La pequeña ciudad holandesa de Solvang estaba diseñada para los turistas. Durante el verano y los fines de semana estaba abarrotada de gente, pero entre semana y fuera de temporada, como aquel día, sólo había un puñado de personas mirando los escaparates y entrando en los numerosos restaurantes. Molly levantó la cara hacia el sol cálido y sonrió. La vida era agradable. Pensó que se lo pasaría bien con Dylan, pero no había imaginado que llegaría a disfrutar tanto. Los cuatro días que llevaban juntos habían estado llenos de diversión y conversaciones agradables. Le gustaba estar con él, y no sólo porque diera gusto mirarlo.
Estaban tomándose las vacaciones día a día. Aquella mañana habían decidido ir en motocicleta a Solvang, que estaba a una hora de distancia de su playa en dirección norte. Por la tarde visitarían las bodegas de la localidad.
– Tienen un molino de verdad funcionando -dijo Dylan cuando se pararon delante de un escaparate.
Varios molinos de cerámica azul y blancos brillaban a la luz del sol.
– Es parte del atractivo -dijo Molly-. Pero también tienen arte exclusivo, encaje y cosas bonitas para la casa. Y comida. Una comida deliciosa.
– Entonces, ¿nos quedamos a almorzar? -preguntó Dylan, mirando su reloj.
– Me gustaría. Tienen unos pasteles de ensueño.
– ¿Habías estado aquí antes?
Molly asintió.
– Pero cuando era niña. Pasé un fin de semana con una amiga y su familia. Fue muy divertido.
Al volverse para seguir bajando por la calle, Dylan le rozó con el brazo. Se había acostumbrado a los contactos casuales que formaban parte del día a día. Se había acostumbrado, pero no podía ignorarlos. No importaba en qué estuviera pensando, si Dylan la tocaba de alguna forma, todo su cuerpo se ponía en alerta roja. A veces era una grata distracción. Si podía conseguir que la tocara cuando estaba preocupada o ansiosa, nunca tendría que enfrentarse con su trauma personal.
Avanzaron hasta el establecimiento siguiente. En aquél vendían cristal. El escaparate estaba lleno de pequeñas figuras de dragones y grifos, jarras preciosas, jarrones y copas.
– No te encapriches con nada -la advirtió Dylan-. Lo que compres tiene que caber en tu bolsa de tela.
– Siempre podría hacer que me lo enviaran a casa -le recordó.
– Buena idea.
Molly pensó en su motocicleta. Se había acostumbrado a montar en ella y le gustaba. Aunque preferiría conservar el coche para los desplazamientos diarios, no le importaría tener una moto para dar un paseo los fines de semana.
– ¿Cómo entraste en el mundo de las carreras de motos? -preguntó mientras caminaban por la calle.
A su izquierda había un amplio parque, a su derecha, más tiendas. Al final de la calle había un restaurante que recordaba por su deliciosa comida. Tal vez podrían almorzar allí.
– Por la puerta de atrás -dijo Dylan-. Cuando me fui de casa tenía veinte dólares en el bolsillo. Viajé hacia el este durante un par de días, hasta que me quedé sin dinero, y luego conseguí un trabajo en un taller de reparación. Era bastante bueno, sobre todo con las modificaciones. Uno de mis clientes, Bill Jensen, tenía varias motos de carreras y me ofreció que pilotase una los fines de semana.
– ¿Qué tal se te dio?
– En las regionales, bien, pero cuando fui a las nacionales, no tanto. Se me daba muy bien hacer cambios en las motos, pero la carrera en sí era más difícil de lo que creía.
Dylan bajó la cabeza y sus miradas se cruzaron. Su pelo negro, sus ojos oscuros, sus rasgos atractivos. Era una tentación viviente, pensó. Y simpático. Tuvo que morderse el labio inferior para no sonreír, consciente de que Dylan querría saber qué era tan divertido.
– Nunca volviste -dijo para cambiar de tema.
– No tenía nada a lo que volver -hundió las manos en los bolsillos del pantalón. Llevaba una camisa de mangas largas de color burdeos, con las mangas recogidas en los codos-. Pensé en volver a casa, ¿pero para qué? Dudo que mis padres llegaran a notar que me había ido.
