Capítulo 15

Molly se quedó quieta hasta que dejó de oír el ruido de la motocicleta de Dylan, luego se desembarazó del brazo de Grant. Estaba tan aturdida, y no quería tener aquella conversación con él. Por desgracia, no se le ocurría ninguna excusa para despacharlo. Tal vez fuera mejor así. Podrían terminar de una vez.

– Vine a verte anoche, pero no estabas -dijo Grant. Su tono era desenfadado, pero notó su irritación.

– Ya te lo he dicho, estaba fuera.

Al llegar a la puerta de entrada de su apartamento, le tendió la caja de rosas y sacó su llavero.

– Permíteme -le dijo, y sonrió.

Molly hizo una mueca. Se había olvidado de que le había dado la llave de su apartamento. Tampoco la usaba mucho. Grant raras veces pasaba la noche con ella y su trabajo en el bufete hacía que Molly estuviera en casa mucho antes de que él apareciera. Tal vez había sido un gesto simbólico, pensado para hacerles sentirse unidos. En aquel momento probablemente había funcionado, pero ya se sentía cansada y molesta.

Entraron en el apartamento. La sala de estar estaba exactamente como la había dejado hacía dos semanas. Una vecina había recogido su correo y se lo había dejado en la mesa de la cocina, podía ver el montón de cartas desde donde estaban.

Grant se volvió hacia ella, le puso las manos en los hombros y la besó. Seguramente había querido besarla en la boca, pero Molly volvió la cabeza y sintió el roce de sus labios en la mejilla. Cerró los ojos y trató de sentir algo placentero y familiar en aquel contacto, pero en lo único en que podía pensar era en lo mucho que le costaba respirar. Dylan se había ido de verdad.

– Así que -dijo Grant, dejando las llaves en el mostrador que dividía el comedor de la sala de estar para tomar la caja de rosas-, has estado fuera unos días.

Vio cómo buscaba un jarrón. Encontró uno en la balda superior de la despensa, abrió la caja y empezó a colocar las rosas. Eran hermosas. De color rojo oscuro y olorosas.

– Sí, necesitaba algo de tiempo para pensar. He tenido muchas cosas en la cabeza -le señaló las flores-. Son muy bonitas, gracias.

Grant siguió colocando las rosas. Los ojos de Molly se posaron en sus llaves. Sin pensarlo, dejó la bolsa en el suelo, tomó el llavero de Grant y empezó a separar la llave de su apartamento del resto. Sólo tardó un segundo en sacarla y metérsela en el bolsillo. Grant ni siquiera se dio cuenta.

Cuando terminó de organizar el jarrón, lo llevó a la sala de estar y lo colocó en la mesa auxiliar. Luego se sentó en el sofá y dio una palmada en el espacio que había a su lado.

Molly se acercó y se sentó en el extremo opuesto del sofá. Grant no se dio por aludido. Se acercó hasta ella y tomó sus dos manos. Tenía los ojos castaños, de un color indefinido, neutro. Se dijo que estaba mal compararlo con Dylan, porque no tenían nada que ver. Qué extraño que los dos hubieran tenido un gran peso en su vida.

– Sé lo que estás pensando -dijo Grant.

– Lo dudo.

La miró con su mirada de lechuza, como si estuviera haciendo grandes esfuerzos por parecer razonable.

– Estás pensando que voy a molestarme por tu amigo de la moto. Reconozco que no me dio buena impresión, pero confío en ti, Molly. Siempre lo he hecho. Eres una mujer maravillosa y no puedo creer lo estúpido que he sido -Molly trató de soltarse, pero él la sujetó con más fuerza-. Fue así -continuó-. Estaba trabajando en un caso muy importante. Ya sabes que mi trabajo es muy estresante. Sé que lo entiendes. Además, tú y yo nos habíamos estancado en la rutina.

Abrió la boca para protestar pero no sabía qué decir. No, no podía estar tratando de echarle la culpa a ella, ¿verdad?

– ¿La rutina? -consiguió decir.

– Sí, siempre hacíamos lo mismo. No es culpa de nadie, estas cosas pasan. Entre eso y las horas de trabajo, bueno, yo…

Se quedó mirándolo, esperando oír una excusa. Al ver que se quedaba callado le dijo:

– Te largaste con tu secretaria. Se suponía que estábamos comprometidos y te fuiste con otra mujer. Eso es más que rutina, Grant. Es el Cañón del Colorado.

– Ya veo que estás molesta -Grant se removió en su asiento.

