Capítulo 9

Miriam llegó para hacer su turno y Tony se marchó a casa. No preguntó por qué había tres perros en un corral o por qué Ginny estaba sentada bajo los árboles leyéndole un cuento a Madison. Seguramente Tony se lo había contado todo. En un sitio tan pequeño como Cradle Lake era imposible guardar secretos.

Ginny sonrió. Cradle Lake le había parecido una prisión durante mucho tiempo. Y ahora, de repente, le parecía un refugio.

– Madison es un nombre muy largo, ¿no te parece? ¿Tu mamá te llamaba Madison todo el tiempo?

– Mi mamá decía que Madison era un nombre precioso -contestó la niña.

– Y lo es. ¿Alguna vez te llamó Maddy?

– Sí, algunas veces, cuando nos reíamos.

– ¿Os reíais mucho?

– Sí, al principio. Pero luego dejó de reírse. Decía que las pastillas le quitaban las ganas de reír. Y lloraba.

– A veces está bien llorar -sonrió Ginny, acariciando el pelo de su sobrina-. A veces es la única forma de despedirse de la gente. Yo creo que tu mamá lloraba porque sabía que estaba despidiéndose de ti.

– Yo no quería que se fuera.

– No, ya lo sé. Pero a veces la gente se pone muy enferma y ni siquiera los médicos pueden curarlos. Pero tu mamá te trajo aquí para que estuvieras con tu papá durante un tiempo. Y luego conmigo. Y con Miriam, con Tony, con los perros…

– ¿Voy a quedarme aquí para siempre?

– ¿Te gustaría?

– Prefiero estar con mi mamá.

– Pero ya sabes que eso no puede ser -dijo Ginny-. Aunque puede que algún día te guste estar conmigo y con los perros. Tu papá y tu mamá no han tenido suerte, Madison. Pero no creo que tengas que despedirte de mí durante mucho tiempo.

– ¿De verdad que no?

– Mucho, mucho tiempo. Tanto que no te lo puedes ni imaginar.

Ginny levantó la mirada y vio a Miriam observando la escena desde el porche. La mujer se pasó una mano por los ojos.

– Maldita alergia -murmuró, antes de entrar en la casa.

Sí, esa alergia era contagiosa. Ginny se encontró a sí misma conteniendo las lágrimas. Iba a perder a Richard. ¿Tenía que perder también a Fergus?

Pero él no quería saber nada de Madison y era lógico. Incluso le dolía mirar a la niña…

– ¡Ginny, es Fergus! -le gritó Miriam desde el porche-. Te necesita.

No, no la necesitaba, pensó ella. Pero puso a Madison en sus brazos y fue a ver con qué paciente tenía un problema.


– Stephanie Horace tiene apendicitis. Es la niña de ocho años a la que tuve que atender anoche… ¿puedes administrarle la anestesia si la opero ahora mismo?

La voz de Fergus era tan formal que Ginny hizo una mueca.

– ¿Seguro que es apendicitis?

– Sí, estoy seguro. Los síntomas ayer eran de una simple gastroenteritis, pero tengo que hacerle una apendectomía.

– Ya.

– No sé si querrás ayudarme…

– ¿Por qué no iba a querer?

– Te has ofrecido a ayudarme antes, pero ahora las cosas han cambiado.

– Sí, las cosas han cambiado, pero yo sigo siendo médico. Tú has sido padre y médico mientras vivía Molly y ahora ese papel es para mí -Ginny miró sus vaqueros manchados de barro y pelos de perro-. Cuando llegue, espero que el quirófano esté preparado, doctor Reynard.


– Muy bien dicho -la animó Miriam cuando colgó el teléfono.

– Es que se ha puesto…

– ¿Tonto? Está enamorado de ti, Ginny.

– No, qué va.

– ¿Estás loca? No puede dejar de mirarte. Richard y yo lo hemos comentado. Ese hombre está loco por ti.

– No está loco por mí. Su hija de tres años murió hace un mes. No tiene sitio en su corazón para ese tipo de sentimientos.

– Ay, Dios mío. ¿Es por eso por lo que vino aquí?

– Aparentemente.

– Y ahora tú has decidido quedarte con la niña.

