ¿acabas de decirme que me calle?

– Aja. Y parece que, durante unos segundos, ha funcionado. Dentro de un minuto, te pediré que cuentes el número de dedos que ves en mi mano. ¿Entendido?

Más silencio. Cuando Nicole volvió a hablar, su voz había perdido todo rastro de testarudez, y era increíblemente tenue.

– Mitch… No quiero ser un incordio, de veras. Sólo me avergüenzo de estar causando tantas molestias.

– Vamos, vamos, no tienes por qué avergonzarte. Aquí sólo estamos tú y yo -a medida que limpiaba la herida, Mitch fue comprobando que el corte no era tan grave. No obstante, verla en un estado tan frágil lo abatía sobremanera.

Nik siempre se había negado a pedir ayuda a los demás. Nunca se quejaba de nada y solía mostrarse comprensiva con cualquier miembro de la plantilla que cometiese un error… salvo consigo misma. Mitch adoraba su indómita fortaleza de espíritu. Y realmente detestaba oír aquella nota frágil y suave en su tono de voz.

Una vez que hubo terminado de limpiar la herida, rodeó la silla y se acuclilló delante de Nicole. Sólo deseaba echar un vistazo a su semblante. Pero ella lo miró directamente a los ojos, y el beso que compartieron la noche anterior se materializó entre ambos con la fuerza de una descarga eléctrica.

– Me temo que te he deshecho por completo el peinado -dijo él con desenfado-. Y quedará aún peor cuando te aplique el antiséptico. Pero, al menos, creo que sobrevivirás.

En ese momento entró Wilma con una taza de té caliente.

– Le he puesto mucha azúcar. ¿Se encuentra mejor, Largo?

– Eh -terció Nicole.

Mitch siguió mirándole la cara, los ojos, la boca. Pero, al mismo tiempo, se las arregló para responder a Wilma.

– Imagino que se siente hecha polvo, por mucho que lo niegue. ¿Qué tiene en la agenda para el resto de la jornada?

– Basta ya, los dos. Y lo digo en serio -protestó nuevamente Nicole.

– Nada. La reunión con el señor Shaw era el plato fuerte del día, así que todo lo demás se aparcó. ¿Estás pensando en llevarla a casa?

– No, no está pensando en llevarme a casa -le informó Nicole.

Los ojos de Mitch seguían sin abandonar su rostro.

– Sí. En realidad, Wilma, estaba pensando en llevarla a mi casa. Se pondrá hecha una fiera cuando se lo proponga, pero está muy mareada. No conviene dejarla sola. En mi casa no podrá trabajar, así que quizá la convenza para que descanse un rato echada en un sofá.

Wilma sonrió y de inmediato adoptó un tono de complicidad.

– Me parece una idea magnífica, Largo. Todo irá bien, Nicole. Y acabo de echarles una ojeada a los muchachos. El señor Shaw se estaba riendo, de modo que las cosas no podrían ir mejor.

Cuando Wilma se hubo marchado para unirse a la tropa, Mitch colocó la taza de té delante de Nicole. Ella la aferró con ambas manos, pero sus ojos semejaban oscuras saetas.

– Me estoy planteando con mucho entusiasmo la posibilidad de despedirte -dijo en tono sombrío.

– Bah. Podrías despedirme por muchas cosas, pero no por esto. Por si aún no te has dado cuenta, Nik, la plantilla se preocupa por ti. Si te vas sola a casa, ¿no crees que la preocupación les impedirá trabajar?

– Ésa no es la cuestión. Me has manipulado para salirte con la tuya.

– Aja. Pégame un tiro, si quieres. Pero, sinceramente, ¿crees que tomarte el día libre va a matarte? Te encuentras mal. Te duele la cabeza. Tienes el traje manchado de sangre, una carrera en la media y el cabello hecho unos zorros. Y ni siquiera son las diez. Si tengo que sobornarte, de acuerdo. Te alquilaré una película picante.

Nicole no quería sonreír, pero las comisuras de sus labios se arquearon sin poder evitarlo. Empezaba a debilitarse. Al cabo de quince minutos, Mitch le había aplicado un poco de antiséptico, había recogido sus papeles en un maletín e instalado a Nik en el asiento del pasajero de su Miata. Ella seguía protestando obstinadamente, sobre todo por el hecho de que se dirigieran a casa de Mitch en vez de a la suya, pero parecía consciente de sentirse más débil que un gatito. Casi antes de que se pusieran en marcha, sus párpados se cerraron repentinamente.