– Y tanto que sí. Te fuiste sin avisar. Me llamaste desde el hotel para decirme lo que habías hecho. Hasta llamaste a cobro revertido. Eres un canalla egoísta y sin corazón, y los dos lo sabemos.

– Está bien -Grant se puso en pie y la miró-. Te vas a poner sentimental. No importa. Yo puedo razonar por los dos. Reconozco que mi comportamiento fue inadecuado, no debí haberme ido con ella. Pero no voy a aceptar toda la culpa. Es muy joven y bonita. No hacía más que intentar seducirme y un día dejé de resistirme. Fue un error.

Estaba tan tranquilo que Molly no sabía si reír o empezar a tirarle objetos a la cabeza.

– Ahórrate los detalles -le dijo.

Siguió explicando cómo el viaje a México había sido un arrebato. Cuando empezó a describir las playas de arena blanca, lo silenció. Aquello no iba a llevarlos a ninguna parte.

– ¿Qué pretendes, Grant? -le preguntó, interrumpiéndolo a mitad de frase. Grant parpadeó, luego señaló las flores con un gesto de la mano.

– Yo diría que es evidente. Tenemos que restablecer nuestra conexión emocional. La intimidad y la confianza han salido perjudicadas.

Se había ido con su secretaria de veintidós años y consideraba que su relación había salido perjudicada. ¿Qué haría falta para destruirla? Vio cómo se movía por la estancia, como si estuviera en un tribunal. Él era el abogado defensor y ella… Bueno, no estaba segura de su papel en toda aquella charada. Grant era razonablemente atractivo, pero no podía imaginarse amándolo. Ya no, ni nunca. ¿Qué había sido? ¿Una conveniencia? ¿Otra forma de acomodarse, de no esperar demasiado para que si lo perdía no le doliera tanto?

– ¿Me amas? -le preguntó.

– Molly, ¿cómo puedes preguntarme eso?

– Porque quiero saberlo. ¿Me amas?

– Eres la mujer con la que quiero pasar el resto de mi vida. Habíamos hablado de tener hijos juntos.

– Esa no es una respuesta. ¿Por qué no estás con tu secretaria ahora mismo? ¿Qué ocurrió en el paraíso?

Grant tuvo la vergüenza de sonrojarse.

– Es muy joven.

– ¿Y?

Se aclaró la voz, luego hundió las manos en los bolsillos de su pantalón. Molly se dio cuenta de que estaba trajeado y que era mediodía. Había salido del trabajo para ir a hablar con ella. Increíble. Luego miró el reloj y comprendió que era su hora del almuerzo.

– No teníamos tanto de que hablar -reconoció.

– Entiendo.

– Tendrías que estar contenta -le dijo-. Me he dado cuenta de que ha sido una estupidez antes de que estuviéramos casados y pudiera haberte hecho daño.

De modo que pensaba que no le había hecho daño. Por extraño que pareciera, tenía razón.

– ¿Cómo sabías que no estaba en el trabajo? -preguntó.

Después de todo, él se había ido y ella no había tenido oportunidad de decirle que la habían despedido.

– Me pasé por tu oficina el viernes. Tu jefe me dijo que te habías tomado un par de días libres. También mencionó que te habían ascendido y subido el sueldo. Enhorabuena.

– Vaya, gracias.

– La verdad es que eso encaja perfectamente en nuestros planes.

– ¿En qué sentido? -preguntó Molly. No recordaba exactamente cuáles eran sus planes.

– Ahora, después de casarnos y vender tu apartamento, podemos buscar una casa. Reconozco que estaba un poco preocupado por vivir aquí mucho tiempo. La dirección no es muy prestigiosa, y eso es importante en mi trabajo.

No le gustaba su apartamento, claro que no. Se dio cuenta en aquel mismo instante. Se preguntó si le gustaba algo de ella. Contempló su rostro afable y la forma en que se balanceaba sobre los talones. No tenía sentido prolongar aquello, pensó, y se puso en pie.

– Ahora mismo vengo -le dijo.

Una vez en el dormitorio, se acercó al pequeño estuche de joyas de su tocador y abrió el cajón inferior. Había un gran anillo de rubí. Era el anillo de compromiso que Grant le había dado. No le había comprado un diamante porque una de las esposas de los socios del bufete le había dicho que eran demasiado comunes. Molly recordó su decepción porque siempre se había imaginado llevando un bonito diamante en su anillo de compromiso. Pero no se lo había dicho a Grant.

