Richard murió ocho días después. Fergus había vuelto a la casa muchas veces durante ese tiempo, pero durante sus visitas se mostraba relativamente formal. Como Ginny.
Con Richard había establecido algo tan parecido a la amistad como podía darse entre dos personas en tan diferentes circunstancias.
– Cuida de Ginny por mí, amigo -le había dicho el día anterior, en uno de los pocos momentos en los que estaba consciente-. Se hace la dura, pero cada vez que pierde a alguien se le muere algo por dentro.
Fergus sabía lo que era eso. Si tuviese valor…
Si tuviese valor para aceptar a Ginny, para aceptar a Madison, para aceptar a los perros.
– Seguiré en contacto con ella. Aunque no sé…
– No tienes que saber si eso te va a llevar a alguna parte -susurró Richard-. Y tampoco debes tener miedo. No hay nada que temer, te lo digo yo. Hace unas semanas yo estaba aterrorizado, pero ya no lo estoy. He recibido el regalo de saber que tengo una hija y sé que Madison va a ser maravillosa para Ginny…
– Estoy seguro.
– Fergus, cuida de ella por mí. Cuida de las dos.
– Lo intentaré -le prometió él.
Y cuando Tony lo llamó a las dos de la mañana para decir que todo había terminado, Fergus recordó su promesa mientras iba hacia la granja.
En esas circunstancias no era necesaria la presencia de un médico. Richard había estado en coma durante los últimos tres días y su muerte era inevitable. Él podría firmar el parte de defunción por la mañana…
Pero no ir le parecía impensable.
Cuando llegó a la granja, Tony estaba esperándolo en el porche.
– Sabía que vendrías. Ginny dijo que no te llamáramos, pero…
– Pero yo te dije que me llamaras -lo interrumpió Fergus-. ¿Ha muerto tranquilo?
– Sí, estaba dormido. Si Ginny no hubiera estado con él, apretando su mano, no habríamos sabido la hora exacta de su muerte. Se fue tranquilamente, sin sufrir.
– Ginny…
– No está aquí -lo interrumpió Tony-. Dijo que necesitaba estar sola un rato. Salió en el coche hace unos minutos.
– ¿Y Madison?
– Está durmiendo. ¿Por qué no vas a buscar a Ginny?
– ¿Crees que debería hacerlo?
– Sí. Creo que deberías hacerlo.
Estaba en el cobertizo. Fergus había imaginado que la encontraría allí, pero fue un alivio ver el coche.
La puerta del cobertizo estaba abierta y Ginny sentada en la rampa en la que alguna vez hubo un bote. Estaba completamente inmóvil.
– Ginny…
Ella giró la cabeza y Fergus vio que tenía los ojos llenos de lágrimas. Entonces, sin pensar, corrió hacia ella y la tomó entre sus brazos. Y Ginny lloró por el hermano al que había querido. Lloró y lloró hasta que parecía que no le quedaban lágrimas. Fergus besó su pelo y ella tembló, un temblor que pareció contagiársele.
– Uno nunca está preparado para esto.
– No, es verdad.
– Gracias por venir, Fergus. No debería necesitarte, pero… así es. Ése es el problema. Uno siempre necesita a alguien -suspiró Ginny.
– Todos necesitamos a alguien.
– Tengo que volver a la casa. No quiero que Madison se despierte y… hay muchas cosas que hacer.
– Deja que te ayude.
– Tú ya has hecho más que suficiente. Le has dado a Richard los mejores cuidados médicos para que muriese sin dolor alguno. Le diste tu amistad…
– Pero…
– Te quedan nueve semanas en Cradle Lake, Fergus. Sé que viniste aquí para escapar. Si quieres irte ahora, lo entenderé.
– He firmado un contrato.
– Sí, pero ahora yo estoy disponible. Puedo hacerme cargo del puesto, así que tú puedes irte adonde quieras.
