Capítulo 1

Diez años después


– En las películas es más fácil -dijo Molly, de pie junto al marco de la puerta mientras contemplaba el desorden de su habitación. En el cine y en la televisión, cuando un personaje decidía hacer las maletas y dejarlo todo atrás, se oía la música de fondo, había un cambio de escena y el personaje en cuestión aparecía en la carretera, en un avión o donde fuera. En la vida real, alguien tenía que hacer el equipaje-. Como parece que nadie se ofrece voluntario, supongo que tendré que hacerlo yo misma -murmuró.

Contempló la maleta abierta sobre la cama y los montones de ropa desperdigados a su alrededor. Había un bloc de notas en la cómoda con una lista de las cosas que tenía que hacer antes de marcharse: pedirle a una vecina que le recogiera el correo, comprobar que había pagado todas las facturas. Al menos no tenía un perro o un gato del que preocuparse. También estaba el pequeño detalle de decidir a dónde quería ir. Le resultaría más fácil marcharse si tuviera claro su destino. Pero, en aquellos momentos, lo único que quería hacer era irse… y no volver jamás. Desgraciadamente, no tenía esa opción.

Se acercó a la cama y tomó un jersey entre las manos. Estaban a principios de mayo en el sur de California, lo que significaba que los días eran cálidos y las noches frescas. Lo metió en la maleta. Necesitaba pantalones vaqueros, ¿pero vestidos? Un vestido o una falda y una blusa requerían medias y zapatos de tacón, y no quería cargar con todo aquello. Además, estaba la cuestión del bolso a juego y… Molly maldijo entre dientes.

– Nada de eso es importante -se dijo-. Vete de una vez.

Sintió cómo las lágrimas se agolpaban en sus ojos, unas lágrimas que había prometido no seguir derramando. No debía sufrir, pero lo hacía. Ojalá pudiera olvidar. Ojalá pudiera dormir durante los quince días siguientes hasta que todo se hubiera resuelto.

Movió la cabeza. Iba a tardar más de quince días en resolverse, recordó. Tal vez meses. De modo que, en cuestión de un año todo estaría bien, ¿no? No tenía la respuesta, nadie la tenía. Inspiró profundamente y contuvo las lágrimas. Era fuerte y no estaba dispuesta a deprimirse. Se cuadró de hombros, se acercó a la cómoda y sacó el cajón de ropa interior. Luego, volvió a la cama y vació todo su contenido en la maleta. Si no podía decidir qué llevar, se lo llevaría todo. Eso hacía la vida más sencilla.

Dejó el cajón vacío en la alfombra y empezó a rebuscar entre las braguitas y los sujetadores. Tomó un sujetador sencillo de deporte, uno de los últimos que había comprado, y algo llamó su atención. Un destello de luz… un reflejo.

Molly hurgó en la maraña de encaje y algodón. Al apartar a un lado las prendas, el pequeño objeto se deslizó a una esquina de la maleta. Lo tomó y lo miró. Por primera vez en diez días, Molly sonrió, y pasó el pulgar sobre el anillo de oro. El anillo de Dylan, el que había comprado para su hermana pero le había dado a ella. Habían pasado años. Molly se dejó caer sobre el colchón. ¿Qué habría sido de él? Había desaparecido de su vida de repente, igual que uno de esos héroes de las películas del Oeste que tanto le gustaban. Sólo que en lugar de irse montado sobre un recio caballo, se había alejado montado en su motocicleta.

Se preguntó dónde estaría aquel día. ¿Seguiría teniendo la misma magia? Antes, estar junto a Dylan había bastado para hacer que su mundo estuviera bien. Lo tenía por el hombre más perfecto y atractivo del planeta. Se acordó de lo poco atractiva que era ella entonces, con sus granos y su aparato ortopédico, e hizo una mueca. Pero Dylan siempre había tenido tiempo para ella. Le había hecho sentirse especial y nunca lo olvidaría.

Se colocó el anillo en el dedo corazón de su mano derecha. Sin duda, Dylan seguiría rompiendo corazones a una velocidad alarmante. O tal vez había madurado, como todos los demás, y era un hombre casado de mediana edad, con dos hijos y una hipoteca. Trató de imaginarlo conduciendo un respetable sedan, pero la imaginación le falló. Para ella, Dylan siempre sería joven y atractivo, un peligroso rebelde con chaqueta y botas negras.

Dejó el anillo en el dedo y reanudó la tarea. Estaba doblando una camisa de algodón de mangas largas cuando sonó el teléfono. Sabía quién era antes de contestar.

