Capítulo 8

Había perros en la granja de los Viental. Y ése no era el único cambio. Había una zona vallada a un lado del porche, una construcción temporal hecha con alambre de gallinero. Y dentro había tres perros. Y Ginny.

Madison estaba en el porche. Cada vez que iba por allí, la niña se mostraba letárgica y poco interesada. Pero ahora estaba sentada en el último escalón del porche, mirando con lo que casi parecía interés.

Richard seguía en la cama. Estaba cada día más débil y esperar que se levantase era esperar demasiado, pero Tony le había dado la vuelta a la cama para que también él pudiese mirar.

Aquél era un hospital muy extraño, desde luego.

– Vas a tener que ser muy bueno si quieres una salchicha -estaba diciendo Ginny-. Vamos, siéntate.

¿Qué estaba haciendo?, se preguntó Fergus. Tres perros, tres chuchos a cada cual más feo.

Había un collie blanco y negro, un terrier flaco comido de pulgas y otro más delgado que ninguno y que Fergus no podía identificar. Era a éste al que Ginny se dirigía. Los otros dos estaban sentados, observando la escena.

– Tus amigos están esperando. Siéntate y los tres recibiréis una salchicha. Venga, siéntate.

– Guau -dijo el perro.

– No, ya me has oído. ¿Quieres la salchicha? Pues siéntate de una vez.

El animal se sentó por fin.

– Bien hecho -rió Ginny, dándole una salchicha a cada uno.

Desde el porche, Tony empezó a silbar. Richard aplaudió con las pocas fuerzas que le quedaban y, lo más asombroso de todo, Madison aplaudió también.

– ¿Qué está pasando aquí? -preguntó Fergus.

– Hola -lo saludó Ginny-. Son los perros de Óscar.

– ¿Y qué hacen en tu casa?

– He tenido que traerlos porque estaban muertos de hambre los pobres.

– A Ginny siempre se le han dado muy bien los animales -dijo Richard.

– A mi papá le gustan los perros -murmuró Madison.

– Claro que me gustan -sonrió Richard.

No dijo nada más, pero entre ellos estaba formándose un lazo «Mi papá». Desde luego, era un principio.

– Óscar tenía seis perros -dijo Fergus entonces.

– Éstos son los buenos. Los otros han tenido que ir a un sitio para perros malos.

– ¿Sabes que Óscar ha decidido ir a una residencia? -le preguntó Tony.

– Sí, lo sé.

– Pues Ginny ha decidido quedarse con los perros. Un granjero vecino ha aceptado hacerse cargo de las ovejas y el caballo, pero nadie quería saber nada de los perros.

– Ah, ya veo -murmuró Fergus.

Luego miró a Ginny, que había salido del falso corral y estaba abrazando a Madison, y le pareció que había cambiado. Algo había cambiado, seguro.

Hasta el día anterior, Ginny había tratado a la niña con amabilidad, pero también con cierta distancia. Aquel día no había distancia en absoluto.

– ¿Necesitáis algo?

La pregunta iba dirigida más a Tony que a nadie. Richard se había dormido… y pronto su sueño sería mucho más que eso.

– No, todo está bien -contestó Ginny.

– Pero mi papá… -empezó a decir Madison.

– Tu papá está malito, pero no le duele nada. Se ha dormido, nada más. Y pronto dormirá todo el tiempo.

– Mi papá y mi mamá van a estar juntos -murmuró la niña-. Pero Ginny y los perros van a cuidar de mí.

– ¿Qué? ¿Qué ha dicho? -exclamó Fergus.

– Lo que debería haber dicho yo hace semanas -suspiró Ginny-. El corazón se expande.

– ¿Perdona?

– Creo que voy a hacerme un café -dijo Tony entonces, tan discreto como siempre-. ¿Alguien quiere café?

– Sí, yo, gracias -contestó Ginny.

– ¿Quieres venir conmigo, Madison? Hay galletas en la cocina.

Sonriendo, la niña entró con Tony en la casa. Fergus se sentó en uno de los escalones del porche y miró a Ginny, sorprendido.

– Oye…

– ¿Sí?

– Lo de anoche fue fantástico.

– Sí, ¿verdad?

– ¿Estás de acuerdo?