– No, aún no. Tú necesitas tiempo para acostumbrarte a estar sin tu hermano. Madison necesita tiempo…
– Sí, es posible. Pero quizá lo que hay que hacer es tirarse de cabeza.
– Pero no esta noche.
– Sí, esta noche -replicó Ginny-. Eso es lo que hay que hacer: tirarse de cabeza en lo más hondo. Esta misma noche.
Afortunadamente para Fergus durante los dos días siguientes estuvo muy ocupado en la clínica. En cuanto la gente supo que había un médico en Cradle Lake empezaron a acudir de todas partes.
– No puedo dejarle todo esto a Ginny -le dijo a Miriam. Pero la enfermera se encogió de hombros.
– Antes de que vinieras nos encargábamos de todo como podíamos. Y si ahora tenemos a Ginny… ¿Crees que nos quedaríamos de brazos cruzados mientras ella trabaja sin parar?
– No, ya sé que no. Pero Ginny no dejará de trabajar hasta que caiga rendida. Mira lo que hay en la sala de espera. ¿A quién le decimos que no?
– La protegeremos, no te preocupes. Vuelve a tu vida y nosotros seguiremos adelante con la nuestra. Con Ginny.
Con Ginny. Y sin él.
¿Por qué le dolió tanto ese comentario?
Al funeral de Richard acudió toda la comunidad. Incluso Óscar Bentley, aunque nadie sabía por qué. Seguramente Miriam lo habría obligado a ir, quisiera o no, pensó Fergus.
Aparentemente, todos recordaban a Richard Viental, al gran nadador, el niño que, a pesar de su enfermedad y de la tragedia de su familia, en algún momento fue amigo de todos.
Después del funeral, Fergus quiso llevar a Ginny a casa, pero ella insistió en ir en el coche oficial.
– Es mejor así -le dijo, apretando su mano.
– De acuerdo. Como tú quieras.
Estaba pálida y parecía agotada. Seguramente no habría dormido en varios días, pensó. No lo necesitaría esa noche.
Pero al día siguiente…
– Mañana -murmuró Fergus-. Que me necesite mañana, por favor.
La llamada llegó a las dos de la mañana. Y era como si Fergus hubiera estado esperándola. Cuando levantó el auricular y oyó la voz de Ginny al otro lado se incorporó de un salto.
– Ginny, cariño.
– Fergus, necesito tu ayuda.
– ¿Qué ocurre?
– Yo…
– Dilo, Ginny. ¿Qué te pasa?
– Es Madison. Ha desaparecido.
Cinco minutos después Fergus llegaba a la granja. Ginny estaba esperando en la verja, mirando angustiada hacia la carretera.
Fergus saltó del Land Rover y ella corrió para echarse en sus brazos.
– No te preocupes, buscaremos por todas partes -estaba diciendo Ben Cross, el sargento de policía de Cradle Lake, que había llegado cinco minutos después-. La encontraremos, seguro.
– No sé dónde puede estar… no sé por qué ha desaparecido. Quizá la muerte de Richard ha sido demasiado para ella…
– Yo la vi hablando con Óscar en el funeral -dijo Ben entonces.
– Yo también -murmuró Ginny-. Y me pareció que le decía algo raro porque la niña volvió corriendo. Le pregunté que le había dicho, pero no quiso contármelo.
Ben y Fergus se miraron.
– Será mejor que vayamos a hablar con él.
Óscar dormía el sueño de los justos. Aunque no lo fuera. Su asma había mejorado después de varias semanas de buen trato y mejor alimentación y hasta tenía buena cara.
En la residencia le habían dado una habitación orientada hacia la granja que había descuidado durante años y donde se había hecho enemigo de todos, pero la mala conciencia no lo mantenía despierto.
«Es un paciente», se dijo Fergus a sí mismo. Y eso evitó que lo sacudiera para despertarlo. En lugar de eso, encendió la lamparita y lo tocó suavemente en el hombro.
– Óscar…
– ¿Qué quiere? -murmuró el hombre, medio dormido-. ¿Me ha despertado para hacerme otro análisis de ésos?