– Eso es. ¿Cómo no voy a quedarme con ella? Tú conoces la historia de mi familia. Madison se parece a Toby… se parece a Chris. ¿Cómo no voy a quedarme con ella?

– ¿Aunque eso signifique perder al doctor Reynard?

– No voy a perderlo porque no lo he tenido nunca. Él querría una relación entre colegas sin familia, sin compromisos. Pero yo ahora soy una mujer con una familia.

– Y si te quiere, tendrá que aceptarlo -asintió Miriam-. Con familia y todo.

– Pero eso no va a pasar -murmuró Ginny.


El apéndice explotó en cuanto lo rozó con el bisturí, pero Fergus realizó la operación como el estupendo cirujano que era. Tranquilo, serio, concentrado.

¿Qué hacía en Cradle Lake?, se preguntó Ginny.

Después de la operación, Fergus fue a hablar con los angustiados padres. Incluso les explicó que había cometido un error en el diagnóstico y que debería haberse dado cuenta la noche anterior de que era apendicitis y no gastroenteritis. Pero los padres se mostraron comprensivos. Al fin y al cabo, su hija estaba bien.

Estaba bien. Estaba viva. Eso era lo único importante.

Ginny quería irse a casa. Estaba agotada y cuando Fergus la llamó, ya en la puerta, estuvo a punto de no volverse.

– ¿Ginny?

– ¿Sí?

– Estaba pensando que podríamos cenar juntos esta noche.

– No creo que sea buena idea.

– Sí, lo sé. Es una mala idea, pero es la única que se me ha ocurrido. Me gustaría que hablásemos… de tu infancia.

– ¿Estás diciendo que quieres cenar conmigo porque te doy pena?

– No, claro que no.

– ¿Entonces?

– No, es que estaba pensando que eres una mujer muy valiente -murmuró Fergus-. Nunca he conocido a nadie como tú. Y quiero conocerte mejor.

– Tampoco creo que sea buena idea.

– ¿Por qué no?

– Porque me estoy enamorando de ti -contestó ella, con toda sinceridad.

– Yo creo que ésa es muy buena idea -sonrió Fergus.

– No, no lo es.

– Ginny, tenemos que ver adonde nos lleva esto.

– ¿Para qué?

– Sólo quiero invitarte a cenar -suspiró él, pasándose una mano por el pelo.

– No.

– ¿Por qué no?

– Tú sabes por qué no.

– Richard estará durmiendo. Miriam está con Madison…

– ¿Lo ves? Ese es el problema. Madison tiene que estar conmigo. Tiene que verme constantemente para acostumbrarse a mí.

Fergus asintió con la cabeza. Qué guapo era pensó Ginny tontamente. Con la bata verde y el pelo despeinado…

– Quizá podría intentarlo.

– ¿Intentar qué?

Fergus se mordió los labios.

– Ginny, esto que hay entre nosotros… tú misma has dicho que te estás enamorando de mí.

– Estoy intentando no hacerlo.

– Yo también.

– ¿Entonces por qué me invitas a cenar?

– Porque tengo la impresión de que si te dejo escapar estaré cometiendo un gravísimo error.

– Fergus, Madison no va a desaparecer así como así -suspiró ella-. Cada vez que te miro pienso: ¿cómo puedo renunciar a este hombre? Pero tengo que hacerlo, Fergus. Madison está aquí, en mi corazón. Incluso me estoy enamorando de mis perros.

– Muy bien.

– ¿Muy bien qué?

– Lo intentaré.

– ¿Qué intentarás?

– Vamos a cenar frente al lago. Con Madison y con los perros.

– ¿En el cobertizo?

– No, en el cobertizo no. Frente al lago, como una merienda.

– Una merienda -repitió ella.

– Sí.

– ¿Con Madison?

– Sí. Podemos hacer una barbacoa.

– Muy bien, de acuerdo. Si me voy ahora, puede que pille la carnicería abierta. ¿A qué hora terminas?

– A las seis.

– Entonces nos vemos a las siete. Al lado del cobertizo. Con salchichas.

– Hasta luego -sonrió Fergus.

«Genial», pensó Ginny mientras se dirigía a la carnicería. ¿Qué estaba haciendo?

No tenía ni idea.

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