Durmió durante los veinte minutos del trayecto. Mitch, por su parte, se sentía preocupado. Preocupado por la cuestión del sexo.

Algunas de las cosas que le había contado a Nicole sobre la noche de la fiesta eran ciertas. Habían hablado, sí. Y habían hecho el amor. Hacer el amor con ella había sido una experiencia increíble e imborrable.

Sólo había un pequeño detalle que Mitch se había inventado: en realidad, Nicole no se mostró tan «salvaje» y «desinhibida» como él había afirmado. Alguna experiencia dolorosa le había dejado profundas cicatrices. Mitch siempre lo había presentido. Nik era demasiado hermosa, demasiado vibrante, para negarse a sí misma una vida afectiva a menos que el miedo constituyera un factor predominante. El embarazo le había dado la oportunidad de demostrarle que siempre estaría a su lado, junto a ella. ¿Acaso no era lógico? El futuro de ambos estaba en juego. Al igual que el futuro del niño.

Pero el asunto del sexo seguía inquietándolo. Quizá el hecho de que Nicole hubiera olvidado lo ocurrido aquella noche significaba que él carecía de la habilidad o la pericia necesarias para complacerla sexualmente…

Nicole se removió en el asiento mientras Mitch detenía el coche. Sus somnolientos ojos se entornaron para contemplar el panorama.

– Ésta no es mi casa -protestó.

– Te llevaré a tu casa. Prometido. Pero tendrás que echarte en mi sofá hasta que me convenza de que te encuentras bien.

– En este país hay leyes que condenan el secuestro.

– Aja. Aprovecha y obtén un almuerzo gratis antes de que me detengan. ¿Tienes hambre? ¿Te apetece algo de sopa? ¿Pan tostado?

– Cangrejo.

– Cangrejo -repitió él en tono neutro.

Ella soltó una risita.

– Sólo estaba bromeando, Mitch… No quiero nada, de verdad. Ojalá me hubiera dado cuenta antes de que éstos eran los síntomas de un embarazo. A veces, tengo el estómago tan revuelto que apenas puedo pensar. Y a los pocos minutos me pongo a soñar despierta con patas de cangrejo untadas con mantequilla.

– ¿Eso significa que empiezas a sentirte mejor?

– Lo bastante como para permitirme fisgonear un poco. Diablos, nunca imaginé cómo sería tu casa. ¿La diseñaste tú?

Mitch observó cómo se apeaba del automóvil. Sus movimientos no eran tan firmes como deseaba aparentar, pero, al menos, su curiosidad femenina venció momentáneamente su reluctancia a estar allí.

– Sí, hasta cierto punto. Por suerte, descubrí a tiempo que para un arquitecto es un error ponerse a discutir con una montaña. El contorno de ese risco condicionó en gran medida el diseño. ¿Te gusta?

– ¿Qué es eso? ¿Falsa modestia? Estoy impresionada.

– Es pequeña. Y no tiene vistas al océano, como la tuya -Mitch se sintió bien al sentir a Nicole a su lado. La brisa mecía su falda y le imprimía algo de color en las mejillas. Más abajo, cubriendo la escarpada ladera, había un denso bosque de abetos. Era tan raro encontrar un conjunto virgen de aquellos magníficos gigantes, que Mitch se había enamorado del terreno nada más verlo.

Nicole se dio media vuelta y, protegiéndose los ojos del sol, estudió la casa. Mitch no estaba seguro de que le gustara su diseño futurista. Dos plantas con fachadas de cristal dominaban el panorama, y la estructura sobresalía del precipicio rocoso apoyada en vigas de acero. A excepción del acero y el cristal, Mitch no había utilizado otros materiales que la roca nativa y madera, de tal modo que la casa parecía casi formar parte de la montaña.

Nik bajó la mano.

– No me explicó cómo pudiste construirla.

– No fue sencillo. Pero no habría sido tan divertido de no haber constituido un desafío -Mitch vio que Nicole tiritaba a causa de la fría brisa-. Entremos. Tienes algo de sangre en el traje, Nik, e imagino que querrás cambiarte de ropa. Te dejaré algún jersey…

– No hace falta que… -empezó a decir ella, pero entonces se fijó en la carrera que tenía en la media y en las manchas de sangre, y titubeó-. Está bien. Tengo una pinta desastrosa. Pero no hace falta que me quede tanto tiempo, Mitch…

– Sólo un rato -convino él.

