Capítulo 4

Richard estaba durmiendo cuando Ginny lo dejó.

El porche de la vieja granja daba al lago, de modo que el sol iluminaba los viejos sofás de mimbre. Aquél había sido su sitio favorito cuando eran pequeños y seguía siéndolo. Richard había luchado durante toda la vida contra su enfermedad, pero durante las últimas semanas había dejado de hacerlo. Y no quería ver a nadie salvo a Ginny.

– Estoy cerrando las puertas, cortando con todo.

Dormía cada día más y allí, en el porche, había encontrado algo de paz.

Lo que tenía que hacer ahora… lo que tenía que decirle…

Pobre Richard, que había querido cortar con todo y ahora iba a encontrarse con la sorpresa de su vida.

Pero Fergus estaba detrás de ella y su presencia ayudaba un poco. Hacía que lo imposible pareciera casi posible. Ginny subió los escalones del porche y se dirigió al sofá que habían convertido en una cama de día para su hermano. La cama estaba vacía.

¿Por qué? Richard tenía problemas para moverse. Lo había dejado allí, con todo lo que necesitaba a mano, pero si había tenido que ir al baño… ¿y si se había caído?

– ¿Richard? -lo llamó, entrando en la casa-. ¿Richard?

Nada.

No estaba en su dormitorio, aunque apenas lo ocupaba porque prefería dormir bajo las estrellas. Tampoco estaba en el cuarto de baño o en la cocina.

Ginny salió al porche de nuevo, asustada.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Fergus.

La botella de oxigeno colocada sobre un carrito con ruedas había desaparecido también.

Entonces vio su coche. Era un coche rojo, pequeño… Horrorizada, Ginny vio una manguera metida por la ventanilla del conductor y varios trapos tapando el hueco. La botella de oxígeno de su hermano abandonada cerca de la rueda delantera…

– ¡Richard!

Ginny salió corriendo, pero Fergus se había adelantado. También él lo había visto y llegó al coche en tres zancadas.

Richard estaba tirado sobre el volante y cuando Fergus abrió la puerta se deslizó hacia un lado. Se habría caído si él no lo hubiera sujetado con las dos manos.

Ginny le tomó el pulso… aún tenía pulso.

– Respira -dijo Fergus.

– Richard, Richard…

Su hermano abrió los ojos. Incluso consiguió sonreír un poco.

– Richard -murmuró Ginny de nuevo, intentando contener la angustia.

– Podrías haber llenado… -empezó a decir su hermano con un hilo de voz- el tanque de gasolina.


Richard pesaba tanto que era casi imposible moverlo. La fibrosis quística que había matado a sus hermanos menores había sido menos dura con él, más lenta en el progreso. Incluso hubo un tiempo en el que Richard era casi normal, cuando casi parecía un hombre sano.

Ese tiempo había pasado. Su hermano, tan guapo, tan vibrante, era ahora un hombre demacrado, cercano a la muerte.

No debería haberlo dejado solo. Pero cuando fue a verlo, antes de ir al hospital, le había parecido que estaba bien…

– Vete -le había dicho-. Ve a ser un ángel con otra persona y deja que disfrute del atardecer.

Fergus lo llevó en brazos hasta la cama del porche y volvió a ponerle el oxígeno.

– Está bien. Richard está bien, tranquila.

Pero ella no estaba bien. Tenía que ir al baño Y rápido.

Cuando volvió, su hermano estaba más pálido que nunca pero su pecho subía y bajaba con un ritmo pausado.

Ginny se dejó caer sobre el primer escalón del porche y metió la cabeza entre las piernas.

– ¿Ves lo que le has hecho a tu hermana? -le espetó Fergus.

– Me lo ha hecho ella a mí. Ginny, lo siento, pensé que…

– Que tenía el tanque lleno.

– No se me ocurrió mirar. Un poco de humo y luego nada… no me lo podía creer.

– ¿Tan horrible es la vida para ti? ¿Tan horrible que quieres terminar de una vez?

Ginny miraba hacia el lago, sintiéndose enferma. Habían ocurrido demasiadas cosas en muy poco tiempo y no sabía qué hacer.