– Pues claro. Lo pasé muy bien. Si hubiera sabido que eso era lo que necesitaba para espabilarme lo habría hecho antes. Aunque no es tan fácil encontrar a alguien que… que lo haga tan bien.

– No sé…

– ¿No sabes lo difícil que es?

– Ginny…

– Pues fue fantástico. Todo, no sólo el sexo. Gracias, Fergus.

– ¿Me estás dando las gracias?

– Sí.

– ¿Por qué?

– Por despertarme.

– Pensé que… en fin, yo no he estado solo desde que mi mujer me dejó hace seis años, pero lo de anoche fue diferente. Ginny, tú y yo podríamos… no sé, tener algo especial. Estoy seguro.

– ¿A qué te refieres?

Fergus carraspeó.

– No tenemos por qué estar solos. Que hayamos sufrido en el pasado…

– No, es verdad -lo interrumpió ella-. Yo siempre había pensado… bueno, en fin, soy portadora de fibrosis quística así que nunca había pensado tener hijos.

– Pero eso no significa que tus hijos vayan a heredar la enfermedad.

– No, ya lo sé. Sólo pasaría si mi pareja también fuera portador. Pero aunque no lo fuera, aún habría un cincuenta por ciento de posibilidades. De modo que no, no pienso tener hijos.

Fergus asintió con la cabeza.

– Se puede ser feliz sin tener hijos.

– Sí, lo sé.

Se miraron entonces, como si ninguno de los dos se atreviera a decir lo que estaba pensando.

– Podríamos intentarlo -dijo Fergus por fin. Había encontrado una forma de escape, algo que podría hacerlo feliz. Una mujer maravillosa, divertida, inteligente. Una colega, además. Una mujer que lo hacía reír y que, entre sus brazos cada noche, alejaría el vacío que había sido su vida.

– Pienso quedarme con los perros -dijo Ginny entonces.

– Eso es una locura.

– ¿Es una locura darles un hogar a unos perros huérfanos?

– No podemos quedárnoslos.

– ¿No podemos?

– Si tú y yo…

– Fergus…

– Sólo estoy pensando en voz alta, Ginny. Lo de anoche… por primera vez desde que mi mujer me dejó pensé que había conocido a alguien con quien podría tener un futuro. Podríamos ser egoístas. Deberíamos serlo. Tenemos que olvidar…

– ¿Cómo vamos a hacerlo?

– Se puede hacer.

– No se puede hacer, Fergus. Yo llevo años huyendo y sé que no se puede hacer -suspiró Ginny-. Eso fue lo que entendí anoche. Me quedé allí, mirando la oscuridad, y me di cuenta de que había intentado olvidar el dolor siendo alguien que no soy. Y no puedo seguir haciéndolo. Soy yo, Ginny Viental. Y necesito gente. Necesito amor. Tú me hiciste ver eso anoche.

– ¿Me necesitas a mí?

– No sólo a ti. Aunque estás incluido en la lista, si quieres.

– Vaya, gracias.

– No me des las gracias, Fergus. Porque creo que no quieres lo que yo te ofrezco.

– ¿Qué me ofreces?

– Voy a quedarme con los perros -dijo Ginny en voz baja.

– ¿Por qué?

– Serán estupendos cuando los tenga entrenados.

– No puedes tenerlos en un apartamento en Sidney.

– No.

– ¿Y no estarás pensando quedarte aquí?

– No, no lo estoy pensando. Lo he decidido.

– Cuando Richard…

– Cuando Richard muera, sí. He hablado con mi hermano esta mañana y tengo su bendición.

– ¿Para hacer qué?

– Para reformar esta casa. Para darle a Madison un hogar.

– ¿Vas a quedarte en Cradle Lake con Madison? -exclamó Fergus, atónito.

– Sí. Al principio pensé que sería imposible. Cradle Lake siempre ha sido un sitio claustrofóbico para mí. Conozco a todo el mundo y todo el mundo me conoce a mí… ¿Sabes cuántas veces he tenido que cocinar desde que la gente se enteró de que estábamos aquí?

– No. ¿Cuántas?

– Ni una sola vez. Llevo quince años fuera de aquí y sigo siendo uno de ellos. Esto es una comunidad.

Fergus hizo una mueca. Una comunidad.

– Eso puedes tenerlo en un hospital. No es tan difícil. A la gente le importan los demás. Por eso estoy yo aquí, para alejarme de todo eso.

