Capítulo 3

Esa fue la última oportunidad que tuvo Ginny de pensar en cuestiones personales durante horas.

En cuanto abrió las puertas de la UCI entendió por qué los chicos de la ambulancia no habían tenido tiempo de contestar a las llamadas por radio. Había una mujer en la camilla y estaba inconsciente. Debía de tener veinticinco o treinta años, vestida con vaqueros, camiseta y sandalias. El pelo largo, rubio, caía alrededor de su rostro exangüe y Ginny se dio cuenta enseguida de que la pobre chica estaba luchando por su vida.

O quizá ya había perdido la batalla.

– Mamá…

Uno de los camilleros llevaba en brazos a una niña de unos cuatro años, deshecha en lágrimas. Su pelito rubio estaba recogido por un lazo rojo con elefantes azules, pero el lazo estaba tan sucio como la camiseta que llevaba. La pobre niña iba descalza y le sangraban los pies…

Fergus, con ayuda de Miriam, estaba atendiendo a la madre y el chico que llevaba a la niña en brazos no parecía saber qué hacer.

– ¡Mami! -seguía gritando la niña, alargando los bracitos hacia la ambulancia.

– El doctor Fergus está cuidando de tu mamá -intentó consolarla Ginny. Pero la cría no parecía escuchar nada-. Dámela -murmuró, entonces, apretándola contra su corazón.

Fergus sacudió la cabeza después de conectarla al monitor de cardio… Y Ginny sabía lo que significaba ese gesto. Había trabajado en la UCI de un hospital durante tres años y lo sabía muy bien.

Los pies de la niña sangraban profusamente y su terror era palpable. A menos que Fergus dijera algo, debía quedarse con ella.

– Te has cortado los pies. ¿Qué has estado haciendo, cielo?

– Quiero a mi mamá…

– El doctor Fergus está cuidando de tu mamá y yo voy a cuidar de ti. Pero tenemos que vendarte los pies.

– ¡Mami, mami! -la voz de la niña era un grito de terror.

Fergus levantó la mirada entonces y sacudió ligeramente la cabeza.

«Sácala de aquí», parecía decir.

– Vamos -le dijo al chico de la ambulancia-. Tráeme todo lo necesario para darle puntos de sutura. Ahora mismo.


* * *

Tardaron casi una hora en limpiar las heridas de la niña y darle los puntos necesarios. La pobre lloraba y lloraba y, al final, Ginny decidió administrarle un sedante. Por fin, cuando se quedó dormida, pudieron meterla en una cama.

El chico que la había ayudado había desaparecido y a su lado había otro que se presentó como Tony. Tony no era el tipo de enfermero al que ella estaba acostumbrada. Era altísimo y llevaba puesto el uniforme del equipo de fútbol manchado de barro. No parecía en absoluto un enfermero, pero hacía bien su trabajo.

– ¿Alguien sabe lo que ha pasado?

– Sólo sé lo que me han contado -contestó él-. La madre se desmayó al volante del coche a un kilómetro del campo de fútbol. Quizá le dijo a su hija que buscara ayuda o la niña salió del coche por su cuenta… no sé. Por cómo tiene los pies debió de correr descalza hasta allí.

– Eso parece -murmuró Ginny-. Pobrecita… ¿sabemos qué le pasa a la madre?

– Cardiomiopatía -oyeron entonces la voz de Fergus-. Y la hemos perdido.

– Pero…

– Sufrió un infarto cuando te fuiste. No habrías podido hacer nada, te lo aseguro.

– Cardiomiopatía. ¿Cómo lo sabes…?

– Un policía encontró sus informes médicos en el coche. Debía de llevarlos por si acaso. Además, viajaba con una botella de oxígeno y medicinas suficientes para llenar un botiquín. Estaba muy enferma.

– ¿Y por qué iba conduciendo en ese estado?

– Buscaba a Richard Viental -contestó Fergus-. ¿Es tu… Richard?