Pero Richard estaba vivo. Eso era lo único que importaba. Todo lo demás se solucionaría de una manera o de otra.

– ¿Quién eres tú? -preguntó Richard entonces.

– Soy el médico de Cradle Lake. Fergus Reynard.

– ¿Y se supone que debo darte las gracias por venir?

– No te hemos salvado la vida, si eso es lo que crees. Parece que eso lo hizo Ginny al no poner gasolina.

– Iba a llenar el tanque ayer, pero estaba lloviendo…

– ¿Por qué decidiste quitarte la vida? -la interrumpió Fergus.

– ¿Eso es asunto tuyo?

– Imagino que no, pero sí es asunto de tu hermana.

– Mira, déjalo -suspiró Richard, agotado-. Da igual. Me estoy muriendo de todas formas.

– ¿Y te da miedo?

– No.

– ¿Entonces?

– La pobre Ginny tiene que cargar conmigo…

– ¿Y crees que me importa? -lo interrumpió ella-. ¿Crees que me importa pasar unas semanas de mi vida contigo?

– Pero has tenido que hacerlo tantas veces… -suspiró Richard-. Mis dos hermanos murieron de esta misma enfermedad -añadió luego, mirando a Fergus-. Mi padre se marchó y mi madre no pudo con todo, así que se dio a la bebida. Murió de cirrosis cuando Ginny tenía dieciséis años. La pobre ha tenido que cargar con todo desde entonces. Y eso no puede ser. Mi pobre hermana necesita un poco de paz.

– Y has pensado terminar con todo por la vía rápida.

– ¿Para qué voy a seguir viviendo?

Los tres se quedaron en silencio. Un silencio que se alargó. Quizá Fergus esperaba que Ginny dijera algo, pero no podía. No podía hacerlo.

– Pues resulta -empezó a decir Fergus entonces- que podría haber algo por lo que querrías vivir un poco más. Si no tienes miedo.

– No tengo miedo.

– Ah, muy sensato. Si me dejas, yo puedo cuidar de ti, puedo hacer que estés lo más cómodo posible. No se tomará ninguna decisión sin que tú lo aceptes. Hay otras soluciones además del monóxido de carbono, Richard. La medicina puede ayudarte a pasar estas semanas sin sufrir.

– Estas semanas… antes de irme hacia las nubes blancas, donde todos llevan halo -dijo Richard, irónico.

– Tengo entendido que también hay un montón de vírgenes -sonrió Fergus, poniendo una mano en su hombro-. Estás vivo hasta que estés muerto, amigo. Pero aún no lo estás y te queda un trabajo que hacer.

– ¿A qué te refieres?

– Tienes que conocer a tu hija -contestó él, ofreciéndole la carta.


* * *

Richard había leído la carta y después había hecho muchas preguntas, incrédulo. Y luego, repentinamente, se había quedado dormido. Era como si la noticia fuera demasiado para él y su cuerpo le exigiera descanso.

Pero no lo había negado. Sencillamente había hecho un montón de preguntas.

– Prométeme que tú no intentarás suicidarte -dijo Fergus, mientras subía al Land Rover.

– Ya sabes que no tengo suficiente gasolina -intentó bromear Ginny.

– Ginny, esto es…

– Lo sé, horrible. Pero así es la vida. Estoy bien.

– No estás bien. Has ido al baño a vomitar.

– Una reacción lógica.

– Ya lo sé. ¿Cuánto tiempo llevas con Richard?

– ¿Esta vez?

– Esta vez.

– Desde que salió del hospital. Podría haberse quedado allí, pero era mejor que pasara sus últimos días aquí.

– ¿Mejor para quién?

– Para él, por supuesto. Pero yo aprendí hace mucho tiempo que es mejor hacer lo que uno debe hacer que vivir con remordimientos toda la vida.

– Pero para ti ha sido terrible volver aquí, ¿no? ¿Es aquí donde murieron tus hermanos? ¿Tu madre?

Ginny asintió con la cabeza.

– ¿Richard estaba contigo?

– Richard siempre ha estado enfermo -contestó ella.