– Sí, pero tú sólo llevas un mes huyendo. Yo llevo quince años haciéndolo. Y anoche me di cuenta de que podía parar.

– ¿Sabes lo que estás diciendo, Ginny?

– Claro que lo sé -contestó ella-. He decidido formar parte de la raza humana otra vez. No quiero entregar a Madison a unos padres adoptivos. Madison es el último lazo con mi familia. Es lo único que me queda.

– Yo podría ser tu familia -objetó Fergus.

Ginny lo miró, muy seria.

– Entonces, tú también lo sentiste… anoche.

– Sí, desde luego que sí.

– Era más que sexo.

– Ginny, estamos hechos el uno para el otro.

– ¿Tu mujer y tú estabais hechos el uno para el otro?

– Con Katrina era diferente. Lo único que teníamos en común era el trabajo.

– ¿Y qué tendríamos tú y yo en común?

– A nosotros mismos -contestó él.

– Seguro que eso es lo que tu mujer y tú pensasteis al principio. Pero yo quiero algo más que un interés por la medicina.

– Ginny, te deseo…

– Me alegro mucho porque yo también te deseo a ti. Pero ahora las cosas han cambiado.

– Ahora tienes perros -suspiró Fergus.

– Y una hija.

– ¿Lo dices en serio?

– Completamente.

– Madison tiene problemas, Ginny. Tendrás que llevarla a un especialista.

– ¿Y crees que no puedo hacerlo?

– La niña necesita un padre y una madre -insistió él.

– Eso no lo puedo solucionar -suspiró Ginny-. Lo único que sé es que desde que desperté esta mañana, la niña es mía. Anoche pensaba que no tenía familia y cuando desperté tenía una por la que lucharía hasta la muerte.

Fergus la miraba, incrédulo. ¿Cómo podían haber cambiado las cosas tan rápidamente?

Tony salió entonces al porche con Madison en brazos. La niña llevaba en la mano una bandeja con galletas.

– No he tirado ni una -dijo, orgullosa.

– Muy bien, muñequita.

– Me llamo Madison -murmuró la niña.

– Sí, pero eres una muñequita -contestó Ginny-. Tan preciosa como una muñeca. Yo tuve un hermano tan pequeño como tú y mi madre solía llamarlo muñequito.

– Ginny -la llamó Fergus entonces.

– ¿Quiere una galleta, doctor Reynard?

– No -contestó él. No podía ver a Madison sonriendo. Era abrumador. El dolor…

Ginny se dio cuenta enseguida.

– Fergus, lo siento. Sé que es demasiado pronto…

– Nunca pasará -murmuró él, dando un paso atrás-. ¿Necesitáis algo?

– Morfina -contestó Ginny en voz baja-. Richard no durmió bien anoche y prometí que lo ayudaría.

– Te daré una receta. Tony, ven un momento…

– Me llevaré a Madison a dar un paseo con los perros -sonrió Ginny, tomando a la niña en brazos-. Tú te encargas de la medicina, yo me encargo de mi familia.

– Ginny…

– Así es como tiene que ser, Fergus. Anoche me di cuenta de que no iba a ser fácil y no quiero hacerte daño. Pero es lo que tengo que hacer.


No podía hacerlo.

Fergus se alejó de la granja sintiéndose enfermo. Había ido allí con el corazón lleno de Ginny, sintiendo como si hubiera salido de un trance y…

¿Madison?

Una niña como Molly.

No se parecía en absoluto a Molly, pensó entonces. Madison tenía todos los cromosomas. Tenía un corazón sano. Podría ser una niña alegre, feliz. Podría vivir hasta cumplir los cien años.

Ginny no tenía derecho a quedársela. Madison necesitaba un padre y una madre…

Molly había sido feliz sólo con su padre. Y con la comunidad del hospital.

Pero Madison no era Molly.

Molly. Su Molly.

El dolor que sentía en el pecho cada vez que pensaba en su hija amenazaba con ahogarlo. Recordar sus bracitos alrededor de su cuello, cómo enterraba la nariz en su hombro diciendo «papá, papá» como si fuera un mantra.

Madison aún no enterraba la cara en el cuello de nadie, pero si tuviera unos padres lo haría.

Y no sería su cuello. No.