– ¿Mi Richard? No entiendo…

– ¿Y crees que yo sí? -la interrumpió Fergus. Acababa de perder a una paciente. Una joven madre que debería haber vivido cincuenta años más. ¿Alguien se acostumbraba a eso alguna vez?

– Esta carta estaba dentro del historial médico. El policía la leyó… y yo también -suspiró, mirando a la niña dormida-. Va dirigida a Richard Viental, pero quizá tú también deberías leerla.

– Yo… ¿no debería llamar a Richard por teléfono?

– Léela.

Atónita, Ginny tomó el papel. Iba dirigida a su hermano Richard. Pero ¿cómo era posible? Nerviosa, empezó a leer…


Querido Richard:

Espero que no tengas que leer esto. Espero poder decírtelo en persona. Por favor, Dios mío, que no sea demasiado tarde. He estado esperando, esperando…

Quizá ya ni te acuerdes de mí. Estuvimos juntos en el hospital hace cinco años. Tú ibas para un examen después de tu transplante de pulmón y yo recuerdo que sentí celos. A mí estaban tratándome para un futuro transplante de corazón y pensé: ¿no sería maravilloso que ya me lo hubieran hecho? Pero entonces los médicos me dijeron que mi viejo corazón aún aguantaría un par de años. Para morirse de risa, ¿no? Un par de años… cinco años y una hija después, sigue latiendo. Más o menos. Afortunadamente, porque no hay un corazón nuevo para mí.

En fin, hace cinco años salimos del hospital juntos. Fuimos a tomar una copa y recuerdo que tú estabas fenomenal. Yo me sentía casi normal, contenta al saber que no necesitaba un transplante inmediato. Las mujeres me miraban porque iba contigo… y yo pensé que parecían celosas. A lo mejor me emborraché un poco.

A lo mejor nos emborrachamos los dos.

Al día siguiente me preocupó haber quedado embarazada, pero recuerdo que a ti te dio la risa. Me dijiste que, debido a tu enfermedad, no podías tener hijos, que eras estéril. Lo miré en Internet y tenías razón. La posibilidad de quedar estéril en un caso de fibrosis quística era de un noventa y ocho por ciento.

Madison debe de ser el resultado de ese dos por ciento milagroso.

¿Debería habértelo dicho?

Bueno, quizá debería, pero cuando descubrí que estaba embarazada había investigado algo más sobre mi problema y… no sé, supongo que estaba huyendo. Todo el mundo me decía que debería abortar, que debía pensar en mi salud antes que nada. Y pensé que si tú también me decías lo mismo sería horrible. Yo apenas te conocía y tú tenías tantos planes… cosas que hacer con tus nuevos pulmones. Atarte a una mujer enferma habría sido…

No. Habría sido una canallada.

No sé, quizá pensé que tener a Madison me mataría y quizá eso no me pareció mal.

¿Fue absurdo por mi parte, perverso? Es posible.

En cualquier caso, salí viva del embarazo y del parto. Después, cuando me di cuenta de que había hecho algo maravilloso, de lo especial y lo preciosa que es Madison, intenté ponerme en contacto contigo. Llamé por teléfono al número que me habías dado, pero contestó tu hermana. O, al menos, creo que era tu hermana. Me dijo que estabas en el hospital y que había problemas con el transplante.

Colgué sin decirle quién era. Lo último que necesitabas en ese momento era una hija sorpresa.

Mi madre decía que todo iba a ir bien. Mi madre siempre estará ahí para Madison, pensaba yo.

Pero claro, los finales felices no existen. Mi madre murió de cáncer el mes pasado y, con la angustia de su muerte, mi corazón empezó a dar problemas otra vez. Sufrí un infarto y, aunque conseguí salir con vida, ahora tengo que usar oxígeno, pero sé que esto no va a durar. No debería conducir, pero…

Volví a llamar a tu casa y un hombre contestó al teléfono. Me dijo que te habías ido, que habías dejado el apartamento para irte al campo, a la granja de tus padres. Me dio la dirección y pensé: en fin, al menos está con sus padres en una granja. ¡Una granja! A Madison le encantan los animales.

