El tráfico se intensificó como siempre lo hacía en lo alto del puerto de Sepúlveda. Dylan se desplazó al carril derecho para poder salir de la vía. No le importaba lo que pasara después, pero quería estar un par de días junto al océano. Sólo podía ser una rata del desierto durante cierto tiempo antes de necesitar oler el aire salado.
El motor de la moto reverberó. Aunque no había tenido oportunidad de conducir en moto durante semanas, siempre las mantenía en perfectas condiciones. Era una costumbre contraída durante sus años en las carreras, y no se había molestado en cambiarla. Tomó la curva de la vía de salida y luego salió a la autovía 101. Molly ya se había acostumbrado a la moto y se movía con él en lugar de luchar contra él en cada curva. Aprendía deprisa, pensó, tratando de ignorar el contacto de sus manos levemente sujetas a su cintura.
Para distraerse, contempló los coches que rodaban entre ellos y las señales de tráfico. No tardarían mucho, tal vez una hora o dos en llegar a su primer destino. Podrían hacer acopio de comida, tal vez cocinar en la playa y ver la puesta de sol. Sólo habían pasado unas horas desde que se había ido de la oficina, pero ya se sentía más ligero. Como si hubiera sido capaz de dejar atrás sus preocupaciones.
Había estado trabajando demasiado y hacía tiempo que se merecía unas vacaciones. Pero entre las presiones del trabajo, los diseños de las nuevas motos y los esfuerzos por hacer competitiva su empresa dentro de la industria, no había dispuesto de mucho tiempo libre.
También necesitaba controlar sus hormonas, pensó bajando la vista a su entrepierna. Dylan frunció el ceño, deseando poder cambiar de postura. No había anticipado aquel problema. Maldijo entre dientes y trató de comprender qué iba mal. De acuerdo, estaba en una motocicleta con una mujer. Había llevado a muchas mujeres en moto y no era nada fuera de lo normal. En aquel caso, la mujer no era más que la pequeña Molly, la hermana pequeña de su primera novia. De acuerdo, se había hecho mayor, pero eso no significaba nada. ¿Por qué diablos no podía ignorar la presión de su cuerpo contra el suyo? Al parecer, había dejado pasar demasiado tiempo desde su última relación.
El problema no era Molly, se dijo. No era su tipo y no estaba interesado en ella. Era demasiado redonda para su gusto. Le gustaban las mujeres esbeltas con las mínimas curvas posibles. Evie había dicho que era gruesa y pensó que había sido un poco brusca, pero desnuda Molly tendría un cuerpo… lujurioso.
La palabra surgió de la nada y Dylan deseó que desapareciera de igual modo, pero una vez formada en su cerebro, pareció asentarse ahí, como si no fuera a irse en mucho tiempo. Dylan pensó en lo blanda que sería. Sin ángulos ni huesos marcados de cadera, sólo piel lisa. Sus senos se derramarían fuera de sus manos. Sin querer, se imaginó tomando en ellas sus generosas curvas, acariciando su piel pálida hasta que Molly se estremeciera de placer.
Podía sentir su calor en aquellos momentos. Maldición, al parecer, era ése el problema. Sus posiciones en la moto hacían que estuviera pegada a su trasero. ¿Era culpa suya que fuera tan cálida? Aunque sabía que era su imaginación, pensó que podía inspirar el aroma dulce de su cuerpo. Los dos llevaban chaquetas, así que no había forma de que sus senos le presionaran la espalda, pero Dylan juraría que podía sentir su peso. Sus manos… quería que bajara un poco las manos. Ojalá se rozara contra él hasta…
– ¿Hasta qué? -murmuró, consciente de que Molly no podía oírle-. ¿Hasta que te distraigas tanto que tengas un accidente?
Pero no podía borrar las imágenes. Cruzaban por su mente: Molly bajo su cuerpo, sus muslos y su vientre como una almohada para él. Ella encima de él, y sus senos balanceándose con cada embestida. Él…
Volvió a maldecir, de forma lenta y gráfica, utilizando palabras que casi había olvidado que existían. La solución era sencilla. Cuando regresara a casa, llamaría a alguna de las mujeres con las que salía de vez en cuando y buscaría un poco de alivio. Mientras tanto, Molly era sólo una amiga. A Dylan no le gustaban las relaciones personales y dudaba que ella hubiera echado una cana al aire en la vida. Además, todo aquello era pura especulación. La verdad era que, cuando pensaba en verla desnuda, dudaba que tuviera el poder de excitarlo.