Y Fergus entendió. Richard no había querido pasar la poca vida que tenía cuidando de otros, de modo que todo el peso había caído sobre los hombros de Ginny.

– Bueno, vamos a pensar en un plan. Vendré todas las tardes para ver lo que ha decidido Richard…

– Richard no va a decidir nada.

– Tiene que hacerlo.

– No puedes cargarlo con esa responsabilidad…

– Es su hija, claro que puedo. Sé que está muy sorprendido…

– Fergus, esta tarde ha intentado quitarse la vida.

– ¿Tú crees? Incluso un moribundo puede ver lo que queda en el tanque de gasolina de un coche.

– ¿Qué estás diciendo? Mi hermano no haría una pantomima así… ¿para qué iba a hacerlo?

– Sospecho que te necesita más de lo que te ha dicho.

– Pero estoy aquí con él…

– ¿Y para qué esperar hasta llegar aquí para suicidarse? Si hubiera querido matarse lo habría hecho en la ciudad, Ginny. ¿Por qué venir a Cradle Lake?

– No tengo ni idea.

– ¿Qué habrías hecho de no haber estado yo aquí?

– Lo mismo que tú, sacarlo del coche y llevarlo a su cama.

– Y a partir de entonces no te habrías apartado de su lado ni un segundo. Eso se llama chantaje emocional, Ginny. Y por eso tengo que ayudarte.

– No necesito ayuda.

– Sí la necesitas -sonrió Fergus.

– Puedo hacerlo sola, de verdad.

– Seguro que sí, pero no tienes por qué. Bueno, me voy. Pero volveré alrededor de las ocho.

– No hace falta que vuelvas.

– Sí hace falta. Tu hermano y tú necesitáis ayuda y yo, como Batman, siempre aparezco donde se me necesita.

– ¿Con los calzoncillos por fuera de los pantalones? -bromeó Ginny.

– Eso está mejor. Mucho mejor -dijo Fergus, acariciando su cara. Era un gesto de calor, de solidaridad. Un gesto que le decía que no estaba sola.

Pero ella no necesitaba ese gesto.

Ginny dio un paso atrás, pero cuando el Land Rover se alejó por el camino se llevó la mano a la cara.

No necesitaba ayuda.

Pero se quedó allí, tocando la mejilla que Fergus Reynard había tocado.


Richard dormía. Despertó brevemente para cenar algo, pero apenas dijo nada.

– No quiero hablar de ello -murmuró cuando Ginny sacó el tema de la carta. Y luego volvió a dormirse.

Ginny lo miró, furiosa. Claro, todo era muy fácil para él. Sólo tenía que dormirse y olvidarse de todo. Pero ella…

Suspirando, bajó los escalones del porche y se quedó mirando el cielo teñido de color naranja.

Una hora después llegaría Fergus.

Si iba a dar un paseo y Richard despertaba…

«Incluso un moribundo puede ver lo que queda en el tanque de gasolina».

Richard no iba a morir esa semana. Había sobrevivido al monóxido de carbono siendo un moribundo…

– Estás vivo hasta que estás muerto -murmuró-. Richard, no me hagas esto, por favor.

Silencio. Claro. ¿Quién iba a contestarle? Su hermano estaba dormido, no había televisión en la casa, ni radio. Estaba muy bien mirar el lago hasta morir, pero ella no se estaba muriendo.

De hecho, se sentía más viva en aquel momento de lo que se había sentido en mucho tiempo.

¿Tendría algo que ver con un par de ojos grises? ¿y el roce de una mano en su mejilla?

«Sí venga, enamórate del médico», se dijo a sí misma, irónica. No, no pensaba hacerlo.

Nunca había querido mantener relaciones sentimentales y Fergus no sería una excepción. Aquello que sentía era una bobada. Debería sentarse y admirar la puesta de sol…

Ginny miró la puesta de sol durante tres o cuatro minutos. Suficiente.

Luego se volvió hacia la cama donde dormía su hermano.

– Voy a casa de Óscar para ver cómo están los corderos y el resto de los animales. Volveré en tres cuartos de hora. No te mueras, Richard -Ginny se mordió los labios-. Pero si te mueres, cariño mío, no será culpa mía.

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