Capítulo 8

– Era un viejo sedan. No tenía mucha potencia -dijo Dylan, y sonrió al recordarlo-. Primero rehice el sistema de escape, lo abrí para que el motor pudiera respirar. Podías oír cómo se acercaba a tres manzanas de distancia. Luego jugué un poco con el motor. Le di más potencia.

– ¿Por qué? -preguntó Molly-. Creía que la señora Carson te caía bien.

– Sí, por eso hice cambios en su coche. Ella no tenía dinero, así que no le cobré nada. Hasta le compré las piezas yo mismo -su sonrisa se disipó-. Cuando mis padres estaban demasiado borrachos para prepararme la comida o incluso preocuparse por mí cuando llegaba a casa, la señora Carson me cuidaba. Estaba pendiente de mí, y si salía hasta muy tarde, me regañaba. Una vez se puso tan furiosa que creí que iba a pegarme -se encogió de hombros-. Claro que ni siquiera tenía metro y medio de estatura, y dudo que llegara a pesar cuarenta kilos. Aun así, verla en jarras mientras me sermoneaba desde el último peldaño del remolque bastaba para que me entrara el pánico.

– Me alegro de que alguien cuidara de ti -dijo Molly.

Dylan la miró. Paseaban juntos por la playa. Acababan de cenar y estaban viendo la puesta de sol.

– Casi tenía diecisiete años, podía cuidar de mí mismo.

– No se trata de eso -le dijo Molly-, todos podemos cuidar de nosotros mismos, pero no deberíamos tener que hacerlo todo solos. Me alegro de que pudieras contar con ella, y de que te preocuparas por ella tú también. Aunque destrozaras su coche.

– No lo destrocé, lo mejoré -levantó las manos en gesto de protesta-. Reconozco que aumenté la potencia del motor, pero perdía aceite y lo arreglé, y le di un repaso a todo el coche. Le cambié los amortiguadores y roté los neumáticos. Lo cierto es que, cuando acabé con él, casi podía volar. A ella le encantó. Se lo advertí, pero no me escuchó. Dos días después, vino a casa toda orgullosa y emocionada. A los sesenta y cuatro años de edad, por fin le habían puesto una multa por exceso de velocidad. Cualquiera habría dicho que había ganado el primer premio en un concurso de belleza.

– ¿Quieres decir que se alegraba por la multa?

– Sonreía de oreja a oreja.

Molly puso los ojos en blanco.

– Lo peor de todo esto es que en el fondo quiero creerte.

– Reconozco que de niño era un poco salvaje -dijo Dylan-, pero no era malo. No me metí en muchos líos, al menos, no tantos como creía todo el mundo.

– Eras el chico de moda -Molly hizo una pausa y señaló la arena-. ¿Te parece bien aquí?

– Claro.

Se dejó caer en la arena y Dylan tomó asiento a su lado. Molly dobló las rodillas para acercarlas a su pecho y rodeó las piernas con los brazos.

– Ya lo creo que lo eras -dijo, retomando la conversación-. Eras la tentación de todas las chicas bonitas. Todas estábamos platónicamente enamoradas de ti. Incluso yo.

Lo dijo con naturalidad. Dylan esperó a ver si se daba cuenta de lo que acababa de reconocer. Lo hizo. Se puso rígida y se cuadró de hombros.

– Lo que quería decir es… -se quedó sin voz.

– ¿Sí? -Dylan no podía ocultar el tono placentero en su voz.

– Bueno, ya sabes -concluyó tímidamente.

– No, no lo sé. Me gustaría conocer los detalles.

Molly lo miró.

– Apuesto a que sí. Pero si lo hubieras sabido entonces, te habrías muerto de la risa.

– No digas eso, no es cierto -sin pensarlo, Dylan le tocó la mejilla-. Me habría sentido halagado. Siempre me has caído bien, Molly.

– Sí, pero no era más que la hermana pequeña de Janet.

– Pero eras alegre y divertida y me gustaba estar contigo.