– Se va al infierno no sólo por robar sino también por mentir -murmuró para sí.
Así que ignoró el contacto de su cuerpo, su calor y el aroma imaginario. Había, reconoció, cierto placer en desear a alguien. Hacía mucho tiempo que no deseaba algo que no podía tener. Últimamente, la vida, y las mujeres, se habían vuelto demasiado fáciles. Las que elegía, mujeres que sólo estaban interesadas en el juego, siempre estaban disponibles. Querían algo de él, y mientras se lo proporcionara, le darían cualquier cosa a cambio.
Kilómetros más tarde, casi se había acostumbrado a la incomodidad del deseo. De hecho, le producía un placer perverso. Menos mal que Molly no podía saberlo. Si supiera que tenía una erección, posiblemente le entraría el pánico. No porque fuera virgen, al menos no lo creía. Dylan frunció el ceño al comprender que no sabía nada de la vida personal de Molly. Podría estar casada y tener media docena de hijos. Tal vez debía haberle hecho algunas cuantas preguntas. Movió la cabeza. Bueno, ya no importaba. Iban a hacer un viaje juntos, no a empezar algo juntos. Pasados los quince días, habría tomado una decisión sobre qué hacer con su compañía y Molly… Bueno, esperaba que ella también hubiese resuelto sus problemas.
Casi había pasado una hora cuando salió de la autovía 101 y entró en la pequeña ciudad de Carpenteria. Aparcó la moto a un lado de la carretera.
– Ya hemos llegado -dijo Dylan-. ¿Qué te parece?
Molly miró a su alrededor.
– Pensé que iríamos más al norte. ¿Qué estamos, a veinte minutos al sur de Santa Bárbara?
– Exacto. He alquilado una casa en la playa por un par de días. Podemos prolongar la estancia o irnos a otro sitio, depende de ti. Ya he estado aquí antes, es una ciudad muy agradable. Fuera de temporada, como ahora, es un lugar tranquilo, sólo veremos a unos pocos turistas. Podemos hacer excursiones… Hay muchas alternativas.
– Me gusta -asintió Molly.
– Bien.
Siguió conduciendo calle abajo. Estaba lo suficientemente familiarizado con la ciudad como para encontrar la inmobiliaria sin problemas. Molly se quedó en la moto mientras él rellenaba los formularios y pagaba con la tarjeta de crédito. Cuando regresó a la motocicleta, Molly frunció el ceño.
– No vas a ponerte macho conmigo, ¿verdad? -le preguntó-. Quiero pagar mi parte.
– Eso es lo que acordamos -Dylan se metió el recibo de la tarjeta de crédito en el bolsillo de la chaqueta-. Había pensado que pagáramos cada uno una cosa y que, al final de los quince días, hiciéramos recuento de los gastos. El que haya pagado menos puede extender un cheque al otro por la mitad de la diferencia. No quiero hacer cuentas todos los días, ¿de acuerdo? -Molly le sonrió-. ¿Qué te hace tanta gracia?
– No puedo creer que seas la misma persona que pensaba que una transacción financiera era hacer una carrera ilegal apostando cerveza.
– Todos hemos crecido. Incluso yo.
– Creo que has hecho más que eso, Dylan.
La casa era pequeña y antigua, probablemente construida en los años cincuenta. Las paredes laterales eran de madera, y las ventanas, pequeñas. Dudaba que toda la construcción ocupara más de trescientos metros cuadrados. Muy distinta a su mansión de las colinas, pero le gustaba. Las demás viviendas de la calle también eran de alquiler y la mayoría estaban desocupadas. Molly y él disfrutarían de paz y tranquilidad, y lo mejor era que la parte de atrás de la casa daba a la playa, y más allá, estaba el Océano Pacífico.
– Hogar, dulce hogar -dijo al apagar el motor.