¿Cómo iba a abrazar a otra niña que no fuera Molly? ¿Cómo iba a querer a otra que no fuese ella? No, imposible. Para él hasta resultaba difícil atender a una niña de ocho años como Stephanie. Su padre tenía un problema de espalda, de modo que había tenido que llevarla en brazos hasta el Land Rover. Había tenido a una niña entre sus brazos… y sólo podía pensar en Molly.

Lo que Ginny le pedía era demasiado.

Aunque no se lo había pedido. Estaba dispuesta a hacerlo sola.

– Maldita sea -murmuró, golpeado el volante con el puño.

¿Dónde estaban las respuestas?

No había ninguna.


– ¿Sabes lo que estás haciendo? -le preguntó Richard-. Fergus saldrá corriendo.

– Ah, estás despierto -sonrió Ginny.

– A veces puedo estarlo.

– ¿Cuánto tiempo llevas despierto?

– El tiempo suficiente como para haber oído la conversación. A Fergus le gustas de verdad, Ginny.

– Y él me gusta a mí. Pero…

– ¿Pero qué?

– No quiere lo que viene conmigo.

– Ayer no tenías nada -dijo su hermano-. Ayer todavía estabas huyendo.

– A lo mejor los dos hemos dejado de huir -sonrió Ginny.

– Yo, desde luego, sí. Ginny, tú sabes que me encantaría que adoptases a Madison, pero ya te he pedido tantas cosas… todos te hemos pedido tanto.

– Así es la vida -suspiró ella.

– No puedo pedirte nada más.

– Tú no me lo estás pidiendo, Richard. Es decisión mía. Por cierto, ¿sabes que me acosté con Fergus anoche?

– Me lo había imaginado -sonrió su hermano-. ¿Qué tal?

– Genial, pero la cuestión es…

– ¿Cuál es la cuestión?

– Estás cansado. No debería…

– Tengo todo el tiempo del mundo para dormir -dijo Richard entonces-. ¿Cuál es la cuestión?

– Me he enamorado.

– Te has enamorado.

– Sí, anoche. Pero Fergus se marchó porque había una urgencia y yo me quedé allí, en el cobertizo de los botes, pensando. Cada vez que había una muerte, la de Chris, la de Toby, la de mamá… me dolía tanto que he intentado encoger mi corazón. He intentado que no pudiera entrar nadie. Y desde entonces todo ha sido gris y horrible en mi vida, Richard. Pero esta mañana todo se ha colocado en su sitio y era como si mi corazón hubiera empezado a latir otra vez.

– Oh, Ginny…

– Y me siento mucho mejor -siguió ella, desafiante-. Sí, sé que es una locura. A mí también me da miedo. Pero la alternativa es mucho peor. Tú lo has pasado bien desde que te diagnosticaron la enfermedad. Has vivido, has querido. El resultado de una de esas aventuras está en la cocina comiendo galletas ahora mismo. Pero siempre supiste que ibas a morir y eso no te detuvo. No dejaste de hacer surf, de viajar por todas partes, de pasarlo bien…

– Sí, pero…

– Pero eso es lo que estoy diciendo. Es lo mismo. Me di cuenta anoche. Sí, puede que se me vuelva a romper el corazón, pero si no me arriesgo es como estar muerta. Así que me quedo con los perros y me quedo con Madison.

– ¿Y Fergus?

Ginny vaciló.

– Él tendrá que tomar una decisión, supongo.

– ¿También está huyendo de algo?

– Perdió a su hija recientemente. Una niña pequeña.

– Una niña pequeña -repitió Richard.

– Sí.

– No es justo pedirle que sea el padre de Madison.

– No, no lo es. Y por eso no voy a pedírselo.

– Pero quieres quedarte con Madison.

– Lucharé hasta la muerte por quedármela.

– Aunque eso signifique perder a Fergus.

– No creo que pueda perder a Fergus porque nunca ha sido mío.

– Pero te quiere.

– No sé si hemos llegado a eso todavía -sonrió Ginny-. No sé si Fergus sabe lo que puede ser el amor de verdad.

– ¿Y qué piensas hacer?

– Cuidar de mi hermano mientras me necesite -contestó ella, apartando el pelo de su frente-. Cuidar de los perros de Óscar. Cuidar de una niña pequeña. Y… quizá incluso atender las necesidades sanitarias de Cradle Lake.

Загрузка...