Había una mujer tirada en medio del camino. El doctor Fergus Reynard se había perdido. Le habían dado un mapa de carreteras, pero aquello era indescifrable. «Tome el segundo camino después del puente», le habían dicho. Y él miraba las huellas de neumáticos sobre el barro intentando descifrar cuál era un camino y cuál no.
En algún sitio cerca de allí, un hombre llamado Óscar Bentley estaba tumbado en el suelo de la cocina con la cadera rota. Necesitaba un médico. A él. Pero el Land Rover que conducía había perdido la tracción trasera en la última curva. El coche había hecho un extraño en el barro y, al intentar corregirlo, se encontró con una mujer tirada en medio del camino.
La mujer no se movía. Estaba tumbada boca abajo. Podía ver unos vaqueros ajustados… tan ajustados que tenía que ser una chica joven. También podía ver unas botas viejas, un chubasquero aún más viejo y una melena de color caramelo.
¿Por qué estaba tumbada en medio del camino? Fergus bajó del Land Rover de un salto, temiendo lo peor. ¿Habría sufrido un accidente? ¿Habría…?
– Por fin -murmuró ella cuando tocó su hombro-. Sea usted quien sea, ¿puede agarrarlo de la otra oreja?
– ¿Eh?
– La oreja -repitió ella-. No me llega el brazo. Puedo agarrar una oreja, pero la otra no. Llevo media hora tirada aquí esperando que terminase el partido para ver si aparecía alguien y si cree que voy a soltarlo ahora, se equivoca.
Fergus miró a la mujer, perplejo. Entonces se dio cuenta de que debajo de ella había una especie de grieta en el barro y dentro de la grieta… ¿un corderito?
Ah, claro. Los ganaderos de la zona hacían esos agujeros en los caminos para evitar que el ganado pasara de una finca a otra. Una oveja o una vaca habrían saltado sin problemas, pero el corderito se había caído dentro.
– Podría haberla atropellado -protestó Fergus-. ¿Está usted loca?
– Nadie conduce a toda velocidad por aquí… a menos que esté mal de la cabeza. Los conductores sensatos pasan muy despacio por esta zona. Hay animales, ¿sabe?
Eso lo ponía en su sitio, sí.
– ¿Piensa quedarse ahí mirando?
– ¿Qué quiere que haga?
– Que lo agarre de la otra oreja a ver si podemos sacarlo.
– ¿Quiere que tire de él?
– Ésa es la idea, Einstein.
– Oiga, no hace falta que…
– Que me ponga antipática, ya lo sé. Pero es que es usted un poquito lento -lo interrumpió la chica.
Fergus intentó meter la mano en el agujero, pero no era tarea fácil. Sus músculos, trabajados en el gimnasio durante años, no valían de nada en ese momento. Al contrario, eran un estorbo. Podía meter el brazo hasta el codo, pero después le resultaba casi imposible. Incluso haciéndose daño, sólo podía rozar la cabeza del animal.
– ¡Por el amor de Dios! ¿Quién hace estos agujeros? Son trampas mortales.
– ¿Lo tiene agarrado o no?
– Más o menos, creo.
– A la de tres, los dos tiramos a la vez, ¿de acuerdo? Una, dos…
De alguna forma, y arañándose el brazo por todas partes, lograron sacar una diminuta y protestona bolita de lana.
– Ah, menos mal -sonrió la mujer, abrazando al corderillo. Cuando por fin se puso de pie, Fergus pudo verla bien.
Debía de tener veintiocho o veintinueve años. Medía alrededor de metro sesenta y tenía pecas en la nariz y manchas de barro en la cara, pero el barro daba igual. Era una chica muy guapa. Mientras acariciaba al animal, sus ojos castaños lo estudiaban con una candidez que le desconcertó.
– No es usted de aquí.
– No, pero ahora soy el médico del pueblo.
Fergus se percató entonces de que no sólo estaba acariciando al corderito, lo estaba examinando.
– El médico del pueblo ha muerto.
– El doctor Beaverstock murió hace cinco años -asintió él-. Pero la gente de la clínica pareció pensar que necesitaban otro médico y ése soy yo.
– ¿Trabaja usted aquí?
– Desde ayer.
Ella cerró los ojos y cuando volvió a abrirlos, Fergus vio un brillo de dolor. Y de algo más… ¿alivio?
– Gracias a Dios.
Seguramente se alegraba de que hubiera un médico a mano. Aquel sitio estaba completamente desierto. Al oeste había fincas ganaderas… para cualquier oveja sensata, aquello sería un paraíso, desde luego. Al otro lado había un denso bosque que llevaba a un lago. Pero apenas se veían casas.
Mientras la joven lo miraba el corderito consiguió soltarse de su abrazo y fue directo de nuevo hacia el agujero.