Richard, Madison necesita a alguien. Sé que debería consultar con un asistente social y organizar algo para ella y no esperarlo todo de ti, pero la última vez que me puse enferma la llevaron a un orfanato y la pobrecita lo pasó muy mal. No podría soportarlo otra vez.

Richard, tú eres su padre. Por favor, cuida de nuestra niña.

Si recibes esta carta, eso significa…

No puedo ni pensar en lo que significa. Por favor, quiérela mucho por mí. Y gracias por darme este regalo maravilloso.

Tuya, con amor y gratitud,


Judith Crammond


Ginny miraba la carta, estupefacta. Seguía mirándola cuando sus ojos se llenaron de lágrimas.

– Esto no puede ser -dijo por fin. Fergus miró a Tony y el chico desapareció-. No puede ser…

Fergus le quitó la carta de las manos, la dobló y la dejó sobre una mesita.

– Es una locura, pero parece que eso es lo que ocurrió. Se dirigía a tu granja y sufrió un ataque antes de llegar. No sé cómo pensó que podría conducir en ese estado… El sargento de policía, Ben Cross, ha venido a verme. Encontró los informes médicos en el coche y llamó al hospital donde la habían atendido. Allí le confirmaron que todo era cierto. Llamó para contármelo pensando que eso podría ayudar…

– Y no sirvió de nada.

– No, no he podido hacer nada -asintió él-. No podía creer lo que estaba oyendo cuando le puse el estetoscopio. No sé cómo pudo llegar hasta aquí. No sé, quizá cuando supo que ya estaba cerca, sencillamente su corazón dejó de funcionar.

– Pero su hija… -murmuró Ginny. Aquella niña era la hija de su hermano. Su sobrina. Parecía increíble.

– Los informes son del Hospital Central de Sidney -estaba diciendo Fergus-. Y Richard… ¿es tu hermano?

– Sí.

– ¿Quieres contarme la historia? O lo que sepas de ella.

Ginny respiró profundamente.

– Richard sufre fibrosis quística. El transplante de pulmón del que Judith habla en la carta funcionó durante un tiempo, pero ahora… por eso estamos aquí. Crecimos juntos en la granja. Richard ha vuelto a Cradle Lake para morir.


* * *

La medicina siempre había sido un refugio para Ginny. Sus estudios y el trabajo en el hospital habían sido una manera de olvidar la realidad durante un tiempo. Y también la estaba ayudando ahora.

Óscar, por el momento, tenía que pasar a la cama.

– Lo ha colocado muy bien -sonrió Tony-. Así no hay peligro de que se cayera.

– Supongo que éste va a ser el único final feliz del día -suspiró Ginny.

– Y nos hacía falta uno. Pero no se preocupe, de esto me encargo yo, doctora Viental. Vaya a buscar al doctor Reynard. Fíjese, hemos pasado de ser una clínica sin médico a tener dos. Menuda suerte.

– Yo no trabajo aquí.

– Pues nadie lo diría -sonrió el enfermero-. Doctora Viental, conozco a su familia. Y siento mucho…

– Déjelo -lo interrumpió ella.

Tony asintió con la cabeza.

– Vaya a buscar al doctor Reynard. Vaya a hacer lo que tiene que hacer.


Ginny lo encontró en la oficina, hablando por teléfono con alguien sobre lo que acababa de pasar.

– No sé si necesitaremos un asistente social o no -estaba diciendo-. Esta noche la dejaremos en el hospital. Pero su familia está aquí.

¿Su familia? Ella era su familia, supuestamente.

Pero Richard debería haber sido el último. El final de la familia Viental. ¿Cómo iba a poder seguir…?

No podía hacerlo.

Fergus colgó el teléfono y la miró. Durante unos segundos no dijo nada. Sólo la miraba muy serio, con sus ojos claros, quizá viendo más de lo que Ginny quería que viese.