Cerró la mano en torno al anillo y volvió a la sala de estar. Grant seguía en el centro de la estancia. Molly se colocó detrás del sofá y se inclinó hacia delante hasta apoyar los codos en la parte de arriba.

– La semana en que me llamaste para decirme que te habías ido con tu secretaria lo pasé muy mal -le dijo-. Seguramente han sido los peores días de mi vida.

– Ya te he dicho que lo siento.

– Lo sé y acepto tu disculpa. Pero eso no ha sido todo. Sabes, me llamaste el martes, pero antes, el lunes, me despidieron.

– ¿Que te despidieron? -parecía incrédulo-. Pero si hablé ayer con tu jefe. No me dijo nada.

– Quieren que vuelva.

– Bien. Entonces, ¿cuál es el problema?

– No estabas aquí cuando ocurrió, Grant. Estaba sola. Traté de llamarte aquella noche, pero no estabas en casa. Ahora sé que te habías ido a México. Me llamaste al día siguiente para contármelo.

– No puedo cambiar lo ocurrido, Molly -dijo con los hombros caídos hacia delante-. ¿Qué quieres que diga?

– Quiero que me escuches. No creo que entiendas el impacto que tuvo todo esto en mí.

– Ya veo. Estás utilizando esto como excusa para explicar tu comportamiento. Algo pasó con el tipo de la motocicleta.

– No estoy intentando justificar nada porque no me hace falta. Fuiste tú quien se fue con otra, no al revés -movió la cabeza-. No estás escuchando, Grant. Por favor, escúchame. Al día siguiente de tu llamada, el miércoles, descubrí que tenía un bulto en el pecho. Me estaba examinando en la ducha y…

– ¡Dios mío! Tienes cáncer.

Molly levantó la vista a tiempo de ver cómo daba un paso atrás. Su expresión se volvió tensa, como su cuerpo. Parecía como si tratara de no respirar profundamente.

La última gota de compasión o deber o lo que fuera se secó. Aquel hombre no significaba nada para ella. Le costaba entender qué había visto en él antes. No lamentaba que su relación hubiera terminado… mejor saberlo entonces que cuando estuvieran casados. Lo triste era el contraste entre su reacción y la de Dylan. Dylan, que sólo era un amigo, le había dado consuelo y ánimos. Grant se comportaba como si acabara de exponerse a una enfermedad contagiosa.

– No tengo cáncer -dijo en voz baja, y se enderezó-. Me extirparon el bulto y lo analizaron. Estoy bien.

– Debes de sentirte aliviada -dijo Grant, todavía en estado de shock.

– Lo estoy, pero han sido quince días en el infierno. No sabía si iba a vivir o a morir. Se suponía que yo te importaba y que estarías a mi lado pasara lo que pasara, sin embargo, tuve que pasar por todo esto sola. No puedo confiar en ti y ahora sé que ya no te amo. No creo que te haya amado nunca -Molly se acercó a él y le tendió el anillo. Grant se quedó mirándola fijamente.

– No lo dirás en serio. No permitiré que rompas nuestro compromiso -frunció el ceño-. ¿Estás segura de lo del bulto? No podría ser algo, ya sabes… fatal.

– Mi médico pidió dos opiniones. Ellos están seguros y yo también -se acercó a la puerta y la abrió de par en par-. Adiós, Grant.

Grant salió al pasillo, luego se paró. Molly se preguntó si trataría de convencerla para que no lo despachara. El alegato final de un abogado.

– Estás cometiendo un gran error -le dijo-. No me va a costar nada sustituirte. ¿Puedes decir tú lo mismo?

Le dio el anillo. Después de tanto tiempo, no sentía nada por él. Lo único que quería era que saliera de su vida.

– Sinceramente te digo que me importa un rábano -le dijo, y cerró la puerta tras él.

Se apoyó en el marco y esperó a que el tumulto de emociones remitiera. Había sido un día difícil, por no decir otra cosa. No estaba segura de qué haría después, pero tal vez no hiciera nada.

En sus labios se dibujó una media sonrisa. No todos los días entregaba una mujer dos anillos de compromiso, pensó. La sonrisa se esfumó y Molly se dejó caer al suelo. Mientras doblaba las rodillas y se las llevaba al pecho, las primeras lágrimas empezaron a derramarse.

– No sé qué voy a hacer -dijo Molly tres días después. Estaba tumbada en el sofá, hablando por el teléfono inalámbrico. Se puso de costado-. He resuelto dos de los tres asuntos importantes de mi vida. Eso es algo.

– No quiero presionarte… -dijo Janet.