El graznido de una gaviota irrumpió en el repentino silencio. Molly se desató el casco y se lo quitó. Tenía el pelo revuelto, la trenza deshecha, y sus mechones ondulados ondeaban en torno a su rostro. Se los apartó con impaciencia.
– Puedo oler el mar. Es agradable.
Dylan bajó de la moto y le tendió una mano. Molly vaciló antes de aceptarla, pero cuando levantó la pierna para pasarla por encima del sillín lo agarró con más fuerza.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó, dando un paso vacilante-. Me siento como si hubiera estado en un barco.
– Estás tensa del viaje. No estás acostumbrada a ir en moto, así que estabas rígida. Además, estás utilizando músculos diferentes. Camina un poco, te sentará bien.
Molly dobló las rodillas un par de veces, luego caminó arriba y abajo junto a la moto. Dylan trató de no mirarla, pero no pudo evitar fijarse en cómo llenaba los vaqueros. Su trasero era bonito y redondo. Supuso que podría agarrarla bien de allí, o tal vez de sus caderas.
Dylan maldijo entre dientes y luego se concentró en descargar sus escasas pertenencias. «Olvídalo», se dijo. No debía pensar en tener una aventura con ella. Disfrutar del viaje desde Los Ángeles había sido una cosa, pero ya era hora de que aprendiera a dominarse.
El sermón sirvió… un poco. Consiguió no pensar en sus curvas, ni siquiera cuando se desabrochó la chaqueta y dejó ver el suave jersey que llevaba puesto. La redondez de sus senos sólo fue de interés pasable. Al menos se mantendría así si apartaba la vista enseguida.
– Tengo la llave -dijo con voz ronca, luego tuvo que aclararse la voz.
Dylan fue delante, principalmente para que Molly no se diera cuenta de su erección.
Había dos peldaños delante del porche de madera. La puerta de la entrada parecía endeble, pero Dylan supuso que no tenían nada que mereciera la pena robar, así que aquello no sería un problema. Por dentro, la casa olía un poco a cerrado. Molly se dirigió a la parte de atrás y abrió las contraventanas. Al instante pudieron ver el océano. Ella contuvo el aliento.
– Es tan hermoso. El cielo y el agua son de un azul perfecto.
Molly le sonrió, una sonrisa ingenua que no esperaba nada a cambio. Extrañamente, Dylan se sorprendió queriendo darle algo, él que se consideraba el último cínico viviente. Molly arrugó la nariz.
– Apuesto a que nadie ha vivido aquí durante meses. Vamos a airear la casa -abrió las ventanas y luego miró a su alrededor-. Es pequeña pero agradable.
Dylan siguió su mirada. Había un sofá tapizado con motivos florales de color verde y azul y una mecedora de madera, los dos mirando hacia la fachada. La televisión era antigua, pero Dylan no creyó que fueran a utilizarla demasiado. A su izquierda estaban el comedor y la cocina; a su derecha un corto pasillo con tres puertas. Supuso que dos darían a las habitaciones y la tercera sería el cuarto de baño. Molly se dirigió hacia allí y abrió la puerta de en medio.
– Vaya -dijo, y rió-. No sabía que había azulejos de este color. Dylan, ven a mirar.
La siguió y luego miró por encima de su hombro. El baño estaba alicatado de un color amarillo viejo horrible. Había un pequeño tocador enmarcado en azulejos amarillos y el suelo había sido en su tiempo de color amarillo, lo mismo que las paredes, que en aquellos momentos eran de color crema. Los apliques eran del año de Maricastaña y lo único que salvaba a la estancia era la enorme bañera de patas con ducha. Molly se volvió hacia él.
– Me traes a los lugares más bonitos.
– Oye, al menos hay agua corriente. No estamos de acampada.
– Bueno, eso es ver el lado bueno de las cosas -sonrió-. Ahora me da miedo mirar las habitaciones.
– Apuesto a que no estarán tan mal.
Tenía razón. La habitación que daba a la fachada era pequeña, con una cama individual y una cómoda. La habitación de atrás tenía una cama de matrimonio, una cómoda y dos ventanas grandes que daban al mar. Molly ladeó la cabeza.
