Capítulo Ocho

Mucho antes de la hora de cerrar, Nicole se sorprendió a sí misma hojeando papeles, sin rumbo ni concierto, y escuchando las voces de los despachos exteriores. Rafe se marchó a las cinco en punto, pero John se demoró unos minutos más atendiendo una llamada telefónica. Cuando por fin terminó, Nicole oyó cómo charlaba con Wilma durante otros cinco. Ninguno de los dos parecía tener prisa por marcharse a casa. Finalmente, cuando la puerta principal se cerró y el edificio quedó sumido en el silencio, Nicole se asomó por la puerta de su despacho al mismo tiempo que Mitch salía del suyo.

– ¿Por fin está la costa despejada? ¿Es seguro que nos vean juntos? -inquirió él con voz queda.

Nik notó que los nervios que había acumulado durante todo el día por fin se relajaban. No pudo sino soltar una risita.

– Tú también te sientes como un quinceañero en medio de una aventura, ¿eh? Qué tontería, Mitch. He salido contigo del despacho miles de veces. Nadie tiene por qué pensar nada si nos ven irnos en tu coche.

– Sí, pero eso era ayer. Hoy sabemos que estamos planeando hacer una escapada para casarnos -Mitch la ayudó a cerrar las oficinas, y a renglón seguido la acompañó al exterior y, la instaló en el asiento del pasajero de su coche-. Francamente, me resulta muy divertido. No deberíamos comportarnos como adultos todo el tiempo… Aunque, eso sí, me temo que la aventura será efímera. ¿Qué te parece el sábado?

– ¿El sábado? -Nicole sintió el estómago atenazado por el pánico-. ¿Te refieres al próximo sábado? ¿Para casarnos?

– Aja.

– ¿Dentro de… cinco días?

– Da un poco de impresión, ¿verdad? -dijo Mitch con desenfado, poniéndose las gafas de sol mientras arrancaba el coche y enfilaba la carretera-. Pero le pedí el calendario a Wilma para echar un vistazo a nuestras respectivas agendas. La tuya está atestada. La mía casi igual. Es el único día que ambos tenemos libre.

– Pero el sábado… -en realidad, Rafe la había espoleado aquella mañana al decirle que toda la plantilla sabía de su embarazo. Así, se había dirigido como un rayo al despacho de Mitch para plantearle una opción, no exactamente la del matrimonio.

Las preocupaciones se agolparon de pronto en su mente. Pero no se arrepintió de la decisión tomada. La calma de Mitch, y el hecho de que aceptara con entusiasmo la propuesta, indicaban que deseaba aquel matrimonio. Además, el amor que ella sentía por él justificaba doblemente el enlace. Aún no le había hablado de su pasado. Y tenían un millón de cosas que resolver. Pero aquellos riesgos y temores palidecían comparados con el problema inmediato que Mitch acababa de poner sobre el tapete… cómo podrían tener reorganizadas sus vidas por completo para el siguiente sábado.

– Mitch, no sé si podremos tenerlo todo preparado para el sábado. Análisis de sangre. Un certificado. La ceremonia civil. Ni siquiera he pensado aún en el papeleo necesario. ¿Y no deberíamos hablar del dinero? Los seguros, las cuentas corrientes…

– Eh, eh, antes de que esa cabecita práctica tuya empiece a girar como un trompo, reduzcamos el problema. ¿Te ves capaz de decidir qué querrás llevar puesto dentro de cinco días?

– Claro que sí. Pero no estaba pensando en mí…

– Naturalmente que no. Nunca piensas en ti. Tendremos que hacer algo drástico con respecto al desinterés crónico que padece usted, señorita Stewart. Te juro que te apuntaría a un cursillo sobre cómo ser egoísta, pero seguro que suspenderías.

– ¡Landers! ¡Yo soy una persona terriblemente egoísta!

– Sí, claro. Y a los gatos les encanta nadar. Pero volviendo a lo de antes… Te preocupas por solucionar todo lo referente a mí o al niño. Pero la boda sigue siendo la principal prioridad. Sí, hay muchas cuestiones que necesitamos solventar… y el dinero es una de ellas. Pero puede esperar. ¿Entendido?