Se había dejado el pelo suelto aquella noche y ondeaba suavemente al viento. Quería tocar aquellos mechones para comprobar si eran tan suaves como parecían. Quería enredar los dedos en sus rizos y acercar su rostro para besarla.

– Nunca estuviste interesado por mí.

– Pensaba que éramos amigos. Además, sólo tenías diecisiete años.

– Estás siendo amable y te lo agradezco -repuso Molly, apoyando la barbilla en las rodillas-, pero la verdad es que no me viste nunca como alguien especial. No te culpo -dijo rápidamente, antes de que pudiera interrumpirla-. La adolescencia no me favoreció. Era el patito feo.

– Ahora eres un hermoso cisne.

– Buena réplica -Molly levantó las cejas-. No es cierta, pero es bonita. Conozco mis limitaciones. Soy un pato decente. No soy fea, pero tampoco un cisne -se dio unas palmaditas en las caderas-. Un pato muy orondo, pero puedo abrirme paso por el lago.

Dylan no había mentido al decirle que era un hermoso cisne, pero tenía la sensación de que no iba a creerlo. También quería decirle que le gustaban sus curvas. Sí, no era a lo que estaba acostumbrado, pero no podía dejar de pensar en ellas. Había algo muy acogedor en su cuerpo, una esencia femenina que lo atraía.

– En cambio, tú estabas fabuloso en el instituto.

– Exageras un poco. Pero algunas de las cosas que antes me importaban ya no me importan.

– ¿Como qué?

– Me preocupa menos cuánto tiempo voy a tardar en llevarme a una chica a la cama. He aprendido que esperar es muy beneficioso. Quisiera creer que todavía no he vivido los mejores años de mi vida.

– Espero poder decir lo mismo.

Molly parecía relajada al hablar, pero Dylan sintió la tensión en su cuerpo. Tenía la mandíbula apretada y su sonrisa era un poco forzada. Estuvo a punto de preguntárselo. Abrió la boca y empezó a formar las palabras, pero no pudo. No sólo porque no quería husmear en su vida sino porque de repente tuvo miedo. No de Molly, sino de su secreto. Así que volvió a un tema que pudiera distraerlos a los dos.

– Cuéntame más cosas del amor platónico que sentías por mí -le dijo.

Molly se echó a reír y la tensión se disipó.

– ¿Qué te gustaría saber?

– Todo. Empieza por el principio y habla lentamente. ¿Tenías un diario en el que apuntabas todas las conversaciones? ¿Ibas por la casa cuando me había ido y recogías una servilleta usada o una galleta a medio comer que yo había dejado? ¿Intentaste cortarme un mechón de pelo?

Molly lo miró fijamente.

– Eras mi amor platónico, pero no quería hacerte ningún conjuro. Cielos, no hice nada de eso.

– ¿Ni siquiera un pequeño rizo? -Dylan fingió decepción.

– No, hacía otras cosas. Rondaba por ahí cuando venías a recoger a Janet.

– Lo recuerdo, solíamos hablar.

– Exactamente.

Molly dirigió la mirada al océano. Dylan hizo lo mismo y vio que el sol estaba próximo al horizonte. El cielo estaba lleno de vivos colores: rosa, amarillo, naranja. El agua aparecía oscura y misteriosa.

– Janet siempre se retrasaba arreglándose -dijo Molly-. Eso me gustaba de mi hermana, y por aquel entonces, era lo único. Solía pasar parte del día pensando en cosas ingeniosas que decirte. O iba a la biblioteca, leía libros de chistes y los memorizaba.

– No…

– Sí. ¿A que resulta humillante?

– En absoluto -dijo Dylan. No iba a reconocerlo, pero le gustaba que se hubiese tomado tantas molestias.

– Tenía una fantasía -le dijo-. Solía pensar que un día te haría ver que Janet era una perdedora y haría que te enamoraras de mí. Nos fugaríamos juntos -arrugó la nariz-. Nunca supe a dónde. La universidad me parecía importante, pero no sabía si querrías que fuera. Era un problema logístico y no pude resolverlo.