– Sí que quieres -la interrumpió Molly con una sonrisa.

– Está bien -rió Janet entre dientes-, tal vez un poquito. Lo bastante para mantenerte motivada. Estoy encantada con que no tengas nada y estoy de acuerdo con tu decisión de despachar a Grant, pero tienes que decidirte sobre tu trabajo. No van a mantener la oferta para siempre.

– No les pido que lo hagan. Dije que lo decidiría a finales de mes. Mira, Janet, me despidieron. No voy a dar saltos sólo porque hayan cambiado de idea.

– ¿Y si contratan a otra persona en tu lugar?

– Entonces, encontraré otro trabajo -inspiró profundamente-. Cuando todo mi mundo se venía abajo y esperaba oír las noticias del médico, me prometí que nunca volvería a acomodarme. Quiero vivir mi vida. Siempre he tenido miedo y he apostado por lo seguro, pero ya estoy harta. Por desgracia, no sé qué es lo verdaderamente importante para mí, así que voy a tomarme un tiempo para pensarlo.

– Te comprendo -dijo Janet lentamente-. Excepto en una cosa.

– ¿Cuál?

– ¿Por qué no me dijiste que te habías enamorado de Dylan?

Molly se incorporó. No debía sorprenderse, Janet siempre había sido capaz de leer sus pensamientos.

– ¿Cómo lo has adivinado?

– Cuando hablamos mientras estabas fuera, no hacías más que decir su nombre. Lo amable que era, lo mucho que os estabais divirtiendo. Entonces, dejaste de hablar de él. No creí que hubiese dejado de ser maravilloso, así que llegué a la conclusión evidente. Que había pasado algo entre los dos.

– No fue lo que estás pensando -Molly agarró con fuerza el teléfono-. Nosotros… -se quedó sin voz-. ¿Te enfadarás?

– Molly, no te preocupes por eso. Lo nuestro terminó hace mucho tiempo. No pienso en él y estoy segura de que él tampoco piensa en mí. Soy muy feliz con mi vida.

Molly sabía que era cierto, pero era agradable oír su confirmación.

– No planeé que ocurriera nada de esto, pero pasó. Fue tan bueno conmigo y siempre lo había considerado mi amor platónico. Una cosa llevó a otra y comprendí que lo amaba.

– ¿Qué siente él por ti?

Molly sonrió con tristeza.

– Le gusto mucho. Cree que soy especial. Por razones que todavía no comprendo, piensa que soy muy bonita.

– Eso es porque eres muy bonita.

– Sí, claro. Tú eres mi hermana, tienes que hablar bien de mí. Pero Dylan no, así que supongo que decía la verdad. Es tan bueno y amable. No sé por qué aceptó a venir conmigo, pero le estaré agradecida el resto de mi vida.

– No se lo dijiste, ¿verdad?

Molly cerró los ojos. Allí estaba, la verdad de la que había estado intentando esconderse. Le había dicho a Dylan que lo amaba. Suponía que en el fondo había confiado en que iría a buscarla. Que se presentaría en su motocicleta y la llevaría con él.

Pero esas cosas no ocurrían en la vida real. Dylan no era la clase de hombre que se comprometía con una mujer, y probablemente se alegraba de sentirse libre otra vez.

– Prometí que no me arrepentiría de nada, así que, sí, se lo dije. No se ha puesto en contacto conmigo desde entonces. No importa – dijo enseguida, y luego miró por la ventana a los árboles que había en el jardín-. Me ayudó a pasar unos momentos muy duros para mí. Tengo los recuerdos y la fuerza. Es suficiente.

– ¿Lo es? -preguntó su hermana.

– Tiene que serlo. Así que de momento, estoy pensando en lo que quiero hacer. Durante la próxima semana tomaré algunas decisiones. Tal vez acepte la oferta de trabajo o tal vez encuentre otro. He estado pensando en volver a estudiar y hacer un master.

– Tienes razón -suspiró Janet-. Tienes que decidirte. Siento haberte presionado.

– Yo no lo siento. Me recuerda que te preocupas por mí y te lo agradezco.

– Llámame en un par de días y hazme saber lo que haces, ¿de acuerdo?

– Te lo prometo.

Se despidieron y colgaron el teléfono. Molly agradecía que su hermana estuviera preocupada, pero ella no lo estaba. La respuesta le vendría pronto. Tenía fe y paciencia. También tenía la satisfacción de saber que no lamentaba nada de lo que había pasado con Dylan. Sí, habría sido maravilloso que él hubiese querido quedarse, pero eso no podía controlarlo. Había hecho lo posible. Conocía la diferencia entre no renunciar sin luchar y darse de cabezazos contra una pared. Si la deseaba, sabía dónde encontrarla. Al menos, por el momento.