– Más o menos -Nicole se tiró nerviosamente del zarcillo-. Tomas decisiones a la velocidad de la luz, Landers. ¿Cómo no me di cuenta antes de cuánto te gusta mandar? -añadió con ironía.

– Creo que sí te diste, y por eso solíamos chocar tanto. Desde luego, no tendrás que preocuparte de aburrirte conmigo…

– Nunca me has aburrido, Landers.

– Bien. Pero aún debemos preocuparnos por una cosa. De hecho, se trata de algo muy serio, y debemos hacerlo enseguida.

– ¿Qué?

– Tenemos que comprar tu anillo. Un anillo.

¿Solventaba de un plumazo asuntos realmente serios en la vida de una pareja, y lo único que le preocupaba era un anillo? Nicole no conseguía mantener un estado mental serio y responsable cuando su futuro marido se mostraba de semejante humor.

En cuanto se apearon del coche, un furioso viento les azotó el cabello y la ropa. Mitch se limitó a soltar una risita, y luego la agarró de la mano. Dado que las tiendas abrían hasta las nueve, y Mitch caminaba a velocidad de bólido, tendrían tiempo de sobra para encontrar algo en alguna joyería. Sin embargo, entraron en cuatro establecimientos diferentes, sin encontrar nada que lo satisficiera.

Nicole no sabía de dónde había sacado aquella sonrisa irresistible y descarada, pero no parecía perderla por nada.

– ¿No crees que tengo derecho a dar mi opinión en esto del anillo? -inquirió sardónicamente.

– No, ningún derecho. Te habría dejado que eligieras de no haber demostrado un gusto tan pésimo.

– Te repito que una sencilla sortija de oro liso está bien. Soy una persona más bien sencilla.

– Sí, ya me conozco la decoración de tu casa. Minimalista. Políticamente correcta. Fría.

– Eh, ¿no te gusta mi casa?

– Sí me gusta. Pero un anillo es algo más personal que un sofá. Debe de ser adecuado para ti. Y no se hable más.

– ¿Y no se te ha ocurrido que ese infame anillo puede no existir? ¿No tienes hambre?

Detenerse a cenar no parecía una sugerencia precisamente excitante. Al principio, Nicole no había comprendido que aquello iba a convertirse en una expedición épica por las tiendas de los alrededores. Demonios, Lewis y Clark habían explorado el Noroeste con mucha más rapidez. No obstante, Mitch siempre parecía muy susceptible con la idea de mantenerle el estómago lleno. La sola mención del hambre, y sus ojos se llenaron de un extraño brillo… casi de aterrorizada alarma.

– Sólo tardaremos un poco más -respondió él evasivamente, y a continuación la condujo al interior de otra joyería.

Aquélla le hizo contener la respiración. No era una joyería corriente, sino más bien una mágica tienda de tesoros. En lugar de mostradores de cristal, vio lámparas de estilo Victoriano que iluminaban las joyas expuestas en terciopelo. Y una mullida alfombra oriental amortiguaba sus pisadas. No parecía haber nadie… hasta que un anciano con cara de sabueso y una coleta canosa asomó la cabeza por una puerta.

– Miren todo lo que quieran -dijo-. Si me necesitan, estoy en la trastienda.

Aquel lugar resultaba romántico y mágico, se dijo Nicole, pero Mitch prestaba aún más atención que ella a los surtidos de anillos. Decidió que tendrían que manejar la situación con más seriedad. No podía comprender cómo Mitch aceptaba la idea de casarse así, sin más, como si todo estuviera bien para él.

– ¿No crees que, al menos, deberíamos hablar de dónde vamos a vivir? ¿En tu casa o en la mía?

– En la tuya -respondió él tranquilamente. Examinó un anillo a la luz de una lamparita y luego lo soltó-. Tienes un cuarto de sobra para el niño, y el doble de espacio. Además, es una casa magnífica.

– Pero la tuya es fantástica. Y no quiero que te sientas en la obligación de mudarte.

Mitch ni siquiera alzó la mirada.

– Mi casa es fantástica para un soltero. Y sí, me gusta, Nik… Pero diseñar casas es mi trabajo. Si, al final, la tuya no nos satisface, diseñaré una que nos convenga a los tres. O a los cuatro, si para entonces tenemos otro conejito en el horno.