– Tenemos que hablar con Richard. ¿Está muy mal?

– Sí, muy mal. No podemos contarle esto.

– ¿Por qué no?

– Se está muriendo, Fergus. ¿Cómo crees que se sentiría?

– Si tú te estuvieras muriendo, ¿no querrías saber que has tenido una hija?

– No. Eso me complicaría la vida.

– Pero es parte de la vida, una parte importante. Richard aún no está muerto y tiene derecho a que se lo trate como se trataría a cualquiera.

– ¿Cómo voy a decírselo?

– Yo lo haré por ti.

Ginny se irguió, intentando protegerse.

– No necesito que me digas cómo debo tratar a mi hermano.

– No te estoy diciendo cómo tratarlo. Sólo me estoy ofreciendo para ayudarte en una situación muy delicada.

Suspirando, Ginny se volvió hacia la ventana. ¿Qué podía hacer? ¿Qué debía hacer?

Cradle Lake.

Cuando era pequeña nadaban en el lago, hacían castillos de arena en la orilla, lo pasaban bien… Ginny se recordaba a sí misma con seis años nadando como una campeona hasta la boya que marcaba el comienzo de la zona más profunda. Recordaba a su padre jugando con Richard, que entonces tenía nueve años. Y a su madre con Chris, el más pequeño, nadando en la orilla y gritándoles que volviesen para merendar.

Ése era el último de los buenos recuerdos.

Richard había tardado más que la mayoría de los enfermos de fibrosis quística en ponerse realmente enfermo. Había tenido problemas e infecciones desde pequeño, pero ningún médico se la había diagnosticado. Chris fue el primero que enfermó; le diagnosticaron la enfermedad poco tiempo después de aquel día en el lago. Pero como era una enfermedad genética les hicieron pruebas a todos y descubrieron que Richard la sufría también. Y que ella era portadora. Naturalmente, los médicos sugirieron a sus padres que no tuviesen más hijos. Pero, por supuesto, Toby ya estaba en camino. No había vuelta atrás.

Richard era el último miembro de su familia. El final.

Pero…

– Esto significa que volveré a tener una familia -murmuró.

– ¿No tienes familia?

– La tuve. Mis padres y tres hermanos.

– ¿Y qué pasó?

– Chris murió a los ocho años. Toby cuando tenía diez. Mi padre desapareció. Tras la muerte de Chris, cuando parecía que Toby estaba a punto de morir también, sencillamente nos dejó y no volvió jamás. Luego, tras la muerte de Toby, mi madre empezó a beber…

– Y también os dejó.

– Nos dejó a Richard y a mí. Y ahora quieres que me haga cargo de Madison…

– Nadie quiere que te hagas cargo de nada.

– ¿Cómo que no? Es la hija de mi hermano. Incluso se parece a nosotros. Cuando la vi… se parece muchísimo a Toby y a Chris. ¿Tú sabes cómo fue mi infancia, Fergus? Tenía seis años cuando empezó todo y desde entonces fue una pesadilla. Tuve que ser la enfermera de todos y ahora… si le dices a Richard que tiene una hija la aceptará. Y no tendrá que pedirme que, tras su muerte, yo me haga cargo de ella porque sabrá que voy a hacerlo.

– Quizá ya está hecho. Quizá está hecho desde el día que esa niña fue concebida. Pero tú no lo has sabido hasta ahora.

– ¿Tú sabes cómo duele esto? -exclamó Ginny entonces, con voz entrecortada-. No tienes ni idea… no sabes lo que me estás pidiendo.

– Ginny, no es tu hija. La niña podría ser adoptada cuando Richard muera. O quizá Judith tenía familia…

– Sí, seguro.

– No tienes por qué hacerte cargo de Madison. Puedes cerrar los ojos…

– ¿Ah, sí?

– Se puede hacer.

– Sí, claro. Lo haría y me volvería loca después.

– Tienes que poner las cosas en perspectiva.

– No hay perspectiva. Yo no quiero saber nada.