– Estoy bien -dijo al descolgar el auricular y colocárselo entre el hombro y el cuello.

– Podría haber sido un vendedor -dijo Janet-, y te habrías sentido muy tonta.

– No, el teléfono sonaba como si fueras tú. Sabía quién llamaba -dejó la camisa y se sentó en el suelo-. En serio, estoy bien.

Janet suspiró, y aquel sonido llegó claramente desde el otro extremo del estado. Janet y su marido, Thomas, vivían al norte de California, en Mill Valley, cerca de San Francisco.

– No te creo, Molly. Estoy preocupada. Ya sé que me dices que no me preocupe, pero no puedo evitarlo. Eres mi hermana y te quiero.

– Te lo agradezco -Molly dobló las rodillas y las acercó a su pecho-. Yo también te quiero. No podría haber sobrevivido sin tu ayuda, pero tienes que creerme. Estoy bien.

Era una mentira insignificante.

– He pensado en ir a verte y pasar una semana o dos contigo. Hasta que… ya sabes.

Molly imaginó a Janet pasando una semana en su pequeño apartamento preocupándose por todo. Lo cierto era que la idea tenía mérito. Janet y ella no se habían llevado bien de niñas, una situación favorecida por su madre, pero después de que Janet se casara y se fuera a vivir al norte de California, las dos hermanas habían descubierto que tenían más cosas en común de lo que habían creído y habían creado entre ellas un estrecho lazo de afecto.

– Por atractiva que me parezca la idea – dijo Molly-, tienes tres niñas y sé que mis sobrinas nunca me perdonarían que apartara a su madre de su lado, aunque fuera sólo por unos días. Y para serte sincera, echas de menos a Thomas cuando no estás con él. Al tercer día, eres todo gemidos y llantos. Me pondrías de los nervios -Molly lo dijo en tono desenfadado, en parte porque era cierto y en parte porque tenía miedo de que Janet y ella no hicieran más que llorar durante aquella semana-. Además -añadió-, voy a hacer un viaje.

– Tienes razón en eso de que las niñas me echarán de menos y de que me pongo llorosa cuando no estoy con Thomas. La idea del viaje es buena. Ven a vernos. Sabes que nos encantaría tenerte con nosotros.

– Me gustaría -dijo Molly lentamente. Y tanto que le gustaría. Su hermana y su cuñado la colmarían de atenciones y las niñas la ayudarían a olvidar. La familia era un consuelo, pero…-. Aunque necesito cambiar de aires de forma drástica. Todavía no he decidido a dónde iré, pero te llamaré cuando llegue al sitio en cuestión.

– No sé si debería persuadirte para que vengas a verme o dejar que hagas lo que quieras.

– Ya me dabas bastantes órdenes cuando éramos pequeñas, así que creo que deberías darme un descanso.

Janet suspiró otra vez.

– Está bien. Confío en que sabes lo que haces. Sólo que me siento frustrada. Me gustaría poder hacer algo.

– Dímelo a mí -Molly se colocó un mechón suelto detrás de la oreja. Al bajar la mano se fijó en el anillo que llevaba en el dedo-. Janet, ¿te acuerdas de Dylan Black?

– Vaya forma de cambiar de tema -rió su hermana-. Claro que me acuerdo. Es el chico rebelde de mi pasado, moreno y peligroso, no me convenía en absoluto. Menos mal que apareció Thomas y me rescató. No había pensado en él en años, ¿por qué lo preguntas?

– Cuando hacía las maletas, encontré el anillo que me dio. El anillo de boda que compró para ti. Todavía lo tengo, y al verlo me he acordado de él.

– Déjame pensar. Fue a la reunión de antiguos alumnos del instituto hace cinco años. Tiene una empresa de diseño de motos en Riverside. Se llamaba Black algo, no recuerdo exactamente. Según se decía, había prosperado mucho.

– Qué interesante -dijo Molly, y cambió, de tema. Siguieron hablando durante unos minutos y luego Molly volvió a prometer que pensaría seriamente en la idea de ir a verla. Si no lo hacía, al menos le haría saber dónde estaba.

Después de la llamada de teléfono, tardó media hora más en terminar de hacer el equipaje. Luego, Molly arrastró la maleta hasta la sala de estar, se sentó en el sofá y se quedó mirándola. Bueno, ¿dónde podía ir? Quería huir de su vida durante una semana o dos, encontrar un lugar donde olvidar lo que había pasado y pensar en lo que haría en el futuro.