Dylan colgó el teléfono y miró con enojo aquel instrumento ofensivo. Su abogado lo estaba presionando para que tomara una decisión. La oferta de la multinacional de motociclismo era más que justa, era generosa. No había razón por la que decir que no. Ninguna, salvo que no le parecía bien.

Claro que en las dos últimas semanas nada le había parecido bien. Había aprendido lo sombrío y frío que podía ser el mundo cuando no tenía a Molly para que le aportara su luz y calor. La echaba de menos. La deseaba y la necesitaba. Se hallaba en un estado terrible, porque por mucho que lo intentara, no podía olvidar los días que habían pasado juntos. Los recuerdos lo acosaban, impidiéndole dormir, comer o trabajar. Evie le había dicho el día anterior que, si no cambiaba de actitud rápidamente, se iría. Ni siquiera podía echarle la culpa. Había estado desahogándose con todo el mundo.

No era sólo porque echase de menos a Molly, también lamentaba que la hubiese dejado sin decirle la verdad. Que la amaba. Sí, él, que nunca había amado a nadie antes.

No estaba seguro de cuándo había ocurrido. Todavía no estaba seguro de creer en el amor, excepto que no había otro modo de describir sus sentimientos por ella. Molly llenaba sus pensamientos. En diferentes momentos del día se preguntaba qué estaría haciendo. Quería estar con ella. Quería pasar el resto de su vida tratando de conocerla por completo. Quería aprender sus cambios de humor, descubrir los misterios que la convertían en una persona tan maravillosa. Quería tocarla y abrazarla. Quería hacer el amor con ella noche tras noche, hasta que la pasión fuera un amigo familiar que los mantuviera en calor hasta el amanecer.

Pero… siempre pero. No tenía derecho a inmiscuirse en su vida. Había tomado sus decisiones. Tenía un trabajo y tenía a Grant. No iba a presentarse y a perturbar todo aquello. No quería hacerle daño por nada del mundo.

Ojalá tuviera algo que ofrecerle, algo de valor. Pero sólo era un crío que había crecido en un remolque. No sabía cómo ser un padre o un marido. No sabía cómo amar, sólo sabía que la amaba. Prefería echarla de menos que lastimarla en ningún sentido. Así que no se ponía en contacto con ella, a pesar de que anhelaba oír su voz y ver su sonrisa. Él era el que había querido que no perdieran el contacto, pero no podía limitarse a ser amigo suyo. Era un cobarde.

Contempló su despacho y todo por lo que había luchado. Antes era una fuente de orgullo, pero ya no le veía el sentido. Sin Molly, no tenía nada. Se puso en pie y tomó su chaqueta, luego salió a la entrada del edificio. Evie le lanzó una mirada cautelosa.

– ¿Vas a alguna parte? -preguntó, tratando de no parecer esperanzadora. Con él fuera del edificio, todo el mundo recuperaría el buen humor.

– Estaré fuera el resto del día -asintió. Hizo un ademán en dirección al teléfono-. Llama a mi abogado y dile que firmaré.

– ¿Vas a vender la compañía? -dijo Evie con ojos muy abiertos.

Dylan sabía que no se preocupaba por su trabajo. Había hablado de la oferta con sus empleados y sabían que tenían asegurados sus puestos.

– Sí. No sé por qué, pero he perdido la motivación para llevarla a mi manera. Será lo mejor para todos.

Acto seguido, se fue. Tenía la moto aparcada delante del edificio. Había estado conduciéndola desde que volviera de pasar quince días con Molly. Arrancó el motor y se dirigió a la autovía. Tal vez no tenía derecho a ponerse en contacto con ella directamente, pero eso no quería decir que no pudiera preguntar por ella.

Una hora después entró en un aparcamiento subterráneo. Después de ponerle el candado a la moto, subió a la vigésimo primera planta para tener una breve charla con el prometido de Molly.

La recepcionista lanzó una mirada a su chaqueta negra de cuero y frunció el ceño. Cuando dijo que no tenía cita, su expresión se volvió aún más cautelosa. Dylan suspiró y sacó su tarjeta. La leyó dos veces y luego su rostro se suavizó y le dio una sonrisa de bienvenida.

– Señor Black, me alegro de conocerlo. Mi hermano participa en carreras de motociclismo y tiene dos de sus motos de encargo. Por favor, tome asiento mientras intento hacer hueco en la agenda para hacerle pasar.