– No, quiero hablar con usted. Quiero saber qué le dijo a Madison en el funeral.
– ¿Eh?
– A Madison, la hija de Richard Viental.
– Ah, la niña ésa.
– ¿Qué le dijo?
– Iba corriendo y me tiró la copa encima -protestó Óscar.
– Sí, claro, y por eso le gritó, ¿no? -preguntó Fergus, intentando contener la rabia.
– No debería haber ido al funeral.
– ¿Por qué no?
– Era un Viental. Todos deberían haber muerto ya.
– ¿Por qué?
– Porque tienen esa maldita enfermedad. Esa mujer… le pedí que se casara conmigo, ¿sabe? A la madre de Richard. Mi granja es cuatro veces más grande que la de Dave Viental, pero lo eligió a él. Me convirtió en el hazmerreír del pueblo. Solía verlos jugando en el jardín, con esos niños enfermizos… cuando murió el primero pensé: «Bien, así es como tiene que ser. No me eligió a mí y está sufriendo las consecuencias». Luego murió otro y Dave desapareció. ¿Y sabe lo que hice? Fui a la granja con el sombrero en la mano y le dije: «Mary, vamos a olvidar el pasado. Yo soy un hombre razonable. Mandaremos a la niña a un internado y como el otro se te va a morir pronto podemos empezar de nuevo». ¿Y sabe qué pasó? Que Mary se quedó mirándome como si fuera un lunático y luego se echó a reír. Se reía como una histérica, como una loca. Y luego esa niña llegó corriendo y la tomó de la mano diciendo: «Vámonos mamá, tienes que descansar». Y ya está, eso fue todo. Me fui a casa y juré que jamás volvería a pasar por allí hasta que todos ellos estuvieran muertos. Todos ellos…
Fergus consiguió permanecer en silencio. Aunque tuvo que hacer un esfuerzo.
– Y ahora Richard está muerto -murmuró.
– Menos mal.
– Pero Ginny… ¿y Madison?
– Todos se morirán. Richard le habrá pegado la enfermedad a su hija…
– No, lamento decirle que Madison no tiene fibrosis quística. Y Ginny tampoco.
– Ya la tendrán.
– No -insistió Fergus-. Están completamente sanas.
– Entonces, no se van a morir.
– Claro que no. ¿Qué pasó en el funeral, Óscar? ¿Por qué se enfadó con la niña?
– Me puse rabioso.
– ¿Por qué?
– Toda esa basura sobre los Viental, como si fueran santos. Todo el mundo estaba allí, todo Cradle Lake. La gente diciendo que era una pena que hubieran muerto tan jóvenes y la suerte que tenían de que Ginny se quedara como médico en el pueblo…
– ¿Qué le dijo a la niña? -insistió Fergus.
– Que su madre no estaba en el cielo -contestó Óscar-. Que se estaba pudriendo en el cementerio y que Ginny y ella morirían también dentro de poco -añadió, sin el menor arrepentimiento-. Y que si había vida después de ésta, el fantasma de su madre estaría en la carretera que lleva al campo de fútbol, llorando por su amante muerto.
Fergus tuvo que hacer el mayor esfuerzo de su vida para no pegar a un hombre. No podía hacerlo. Era un enfermo. Un enfermo de odio.
De modo que consiguió salir de la habitación y cerrar la puerta sintiéndose enfermo. El campo de fútbol…
«Su madre estaría en la carretera que lleva al campo de fútbol, llorando por su amante muerto».
Fergus llamó a Ginny y ella contestó de inmediato.
– Ponme con Ben. Creo que sé dónde está Madison.
– ¿Qué?
– No quiero que te hagas ilusiones, pero me parece que están buscándola en el sitio equivocado.
Diez minutos después la habían encontrado.
Al principio, Ginny pensó que era su imaginación, una figura envuelta en la niebla en medio de la carretera. Pero allí estaba Madison, con su camisoncito blanco…
– ¡Madison! Cariño, ¿estás bien?