¿Un crucero? ¿Un viaje en tren a Nueva York? Tal vez podría ir a Acapulco y emborracharse durante una semana. Claro que una margarita bastaba para marearla, y dos la dejaban ya fuera de juego, así que emborracharse era prácticamente imposible. Necesitaba planear algo.

Sus ojos se posaron en el anillo. Movió la mano para que el oro centelleara. Incluso después de todos aquellos años, todavía recordaba la emoción de aquel momento, cuando Dylan le había dado el anillo. Claro que para él no había sido un gesto romántico. Había sido una manera de hacerle saber que no había olvidado la promesa que le había hecho. Cuando Molly se hiciera mayor, los dos partirían en busca de una aventura.

Mientras Molly contemplaba el anillo, una idea cobró forma en su cabeza. Era una tontería. Sería una locura si la llevaba a cabo, después de todo, habían pasado diez años. Ni siquiera la recordaría… ¿no? Se puso en pie.

– Al menos, puedo empezar por ahí -susurró-. Un lugar al que irme mañana.

Y necesitaba eso más que cualquier otra cosa. El resto, no importaba. Haría la locura de ir a visitar a Dylan Black, y luego ya pensaría qué hacer. Tal vez iría al norte a visitar a su hermana. No importaba. Lo único que quería era irse de allí y poder olvidar.


Dylan Black colgó el teléfono con fuerza y se quedó mirándolo con enojo. Evie, su ayudante, levantó sus cejas oscuras.

– Destruir el material de la oficina no me parece muy productivo, pero a fin de cuentas, sólo soy una empleada.

Dylan se recostó en su asiento y la miró.

– Están haciendo el acuerdo tan atractivo que cuesta resistirse. No puedo decidir si voy a salir ganando o a vender mi alma al diablo.

– Si son el diablo, sus precios han subido. La mayoría de la gente que conozco vendería su alma por mucho menos que varios millones de dólares.

Dylan tenía que darle la razón. Pero claro, muchas personas ponían un precio demasiado bajo a su alma. No era estúpido, sabía exactamente por qué lo estaban tentando… querían lo que tenía y no tenían nada que perder. ¿Pero y él?

– Ya estás con esa mirada pensativa -dijo Evie, moviendo la cabeza-. Detesto cuando te pones así, así que voy a volver a mi mesa. Si necesitas algo, llámame.

– Lo haré, gracias.

Cerró la puerta al salir. Dylan giró en su sillón y se quedó mirando por la ventana. El desierto abrupto y seco de California se extendía más allá del complejo de una sola planta que era su oficina. Sus críticos decían que levantar su empresa de diseño de motocicletas, Relámpago Black, en pleno Riverside había sido un gran error. Pero el solar había resultado barato, disponía de buena mano de obra y Dylan podía disfrutar de los espacios abiertos. Hacía un calor infernal en verano y estaba a casi dos horas del aeropuerto de Los Ángeles, pero era un precio muy pequeño que pagar por su autonomía. Había invertido todo lo que tenía en aquella compañía. En menos de cinco años, había demostrado a los críticos que se habían equivocado. En aquellos momentos lo calificaban de visionario en su industria… el mago que marcaba la pauta de la moda. Entonces, ¿por qué estaba pensando en vender?

Ya sabía la razón, y no tenía nada que ver con la magia o con el diablo. Quería vender su compañía porque la oferta que le habían hecho era demasiado dulce como para dejarla pasar. No sólo le ofrecían una cantidad ingente de dinero, sino que tenía un puesto garantizado en la nueva empresa. Por fin, contaría con los recursos necesarios para hacer toda la investigación que quería. Podría diseñar a placer, y explorar todos los proyectos que había dejado aparcados hasta entonces. Sería un estúpido si dejaba pasar por alto aquella oportunidad.

Excepto por un detalle. El dinero y la oferta de trabajo iban acompañados de un jefe al que tendría que responder. Dylan se conocía lo bastante bien como para saber que aquello supondría un problema. La pregunta era si sería un gran problema o podría soportar las consecuencias. Ganaría en recursos, pero perdería el control de Relámpago Black. Su abogado no lo dejaba ni a sol ni a sombra desde hacía semanas. A fin de cuentas, aquélla era la oportunidad de su vida, pero su instinto seguía diciéndole que debía esperar y pensarlo mejor. Después de todo, él había sido quien había trabajado veinticuatro horas al día durante todos aquellos años. Los diseños innovadores eran suyos. Había llevado sus motos al circuito de carreras, y a veces se las había dado a los pilotos para que pudieran probar nuevos sistemas en las peores condiciones. Se había entregado en cuerpo y alma a su empresa, ¿cómo podía venderla? Sería como vender un brazo o una pierna.