– Yo habría respaldado tus estudios.

– ¿De verdad? -Molly se echó a reír-. Si lo hubiera sabido entonces, lo habría intentado con más ganas.

¿Cómo habría sido?, se preguntó Dylan. Si se hubiera enamorado de Molly en lugar de su hermana. Movió la cabeza. Se había convertido en una mujer atractiva, pero era cierto que había sido un patito feo en el instituto. A sus veintitrés años, la belleza le había importado bastante.

Molly estaba contemplando la puesta de sol, pero su expresión indicaba que en realidad estaba recordando el pasado.

– No era sólo tu atractivo -le dijo-. Me gustaba cómo siempre tenías tiempo para mí. También sabía que eras inteligente. Mamá no hacía más que decir que no ibas a llegar a ninguna parte, pero yo creía que tenías mucho potencial. Me alegro de haber tenido razón. A pesar de la moto y de la pose, no eras el típico gamberro.

A Dylan le sorprendió que hubiese visto más allá de la fachada. Lo sorprendió y lo complació. Se apoyó en los codos, imitando su postura. Nunca había elegido bien en cuestión de mujeres, pero sabía que había tomado la decisión correcta respecto a Molly. Aunque sólo fuera amistad, se enorgullecía de tenerla en su vida. Aun así, cuando se tumbó boca abajo junto a él y le sonrió con dulzura, le costó recordar que sólo eran amigos. Quiso acariciarle la mejilla con los dedos y tal vez los labios. Iba en contra de las reglas y lo echaría todo a perder, pero maldición, era difícil resistirse a ella.

Por cierto… Dylan se incorporó y cambió de postura de modo que Molly no pudiera ver la manifestación física de sus pensamientos.

– ¿Estás bien? -preguntó-. Te has quedado muy callado.

Dylan centró la atención en los últimos rayos de sol.

– Sí, sólo estaba pensando.

– ¿En qué?

Pensó en una docena de réplicas graciosas, un comentario sobre el valor del dólar americano comparado con el yen japonés, o algo sobre el deporte de vela, pero al final no pudo mentirle. Tampoco podía decirle exactamente en qué había estado pensando, así que decidió mostrárselo.

Se tumbó de costado, se incorporó sobre un codo y se inclinó sobre ella. No la tocó, pero se movió lentamente, dándole numerosas pistas sobre sus intenciones para que pudiera echarse atrás si quería. Pero no quiso. Molly se quedó exactamente donde estaba, y sus ojos se abrieron cada vez más hasta que fueron lo único que vio. Entonces, justo antes de besarla, cerró los ojos para poder sentir lo que pasaba entre ellos.

Era tan dulce y cálida como recordaba. Sus labios cedieron a los suyos, como si ellos también lo añoraran. La besó con cierta presión y luego separó los labios. Un gemido surgió del fondo de la garganta de Molly. Era casi un grito. ¿De placer? ¿De conmoción? ¿Le daba la bienvenida o quería salir corriendo?

A pesar de que se moría por abrazarla, vaciló, dándole tiempo para cambiar de idea. Entonces, Molly hizo la cosa más increíble: cambió de postura hasta quedar de costado frente a él y le puso la mano en la mejilla. Con un gemido ahogado, Dylan la rodeó con los brazos y la atrajo hacia él.

Molly oyó lo mismo que sintió el gemido de Dylan. Su pecho vibró con aquel sonido mientras ella se debatía entre besarlo y gritar de placer. No había hecho nada para que la besara, él había empezado todo. Seguro que un hombre como Dylan no daba besos piadosos más de una vez. Tal vez, sólo tal vez, la deseara.

Que la deseara sólo un poco sería suficiente, se dijo mientras se apretaba contra su cuerpo. Era tan fuerte. Sus piernas largas y musculosas, la amplitud de su pecho. Dylan tiró de ella para colocarla un poco sobre él, de modo que la cadera de Molly quedó apoyada en su estómago. Estaba cerca, pero no lo bastante cerca como para saber si estaba tan excitado como ella.