– Comprendo perfectamente lo que dices. Cuéntame cómo empezaste a diseñar motocicletas.
Dylan la miró.
– ¿A qué vienen tantas preguntas?
– Estoy interesada. Somos amigos, ¿no? Los amigos siempre se cuentan sus vidas. ¿O es que me estoy adentrando en terreno personal?
– Creo que puedo compartir algunos de mis secretos contigo, pero tienes que prometerme que no se los contarás a nadie
Su tono de voz era desenfadado y alegre. Pareció deslizarse por su espalda y Molly se estremeció de placer.
– Te lo prometo -se llevó la mano al corazón-. Llevaré tus secretos a la tumba. Ahora, háblame de tus diseños.
– Sólo si vamos a almorzar, estoy muerto de hambre. ¿Qué tal allí? -dijo señalando el restaurante al final de la calle.
– Bien.
Emprendieron la marcha hacia el restaurante. Después de entrar y sentarse a una mesa, miraron la carta y pidieron.
– Empecé echándole una mano a un compañero -dijo Dylan, recostándose en su asiento-. Sabía lo que le había hecho a mi moto y estaba teniendo problemas con la suya, así que le eché un vistazo e hice un par de modificaciones. Ganó las tres carreras siguientes. Corrió el rumor, hice algunos cambios más y preparé mi primer diseño.
– Parece un comienzo difícil.
– Lo fue. Las cosas iban despacio, no tenía ahorros ni dinero. No me habrían venido mal -Dylan sonrió-. Hace siete años, mis motos empezaron a ganar en las competiciones regionales. Hace cinco, fuimos al campeonato nacional. Monté mi negocio con apenas dinero, sólo mucho sudor y un par de encargos. Al principio fue duro, pero me encantaba. Las primeras doce motos las hice yo solo. En la puerta de al lado había una tienda de maquinaria y a veces utilizaba su equipo para hacer algunas de las partes. Fue una locura.
– Pero divertida -dijo Molly al ver en su expresión el placer que le producía aquel recuerdo.
– Sí, eran buenos tiempos.
– Apuesto a que les sorprendiste a todos.
La camarera apareció con sus refrescos. Le dieron las gracias y se fue.
– Supongo que sí. Nadie pensó que llegaría muy lejos, ni siquiera yo.
– Pues lo has hecho -corroboró Molly. Mira qué casa tienes. Es increíble.
Dylan quitó el envoltorio de papel a su paja de refresco y se encogió de hombros, un poco nervioso.
– Sé que es un poco grande para una persona.
– ¡Un poco! Podrías alojar a todo pequeño ejército. Dylan, tienes un arroyo y un estanque interiores. Esa casa ha salido de una película, no de la vida real.
– Lo sé. Estaba en venta cuando quise comprar una casa. Fue una ganga -Dylan parecía un niño explicando por qué había comido chocolate antes de la cena.
– Ya, ¿y pretendes que me lo crea? Además, eso es lo de menos. No tienes que justificarte por tener esa casa. Te la has ganado.
– Creo que por eso la compré -su expresión se tornó seria-. Porque podía permitírmelo. No tiene nada que ver con la casa remolque en la que crecí. Odiaba ese lugar, en lo único en lo que pensaba era en irme de allí.
– Pero no te fuiste hasta que no acabaste el instituto.
– No podía. Cuando mi padre murió, no quise dejar a mi madre. Bebía tanto que sabía que no duraría mucho -bebió un buen trago de su refresco-. Así fue. Luego me quedé por Janet. Cuando eso terminó, nada me retenía allí.
Molly había oído historias, todos en el pueblo lo habían hecho, de que sus padres bebían. Que su padre pegaba a su mujer y a su hijo. Que las visitas a urgencias por magulladuras y huesos rotos no eran inusuales. Aunque su infancia había sido menos que perfecta, no era nada comparada con la de Dylan.
– Lo siento -le dijo.