El dinero contra los principios. Un antiguo dilema. Los filósofos ya habían debatido aquel asunto cuando la corteza terrestre todavía estaba enfriándose. Entonces, ¿qué debía hacer?

Aquello resultaría mucho más fácil, reconoció, si no fuera tan cínico. Años antes, cuando todavía era un soñador, le habría ofendido que insinuaran que podían comprarlo. Si su abogado de entonces hubiera sugerido la venta de la empresa, le habría enseñado la puerta de salida y lo habría despedido. ¿Cuándo había dejado de ser tan sencilla la vida?

– Al diablo con todo -murmuró, concluyendo que no tenía por qué decidirlo en aquel momento.

La compañía compradora le había dado quince días para fijar una reunión preliminar. Si se negaba, retirarían la oferta, así que esperaría hasta que algo cambiara, hasta que supiera de qué lado ponerse. Mientras tanto, tenía que repasar algunos informes.

Se volvió y se puso delante del ordenador. Luego empezó a teclear. Ya estaba absorto en el extracto de cuentas trimestral cuando Evie lo llamó por el interfono.

– Tienes visita -le dijo-. Molly Anderson. No tiene cita, Dylan, pero dice que la conoces de hace años.

Los recuerdos tardaron un segundo en ordenarse. Molly, la hermana pequeña de Janet. Claro que la recordaba, con su pelo claro y rizado y sus ojos grandes. Era una niña dulce y siempre lo había idolatrado. Normalmente eso le habría molestado, pero en el caso de Molly se había sentido halagado. Tal vez porque la niña tenía buen corazón y era sincera con él. No podía decir lo mismo de muchas personas aquellos días.

– Que pase -le dijo.

Se puso en pie y cruzó la estancia. Cuando Evie abrió la puerta del despacho, ya estaba allí para recibirla. Tenía el brazo extendido y la sonrisa en los labios, pero la mujer que entró en su despacho no era la adolescente que recordaba.

Seguía siendo bajita, de un metro sesenta de estatura. Le había crecido el pelo y lo llevaba recogido en una trenza. Un ligero maquillaje acentuaba sus grandes ojos de color avellana, los granos habían desaparecido y sus mejillas brillaban con su color natural. Su sonrisa era amplia y su paso firme. Una camisa de manga larga y unos vaqueros se ceñían a un cuerpo generosamente curvo.

– La señorita Anderson -dijo Evie, y los dejó solos.

– La pequeña Molly se ha hecho mayor -declaró, sorprendido de su presencia. La mujer que estaba frente a él asintió y se ruborizó.

– No me habían llamado así hacía años. Supongo que estarás sorprendido de verme.

– Sí, gratamente -Dylan decidió que estrecharle la mano no era lo apropiado en aquella situación. Después de todo, aquélla era Molly, así que abrió los brazos-. ¿Por los viejos tiempos?

Molly dio un paso hacia él y Dylan la abrazó. Era cálida y mullida, y estrecharla en sus brazos no estuvo mal, pero ella parecía rígida e incómoda, así que se apartó y le indicó que se sentara en el sofá de cuero que había en un rincón de su despacho. Luego se acercó al bar de la librería.

– ¿Un refresco? ¿Una copa de vino?

– No, gracias.

Se sentó junto a ella y se cruzó de piernas, apoyando una bota en la rodilla. No tenía muchas visitas inesperadas, y desde luego, ninguna de su pasado. La intrusión no lo molestaba, en todo caso, sentía curiosidad.

– ¿Qué te trae por aquí?

Molly estaba sentada con las manos en el regazo y retorcía los dedos.

– No estoy segura. Creo que ha sido un impulso por mi parte. Espero que no te importe.

– En absoluto. Han pasado muchos años.

– Diez -asintió Molly-. Aunque no los he estado contando.

– Has crecido. Siempre fuiste una niña adorable, pero ahora eres una mujer adorable -aquel cumplido pareció sincero y fluido. Los cumplidos siempre se le habían dado bien.

– Y tú sigues tan encantador como siempre -rió Molly-. La verdad es que era feúcha, pero he mejorado algo. Nunca seré una modelo de revista, pero no me importa.

Dylan la observó. No podía recordar la última vez que había pensado en Molly, o en Janet, que en su momento había sido el amor de su vida, o al menos eso había creído a los veintitrés años. Molly se volvió hacia él.

– Estaba hablando con mi hermana y tu nombre surgió en la conversación. Me pregunté cómo estarías, y como iba a salir de viaje y a pasar por aquí, se me ocurrió hacerte una visita. ¿Te resulta chocante?