Nicole lo miró directamente a la cara. El viento le había revuelto el cabello y había teñido de color sus angulosas mejillas. De pronto, Nik pensó que era el hombre más sexy que había conocido nunca. Su complexión delgada era muy engañosa. Su forma de caminar, de moverse, siempre tenía una cualidad poderosamente viril. A Mitch le gustaba ser hombre y lo demostraba en cada uno de sus actos.

Había mencionado tan casualmente la posibilidad de tener otro hijo, que ella sintió ganas de sentarse y respirar hondo varias veces hasta que las rodillas dejaran de temblarle.

Se dijo que Mitch sentía algo por ella. Que el honor y la responsabilidad, por sí solos, no podían haberlo motivado a desear aquel matrimonio. Y el hecho de que pensara en tener otro hijo sugería que Mitch creía que sería un matrimonio duradero.

Nicole deseaba disponer de un par de segundos para saborear aquel comentario… pero él seguía moviéndose a velocidad vertiginosa. Parecía capaz de resolver cualquier cuestión personal o laboral con absoluta presteza. Salvo la cuestión del anillo.

No vio ninguno que le gustara lo suficiente, así que, tomándola de la mano, se dirigió al joyero.

– Estamos buscando un anillo de boda, pero no hemos visto ninguno que nos convenza. ¿Tiene algo más?

El joyero miró a Nicole entornando los ojos por encima de su arrugada nariz, y la observó de pies a cabeza.

– Dígame lo que desean exactamente.

– Nada demasiado grande ni demasiado llamativo -contestó Mitch-. Pero tampoco demasiado simple. Algo que vaya con su estilo.

El joyero asintió, sin dejar de estudiar a Nicole.

– Algo romántico -dijo-. Delicado. Más para una princesa que para una reina.

– Disculpe -repuso ella en tono incrédulo-. No sé a quién está describiendo, pero no a mí, desde luego…

– Eso exactamente -dijo Mitch. El joyero soltó su herramienta de trabajo y les indicó con un gesto que lo siguieran, aunque solamente le hablaba a Mitch.

– Hace unas semanas, adquirí ciertas joyas en una subasta. A decir verdad, me quedé con todo el lote sólo para conseguir esta sortija. La montura estaba muy estropeada. Aún no he acabado de repararla. Pero el diamante en sí… Nunca había visto una piedra con un aura tan poderosa.

– ¿Aura? Vamos, muchachos…

– Véamoslo -dijo Mitch al joyero.

El anciano los condujo a la trastienda, una estancia entrelarga atestada de herramientas y bancos de joyería. Empezó a rebuscar en los cajones y finalmente extrajo un estuche de terciopelo. Luego encendió una lámpara e iluminó con ella el anillo.

– Como le he dicho, la montura no es la original, pero intenté reproducir el concepto del artista… salvo que él trabajó con platino, y la piedra… bueno, pensé que necesitaba una montura de oro para sostenerse adecuadamente. Aún no lo he terminado, pero puede probárselo.

– Sí, pruébatelo -la animó Mitch.

Ella apenas había mirado aún el anillo. Pero cuando Mitch le tomó la mano y se lo puso en el dedo… algo ocurrió.

Nicole habría jurado que no había ni un ápice de romanticismo en su alma. Años atrás, había suprimido de su carácter esas zarandajas sentimentales. Se había quemado demasiadas veces con los fuegos emocionales que había encendido de adolescente. Pero el anillo tenía algo…

No era grande. El suave oro alojaba al diamante de modo que éste parecía tener forma de corazón. Forma de amor. Y no era posible que transmitiera calor a su dedo. Nicole sabía perfectamente que no podía haber un cálido genio de amor atrapado en la piedra, pero… La tocó. Y, de pronto, unas susurrantes imágenes danzaron en su mente; imágenes de castillos, y princesas, y un caballero que la protegería en la más oscura de las noches. Se había sentido bien durante todo el día, pero, ¿quizá sufría un principio de gripe? Una súbita fiebre era la única excusa que se le podía ocurrir para semejante delirio.

– Le encanta -dijo Mitch al joyero-. ¿Cree que podrá tenerlo terminado dentro de cinco días?

– ¡Mitch! -Nicole alzó rápidamente la cabeza-. ¡Ni siquiera has preguntado cuánto vale! Por lo que sabemos, puede costar una fortuna…

– El gasto no tiene ninguna importancia, Nik.