– Yo también, pero no puedo hacer nada al respecto. Pienso en el alcoholismo. Dicen que puede ser genético, así que me controlo. De joven solía ir a fiestas y bebía, pero ahora sólo tomo un par de cervezas a la semana. Esa botella de whisky que compramos ha sido la primera copa de verdad que he tomado en dos o tres años. No me obsesiono, pero sé que no debo tentar la suerte.
– Me alegro -dijo Molly-. No me gustaría que te pasara nada malo.
– Gracias.
Dylan la miró y algo se agitó en sus ojos. Por un segundo, Molly quiso saber en qué estaba pensando, pero luego abandonó la idea. Sólo quería saber si la miraba con ojos lujuriosos, y aquello era tan improbable, por no decir imposible, que no pudo evitar sonreír. Seguramente, Dylan había visto a la camarera llevándoles la comida.
Como si el destino quisiera demostrarle que tenía razón, la joven apareció junto a su mesa y les dejó los platos.
– Que aproveche -les dijo-, pero resérvense para el postre. Tenemos unos pasteles muy ricos, hechos esta mañana.
– Estupendo -dijo Dylan, y tomó su sándwich entre las manos.
Molly se quedó viendo cómo la camarera se alejaba.
– Tal vez me limite a mirar cómo te tomas el trozo de pastel.
– ¿No quieres postre?
– Claro. Pero… -Molly se interrumpió-. Tengo nueve kilos de más.
– ¿Acaso renunciar a un trozo de tarta va a servir de mucho?
En lugar de contestar, Molly le dio un mordisco a su sándwich. Era una locura, pensó. ¿Qué había creído? ¿Que negaría que tenía que perder peso? Como si Dylan no pudiera ver que estaba gorda. Comparada con las mujeres con las que salía, era una foca. Una foca enorme. Mejor, una vaca. Tal vez podría mugir y ver cómo reaccionaba.
«¡Basta!», se dijo. No iba a sentirse mal por su reacción ni a auto compadecerse. La realidad era que tenía que perder algunos kilos. Y Dylan se había dado cuenta, por supuesto, pero, ¿qué importaba? Seguían siendo amigos. Seguía cayéndole bien. Aunque de repente perdiera esos nueve kilos, no iba a convertirse en la clase de mujer que le hiciera perder el control. Debía recordar que era ella la que lo amaba platónicamente, no él.
Charlaron sobre temas diferentes durante el almuerzo. Cuando la camarera volvió, Molly pidió un trozo de tarta. Dylan pidió un postre distinto y le propuso que los compartieran. Molly accedió.
Aquello bastaba, pensó. Aquellos fragmentos de felicidad eran lo que le daban sentido a la vida. No debía olvidarlo.
Molly se apoyó en el mostrador de la bodega y tomó otro sorbo de vino.
– ¿Sabes? -le dijo a Dylan-, vamos en moto. No podemos comprar vino, aunque nos encante, ¿dónde lo pondremos?
Tenía color en las mejillas y sonreía abiertamente. Dylan quería creer que se debía a algo más que al hecho de que habían estado catando vinos durante casi una hora. Quería creer que los días que estaban pasando juntos la estaban ayudando en aquellos momentos difíciles de su vida, pero no podía adjudicarse todo el mérito. Decididamente, era el vino.
– Podemos comprar un par de botellas – le dijo-. Tienes razón, no tenemos sitio para llevarlas con nosotros de vuelta a casa, así que podemos beberlas estos días.
– No quiero causar problemas -Molly frunció el ceño, y Dylan tardó un par de minutos en comprender que se estaba refiriendo a los antecedentes de alcoholismo de su familia.
– Creo que no será ningún problema beber un poco de vino contigo durante unos días.
Molly vació la muestra de vino que tenía en la copa y la dejó sobre el mostrador.
– El Merlot es muy agradable -comentó, y Dylan se dirigió a la mujer que les había estado sirviendo el vino.
– Nos llevaremos dos botellas de Merlot y tres de Chardonnay.
– Mm, me has leído el pensamiento -dijo Molly, y luego se llevó la mano a la frente-. Estoy un poco mareada. Ni siquiera son las cuatro de la tarde y estoy borracha. Qué patético.