– Quiero ver a mi mamá -dijo la niña.
– No está aquí…
– Pero él me dijo… quiero ver a mi mamá -la interrumpió Madison, empujándola-. Quiero verla…
Ginny cerró los ojos, angustiada.
– Deja que lo intente yo -murmuró Fergus, tomando a la niña en brazos. Había tomado en brazos a su hija muchas veces cuando estaba enfadada por algo, cuando le hacían pruebas en el hospital…
Molly.
Fergus acarició el pelo de Madison con los labios.
– Mamá, mamá…
– Tu mamá no está aquí, cielo.
– El hombre dijo que sí.
– Sé lo que te dijo, pero se equivocaba. Ginny te contó qué le había pasado a tu mamá.
– Ginny no es mi mamá.
– No lo es todavía. Pero casi es tu mamá -sonrió Fergus-. Y es médico. Ella sabe lo que está bien y lo que no está bien. Mucho mejor que ese viejo tan tonto que te dijo que tu mamá estaba aquí.
– Pero él me dijo…
– Ya lo sé, cariño. Estaba enfadado y te dijo eso para que te sintieras mal. Pero tú sabes dónde está tu mamá. Tú sabes que no está aquí.
– Sí está…
– No está, Madison. ¿Y sabes por qué lo sé? Porque yo también soy papá. Los papas saben muchas cosas.
– ¿De quién eres papá? -le preguntó Madison, secándose las lágrimas con una mano.
– Tuve una niña, se llamaba Molly. Ella ya no me necesita, pero creo que tú sí. Si quieres, yo puedo ser tu papá.
Quizá se estaba equivocando, pensó. Quizá era demasiado pronto…
– Tú eres el médico, no eres mi papá.
– Soy médico y papá a la vez. Y estoy enamorado de Ginny. He estado pensando que si te parece bien… podríamos ser una familia. Yo he perdido a mi familia, tú has perdido a la tuya, Ginny a la suya. Si nos juntamos podríamos formar una familia. ¿Qué te parece? Podríamos vivir en casa de Ginny, con los perros… y quedarnos allí para siempre.
La niña lo miró, en silencio. Ginny se acercó entonces y puso una mano en su brazo y otra en la carita de Madison.
– Eso suena muy bien, ¿verdad? A Fergus se le ha ocurrido una idea estupenda. ¿Qué dices, cielo?
– Nunca encontraré a mi mamá -murmuró la niña.
– Llevaremos flores al cementerio todas las veces que quieras. Y si nos acercamos mucho a la tumba, seguro que puede oírnos cuando le contemos cosas.
– ¿Podemos decirle que voy a vivir con Snapper y Twiggy y Bounce?
– Sí, claro que podemos contárselo -contestó Ginny.
La niña miró de uno a otro, como si fuera una personita madura.
– Mi mamá no va a volver nunca, ¿verdad?
– No, cariño -murmuró Fergus.
Y entonces fue como si el dique se rompiera por fin. Madison, que apenas había derramado una lágrima durante las últimas semanas, empezó a llorar. Y ellos la dejaron, sentados al borde de la carretera, en medio de ninguna parte, mientras un sensato policía se alejaba un poco para que pudieran estar solos.
Cuando por fin dejó de llorar, Madison estaba apretada contra el pecho de Fergus como si aquél fuera su sitio. Y así era como tenía que ser.
– Muy bien, Madison -dijo él, acariciando su carita-. Vamos a casa.
– A casa -repitió ella-. A la camita que me ha comprado Ginny. Con Snapper y con Twiggy y con Bounce.
– Y conmigo. No te olvides de mí. Yo también soy parte de la familia.
– Y yo -dijo Madison. Le temblaban los labios, pero intentaba no llorar-. Ginny y Twiggy y Snapper y Bounce y papá. Y yo.
– Claro que sí, Madison.
La niña tocó su cara entonces con una ternura increíble.
– Puedes llamarme Maddy.