Lo condujo a un cómodo sillón, le ofreció café y galletas y todas las publicaciones desde revistas de deportes hasta prensa del corazón. Ah, el precio de la fama.

La recepcionista desapareció para hacer sus malabarismos. Quince minutos después, lo conducía al despacho de Grant.

El astuto abogado no se molestó en levantarse de detrás de su enorme escritorio de madera, ni expresó ninguna sorpresa por la interrupción de Dylan. En cambio, se recostó en su ostentoso sillón de cuero y alzó sus cejas de color castaño claro.

– ¿Qué puedo hacer por usted, señor Black?

Dylan no había planeado qué decirle al prometido de Molly. Para ser sincero consigo mismo, quería meterle el miedo en el cuerpo y advertirle de que, si volvía a engañarla, él mismo en persona se aseguraría de que sus correrías terminaran de una vez por todas.

– Molly es muy especial. Quiero asegurarme de que lo entiendes.

Grant se puso en pie y miró a Dylan como si se hubiera vuelto loco.

– ¿Especial? ¿Eso crees? -el desprecio impregnaba su voz y casi se estremeció-. No sé por qué has venido, pero si te ha enviado ella para convencerme para que le dé una segunda oportunidad, olvídalo. Le di a Molly la oportunidad de volver conmigo y la rechazó.

– ¿Molly no te perdonó? -repuso Dylan, tratando de asimilar sus palabras.

Grant se encogió de hombros.

– Por fortuna, por lo que a mí respecta. Como ya le dije, no tendré ningún problema en sustituirla. De hecho, ya tengo citas con dos mujeres distintas este fin de semana. Pero ella lo lamentará. Los hombres como yo no aparecen todos los días. Para empezar, no es muy bonita, y después de haber tenido ese problema en el pecho… -se estremeció-. No sé qué habría sido peor, si el cáncer, o acabar desfigurada.

Dylan reaccionó sin pensar. Más tarde se dijo que agredir físicamente a un abogado no era muy inteligente, pero en el fondo no le importaba. Merecía la pena que aquel canalla lo demandara.

Se acercó a donde Grant estaba de pie, echó el brazo hacia atrás y le dio un puñetazo en la cara. Mientras el hombre permanecía en estado de shock, le dio otro en el estómago, y luego lo empujó sobre su sillón. Grant aterrizó en él con una exclamación.

La sangre le caía por la nariz y no hacía más que gemir y toser. Dylan se miró los nudillos, pero no se había cortado la piel. Aun así, sentía un hormigueo en la mano y sabía que estaría dolorido durante un par de días.

– Eso ha sido por Molly -le dijo-. No hables de ella como si fuera un desperfecto. Es diez veces mejor de lo que tú nunca serás. Me alegro de que tuviera el buen juicio de despacharte. Si vuelves a molestarla, volveré y daré fin a esto.

Entonces, salió del despacho. Cruzó la recepción sin molestarse en decir adiós a la bonita recepcionista. No le importaba nada salvo el hecho de que Molly no había vuelto con Grant. La idea le dio esperanzas, hasta que recordó que no se había puesto en contacto con él para darle la noticia. ¿Estaba esperando a que él diera el primer paso? Después de todo, había sido Dylan el que había insistido en que se mantuvieran en contacto y no había hecho nada al respecto. Él sabía que la razón era que no podía oír que se había reconciliado con Grant, pero Molly no. Al entrar en el ascensor la esperanza volvió a brotar y, en aquella ocasión, no pudo negarlo. El último día, Molly le había dicho que lo quería. En aquel momento había creído que lo decía en sentido fraternal, que lo quería como a un hermano o a un amigo. Pero ya no estaba tan seguro. Y no le importaba.

Molly merecía lo mejor. Alguien valiente e increíble. Él no era ese hombre, pero no creía que pudiera hacerse a un lado sin más. Las dos últimas semanas le habían enseñado que no merecía la pena vivir la vida sin ella. Había muchos hombres que estarían más a su altura, pero ninguno la amaría tanto como él.

Las puertas del ascensor se abrieron en el aparcamiento. Dylan salió, pero apenas podía moverse. La amaba. Él, Dylan Black, el hombre que había jurado no creer en el amor, se preocupaba por Molly más que por nada en el mundo. Era todo para él. La amaba y quería estar con ella. Para siempre.