Nicole sabía que él estaba situado tras ella, más cerca que su propia sombra, porque sus nervios siempre parecían cargarse de electricidad cuando tenía a Mitch cerca. Se volvió para mirarlo.

Ni en cientos de años hubiese esperado que, de repente, le rodease el cuello con los brazos. Ni en miles de años hubiese esperado que la besara en aquella polvorienta trastienda, delante del joyero. Pero eso hizo. Ni siquiera le permitió tomar aire. Reclamó su boca con un cálido y ardiente beso que la privó de la vista y el oído e hizo que las rodillas se le doblaran.

Magia. Nicole siempre había creído en su existencia. Pero no confiaba en ella. No obstante, en aquel momento preciso, fue como si el resto del universo estuviese dormido, y sólo Mitch y ella estuviesen despiertos. El salvaje beso de Mitch le habló de su temor y de su vulnerabilidad. Su boca sabía a soledad y a deseo. A todo aquello que ella siempre había temido. Y él era el único que la había comprendido.

Finalmente, Mitch alzó la cabeza. Sus ojos se encontraron con los de Nicole durante un largo momento, como si sólo la estuviera mirando a ella, como si nada más que ella existiera. Y quizá percibió la endeblez de sus piernas, porque le apretó la mejilla contra su hombro rodeándola con un brazo seguro y protector.

– Cueste lo que cueste, necesito ese anillo para el sábado por la mañana. No me importa el precio. Ponga el que quiera -dijo Mitch al joyero, y a continuación se sacó el talonario del bolsillo.


Casi eran las nueve cuando Mitch la dejó en su casa. Nicole se quedó observando hasta que las luces del coche desaparecieron. Luego soltó el bolso y la chaqueta, y se dirigió hacia la cocina. Se había dicho que tenía hambre. Por algún extraño motivo, Mitch rechazó una y otra vez la sugerencia de pararse a cenar en algún sitio. Sin embargo, Nicole no pudo terminar el plato de comida.

Quizá no tuviera el estómago lleno, pero sentía que su corazón iba a rebosar. Mientras llevaba el plato al fregadero, no consiguió dejar de pensar en Mitch. En cómo había sido con ella esa tarde. En el anillo. En el beso.

La sensación de gozo no dejaba de bullir en su corazón. Mitch aún no había hablado de amor, pero sus actos demostraban que sentía algo muy fuerte y poderoso por ella.

Parecía un cuento de hadas. Nicole nunca había esperado sentir amor. El hechizo malo de la bruja pesaba en su vida como una losa insoportable. Pero tampoco había esperado nunca que Mitch apareciese en su camino. Confiaba en él como jamás había confiado en nadie. Mitch provocaba en ella una pasión como Nicole jamás había soñado que pudiera sentir con el hombre perfecto. Era imposible no amarlo… Divertido, cálido, bueno por dentro y por fuera. Y quizá todo aquello hubiera comenzado con un error, pero si existía la posibilidad de que él también la amase a ella, nada impediría que fueran felices como en el final de los cuentos.

Salvo que la mujer que intentaba protagonizar aquel cuento de hadas no se parecía ni remotamente a la inocente princesita. De hecho, dicha mujer tenía tras de sí un amplio historial de errores antes de conocer a Mitch.

Nicole acabó de fregar los platos y echó un vistazo al teléfono. Un nudo se le formó en la garganta. Resueltamente, se secó las manos, descolgó el auricular y marcó el número de Sam y Leila. La pareja había acogido a otros chicos después que a ella, pero nunca habían perdido el contacto.

Incluso antes de oír la voz de Sammy, Nicole revivió mentalmente el día en que la encontró en la calle y, con su dura voz de policía, la obligó a que lo acompañara a su casa a ver a Leila. Y, tal como ella esperaba, su familiar voz la llenó de un agradable calor.

– Vaya, si es mi chica favorita.

– Tu chica favorita va a casarse, Sammy.

– ¿Estás asustada?

Nicole sintió ganas de poner los ojos en blanco. Sammy siempre daba en el clavo.

– Sí.

– Eso es bueno, cariño. Nadie que no tenga miedo de un compromiso como el que supone el matrimonio está en sus cabales. ¿Y él es lo bastante bueno para ti?