– ¿Por qué no te quedas con ésta? -dijo señalando la cama de matrimonio-. Es más grande.
– ¿Y necesito la más grande por…?
– No lo sé -Molly frunció el ceño-. Me pareció educado ofrecértela.
A Dylan no le sorprendió. Según su experiencia, había dos clases de mujeres: las que lo daban todo y las que lo esperaban todo. Ya sabía a cuál pertenecía Molly.
– Quédatela tú -le dijo, sin saber exactamente por qué era importante para él.
– No necesito tanto espacio.
– Ninguno de los dos lo necesita, pero no se trata de eso. ¿Siempre sacrificas lo que quieres por los demás?
– Sí -le dijo con enojo-. ¿Y de qué se trata, si puede saberse?
– De nada.
– Ah, sí. ¿Dónde hiciste la carrera de psicología, doctor Black? Eres un hombre de muchos talentos, ¿verdad?
– Tienes razón -le dijo, entrando y dejando la bolsa de Molly sobre la cama de la habitación más grande-. Me he pasado, pero me gustaría que te quedaras con ésta. En el próximo sitio al que vayamos, yo me quedaré con la habitación que tenga mejores vistas, ¿de acuerdo?
– Siento haberte hablado en ese tono. Supongo… -Molly se quedó callada.
– No importa. Yo también puedo ser un quejica.
– No estaba quejica, sino irritable.
– Ah, ¿y existe una gran diferencia?
– Por supuesto.
Dylan vio el brillo de humor en sus ojos.
– Tantas sutilezas se me escapan -le dijo. Tendrás que explicármelas durante la cena.
– Haré lo que pueda. Aunque siendo hombre, como eres, tal vez me lleve un tiempo.
– De modo que vamos a jugar a eso, ¿eh? -sonrió Dylan-. A que las mujeres son superiores.
– Ah, ya lo sabes, qué bien. Así todo resultará más fácil.
– Creída -le espetó con enojo burlón.
– Fanfarrón.
– ¿Hemos terminado ya con los halagos?
– Creo que sí.
– Entonces, llevaré mi bolsa a mi habitación. Ah, antes de que se me olvide -abrió la cremallera del bolsillo lateral y sacó su teléfono móvil-. Está cargado, y he traído la batería. ¿Dijiste que sólo tenías que llamar? Si quieres recibir llamadas no me importa darte el número.
Molly se quedó mirando el teléfono. Había algo extraño en aquella mirada, Dylan trató de descifrar qué era pero no pudo. ¿Por qué querría tener acceso a un teléfono? ¿Había peleado con su novio? ¿Iban a darle un soplo sobre unas acciones? ¿Qué era tan importante para ella? Pero Dylan no se lo preguntó y ella no contestó, sino que le brindó una rápida sonrisa que no pareció del todo sincera.
– Gracias -dijo, acercándose al teléfono. No recibiré llamadas, pero me gustaría oír los mensajes de mi contestador todos los días.
– No hay problema. Lo dejaré sobre el mostrador de la cocina -Dylan empezó a salir de la habitación, luego se volvió hacia ella-. ¿Qué te gustaría cenar?
Su mirada pensativa se desvaneció al instante y la sonrisa que le dedicó pareció genuina.
– No lo sé. ¿Qué te gustaría cocinar?
Dylan se sorprendió riendo con ella. Molly era una extraña combinación de una niña asustadiza y una mujer confiada. Le gustaba eso de ella, en realidad, le gustaban muchas cosas. Dylan sabía que muy poca gente le caía bien y que era muy difícil ganarse su confianza.
– Yo conduje -le recordó-. Estoy de acuerdo en repartirnos las labores de la cocina, pero creo que hoy me debes una.
– ¿Ah, sí? -suspiró con dramatismo-. Bueno, si tanto te importa ir a medias en todo, cocinaré. Pero que sea algo sencillo.
– Hay barbacoas en la playa. Podemos comprar carbón en el supermercado.
– Tendrá que ser una bolsa pequeña, si vamos en moto.
– Cabrá.
– Si tú lo dices.