Se dirigió apresuradamente hacia su motocicleta. ¿Sería ya demasiado tarde? Molly no había dicho nada sobre querer hacer su relación permanente. ¿Se arriesgaría a preguntárselo? ¿Podía arriesgarse a dejarla marchar?

Sabía la respuesta a la última pregunta. Haría cualquier cosa para estar con ella. Era la persona más maravillosa que había conocido nunca. No sólo su belleza y su fuerza, sino su gentileza, su sentido del humor, su compasión, todo en ella lo atraía. No podía pensar en envejecer lejos de Molly. La amaba.

Puso en marcha el motor y salió a la calle. Iría a verla enseguida, pero primero tenía hacer un alto en el camino.


Molly contempló las cajas que llenaban su apartamento.

– Sí, estoy segura -dijo mientras sostenía el teléfono entre el hombro y la cabeza-. Janet, tendrás que creerme. Quiero empezar de cero en otro sitio.

– No puedo creerlo -dijo su hermana-. Entiendo que no quieras volver con Grant, nunca pensé que era lo bastante bueno para ti. Hasta entiendo que no quieras volver a tu trabajo. Creo que hacer el master es una buena idea, pero, ¿por qué pones a la venta tu apartamento?

– Ya te lo he dicho, quiero empezar desde cero. Quiero dejar atrás mi antigua vida y empezar una nueva -Molly pensó en decirle a su hermana que ya tenía tres ofertas de compra y que recibiría la entrada a fines de semana, pero supuso que sería demasiado para Janet en aquellos momentos-. San Diego no está tan lejos -continuó, y se acomodó en el sofá-. Conseguiré un trabajo y haré una solicitud para hacer el master en la universidad estatal. Confía en mí, hermanita. Estaré bien.

– ¿Estás segura?

– Seguramente por primera vez en la vida. Estoy nerviosa, pero no me estoy escondiendo y eso es lo importante -le dijo. Molly oyó que algo se rompía y el llanto de un niño.

Janet gimió.

– Tengo que dejarte. Te llamo luego, ¿de acuerdo?

– Claro, adiós.

Colgó el teléfono y contempló las cajas, algunas de ellas ya precintadas. Ya había separado lo que iba a dar y lo que iba a guardar. Tal vez Janet tenía razón en que quería mudarse demasiado deprisa, pero no le importaba. No podía quedarse allí. Ni siquiera volver a estudiar sería suficiente para distraerla. Se había prometido que seguiría adelante con su vida al margen de todo. Le habían dado una segunda oportunidad y había aprendido una lección importante. No iba a meter la pata otra vez.

Ojalá pudiera olvidarse de él, pero no podía. Los pensamientos sobre Dylan ocupaban su mente todo el día, y por eso había decidido mudarse. En otra ciudad podía crear nuevos recuerdos en los que él no estaría. Siempre lo amaría, ya había aceptado aquel hecho. Pero al menos, si iba a algún otro sitio, se distraería.

– Así que eso es todo -dijo, poniéndose en pie.

– Todavía no.

La voz era deliciosamente familiar. Todas sus terminaciones nerviosas se pusieron alerta. Pero, por un segundo, creyó haberla imaginado.

– ¿Molly?

El sonido era tan real que se volvió.

– Dylan -susurró al verlo en el umbral, sin saber si podía dar crédito a sus ojos. Llevaba unos vaqueros y su chaqueta negra de cuero. Tenía el pelo demasiado largo y parecía que no hubiese dormido en semanas. Seguía igual de atractivo-. ¿Qué haces aquí?

Dylan se quedó mirándola fijamente.

– Había preparado un discurso por el camino y ahora no recuerdo ni una sola palabra -se acercó a ella y le tomó las manos-. Así que perdóname si no lo digo tan bien como quisiera.

No sabía qué pensar. El corazón le latía con tanta fuerza que pensó que iba a salírsele del pecho. Tenía la garganta tensa y le temblaba todo el cuerpo. Quería creer que iba a pasar algo maravilloso, pero se asustó. Cielos, seguía amándolo tanto.

– No puedo dejarte marchar -le dijo-. Lo he intentado una y otra vez, pero no dejo de pensar en ti, en lo mucho que te deseo y te necesito en mi vida. Eres increíblemente fuerte y valiente y te mereces a alguien mucho mejor que yo, lo sé. Pero también sé que nadie te amará más que yo -le apretó las manos con fuerza-. Te amo, Molly. Me encanta cómo reímos juntos, lo inteligente que eres, cómo estás al levantarte por las mañanas. Me encanta tenerte en mis brazos y en mi cama. Quiero estar siempre contigo. Quiero casarme contigo y que tengamos hijos juntos. Quiero que mi vida sea una aventura… junto a ti.