– La hora no es el problema, sino que en total sólo has tomado dos copas de vino. No sales cara.
– Todo el mundo tiene alguna habilidad -dijo Molly-. Supongo que ésa es la mía -parpadeó como para aclararse la vista.
– Está bien, vámonos -dijo Dylan, la tomó del brazo y miró a la vendedora-. Volveremos en unos minutos.
– Les envolveré el vino.
– Gracias.
Dylan condujo a Molly al exterior. Había varios árboles junto al aparcamiento, así como varias mesas de picnic.
– Sentémonos en la sombra -le dijo a Molly, guiándola hacia los bancos.
– Podemos cantar canciones del colegio. No sé si me acuerdo de muchas, pero entre los dos no será difícil reconstruirlas.
– Estás borracha, pero feliz. No está mal.
– No estoy borracha -Molly lo miró con enojo, obviamente indignada-. Si estuviera borracha, me habría arrojado a tus brazos.
Dylan pensó en el trayecto en moto hasta Solvang, y en cómo había sentido el cuerpo de Molly apretado contra el suyo.
– Me pregunto si habrá alguna licorería donde vendan tequila -murmuró.
– ¿Qué? -dijo Molly.
– Nada, siéntate -la agarró del brazo hasta que se hubo sentado sobre el banco, luego tomó asiento en el banco que había frente al suyo, utilizando la mesa como respaldo.
– No estoy borracha, de verdad.
– Lo sé. Sólo estás feliz.
– Tienes razón -dijo Molly después de quedarse pensativa un momento-. Estoy feliz y no lo había estado hacía mucho tiempo -se inclinó hacia atrás y apoyó los codos en la mesa que estaba a sus espaldas-. Creerás que estar prometida a Grant me habría hecho feliz, pero no fue así. Qué cretino. Cobarde. Canalla. Menudo capullo sin corazón…
– ¿Molly?
– ¿Qué pasa? -Molly lo miró fijamente-. Estaba usando palabras que empezaran por ce.
– Ya lo sé, pero los dos sabemos ya que Grant no es un tipo agradable.
– Es una rata.
Dylan rió entre dientes y esperó a ver si Molly recitaba una retahíla de calificativos que empezaran por erre, pero no dijo nada más, sino que miró al cielo. Su postura, con los brazos hacia atrás y los codos casi a la altura de los hombros, hacía que sus senos sobresalieran en dirección hacia él. Trató de no mirar, pero la tentación fue demasiado fuerte. Llevaba una sudadera, una prenda lo bastante holgada como para ocultar sus curvas, pero sabía que estaban allí. Que estuvieran y que no pudiera verlas lo estaba volviendo loco. Todo en ella lo volvía loco, pero le gustaba. Le gustaba desear y no tener. Le gustaba estar con ella. Le gustaba ella. Lo cierto era que no tenía muchos amigos y que le gustaba pensar en Molly como en uno de ellos. La miró a la cara y vio que lo estaba observando.
– ¿Qué pasa?
– Estaba pensando. Hace unos días me preguntaste por qué quería desaparecer durante quince días. ¿Qué motivos tienes tú, Dylan? ¿Por qué lo dejaste todo para acompañarme?
– Muy fácil. Tengo que tomar algunas decisiones y no estoy seguro de qué hacer. Pensé que el descanso me ayudaría.
– ¿Cuál es el problema?
– Relámpago Black.
– ¿Tu compañía? Pensaba que iba muy bien.
– Es cierto. Tengo más trabajo del que puedo abarcar. Rechazamos pedidos todas las semanas. Pronto empezaremos a expandirnos, pero no quiero hacerlo demasiado deprisa para no perder el control de calidad. No me gusta pasar tanto tiempo en el despacho, en lugar de en la fábrica, y tampoco he estado haciendo muchos diseños últimamente. El problema es que una multinacional de motocicletas quiere comprarme. Me han prometido un puesto en la empresa, mi propio equipo de diseño y mucho dinero. Podría hacer lo que me gusta, pero perdería el control. Al final, a eso se reduce todo: dinero o libertad. Si acepto la oferta, ¿estoy siendo inteligente o me estoy vendiendo?
