Capítulo 3

Había un buzón con el número de la casa al pie de la colina. Mientras Molly metía la primera marcha para poder subir por la pendiente, se preguntó si había cometido un error. ¿Realmente vivía Dylan allí?

Al tomar la última curva y ver aparecer la casa ante sus ojos, se convenció aún más de que debía de haber tomado un desvío que no era. Era una mansión enorme, toda de madera y cristal. La parte posterior se fundía con la colina que se elevaba detrás de la casa. La fachada daba a la ciudad y al desierto que había más allá. Desde donde estaba, podía ver un garaje de cuatro plazas y lo que parecía formar parte de un jardín.

Molly inspiró profundamente. Tenía que ser allí. Sólo había otros tres buzones en la calle y ninguno de los números se parecía. Sabía que los inmuebles eran más baratos por aquella zona, pero, diablos, no esperaba encontrar una mansión. Al contemplar aquella impresionante estructura, se alegró de no haberlo sabido de antemano, de lo contrario, nunca habría reunido el valor para abordar a Dylan.

Aparcó el coche a un lado, delante de una de las puertas dobles del garaje, y apagó el motor. Decidió dejar la maleta en el maletero hasta estar completamente segura de que era allí. Se dirigió por el camino de entrada hasta la amplia puerta delantera y sacó la llave que Dylan le había dado.

Giró con facilidad en la cerradura. Le había dicho que no había alarma, así que se limitó a entrar. El techo del vestíbulo se elevaba al menos a seis metros de altura. Unas ventanas enormes dejaban entrar la luz del exterior, iluminando vigas oscuras de madera, paredes blancas de estuco y muchas plantas exuberantes. La sala de estar estaba justo en frente, pero para llegar hasta allí, tenía que cruzar un puente de adobe y un arroyo interior. ¿Un arroyo?

Molly parpadeó varias veces, pero la corriente de agua no desapareció. Siguió deslizándose sobre una formación de rocas a su derecha, luego bajo el puente hasta formar un pequeño estanque a su izquierda. Varios peces nadaban en el agua clara. ¿Dónde diablos se había metido?

Entró en la sala de estar. Los muebles eran gigantescos. Sofás de cuero azul oscuro, mesas de cristal y más ventanas. La vista era espectacular. Giró lentamente en círculo, fijándose en las bonitas lámparas de pie, las obras de arte, el comedor que había detrás. Supuso que todo su apartamento cabría cómodamente en el espacio ocupado por aquellas dos habitaciones. Y todavía quedaba mucha casa por ver.

Hacía casi once años, cuando Janet había pensado en cortar con Dylan, Molly recordó haber escuchado detrás de la puerta mientras su hermana hablaba con su madre, decidiendo qué podía hacer. Janet se mostraba preocupada por sus diferencias en estilo de vida y expectativas. Dylan se había criado en el barrio pobre de la ciudad, en una casa remolque. Lo único que parecía importarle eran su moto y Janet. Janet quería un hombre ambicioso y, en aquel momento, Molly había pensado que su hermana era rematadamente estúpida. La ambición estaba bien, pero hablaban de Dylan Black. Valía por diez médicos o abogados.

Mientras Molly estudiaba la impresionante estancia, comprendió que había tenido razón, y una sonrisa se dibujó en sus labios. Había llegado muy lejos después de dejar su vieja casa remolque. Tal vez, mientras estuvieran de viaje, podría pedirle que le contara cómo había progresado tanto.

Volvió a su coche y descargó la maleta, luego entró de nuevo en la casa. Dylan le había descrito la distribución general y le había dicho que se pusiera cómoda. No era por naturaleza fisgona y, aunque hubiese querido echar un vistazo, aquel lugar la intimidaba demasiado para su gusto, así que no asomó la cabeza por las puertas abiertas a lo largo del pasillo, sino que se dirigió directamente a la última habitación a la izquierda, la habitación de invitados que Dylan le había indicado.

La cama de matrimonio con baldaquino era atractiva, así como los muebles sencillos de madera de pino. El motivo de la colcha hacía juego con las cortinas y unos cuadros de buen gusto decoraban las paredes pintadas de color crema. Detrás de una puerta a la izquierda estaba el baño, enorme y muy completo, con jacuzzi incluido. Todo estaba perfectamente limpio. Era evidente que Dylan tenía un servicio, o una señora de la limpieza que iba varios días a la semana.

Dejó la maleta sobre la cama y la abrió. Dylan le había dicho que tendría que llevar pocas cosas para su aventura. Después de todo, iban a viajar en una de sus motocicletas. Sintió un hormigueo de excitación en el vientre. No podía creer que realmente fuera a hacer una cosa así. Ella, la pequeña Molly Anderson, iba a correr una aventura con Dylan Black. Era un milagro, y últimamente los milagros escaseaban en su vida.

Repasó la ropa y decidió que las prendas informales serían lo mejor. Optó por los vaqueros, las camisetas y unos cuantos artículos de tocador. Una camiseta larga de algodón le serviría de camisón.

Quince minutos después, había metido con cuidado la ropa que iba a llevarse en la cómoda y había dejado el resto en su maleta. Contempló el anillo que Dylan le había devuelto. Se sentía extraña llevándolo consigo, pero no estaba dispuesta a dejarlo allí. Se encogió de hombros, luego tomó un Kleenex de un contenedor de cerámica del baño, envolvió el anillo y lo metió en el bolsillo interior de su neceser.