– Pues muy bien, ésa es tu decisión -suspiró Fergus-. Es la hija de Richard, no la tuya. Puede que él se esté muriendo, pero tiene derecho a decidir qué quiere hacer. Y no tiene derecho a incluirte en esos planes.

– En cuanto conozca la existencia de la niña pasará a ser de la familia. Será mi responsabilidad, como siempre.

– ¿Estás sugiriendo que no le digamos nada?

– No sé lo que estoy sugiriendo -replicó ella, airada-. Pero no puedo hacer esto. No puedo, de verdad.

– ¿Estás cansada de cuidar de los demás?

– Estoy cansada de todo. No quiero amar a nadie, nunca, jamás -Ginny se llevó las manos a la cara para esconderse… ¿esconderse de qué?

No había sitio donde esconderse.

Fergus la tomó de la mano y la atrajo hacia él. Y Ginny no tenía fuerzas para apartarse.

Llevaba tanto tiempo luchando sola… La muerte de Richard sería el paso final en su camino hacia la independencia.

No necesitaba que aquel hombre la abrazase. No necesitaba a nadie.

Pero no se apartó. Porque en aquel momento necesitaba contacto humano. Eso era todo. Era una ilusión, lo sabía, pero por un instante…

Por un instante se dejó abrazar. Se derritió sobre él, dejando caer el peso de su cuerpo sobre el torso masculino. Fergus era fuerte y firme. Y cálido. Sus labios rozaban su pelo.

Podría apartarse, pero no lo hizo. En aquel momento lo necesitaba demasiado.

Nadie la había abrazado nunca así. Nunca. O quizá… quizá cuando era pequeña, cuando no llevaba el peso de toda la familia sobre sus hombros.

¿La habían abrazado sus padres así alguna vez? Debían de haberlo hecho, mucho tiempo atrás. Pero ella lo había olvidado.

– Yo no… no quiero saber nada de relaciones sentimentales.

– Me alegro. Yo tampoco -contestó Fergus, tomándola por la cintura.

– Me estás abrazando.

– Es un masaje terapéutico. Cuando todo lo demás falla, lo mejor es un abrazo.

Eso le gustó. Cuando todo lo demás fallaba, un buen abrazo.

¿A quién quería engañar? Para que ella abrazase a alguien, tenía que ser algo permanente… y la gente no era permanente. Uno tenía que cerrar su corazón para encontrar ese nivel de seguridad, pero con la cercanía llegaba el peligro.

Y se perdía a alguien más…

– No lo hagas. No pienso acercarme más a ti, Fergus Reynard.

– Yo creo que ya estás muy cerca -sonrió él-. Pero te entiendo. No te preocupes, esto es sólo por un rato. Voy a estar aquí tres meses y luego me iré.

– ¿Por qué has venido?

– Quizá sabía que se me necesitaba -contestó Fergus. Pero estaba claro que había algo más.

– Estás huyendo de algo.

Cuando lo miró a los ojos vio… no era un médico joven aceptando un trabajo de médico rural por capricho. En sus ojos había una comprensión…

La suya era una jornada parecida. Ginny no conocía los detalles, pero sabía que no se equivocaba y sabía también que decía la verdad. Podía abrazarla ahora, pero no había miedo de futuros compromisos. Ella había levantado una barrera y él también.

Pero allí al lado, en una habitación de la clínica, había una niña huérfana y la única manera de que esa niña sobreviviera era que Ginny bajase sus barreras.

No. Tenía que haber otra manera.

– Madison dormirá durante horas -dijo Fergus-. Miriam y Tony cuidarán de ella. Óscar está bien y no hay más pacientes salvo los ancianos que residen aquí. ¿Puedo llevarte a casa?

– Tengo que hablar con mi hermano…

– No tienes que decirle nada -la interrumpió él-. Judith le escribió una carta. Le daremos la carta y lo ayudaremos, sea cual sea su decisión.

– Dios mío…

– Es lo que tenemos que hacer, Ginny. Vamos a hacerlo.

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