– Buena pregunta. ¿Qué te dice tu instinto?
– Ahora mismo no dice nada.
– Mentiroso -Molly estiró los brazos por encima de la cabeza y luego dejó caer las manos en el regazo-. ¿Quieres saber lo que pienso?
Por sorprendente que pareciera, sí quería. De repente, su opinión era muy importante para él, aunque, de momento, no pensaba pararse a analizar el porqué.
– Sí.
– ¿Te importa el dinero? He visto tu casa. No se puede decir que seas pobre.
– De acuerdo -rió Dylan-. La verdad es que no me va mal. Parte del atractivo de la oferta es que podría expandirme enseguida. Tendría el capital y el tiempo para mantener el control de calidad. Si espero, quién sabe cuánto tiempo, tendré que esperar a tener el capital necesario.
– ¿No te afectará trabajar para otro? -preguntó-. No estás acostumbrado al trabajo en equipo, Dylan, siempre has hecho las cosas a tu manera. ¿Crees que podrías sobrevivir acatando órdenes?
– Buena pregunta -dijo Dylan, y reflexionó al respecto-, pero no tengo la respuesta. Me siento como si el diablo me estuviera tentando.
– Tal vez. Creo que el diablo tiene la habilidad de hacer que sus ofertas parezcan muy estimulantes. A fin de cuentas, es su trabajo. Mi consejo es que escuches lo que te dice el corazón. Hasta que no sepas lo que Relámpago Black significa para ti, no sabrás lo que perderás renunciando a ella.
Sus palabras tenían mucho sentido.
– Agradezco tu aportación.
– De nada. Me parece que los dos tenemos muchas cosas en qué pensar.
Ella más que él, se dijo Dylan. La compañía lo amenazaba con retirar su oferta si no respondía, pero sabía que volverían a intentarlo. Tenía tiempo, pero Molly… Tenía que tomar algunas decisiones difíciles. Grant, su trabajo. Teniendo en cuenta por lo que estaba pasando, parecía muy serena.
– ¿Y tú qué vas a hacer? -le preguntó.
Un mechón de pelo se soltó de su trenza y cayó sobre su rostro. Molly se lo colocó detrás de la oreja.
– No lo sé. Ahora mismo, ni me importa. Tengo dinero en el banco, así que no tengo prisa. Supongo que es una suerte, aunque no me considero afortunada precisamente -dijo, y suspiró.
– ¿Te gustaría volver a hacer el mismo trabajo?
– Tal vez. Me gustaba, pero no me apasionaba. Echaré de menos más a la gente que al trabajo.
– ¿Qué es lo que te apasiona? Tal vez puedas empezar por ahí.
Se quedó inmóvil, y luego la tristeza empañó su rostro. Por un momento pensó que iba a llorar y trató de suprimir el pánico. ¿Qué había dicho? Pero Molly no lloró, se limitó a encogerse de hombros.
– Antes te habría dicho que me apasionaba Grant, pero ahora me pregunto si era cierto -volvió a suspirar-. Ya ni siquiera quiero ponerle calificativos, así que creo que los efectos del vino se están pasando. Como respuesta a tu pregunta, te diré que no sé qué es lo que me apasiona. Tal vez sea eso lo que tengo que averiguar.
– Hay centros de orientación laboral -dijo Dylan-. Podrías hacer unos tests para saber qué se te da bien. Tal vez la misma clase de trabajo en un área distinta.
– Tal vez -Molly se puso en pie-. No quiero hablar de este tema ahora mismo.
– No puedes esperar siempre. Algún día tendrás que buscar trabajo.
– Lo sé, pero hoy no -le dijo con mirada firme-. Si no te importa, me gustaría que volviéramos a la casa.
– Molly…
Molly levantó la mano.
– Sé que me lo dices con buena intención, es natural en un hombre querer arreglarlo todo. Pero no tengo arreglo, todavía no. Olvídalo, Dylan. Créeme cuando te digo que hay cosas que no entiendes.