Una vez dentro, Nicole estudió los detalles de la casa con atención. Una chimenea de piedra, en el centro de la estancia, separaba el salón de la cocina. Unas puertas de cristal se abrían a un espacioso balcón con una bañera jacuzzi, cuyo diseño y construcción habían sido, a todas luces, muy complicados.

Nicole la rodeó, con las manos en las caderas.

– Menuda guarida -comentó en tono provocativo.

– Lo hice lo mejor que pude.

Ella continuó paseándose, estudiando las fotografías, acariciando los marcos de rico cuero.

– Tu familia y tú parecéis muy unidos -recorrió con la yema del dedo el marco de una foto donde la madre aparecía flanqueada por sus dos hijos con uniformes de baloncesto.

– Sí, son muy buenas personas. Algo exigentes… y, bien lo sabe Dios, algo cabezotas. Pero siempre nos hemos querido -Mitch casi añadió «y te querrán a ti», pero prefirió callarse-. ¿Te apetece beber algo? ¿Una taza de té?

– Un poco de té me sentará bien, si tienes.

Educada como una duquesa. Muy bien, se dijo Mitch. Tendría que seguir tratándola con sutileza hasta que dejara de sentirse incómoda.

– Siéntete libre de echar un vistazo a la planta de arriba. Y si quieres ese jersey, busca en el segundo cajón de la coqueta de mi cuarto.

En cuanto Nicole hubo desaparecido escaleras arriba, Mitch llamó a varios restaurantes. No tenía en la nevera patas de cangrejo con mantequilla, pero seguramente encontraría alguna marisquería que pudiera servírselas a domicilio.

Al cabo de diez minutos, volvió a oír las suaves pisadas de Nicole, y se giró rápidamente. Era inútil intentar reprimir la sonrisa. Nik estaba deliciosa. Llevaba puesto uno de sus jerseys negros, y unos pantalones enrollados a la altura de los tobillos. De no haberse propuesto portarse bien, hubiera emitido un aullido de lobo. Al menos, ella también sonreía mientras bajaba las escaleras.

– No quería ponérmelos, Mitch, pero me miré en el espejo. Me temo que sigo pareciendo una bruja con ese antiséptico morado en el pelo.

Jamás podría parecer una bruja. Su cabello revuelto y sus pies descalzos, sin embargo, despertaron en Mitch pensamientos supuestamente indebidos.

– El té casi está listo. ¿Qué tal la cabeza?

– Aún me duele un poco, debo reconocerlo.

– ¿Quieres una aspirina?

– Me encantaría tomar una… pero será mejor que lo deje. No le he preguntado al médico qué medicinas pueden sentarle mal al niño. Tienes un estupendo despacho arriba.

En efecto. El despacho contaba con un balcón y una claraboya, y daba cabida tanto al ordenador de Mitch como a sus tableros de dibujo. No obstante, supuso que el comentario sobre el despacho había sido una forma políticamente correcta de no hablar sobre habitaciones más privadas. El aseo de la planta superior estaba alicatado de negro y rojo, y tenía una gruesa moqueta. Y el dormitorio se componía, entre otras cosas, de una enorme cama de matrimonio con dosel, vestida con un mullido cobertor de un rojo sibarita, y una chimenea emplazada en un rincón.

– Has hecho un increíble trabajo de decoración en la casa. Cada habitación tiene algo especial. Y encaja tan bien con la montaña y los árboles que la rodean. Eres realmente bueno, Landers.

– Me gusta que hables así. Continúa.

Ella emitió una risita, y luego ladeó la cabeza.

– ¿Por qué tienes las persianas echadas, habiendo unas vistas tan magníficas?

– Los secuestradores tenemos nuestras propias reglas. En este caso, no quiero que entre el sol. Voy a darte una almohada para que te tumbes en el sofá y luego encenderé el televisor… -Mitch pulsó varios botones del mando a distancia hasta que encontró un programa de entrevistas-. Vaya, creo que ya oigo el silbido de la tetera…

– No serás capaz de dejarme aquí sola viendo ese programa tan horroroso -protestó ella con voz incrédula.

– Tranquila. Enseguida volveré con el té. Por cierto, hay una manta bajo los cojines del sofá. Si te encuentras otra cosa, cierra los ojos y ya está.