Entonces, Dylan le tocó el labio inferior con la lengua y ya nada tuvo importancia, excepto sentirlo a su lado. Su calor húmedo, el placer que despertaba en su cuerpo. No la invadió, sino que introdujo su lengua lentamente, torturándola, entrelazándola con la suya. Exploró su boca, encontrando lugares que le hicieron jadear de placer. Luego se retiró y ella lo siguió para descubrirlo y sentir la pasión que se desataba entre ellos.

Pensó vagamente que estaban en la playa y que todavía no había anochecido. La última vez que había mirado a su alrededor, estaban solos. Se preguntó si seguirían estándolo. Tampoco importaba, Dylan no iría más allá. No sólo porque estaban en una playa pública, sino porque no estaba interesada en ella de esa forma. Aun así, sus besos le bastaban.

Dylan rompió el beso y deslizó la lengua por su mandíbula. Luego pasó varios minutos jugando con su oreja. Después de hacerle temblar y susurrar su nombre, le apartó el pelo y le mordisqueó la nuca. Molly creyó que iba a morir allí mismo. Sería la forma perfecta de irse.

Mientras que con una mano le apartaba el pelo del cuello, con la otra trazó una línea desde el hombro, bajando por la espalda, hasta la cadera. Después rodeó su trasero y lo apretó. Molly nunca se había sentido a gusto con su figura, pero cuando Dylan la tocaba, lo único que le importaba era cómo le hacía sentir.

Se arqueó contra él, instándolo a que continuara, deseando más. Deseándolo todo. Molly deslizó las manos por su espalda, maravillándose al sentir el movimiento de sus músculos. No importaba por qué hacía todo aquello, ni si era un terrible error. ¿Y qué si no eran una pareja y no iban a acabar en la cama juntos…? aquello era maravilloso y eso bastaba. Se merecía un descanso del trauma que era su vida.

– Molly -susurró su nombre como una oración-. Te deseo.

Las palabras eran mágicas, un encantamiento destinado a derrumbar sus últimas defensas. Molly se separó un poco y lo miró fijamente.

– ¿De verdad?

Dylan rió entre dientes, un sonido jadeante que delataba un ápice de dolor.

– ¿Qué creías? Y no vuelvas a hablar de besos piadosos. No puedes decirlo en serio.

– No -repuso Molly, sin saber lo que creía.

Dylan maldijo entre dientes.

– Te estoy besando y acariciando como un adolescente, en mitad de la playa. Si eso no es perder el sentido, tú me dirás.

Molly sonrió y le tocó el labio inferior. La piel estaba húmeda por los besos.

– Gracias.

– Ni las espero ni las merezco.

Dylan la atrajo hacia él y, mientras la besaba, se movió de modo que Molly quedó prácticamente encima de él. Entonces fue cuando sintió su erección contra el muslo.

Había confiado, lo había deseado, pero no había estado segura. Sin pararse a pensar, bajó la mano y la puso sobre él. Sintió cómo se agitaba por debajo de la tela vaquera y cómo su respiración se aceleraba. Dylan profundizó el beso, ladeando la cabeza para poder llegar más allá. La pasión se intensificó y Molly arqueó las caderas. Notaba cómo se humedecía su entrepierna para recibirlo.

Dylan subió la mano de su cadera a su cintura, y luego hasta sus senos. Tenía los pezones duros, Molly podía sentirlos apretándose contra los confines de su sujetador de deporte de algodón. Se moría por sentir allí sus caricias, a pesar de que las temía.

La mano de Dylan se cerró sobre su seno derecho y Molly se quedó inmóvil. Luego movió los dedos, jugando con el pezón, desencadenando punzadas de placer por todo su, cuerpo. Era maravilloso… y repugnante. Tenía que detenerlo.

– ¡No! -dijo en voz alta, y se soltó-. ¡No, para! No puedo.