– ¡Cuidado!
Afortunadamente, Fergus había jugado al rugby en la universidad y se lanzó en plancha sobre el animal, al que logró agarrar por las patas traseras.
– Ah, bien hecho -ella, riendo, se arrodilló a su lado para tomar en brazos al corderito y Fergus pensó tontamente: «Qué bien huele». Lo cual era ridículo, claro. En realidad, olía a barro, a cordero y a estiércol. ¿Cómo podía oler bien?
– No lo suelte -le advirtió, limpiándose el barro de la cara.
– No sabe cómo lo siento -sonrió la chica, que no parecía sentirlo en absoluto.
– No se preocupe. Pero llévese esa cosa.
– No tengo coche -dijo ella que, sin soltar al cordero, se levantó y le ofreció su mano. Fergus la aceptó y descubrió que era sorprendentemente fuerte. Pero cuando se puso en pie, de repente estaban… demasiado cerca.
– Estoy muy lejos de casa -estaba diciendo la chica. Pero Fergus no podía oír lo que decía.
– ¿Y? -preguntó, desconcertado. El roce de su mano… Sí, estaba desconcertado.
Ella, sin embargo, no parecía darse cuenta.
– Su madre y él tienen que volver al corral. ¿No ha visto a su madre? -le preguntó, señalando a una oveja que pastaba tranquilamente al borde del camino.
– ¿Y cómo sabe cuál es su corral?
– No sé si podré llevar a una oveja hasta la casa. Las ovejas no son vacas, ¿sabe? Puede que me siga o no -la chica miró su Land Rover-. ¿Podría llevarme a la granja Bentley?
– ¿A la granja de Oscar Bentley?
– Sí -contestó ella, poniendo el cordero en sus brazos-. Muévalo, así… para que la madre lo mire a usted y no a mí.
– Oiga, tengo que irme -empezó a decir Fergus. Un cordero perdido era urgente, pero una cadera rota mucho más.
– No hasta que agarremos a la madre -replicó ella, antes de desaparecer detrás de un árbol.
Fergus se dio cuenta entonces de lo que estaba haciendo: lo estaba usando como distracción. Suspirando, llevó al cordero hacia su madre. La oveja dio un paso adelante y, cuando estaba despistada, la chica se lanzó sobre ella con un salto que nada tenía que envidiar al de Fergus. La oveja era grande, pero ella la sujetaba por la cabeza y las patas delanteras.
Era una maniobra sorprendente. Decir que Fergus estaba impresionado era decir poco.
– Meta al cordero en el Land Rover y dé marcha atrás -le ordenó.
– Oiga…
– No puedo quedarme aquí para siempre. Vamos, muévase.
Fergus se movió. Estaba a punto de meter a una oveja en la parte trasera de un Land Rover médico, el que usaba para llevar enfermos a la clínica de Cradle Lake. Muy bien. Desde hacía dos días era un médico rural y eso era lo que hacían los médicos rurales, ¿no?
Desde luego, ese médico rural no tenía alternativa.
De modo que apartó como pudo el instrumental médico y lo tapó con una tela. Miriam, su enfermera, había puesto allí una tela gruesa… quizá porque sabía que, tarde o temprano, tendría que trasladar ovejas.
Desde luego, Miriam sabía más que él sobre la vida en el campo.
En realidad, cualquiera sabría más que él sobre la vida en el campo. Fergus colocó al corderito en la parte de atrás, pero el pobre empezó a balar, atemorizado. De modo que volvió a tomarlo en brazos y se colocó tras el volante con el animal sobre las rodillas.
– Y contrólate -le advirtió-. Ya me he manchado suficiente por tu culpa. Orina en el asiento y te convierto en chuletas.
Meter a la oveja en la parte de atrás no fue tarea fácil. Al animal no le gustaba nada la idea, pero la chica parecía acostumbrada a ese tipo de cosas. La empujó y la empujó y, después de muchas protestas, la oveja estaba en el Land Rover.
– Yo puedo llevarla a la granja de Bentley. Iba hacia allí -dijo Fergus.
– ¿Va a la granja de Bentley?
– Sí. Pero estoy un poco perdido.
– Vuelva por donde ha venido -dijo ella, poniéndose el cinturón de seguridad-. Yo puedo ir andando a casa desde allí. Gire a la izquierda después de pasar el puente.
– Eso es lo que hice antes y aquí estoy.
– ¿Ha venido por el camino de O'Donnell para ir a casa de Óscar?
– Es que no soy de aquí.
– Pero es usted el médico local, ¿no?
– Sólo de forma temporal. Estaré aquí tres meses. Fergus Reynard, para servirle.
– Ginny Viental.
– ¿Ginny?
– Guinevere.
– Encantado de conocerte, Ginny. ¿Vives por aquí?