Mientras hablaba, se quitó la chaqueta de cuero que le había dado. El movimiento hizo que el jersey se ciñera a sus senos y Dylan se sintió hipnotizado con sus curvas. Nunca se había obsesionado con el pecho de una mujer. Siempre que ellas estuvieran contentas con lo que tenían, él también. Tal vez su actitud se debiera a que la mayoría de las mujeres con las que había salido tenían más bien poco pecho. Pero empezaba a darse cuenta del atractivo de las curvas generosas.
La fantasía creció, lo mismo que su reacción, y desechó rápidamente la imagen de él lamiendo lentamente cada centímetro de aquellas curvas blancas. Carraspeó.
– Primero me gustaría deshacer el equipaje. ¿Estarás lista para ir de compras en quince minutos?
– Claro. No es ningún problema.
Dylan se dirigió a su habitación. Era evidente que no había pensado a fondo en aquel viaje. Iba a haber complicaciones… complicaciones que no había anticipado.
Molly se sentía como si fueran las dos últimas personas en el planeta. Se apoyó en el grueso tronco que había junto al fuego y contempló el cielo. Sólo eran las nueve de la noche, pero parecía más tarde, tal vez porque estaban completamente solos. Al atardecer, habían visto pasar a varias personas haciendo jogging, pero desde entonces no habían visto ni un alma.
Era una noche perfecta, pensó. El sonido del mar llenaba sus oídos. Le gustaba sentir cómo las olas chocaban en la orilla, aunque no podía distinguir sus siluetas en la oscuridad. Inspiró el aroma del aire salado y del agua. No había criaturas nocturnas que los distrajeran, ni pájaros ni nada que se moviera a su alrededor.
Levantó la copa que tenía en la mano y tomó un sorbo. El whisky era suave. Nunca había bebido mucho, pero tal vez aprendiera a disfrutar haciéndolo, pensó con pereza. Al otro lado del fuego, Dylan suspiró.
– La cena estaba fantástica.
– Sí. Gracias por ayudarme.
– Una hoguera al aire libre, carne cruda, no pude evitarlo -dijo señalando las llamas-. Creo que es algo genético.
– Sólo faltaba que hubiéramos comido carne de mamut.
– He oído que la carne de mamut se parece mucho al pollo -sonrió Dylan.
Molly rió entre dientes. Habían hecho la cena enseguida. Envolvieron patatas en papel de aluminio y sirvieron una ensalada ya hecha. Dylan había asado la carne, y en la casa había un kilo de helado en la nevera. A veces, pensó Molly, la vida era hermosa.
Sus ojos se posaron en su acompañante. Dylan era increíblemente hermoso. Sabía que le horrorizarían sus palabras, pues los hombres no debían ser hermosos, pero él lo era. Sus rasgos marcados y los pómulos salientes se difuminaban a la luz del fuego. Tenía una sólida mandíbula y los labios perfectamente moldeados. Llevaba vaqueros y un jersey negro y casi desaparecía entre las sombras. Por un momento, se preguntó si seguía allí. ¿Acababa de imaginarlo?
Luego recordó el viaje en motocicleta, cómo había sentido su cuerpo tan próximo al suyo. No, aquello no había sido una fantasía, aunque la situación daba pie a muchas. Bueno, se dijo, había peores destinos que enamorarse de Dylan. Sí, era un poco vergonzoso a su edad, pero eso la distraía y le hacía recordar que seguía viva.
Así que podía permitirse enamorarse de él… como una colegiala. Y cuando pasaran los quince días y volviera a su vida… Molly suspiró. No sabía qué haría entonces, pero por el momento, no importaba.
– Te has puesto seria -dijo Dylan-. ¿En qué estabas pensando?
– En nada interesante.
Su expresión no reflejó nada más que educado interés, pero Molly dudaba que hubiera aplacado su curiosidad. Su siguiente pregunta confirmó sus sospechas.
– ¿Quieres contarme por qué estás aquí? -preguntó.
Molly no fingió haberle entendido mal. No tenía sentido. Dylan quería saber por qué, después de todos aquellos años, lo había buscado y le había invitado a hacer un viaje con ella. Había aparecido sin previo aviso, así que seguramente le debía una explicación.
– ¿Me creerías si te dijera que he pasado una semana realmente desastrosa?