Molly estaba demasiado perpleja para moverse o hablar. Las palabras se filtraron lentamente en su cerebro. La amaba. Quería casarse con ella. ¡Con ella!

Dylan soltó una de sus manos y sacó algo del bolsillo de su pantalón. Al ver el anillo, Molly se quedó sin aliento. Aquél no era el simple anillo de oro que había comprado para su hermana hacía diez años. Aquél era un hermoso diamante redondo que centelleaba a la luz de la tarde. Le tomó la mano izquierda y se lo colocó en el dedo.

– Molly Anderson, ¿quieres casarte conmigo?

Entonces volvió a sentir y a respirar. El amor y la necesidad y una felicidad indescriptible la invadieron, se arrojó a sus brazos y lo estrechó.

– Sí, Dylan. Te amo. Quiero estar siempre contigo.

Sintió las lágrimas en su rostro. Lágrimas de alegría. Era tan maravilloso estar con él. Dylan la besó y permanecieron abrazados. Los dos murmuraron palabras de amor y felicidad.

– Me alegro tanto de que hayas vuelto – le dijo, preguntándose si alguna vez saciaría la necesidad de estar junto a él.

– Me estaba volviendo loco -reconoció-. Pensaba que habías vuelto con Grant y que eras feliz.

– Imposible -dijo Molly, haciendo una mueca.

– Me alegro -siguió abrazándola, luego fueron al sofá y se acurrucaron allí-. Explícame lo de las cajas -le dijo, señalándolas.

– Voy a vender el apartamento -lo miró a los ojos y sonrió-. Tampoco acepté la oferta de trabajo. Decidí que quería volver a la universidad y hacer un master.

– La Universidad de California en Riverside no está muy lejos de donde vivo.

– Bien -Molly se apretó contra él-. Estoy dispuesta a confesar que realmente me gustaba tu casa. No me importaría vivir allí contigo.

– ¿Y qué te parecería trabajar para una empresa pequeña pero con futuro? El jefe puede ser duro a veces, pero tengo entendido que es justo. También está buscando con quien asociarse.

– ¿Lo dices en serio?

– Me gustaría mucho que fueras parte de Relámpago Black. Si estás interesada. Detesto la parte burocrática del negocio, quiero volver a diseñar.

Era demasiado perfecto, pensó Molly, y lo besó.

– ¡Sí, me encantaría trabajar contigo! Supongo que puedo conseguir el master en dos años. Mientras tanto, podré aprender sobre la industria, y tal vez trabajar a tiempo parcial.

– Hasta que empiecen a llegar los niños.

Molly se llevó la mano al vientre. Niños.

– Me estás dando todo lo que siempre había deseado.

– Tú también eres una bendición para mí -le dijo, y miró en torno suyo-. Tengo la moto. ¿Quieres venir conmigo ahora? Luego podemos alquilar un camión y venir a por tus cosas.

– Me parece perfecto. Quiero hacer el amor en tu cama.

Dylan se estremeció y sus ojos se oscurecieron de deseo.

– ¿Sabes lo excitado que voy a estar de camino allí?

Molly se rió. Claro que lo sabía. Rápidamente metió algunas cosas en una bolsa y se dispuso a salir por la puerta. Dylan se detuvo.

– Tengo que hacer una llamada rápida -le dijo.

– Adelante.

Se acercó al teléfono y marcó un número. Pasado un minuto dijo:

– Evie, soy yo. Llama a mi abogado y dile que cancele el trato. No voy a vender -sonrió y apartó el auricular de la oreja-. Evie siempre se pone a gritar cuando se emociona -le dijo a Molly. Luego volvió a hablar por teléfono-. Te contaré los detalles cuando vuelva a la oficina. No me esperes hasta dentro de tres días.

Molly sonrió y se sonrojó. Se sentía embriagada de felicidad. Hacía seis semanas, todo su mundo se había venido abajo, pero en aquellos momentos, tenía todo con lo que siempre había soñado y más.

Contempló el anillo de diamantes que centelleaba en su mano izquierda. Era el símbolo perfecto de su amor. Sabía que unidos superarían todos los baches de la vida. Ya habían aprendido mucho, y juntos se hacían cada vez más fuertes. Y estaban enamorados. Dylan era la clase de hombre en que siempre podría confiar, pero ante todo, conocerlo había sido el auténtico milagro de su vida.

Загрузка...