Dylan quiso decir algo más, pero Molly se alejó antes de que tuviera oportunidad de hacerlo. Fue a recoger el vino y luego la siguió hasta la motocicleta.
Por primera vez, durante el trayecto de vuelta a la casa, no se apoyó en él. Supuso que se estaba agarrando a la barra que había bajo el asiento, y se sorprendió añorando el contacto de su cuerpo contra el suyo.
Molly llevaba fuera demasiado tiempo. Dylan miró por la ventana de atrás de la diminuta casa y se preguntó si debía ir a buscarla. Después de regresar de la bodega le había dicho que quería dar un paseo para despejarse por completo del vino. Ya casi había pasado una hora, pronto anochecería y empezaba a preocuparse.
Aunque se dijo que no era asunto suyo, tomó su chaqueta y salió por la puerta delantera. Sabía que estaba mal. La había presionado demasiado al hablar de su trabajo, y ella había querido hacer aquel viaje para olvidarse de lo que la preocupaba, no para que él se lo echara en cara. Aunque no le gustaba la generalización, sabía que era cierta: como hombre que era, quería arreglarlo todo.
Unas pocas nubes aparecían suspendidas en el horizonte. Tenían un color dorado y amarillo pálido debido al sol. El mar estaba agitado, podían verse olas a lo lejos. La marea estaba alta aquella noche y las olas rompían con fuerza en la orilla.
Se dirigió al norte porque ésa era la dirección que tomaban cuando paseaban por la playa. Un viento frío agitaba su chaqueta y le revolvía el pelo. Mientras caminaba, escrutaba la playa, buscando algún rastro de ella, y trataba de ignorar la voz que le decía que Molly le estaba ocultando algo.
Su instinto podía mantenerse callado en lo referente a la venta de su empresa, pero hablaba por los codos sobre Molly Anderson. Para empezar, era muy explícito en el hecho de que la deseaba. Apartó aquella idea por el momento. También estaba la cuestión de qué secreto le estaba ocultando. Después de todo, escuchaba los mensajes de su contestador automático todos los días. No podía imaginarlo, pero tal vez fuera el motivo por el que había reaccionado tan emotivamente horas antes.
Había una zona de juegos más adelante, con varios bancos. A aquella hora del día, cuando ya hacía fresco, no había ningún niño a la vista. Vio a un anciano sentado en un banco con un perro grande a su lado. Alguien más estaba más próximo a la orilla, sobre la arena. Al acercarse se dio cuenta de que era Molly. A su alrededor, trepando sobre ella, lamiéndole la cara y mordisqueándole los dedos, había media docena de cachorros negros de perro labrador.
El anciano levantó la vista al verlo y señaló a Molly.
– ¿Es su esposa?
Por un instante, Dylan quiso decir que sí. No sabía por qué, pero la necesidad de que la perteneciera era fuerte.
– Una amiga -dijo en cambio.
– Los cachorros nos ayudan en los momentos de aflicción.
Al oír las palabras del anciano, Dylan se fijó en Molly y vio que estaba llorando. A pesar de que acariciaba y jugaba con los perros, las lágrimas se deslizaban por sus mejillas.
Molly no lo había visto y Dylan no hizo nada para llamar su atención. Cuando el anciano se movió para hacerle sitio en el banco, le dijo que no con la cabeza. Prefería volver a la casa y dejar a Molly a solas, pero se sentía mal por ella. ¿Por qué lloraba? ¿Por la conversación que habían tenido? ¿Tendría algo que ver con las llamadas que hacía todas las noches? Quería preguntárselo, pero no lo hizo.
El viento agitó su trenza y la deshizo casi por completo. Los largos mechones de pelo ondearon en torno a su rostro, y uno de los cachorros se lanzó a atrapar un rizo.
Molly se echó a reír y apartó al animal. Entonces, la luz del ocaso cayó sobre ella, acentuando el color rubio pálido de su pelo y el brillo de sus mejillas. Estaba increíblemente hermosa y triste a la vez. No sabía por qué no se había dado cuenta antes. Quería hacer o decir algo, pero no tenía derecho a irrumpir en su intimidad, así que dio media vuelta y volvió a la casa para esperarla allí.