El mundo se volvió borroso y comprendió que se había echado a llorar.

– Molly, ¿qué pasa?

Era demasiado humillante. Se puso en pie a duras penas, tratando de apoyarse en la arena, pero encontrando carne cálida en su lugar. Tropezó, se balanceó y por fin recuperó el equilibrio. Estaba oscuro. Por un momento, no supo dónde estaba, pero luego oyó las olas. Como siempre, el océano le proporcionaba un punto de referencia.

Sin poder respirar por los sollozos, ni ver por las lágrimas, Molly se dio media vuelta y echó a correr.


Dylan se quedó junto a la orilla durante largo tiempo, esperando a que Molly regresara finalmente a la casa. Hacía tiempo que había salido la luna y casi todas las estrellas cuando por fin se dirigió a su encuentro.

Había demasiadas preguntas, y no tenía ni una sola respuesta. Lo que sabía con certeza era que había quebrantado las reglas. Sin saber por qué, algo maravilloso había ocurrido entre ellos, pero lo había echado a perder y sólo él tenía la culpa. Tenía que disculparse, pero el problema era que no lamentaba lo sucedido. En realidad, lamentaba que Molly hubiera salido corriendo, porque hasta ese momento se había sentido muy feliz con el giro que había tomado su relación.

La cuestión era que había prometido no seducirla. Sin duda, Molly había creído que podía confiar en él y, en dos ocasiones, Dylan le había demostrado que se equivocaba. No importaba que no hubiera protestado o que hubiera reaccionado como si lo deseara tanto como él, había traicionado su amistad y se sentía fatal.

Inspiró profundamente y deseó que hiciera más frío en la playa. Había una suave brisa, pero no bastaba para enfriar su deseo. Era un canalla redomado, se dijo. A pesar de que se había ido llorando, todavía la deseaba. Deseaba llevarla a la cama y demostrarle que no habían hecho más que empezar y que la expresión «hacer el amor» era cierta. Quería amarla, con los labios, las manos, con todo el cuerpo. Quería hacerle olvidar dónde estaba… demonios, quién era. Quería llevarla tan alto que se quedara sin aliento, y escuchar sus jadeos y estremecimientos mientras se recobraba.

Pero en lugar de eso, iba a decirle que lo sentía. No por besarla, nunca podría pedirle perdón por eso. Había besado a muchas mujeres, pero Molly tenía algo especial. Algo maravilloso que le hacía olvidarse de sí mismo. No, le pediría disculpas porque era evidente que le había hecho daño y no quería echar a perder su amistad.

Avanzó hacia la casa con pasos lentos y firmes. Sintió un hormigueo en la nuca y una ligera sensación de miedo, como si no fuera a gustarle lo que iba a encontrar dentro. Al entrar, miró la mesa de la cocina. Las llaves de la motocicleta seguían allí, así como las dos bolsas de viaje en un rincón. Molly no se había ido.

Una luz tenue salía de la puerta abierta de su dormitorio. Cruzó la sala de estar y llamó. Estaba sentada en la cama con las piernas dobladas y pegadas a su pecho. Tenía el pelo revuelto, la cara pálida y los ojos muy abiertos. Levantó la vista hacia él.

Ya no lloraba, pero la expresión de dolor y tristeza de su rostro casi le desgarró el corazón. Tuvo que agarrarse al marco de la puerta para no caer de rodillas.

– Molly.

– Caramba, pensaba que ibas a pasar la noche en la playa -intentó esbozar una sonrisa, pero el gesto fue aún más trágico porque no lo logró.

– No, sólo estaba pensando.

– Ya sé en qué -le dijo-. Lo siento, no pretendía salir corriendo de esa manera.

– Oye, para -entró en la habitación. No había otro sitio donde sentarse salvo en la cama y eso sería como invadir su espacio personal. Metió las manos en los bolsillos de sus pantalones y se apoyó en la pared-. Soy yo quien tiene que disculparse, no tú.

– No tienes la culpa de nada.

