Prólogo

Tomó la decisión a las dos de la mañana. No había habido ningún accidente de tráfico en las últimas dos horas. Ninguna apendicitis urgente, aneurismas o heridos en una pelea. El turno de noche en el Hospital Central de Sidney parecía muy tranquilo.

Y era lo mejor para él. Porque cuatro enfermeras y al menos un colega le habían preguntado cómo estaba. Otra vez.

– No, de verdad, doctor Reynard, si quiere hablar de ello…

Fergus no quería hablar de ello. Fulminaba con la mirada a cualquiera que se le acercase y escondía la cabeza detrás del boletín médico mensual para que lo dejasen en paz. Estaba leyendo la sección de puestos vacantes.

– ¿Dónde está Dimboola?

– Mi tía vive en Dimboola -contestó una de las enfermeras-. Está al norte de Victoria. Mi tía Liz dice que es una ciudad estupenda.

– Ya -murmuró él, tachando el anuncio-. ¿Dónde está Mission Beach?

– Al norte de Queensland -contestó la misma enfermera-. ¿Se acuerda de Joe y Jodie?

– ¿Joe y Jodie?

– Joe era el pediatra que estuvo aquí el año pasado. Un chico rubio, alto, casi tan grande como usted. Metro ochenta y cinco y guapísimo… el sueño de cualquier chica -sonrió la joven, para animarlo. Como intentaba hacer todo el mundo. Como si se hubieran puesto de acuerdo. «Tenemos que cuidar de Fergus» parecía ser el lema.

– Joe se casó con Jodie Walters, de la UCI -continuó la enfermera-. Se fueron a Port Douglas el año pasado, cerca de Mission Beach.

Muy bien. Fergus tachó el anuncio. Conocía a gente que vivía cerca de Mission Beach.

– ¿Dónde está Cradle Lake?

Silencio.

– ¿Nadie sabe dónde está Cradle Lake?

– No tengo ni idea -respondió su anestesista, Graham-. Tasmania está en las montañas Cradle. ¿Eso está cerca?

– Aparentemente, no. Tiene un código de Nueva Gales del Sur.

– Entonces, ni idea.

– ¿Nadie lo sabe? -insistió Fergus. Como respuesta, cuatro personas negaron con la cabeza-. Estupendo -dijo entonces, trazando un círculo alrededor del anuncio-. Entonces, allí es adonde pienso ir.


* * *

Ginny recibió la llamada a las dos de la mañana. Sabía que iba a llegar tarde o temprano, pero seguía sin estar preparada.

Richard la llamaba desde el hospital. No había querido que fuese a verlo y había esperado hasta aquel momento para llamar.

Pero era comprensible. ¿Dónde iba a encontrar valor para enfrentarse a una noticia como, aquélla?

– No pueden hacerme otro transplante -le dijo, con el tono de alguien que se ha rendido-. Los especialistas dicen que no hay ninguna esperanza de que salga bien.

– Sí, ya me lo imaginaba -murmuró ella-. Como no me has llamado hasta ahora, imaginé que habría malas noticias. Richard, lo siento. Voy a verte ahora mismo…

– No, ahora no.

– ¿Qué estás haciendo?

– Mirar el techo. Preguntarme qué voy a hacer. Y si tengo derecho a pedir…

– ¿Pedir qué?

– Ginny, quiero irme a casa. A Cradle Lake.

Ella contuvo el aliento. Hacía años que no iba allí.

Richard se había referido a Cradle Lake como su casa. Pero no lo era para Ginny.

– En Cradle Lake no hay un hospital decente. Creo que ni siquiera hay médico.

– Tener una hermana médico tiene que valer de algo. Tú puedes hacer lo que sea necesario.

– No sé si podría…

– ¿No puedes evitarme el dolor?

Sólo había una respuesta para eso. La cuestión médica no era lo importante y Ginny no dudaba de su habilidad profesional.

– Sí, claro que puedo.

– Entonces…

– Richard, la casa… hace años que no vamos por allí.

– Tú puedes arreglarla un poco. Si me quedo en el hospital unos días más tendrás tiempo de hacerlo. No necesito ningún lujo. Puedo quedarme aquí hasta el fin de semana.

Si se iba con él a Cradle Lake tendría que dejar un trabajo que le encantaba. Tendría que cerrar su apartamento… para adecentar una casa que detestaba y vivir en un sitio que siempre había odiado.

Pero al menos ella estaba sana, pensó.

Ginny cerró los ojos, furiosa con la vida. La ira hacía que olvidase el dolor, pero el dolor al final siempre encontraba el camino de vuelta.

Y no podía dejar que su hermano supiera nada de eso.

– ¿Seguro que quieres ir a Cradle Lake? -le preguntó.

– Sí, seguro -contestó él-. Me gustaría sentarme en el porche y…

No pudo terminar la frase. No tenía que hacerlo. Los dos sabían cómo terminaba.

– ¿Vas a hacerlo por mí, Ginny?

– Claro que sí -contestó ella-. Tú sabes que sí.

Siempre había estado a su lado y Richard lo sabía tan bien como ella.

El precio de la vida al final siempre era perder la partida.

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