– Si es la verdad…
– Por sorprendente que te parezca, lo es. Es evidente que algo me ha impulsado a querer escapar del mundo -cambió de postura, doblando las rodillas para acercarlas a su pecho. Se había quitado los zapatos y los calcetines y sentía la arena fresca bajo sus pies-. He pasado la peor semana de mi vida -le dijo-. Todo empezó el lunes pasado, y lo que más me molesta es que no sabía lo que se me venía encima. Supongo que siempre es así. La gente sigue haciendo lo mismo día tras día hasta que, de repente, cambia. Sin previo aviso.
– Tendemos a sobrevalorar nuestra capacidad para controlar el destino -dijo Dylan.
– Exactamente -Molly se colocó un mechón de pelo suelto detrás de la oreja-. Pero lo que realmente me irrita es que he vivido una vida tan intrascendente… Antes no me daba cuenta, pero ahora sí. Tengo una licenciatura en empresariales y trabajaba como contable en una compañía de comunicaciones. Hace poco nos compró una de las empresas más grandes del mercado y el lunes pasado me dijeron que habían prescindido de mis servicios.
Tomó otro sorbo de whisky. El fiero líquido ardió hasta legar a su estómago, desde donde le calentó todo el cuerpo.
– La cuestión es -continuó-, que me habían entrevistado. Se suponía que tenía trabajo. Luego mi nuevo jefe me llamó a su despacho y me dio la noticia -Molly recordó la conversación-. El canalla de él ni siquiera me miró a los ojos. Dijo que habían cambiado de idea y que me dejaban marchar. Al menos la compensación fue razonable. Tengo el sueldo de seis meses en mi cuenta de ahorros. Lo que de verdad me frustra es que rechacé otras dos ofertas de trabajo al pensar que la nueva compañía quería quedarse conmigo. Ahora, esos dos puestos ya están ocupados.
– Parece una situación difícil. ¿Crees que tendrás problemas para encontrar otro trabajo?
– Ninguno en particular. Quiero decir que no hay garantías. No es más que… -se encogió de hombros-. Eso no es todo lo que pasó la semana pasada.
Dylan estiró sus largas piernas delante de él y las cruzó a la altura de los tobillos.
– Sigue.
Molly se sentía como un personaje de una película de tercera, con demasiados problemas y sin ningún sitio a dónde ir.
– El martes mi prometido… -Molly movió la cabeza-, mejor dicho, mi ex prometido, me llamó desde México. Al parecer, él y su ayudante se habían quedado a trabajar hasta tarde y una cosa había llevado a la otra… Huyeron juntos a México. Grant confiaba en que lo entendería -Molly sintió que se ponía tensa y hasta le costaba respirar. Tuvo que hacer un esfuerzo para relajar conscientemente los músculos-. Dijo que quería decírmelo lo antes posible porque valoraba la sinceridad en todas sus relaciones. Ah, y me llamó a cobro revertido.
– Ese tipo es basura.
– Eso pensé yo -Molly vació la copa de whisky. Lo cierto era que se sentía bastante orgullosa de sí misma.
Había conseguido decirlo todo sin derramar ni una sola lágrima. Claro que no iba a decirle a Dylan lo que le había pasado el miércoles de aquella infame semana. No podía hablar de ello con un hombre como él, no había posibilidades de que lo entendiera. Era demasiado perfecto.
– Hay algo más, ¿verdad?
Hizo la pregunta en voz baja y preocupada. Su perspicacia la sobresaltó y la asustó. Seguramente, podría haberlo superado si Dylan no pareciese sinceramente preocupado. Molly empezó a sentir que le ardían los ojos y parpadeó frenéticamente.
– ¿Acaso no es bastante? -dijo, tratando de bromear-. ¿O te gustaría algo más sangriento?
– Sólo tuve la impresión de que había algo más. Pero tienes razón, es más que suficiente.
– Exactamente -mintió-. Así que decidí desaparecer unos días. Quería aclarar las ideas, pensar las cosas bien. Tal vez incluso elaborar un plan. Nunca he corrido riesgos en la vida, siempre he decidido lo más sensato. Al final no importa lo que hagas, o lo cuidadosa que seas, al final la vida puede sorprenderte cuando menos te lo esperas. Por eso estoy ocultándome durante un tiempo, para poder lamer mis heridas. No soy valiente, como tú.