– Solía vivir aquí, sí. He vuelto… durante un tiempo.
– ¿Tus padres viven aquí?
– Vivían aquí cuando era pequeña. Y yo también, hasta los diecisiete años.
Ahora no tenía diecisiete años, pensó Fergus, intentando averiguar su edad. Parecía joven, pero tenía arruguitas alrededor de los ojos, como si la vida no le hubiera resultado fácil.
– Óscar Bentley… -murmuró-. ¿Seguro que esta oveja es suya?
– Sí, seguro. Sus animales se meten continuamente en nuestra finca, pero tiene derechos de paso. Óscar era un granjero normal hasta hace quince años, pero ahora…
– Desde luego, el acceso a su granja no es precisamente fácil -murmuró Fergus.
– ¿Por qué te ha llamado? A menos que eso sea confidencial, claro.
– No es confidencial. Se ha roto una cadera.
– ¿Se ha roto una cadera?
– Eso cree él.
– Sí, seguro. Una cadera rota -repitió ella, irónica-. Seguro que estaba borracho y se ha caído al suelo. Y ahora quiere que alguien lo meta en la cama.
– ¿Lo conoces bien?
– Ya te he dicho que soy de aquí. Hace años que no veo a Óscar, pero no creo que haya cambiado.
– Si no vives aquí ahora, ¿dónde vives?
– ¿Quieres dejar de interrogarme? -contestó ella, con la cara medio escondida en la cabeza del corderito-. Odio el olor a lana mojada.
– Pues no pongas la nariz en su cabeza.
– Ah, buena receta -sonrió la chica. Y menuda sonrisa. Cuando las líneas de expresión alrededor de sus ojos se suavizaban era preciosa.
Definitivamente preciosa.
– ¿Por qué has pedido que te trasladasen aquí?
– Ya te he dicho que sólo es temporal.
– Nunca hemos tenido un médico por aquí.
– Y no me extraña.
– Bueno, es que has llegado en mal momento. Los caminos están encharcados porque ha habido muchas tormentas últimamente.
– Sí, bueno, no está mal. Muchas ovejas.
– Muchas ovejas, desde luego. Aunque los animales no son lo mío.
– Lo cual explica qué hacías tirada en medio del camino sujetando un cordero por la oreja cuando los que están en el partido de fútbol podían haber vuelto y haberte aplastado.
– En realidad, en esta zona del lago sólo viven ocho personas. Doreen Kettle, que lleva a su madre y a sus cinco hijos al fútbol y conduce diez veces más despacio que tú… y el entrenador, que no vuelve a casa hasta las diez. El equipo de Cradle Lake seguro que ha perdido, siempre perdemos, y el entrenador irá a ahogar sus penas al pub.
– ¿Cuánto tiempo dices que llevas fuera de aquí?
– Diez años. Pero las cosas no cambian en Cradle Lake. Ni siquiera los hijos de Doreen Kettle. Cuando me marché metía a los cinco en el coche para ir a entrenar y ahora sigue haciendo lo mismo, aunque el más pequeño mide metro noventa. Lo que no entiendo es qué haces tú aquí.
– Ya te he dicho que estoy ocupando la plaza de médico…
– Ya, ya, pero es que aquí nunca hemos tenido médico. El último se quedó en Cradle Lake porque se le averió el coche aquí después de la guerra. Iba a visitar a un amigo y no consiguió que nadie se lo arreglase, así que se quedó. No se le ocurrió nada mejor.
Fergus hizo una mueca. Sólo llevaba dos días allí, pero las historias sobre la incompetencia del último médico de Cradle Lake eran legendarias.
– Pero tu coche no se ha estropeado. ¿Qué haces aquí?
– Eché un vistazo al boletín médico y elegí un sitio del que nunca había oído hablar. Además, éste es un Land Rover médico, no podía dejarte tirada.
– ¿Por qué?
– Soy médico.
Ella levantó los ojos al cielo.
– No, quiero decir ¿por qué has venido a un sitio del que nunca habías oído hablar?
– Quería marcharme de la ciudad.
– Pues supongo que sabrás que esto no van a ser unas vacaciones precisamente. Además de los tres o cuatro granjeros de la zona, te encontrarás con familias muy pobres y con necesidades que deberían haber sido atendidas hace años.
– No me importa. Quiero estar ocupado.
Ella lo miró, pero, para su sorpresa, no le hizo más preguntas. Quizá porque no quería que las hiciera él. Algo en su expresión le decía que, a pesar de las bromas, aquella mujer tenía problemas. Problemas graves.
Algo que un buen médico rural debería reconocer.
Pero no, él no era un médico rural; era cirujano y estaba allí para concentrarse en problemas menores y derivar los demás al hospital más cercano.
Y ahora tenía que pensar en una cadera rota.