– Sí, te asusté, y no pretendía hacerlo. Supongo… -se encogió de hombros-. Las cosas se me fueron de las manos y lo siento. Me olvidé de nuestro trato. Me importas, Molly. Te respeto. Es fácil ser compañeros de cama pero no amigos, y eso es lo que te considero. No quiero echar a perder nuestra amistad, eres demasiado importante para mí. Espero que me perdones por haberme pasado de la raya. Te juro que no volverá a ocurrir.

Lo decía en serio, pensó Molly. Qué giro de acontecimientos más sorprendente. La había besado y acariciado de una forma que le había hecho sentirse increíblemente especial. Él se había excitado, y a cambio, ella había salido huyendo sin más explicaciones. Y era Dylan el que se estaba disculpando.

– No es lo que crees -dijo lentamente, sin saber qué iba a contarle. La verdad, no. No querría oírla y no creía tener fuerzas para decírsela.

– Sé lo que es -le dijo Dylan enseguida-. No quiero que pienses que no me gustaba lo que estábamos haciendo, porque me gustaba. Los besos, las caricias… fueron maravillosos. Pero nuestra amistad significa mucho más para mí.

Dylan era un regalo maravilloso e inesperado en su vida. Realmente se preocupaba por ella, y no sabía si alguien más volvería a hacerlo. No era amor, pero ya no confiaba en el amor. Aquello era mejor. Podrían ser amigos durante mucho tiempo, podría contar con él. Era un hombre bueno, además de divertido, inteligente, sexy y maravilloso. Una combinación irresistible. Molly sintió cómo volvían las lágrimas. Las contuvo porque estaba cansada de llorar, cansada de tener miedo y sentirse sola.

– Eres importante para mí, Molly. Por favor, dame otra oportunidad.

Molly cerró los ojos con fuerza y le tendió la mano. Dylan se acercó a ella al instante, y sus cálidos dedos envolvieron los suyos.

– Estás completamente equivocado -dijo, luchando por no perder el control-. No lamento los besos o las caricias, fueron maravillosas. Más que eso… Tan especiales. Nunca sabrás lo mucho que han significado para mí.

Molly contempló su rostro familiar. Los dos habían cambiado, sin embargo, sentía que siempre lo había conocido. Su enamoramiento seguía ahí, un poco distinto, porque ella era distinta, pero había vuelto con toda su fuerza.

Entonces, supo que era el momento de decirle la verdad. No sólo porque merecía saber por qué se estaba comportando de manera tan extraña, sino también porque lo necesitaba. Egoístamente, sabía que llegaría un día en que la fuerza de Dylan sería lo único que la impulsaría a seguir adelante, aunque sólo fuera un minuto más.

– Me gustaron -dijo, indicándole que se sentara en la cama, y Molly pudo sentir su calor cuando lo hizo-. Y eso es lo malo.

Vaya, qué difícil era. Contárselo a Janet había sido duro, pero aquello era peor. Seguramente porque no sabía cómo iba a reaccionar. ¿Se echaría hacia atrás? Se preparó para lo peor.

– Molly, me estás confundiendo. Y asustando. ¿Qué pasa?

– Nada. Todo -le soltó la mano para que tuviera libertad para irse si así lo deseaba, e inspiró profundamente-. Me gustaba lo que estábamos haciendo en la playa, los besos y las caricias, pero me quedé helada cuando me tocaste el pecho.

– ¿Te hice daño?

– No.

Dylan estudió su rostro y ella pudo leer en el suyo las preguntas.

– ¿Te ha atacado alguien? -preguntó después de maldecir entre dientes.

– No. ¿Recuerdas cuando me preguntaste por qué quería huir de mi vida y te hablé de la semana tan mala que había tenido? -Dylan asintió-. No te lo conté todo -Molly fijó la vista en su rostro perfecto y puso la mente en blanco-. El lunes me despidieron, el martes Grant me llamó desde México. El miércoles por la mañana, mientras estaba en la ducha, noté un bulto en el pecho izquierdo.

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