– En absoluto, me alegro de que lo hicieras. Háblame de ti. Sigues usando el mismo apellido, así que o no estás casada o eres una mujer moderna e independiente que se niega a dejarse arrollar por las expectativas de la sociedad.

Molly le brindó una sonrisa un poco forzada.

– No estoy casada. Veamos. Me licencié en empresariales y he estado trabajando como supervisora contable en una empresa de telecomunicaciones de Los Ángeles. Tengo costumbres buenas y malas. He oído que has prosperado mucho.

– Diseño motocicletas -dijo señalando el despacho con la mano-. No pensé que podría ganarme la vida haciendo algo que me apasiona, así que se puede decir que soy feliz.

Excepto en aquellos momentos, reconoció para sí, aunque no iba a pensar en las decisiones que tenía que tomar. Molly era una distracción inesperada y agradable y, de repente, se sentía complacido de que lo hubiese buscado. Miró la hora en su reloj. Casi era mediodía.

– Si tienes tiempo -le dijo-, me encantaría llevarte a almorzar. Hay un restaurante muy bueno a unos dos kilómetros de aquí. Por fuera no parece nada especial, pero preparan las mejores hamburguesas del condado -sonrió-. Podremos ponernos al día de lo ocurrido en estos años y ni siquiera te haré subir a una moto para ir allí.

– Me parece estupendo -dijo Molly.

Media hora después, estaban en un reservado del restaurante. La camarera ya les había llevado las bebidas y les había tomado nota. Molly bebía una margarita y él una cerveza. No solía tomar alcohol durante el día, y todavía tenía muchas cosas que hacer en la oficina, pero al ver que pedía una copa había decidido acompañarla.

Mientras observaba a Molly, no podía apartar de su cabeza la idea de que algo iba mal. Estaba más que nerviosa. Por la forma en que lo miraba, no podía evitar preguntarse por qué había ido a verlo. Estaba rígida, como si se sintiera incómoda. Había eludido casi todas sus preguntas, como si no quisiera hablar de su vida personal.

Sintió la atención de otros empresarios. La ciudad era lo bastante pequeña como para que todo el mundo se conociera, si no de nombre, de vista. No solía llevar a muchas mujeres a aquel lugar, y las que llevaba no se parecían a Molly. Le gustaban altas, morenas y de piernas largas. Había desarrollado una debilidad por aquel tipo de mujer después de salir con la hermana de Molly, Janet.

– Sé lo que estás pensando -dijo Molly.

– Lo dudo.

– Te estás preguntando por qué estoy aquí. Quiero decir, que estoy segura de que te alegras de verme y todo eso, pero ¿qué es lo que quiero?

Buena suposición por su parte. Varias posibilidades pasaron por su cabeza. ¿Dinero? ¿Trabajo? ¿Esperma? La última idea casi le hizo sonreír. No importaban los años que habían pasado, no podía imaginar a la pequeña Molly pidiéndole esperma a nadie.

– La verdad es que quiero algo -dijo, y metió la mano en su bolso. Hurgó en su interior y sacó un pequeño objeto, luego lo dejó sobre la mesa.

Dylan no imaginaba qué sería, pero se quedó atónito al ver el anillo de oro sobre la superficie de madera.

– Esto es tan inesperado -dijo, tratando de bromear porque no sabía qué decir.

– No es lo que piensas -le dijo Molly.

– Bien, porque no sé qué pensar.

– ¿Te acuerdas del anillo?

– Claro -Dylan lo tomó en su mano. Sólo había comprado un anillo de boda en su vida y había sido para Janet, cuando pensó que no podría seguir viviendo si ella. Era evidente que se había equivocado. El tiempo lo curaba todo… lo mismo que las lecciones de la vida-. Lo compré para tu hermana.

– Luego me lo diste a mí, el día de su boda.

Dylan asintió. Creyendo que contemplar parte de la ceremonia cerraría sus heridas, se había presentado en la iglesia. Molly había salido a despedirle. Recordaba haberle dado el anillo, pero no recordaba por qué. Molly inspiró profundamente.

– No quería que te fueras. Por razones diversas, aunque la única que podía decirte en aquel momento era que me habías prometido llevarme contigo de aventura cuando fuera mayor. Así que me diste el anillo y me dijiste que te lo trajera cuando estuviera lista -Molly carraspeó. El color empañaba sus mejillas y bajó la cabeza, de modo que se quedó mirando la mesa-. Bueno, estoy lista si tú todavía quieres hacerlo.

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