– Demasiado bueno -respondió ella con sinceridad.

Como era previsible, Sammy intentó rebatir aquel punto. Charlaron sobre los niños acogidos, sobre el trabajo y la vida. Hablar con Sam o Leila siempre fortalecía su confianza en sí misma. Pero, después de colgar, comprendió que tenía que hacer otra llamada. Una llamada mucho más dura y difícil. El nudo que le obstruía la garganta creció hasta adquirir el tamaño de un peñasco.

Antes de que pudiera cambiar de opinión, Nicole descolgó de nuevo el teléfono y marcó el número de sus padres. Llevaba dos años llamándolos sin falta cada dos semanas. Que quisieran o no saber de ella era irrelevante.

Sin embargo, no había sabido cómo comunicarles la noticia del embarazo. Ni siquiera sabía si les interesaba en absoluto. Por eso, desde hacía algún tiempo, había faltado a la costumbre de telefonearles.

Su madre respondió después del tercer tono.

– Hola, mamá. Soy yo, Nicole.

Al oír la voz de su madre, volvieron a ella los sentimientos infantiles de ansiedad y de miedo.

– Hacía tiempo que no llamabas.

– Sí. ¿Cómo estás? ¿Y cómo le va a papá con la artritis? ¿Sigues yendo al coro?

– Sí. Tenemos a una nueva soprano. Tu padre se lastimó la espalda hace dos semanas, levantando unos sacos… Ya sabes lo terco que es. Podíamos haberle pagado al chico que vive más abajo para que lo ayudase, pero no, Joe tenía que hacerlo solo…

– ¿Y está bien? ¿Ha ido al médico?

– ¿Tu padre? No me hagas reír. Ya sabes que piensa que los médicos son todos unos charlatanes…

Nicole notó que las palmas de las manos se le humedecían a causa de los nervios. El pulso le latía con fuerza. Siempre era lo mismo. Les preguntaba sobre ellos, pero no hablaba de sí misma… ni ellos le preguntaban.

Cuando su madre se disponía a colgar, Nicole dijo rápidamente:

– Mamá, hoy quiero comunicaros una noticia. Voy a casarme. Se llama Mitch Landers. Llevamos algo de tiempo trabajando juntos, y no puede ser un hombre más maravilloso.

Hubo silencio durante unos segundos.

– Pues sí que es una noticia. Ni tu padre ni yo creíamos que pudieras sentar la cabeza alguna vez -otra pausa-. Lo primero que preguntará tu padre es si estás embarazada.

Nicole cerró los ojos con fuerza, sintiendo una punzada de culpa.

– Sí, lo estoy -dijo con calma-. Ambos deseamos de veras este hijo. Y espero que queráis conocer a vuestro nieto.

Otra larga pausa.

– No sé, Nicole. Hablaré con tu padre.

Después de unas cuantas frases más, Nicole colgó el auricular con los nervios hechos trizas. No había habido felicitaciones, ni entusiasmo, ni alegría por la noticia del futuro nieto. Se dijo que había estado loca por esperar lo contrario.

Sus padres eran duros, exigentes, inflexibles. Aunque, como padres, lo habían hecho lo mejor que habían podido, y lo único que les importaba realmente era su reputación de parroquianos respetables. Nicole no había podido elegir una forma más dolorosa de humillarlos que escapándose de casa.

Durante un tiempo, se habían desentendido por completo de ella. El hecho de que acabaran aceptando sus llamadas constituyó un primer paso adelante. Sammy siempre le dijo que los olvidara.

Pero, a pesar de todo, seguían siendo sus padres.

Nicole tragó saliva y luego respiró hondo varias veces. A continuación fue apagando las luces de la casa. Mientras subía las escaleras para dirigirse hacia su cuarto, volvió a pensar en Mitch. Aún no le había dicho nada de su pasado. Tenía miedo de que el concepto que tenía de ella se rebajase. Miedo de que descubriera que la mujer a la que quizá creía amar era otra persona… una persona que antaño había actuado de forma egoísta e insensible.

Pero Mitch debía saberlo. Por su bien y por el de ella.

«Mañana mismo», se dijo. Sin esperar ni un día más. Lo primero que haría en cuanto lo viera al día siguiente sería contárselo todo.

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