Cuando llegaron a la granja de Óscar Bentley, que parecía un desguace lleno de coches viejos, cinco o seis perros flacos se acercaron ladrando furiosamente a la verja.
– Soy un chico de ciudad -suspiró Fergus, después de parar el Land Rover-. No estoy acostumbrado a esto.
Ginny se bajó del coche y se acercó a la verja.
– ¡Callaos! -gritó, con una voz que podría haberse oído en otro estado. Y los perros dejaron de ladrar como si les hubiera echado un cubo de agua fría.
Ella, con una sonrisa en los labios, se sacudió las manos como si hubiera terminado una gran tarea.
– Ya puedes bajar. He matado a los dragones. Y te he devuelto el favor. Tú me rescataste y yo te he rescatado a ti. Estamos en paz.
– Gracias.
– ¿Oiga? -oyeron entonces una voz desde el interior de la casa-. ¿Es el puñetero médico? Ya era hora. Uno podría morirse… -la voz se rompió y el hombre empezó a toser.
– Vamos a ver al paciente -suspiró Ginny.
¿Quién era el médico allí? Confuso, Fergus no tuvo más remedio que seguirla.
Óscar Bentley era un hombre enorme. O, más bien, obeso. Quizá el problema no era una cadera rota, pero tenía problemas en cualquier caso. Parecía una ballena varada, tirado en el suelo de la cocina… con una lata de cerveza a su lado.
– Hola, Óscar -lo saludó Ginny-. El doctor Reynard me ha dicho que te has roto una cadera.
El hombre cerró los ojos. Parecía querer protestar, pero no tenía fuerzas para hacerlo.
– Tú eres de la familia Viental. ¿Qué haces aquí?
– Soy Ginny -dijo ella, tomando la muñeca del hombre y mirando el reloj para sorpresa de Fergus. ¿Tenía estudios de medicina?
– Una Viental -repitió Óscar-. ¿Qué demonios haces en mi propiedad? ¿Por qué no estás muerta como los demás?
– Estoy ayudando al doctor Reynard. Además, he estado echando un vistazo a los animales que pastan en mis tierras. Tus ovejas llevan semanas allí y al menos seis han muerto al parir. Nadie se ha ocupado de ellas.
– Métete en tus asuntos. No he llamado al doctor Reynard para que me diera una charla y tampoco te he llamado a ti. No quiero a una Viental en mis tierras.
– Has llamado al doctor Reynard para que te ayudase y no creo que pueda hacerlo… a menos que llame a una grúa.
– Vamos a comprobar esa cadera -intervino Fergus entonces.
– Óscar tiene asma. No hace nada y espera hasta que le da un ataque para que lo lleven al hospital. Lleva veinte años haciendo lo mismo -Ginny miró alrededor e hizo una mueca-. Aunque, por lo que veo, quizá habría que pensar en una residencia.
Tenía razón. La cocina estaba asquerosa. Pero ingresar a un paciente en una residencia no era responsabilidad de Fergus.
– La cadera -repitió, intentando retomar el control de la situación.
– Sí, la cadera, ya -Ginny se sentó en el suelo y puso una mano sobre la cadera de Óscar Bentley-. ¿Te duele?
El hombre no parecía saber cómo reaccionar.
– ¡Ay! -gritó por fin. Pero lo hizo un segundo demasiado tarde.
– ¿Te importaría apartarte? El médico soy yo -protestó Fergus.
– No hace falta. No tiene la cadera rota -suspiró ella-. Seguramente habrá dejado de tomar la medicación para el asma. ¿Llevas oxígeno en el Land Rover?
– Me llamaron por una cadera rota y tengo que examinarlo.
– Iré a buscar el oxígeno y te esperaré fuera. Luego iré contigo a la clínica.
Fergus arrugó el ceño. No sabía por qué quería ir con él.
– ¿Y por qué sabes que voy a llevarlo a la clínica?
– No respira bien, está borracho y habrá que hacerle rayos X en la cadera. Por cierto, ¿cómo piensas levantar a Óscar tú sólito?
– Llamaré a una ambulancia.
– Si te refieres a Ern y Bill, que hacen turnos conduciendo la ambulancia de Cradle Lake, están en el partido y se negarán a venir. Especialmente si es para llevarse a Óscar.
Y ésa era la razón por la que él estaba allí, pensó Fergus. Porque cuando recibieron la llamada, nadie más quiso hacerlo.
– Muy bien, de acuerdo. ¿Puedes esperarme fuera?
– Qué magnánimo -sonrió Ginny.
Fergus sonrió también, a pesar de su confusión.
«Ponte a trabajar y no te fijes en su sonrisa», se dijo a sí mismo.
– Venga, muévete -le dijo.
Y ella le hizo un saludo militar.
– Sí, señor.