Dylan se puso en pie, tomó la botella de whisky y se sentó junto a Molly.
– Soy muchas cosas, Molly, pero valiente no es una de ellas.
De repente, Dylan estaba muy cerca y podía inspirar su fragancia. Tuvo que concentrarse para poder decir una frase completa.
– Claro que lo eres. Mira todo lo que has hecho con tu vida, no has tenido miedo. Supiste lo que querías y has ido tras ello. Te admiro mucho.
– No te molestes. Es fácil ser valiente cuando no tienes nada que perder.
Dylan no la tocó, lo cual era bueno y malo. Por un lado, quería que la estrechara entre sus brazos y jurara que siempre la amaría. La idea casi le hizo soltar una risita. Como si eso fuera a ocurrir.
Recuperó el sentido del humor y decidió que enamorarse de Dylan iba a sentarle bien. Permanecieron sentados en silencio durante un rato. Después de que Dylan le sirviera un poco más de whisky, Molly continuó saboreando el líquido oscuro. No sentía la necesidad de hablar o de explicarse, y aquella libertad era un cambio agradable. Con Grant, los silencios siempre la habían puesto nerviosa.
La noche continuó cerrándose en torno a ellos. Tal vez el resto del mundo había desaparecido y eran los únicos que quedaban. La idea le dio valor para hacerle la pregunta que había querido formularle nada más verlo.
– Tengo una pregunta.
– Tal vez tenga una respuesta. Dispara.
– Se trata de Janet. ¿Lamentas que lo vuestro no saliera bien?
Dylan estiró los brazos por encima de la cabeza, y luego se recostó en el tronco del árbol.
– Si me lo hubieras preguntado el día de su boda, te habría dicho que sí. Realmente pensé que la amaba. Casi me muero al verla con el traje de novia.
Molly se dijo que no era más de lo que esperaba, pero le dolía oír su confesión.
– Entiendo.
– La cuestión es que, después de seis semanas, estaba de rodillas dando gracias a Dios por haberme ido de la ciudad. Supongo que debí sentirme agradecido porque Janet hubiera tenido la sensatez de cortar conmigo. Éramos unos críos. Por aquel entonces era divertido, pero no estábamos hechos el uno para el otro. Ahora lo sé.
– ¿No la echas de menos?
– En realidad, no. Me fui decidido a demostrarle que podía ser alguien, pero enseguida decidí demostrármelo a mí mismo. Janet fue el desencadenante de que me fuera, y me alegro, pero no cambiaría el pasado. Con la experiencia de un adulto, creo que Janet y yo no nos queríamos de verdad. Fue una cosa de adolescentes.
Aquello le hizo sentirse mejor. Después de todo, Janet estaba felizmente casada. Además, realmente le molestaría a ella, a Molly, que Dylan siguiera enamorado de su hermana.
– Cuando te fuiste, probaste suerte en las carreras, ¿verdad? -le preguntó.
– No era más que un insensato sobre dos ruedas. Tenía más corazón y valor que talento. Después de un tiempo me di cuenta de que estaría mejor diseñando que corriendo.
– ¿Ganaste con la moto o sólo con las mujeres? -le preguntó, bromeando.
– Se me dio un poco mejor con las damas -sonrió-. El banderín de llegada siempre me rehuía. A decir verdad, las mujeres dolían más que los golpes.
– ¿Te caíste? -repuso Molly con gravedad.
– Un par de veces -se encogió de hombros-. Son gajes del oficio -dijo, y se inclinó hacia ella-. Te propongo una cosa, Molly. Yo te enseñaré mis cicatrices si tú me enseñas las tuyas.
Molly supo que Dylan no podía comprender lo que aquellas palabras significaban para ella, pero aun así se sintió como si la hubieran abofeteado. Un sollozo emergió de su garganta, se cubrió la boca y se puso en pie. Tenía que salir de allí, enseguida. ¿Cómo lo había adivinado? Pero no se molestó en preguntárselo. Salió corriendo y se refugió en la oscuridad.