– ¿Crees que voy a criticar tu inventiva labor de amo de casa?

– Has dado en el clavo al decir lo de «inventiva» -una vez en la cocina, Mitch sumergió la bolsita de té en el agua hirviendo una docena de veces antes de que ésta se colorase un poco. Y, por supuesto, derramó parte de la taza. Estaba nervioso. No obstante, cuando regresó al salón, vio que Nik se había portado bien y se había acurrucado en el espacioso sofá de piel.

Al verlo entrar, levantó la cabeza rápidamente.

– Mitch, me siento incómoda causándote todas estas molestias…

– ¿Crees que lo hago desinteresadamente? La próxima vez, cuando yo me quede embarazado y me dé un golpe en la cabeza, te exigiré que hagas lo mismo por mí. Así que aprovéchate mientras puedas.

El comentario le arrancó a Nicole una sonrisa.

– Si de verdad quisieras ser amable conmigo, me darías el mando a distancia.

– Buen intento. Pero no hay trato -Mitch acercó una silla y se sentó a su lado. Ni demasiado cerca ni demasiado lejos.

– No recuerdo cuándo fue la última vez que me senté a estas horas sin hacer nada.

– Bueno, las persianas están echadas. No creo que el dios de los adictos al trabajo pueda fulminarte con un rayo si no te puede localizar.

– ¿Mitch?

– ¿Si?

– Todos aceptan tus órdenes sin rechistar.

El súbito cambio de tema lo hubiera sorprendido de no estar acostumbrado a Nik.

– Te refieres a la plantilla. A lo de esta mañana.

– Sí -ella giró la cabeza, descansando la mejilla en la almohada. Sus ojos, serios y, suaves, sondeaban los de Mitch-. A los dos segundos de comprender que había un problema, todos contaron con que tomaras el mando. Ya te ven como un jefe.

Él se inclinó hacia delante, con la excusa de colocarle bien la manta.

– Nik, te lo dije ayer y te lo repito ahora. Sólo hay una jefa en la empresa, y ésa eres tú. No quiero tu puesto. Me encanta lo que hago actualmente. No ambiciono nada más. Y sólo tomé el mando esta mañana porque tú no estabas en condiciones.

– No, Mitch, no te estoy criticando. Simplemente, he pensado en lo que me dijiste. Sobre el embarazo y el niño. Y tenías razón. Eres la persona más adecuada para sustituirme cuando sea necesario.

Aquello constituía un inmenso paso adelante, se dijo Mitch.

– Nik… ¿sabes qué?

– ¿Qué?

– Creo que no tienes por qué tomar ninguna decisión en estos momentos. El niño no nacerá mañana. Estás preocupada y deseas hacer lo correcto, lo sé. A mí me ocurre igual. Pero… recuerdo cuando me gradué y empecé a vivir por mi cuenta. Una de las cosas que no sabía hacer era cocinar. Compré estofado precocinado e intenté calentarlo en la barbacoa.

– Vaya por Dios -exclamó ella con humor.

– Sí. La carne se puso tan dura que no la quiso ni el perro de la vecina. Lo que quiero decir es que, en la vida, algunas cosas son como la carne… No tienen por qué ponerse duras si las tratas correctamente. No todos los ratos que pasamos juntos han de constituir una prueba. Creo que podríamos compartir cosas sencillas… dar un paseo en barco, cocinar en la playa, etc. Y las respuestas llegarán solas si colaboramos y mantenemos un talante abierto el uno hacia el otro.

– Pero no creo que sea una buena idea que me quede a dormir aquí, Mitch.

Resultaba difícil estar de acuerdo, pero Mitch no tenía ninguna prisa por ser puesto a prueba en la cama. Sobre él pesaba un auténtico terror a no superar las posibles expectativas de Nik en ese aspecto.

– Muy bien. Nos lo tomaremos todo con mucha calma -convino al fin-. Pero trataremos de pasar más tiempo juntos.

– De acuerdo.

¿De acuerdo? La frente de Mitch se arrugó formando un ceño de alarma. Nicole había permitido que la cuidase. Se había relajado lo bastante como para echar una cabezada en su casa. Y no había discutido acerca de la sugerencia de pasar más tiempo juntos. Mitch casi se planteó llevarla a urgencias. Pero, en vez de eso, la dejó dormir.

Y, cuando se despertara, la sorprendería con un festín de patas de cangrejo.

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