Molly miró su reloj. Tenía unas cuantas horas antes de que Dylan regresara a casa. Le había hablado de una biblioteca en el otro extremo del edificio. Un buen libro sería una gran distracción, pero primero tenía que hacer unas cuantas llamadas de teléfono. Después de sacar su tarjeta telefónica de la cartera, se acomodó sobre la cama y colocó el teléfono en su regazo. Tecleó el número de su casa, luego introdujo el número de su tarjeta y, cuando oyó saltar el contestador, marcó el código de dos dígitos que le permitía escuchar los mensajes. El rápido pitido le indicó que no había ninguno.

En realidad, era demasiado pronto para esperar una respuesta, se dijo en silencio, desechando cualquier sentimiento de decepción. Pero era tan difícil no albergar esperanzas, no desear un milagro… sólo uno más. ¿Acaso era pedir demasiado?

Al ver que no había respuesta, marcó otro número. Descolgaron el teléfono al segundo timbrazo.

– ¿Sí?

– Hola, soy yo.

– ¡Molly! -la voz de Janet era afectuosa y alegre-. ¿Cómo estás? O mejor dicho, ¿dónde estás? Ya te has ido, ¿verdad?

– Sí. Estoy… -Molly se quedó mirando la hermosa habitación de invitados y sonrió-. Nunca adivinarías dónde estoy.

– Detesto las adivinanzas -rió su hermana-. Se me dan fatal, ya lo sabes. De acuerdo. Estás en Nueva York.

– No, un segundo intento, y después te lo diré. Pero te daré una pista. Hace calor y hay unas vistas increíbles.

– Ah, eso es fácil, Hawai. ¡Qué maravilla!

– Lo siento, Janet -rió Molly-, ni siquiera te has acercado. Estoy en la habitación de invitados de Dylan Black.

Se produjo un absoluto silencio. Molly podía imaginar a su hermana quedándose boquiabierta. Estaría tratando de vocalizar sin decir palabra durante treinta segundos.

– ¿Que estás dónde?

– Lo sé, lo sé, parece muy extraño, ¿pero te acuerdas del anillo del que te hablé?

– Claro. En realidad, era mi anillo.

– Le diste calabazas -le recordó Molly-. Cuando lo encontré, recordé que me había prometido que correríamos juntos una aventura. No podía pensar en ningún otro lugar al que ir, así que aquí estoy.

– Cielo, ¿te encuentras bien? -Janet habló en voz baja impregnada de preocupación-. Sé que fue tu amor platónico y todo eso, pero han pasado años. Ya no lo conoces. ¿Estás segura de estar a salvo?

Molly reflexionó por un momento.

– No me dices nada que no me haya dicho ya a mí misma. Sé que parece una locura, y en cierto sentido lo es, pero no sabía qué hacer. Al menos, Dylan es una distracción fabulosa, y eso es lo que necesito ahora mismo.

– No es un asesino en serie, ¿verdad? Aunque no te lo diría si lo fuera.

– No creo que los asesinatos den para tanto -dijo Molly mirando a su alrededor-. Tiene una empresa muy próspera. Su casa es fantástica. Es gigantesca, y está en lo alto de la colina… -a Molly se le pasó una idea por la cabeza-. Janet, ¿estás enfadada porque esté aquí? ¿Te molesta?

– Si lo que me preguntas es si todavía siento algo por él, por favor, no te preocupes. Hace años que lo he olvidado. Ya sabes que quiero a Thomas. Han pasado diez años y seguimos igual de enamorados. Dylan fue mi primer novio serio y siempre tendré recuerdos gratos de él, pero no habría funcionado. Los dos lo sabíamos -Janet inspiró hondo-. Estoy segura de que le va bien el negocio, pero él no ha cambiado, Molly. Sigue siendo un hombre peligroso. Me parece que no está casado, y no creo que sea capaz de aceptar esa clase de compromiso.

– Vamos a hacer un viaje juntos -dijo Molly mirando el teléfono fijamente-, no a tener una relación.

– Esas cosas pasan. Sólo quiero que tengas cuidado, ahora mismo eres vulnerable y no quiero que te haga daño.

– No tienes por qué preocuparte. Tendría que estar mínimamente interesado en mí para hacerme daño y las dos sabemos que eso no va a ocurrir.

– No digas eso -le suplicó Janet-. Eres adorable. Cualquier hombre se sentiría muy afortunado de tenerte.

Molly tiró de sus vaqueros, separando la tela de sus generosos muslos.

– Es verdad, tengo tantos problemas con todos esos hombres que hacen cola delante de mi apartamento… Fue muy difícil salir de casa esta mañana, pero intento ser amable cuando los rechazo.

– Eres tonta.

– Hace un minuto has dicho que era adorable.

Janet rió.

– Molly, me vuelves loca. ¿Tenías algún mensaje?

– No -Molly perdió el humor al instante.

– Es demasiado pronto.

– Lo sé.

– Todo saldrá bien.

– También lo sé.

Lo sabía, pero no lo creía.

– Entonces, ¿a dónde pensáis ir?

– No tengo ni idea -dijo Molly-. Dylan elegirá nuestro destino.

– ¿Estás segura de lo que haces?

– No estoy segura de nada, Janet, pero si lo que me preguntas es si estoy segura de querer ir con Dylan, la respuesta es sí. No hay nada que desee más en este mundo. Necesito dejarlo todo unos días y él es la manera perfecta de hacerlo. Así que procura no preocuparte.

– No me preocuparé si me prometes mantenerte en contacto.

– Te lo prometo.

– Te quiero, hermanita -suspiró Janet-. Cuídate.

– Yo también te quiero. Dale a Thomas y a las niñas un beso de mi parte. Adiós.

Colgó el teléfono. Sin el apoyo de Janet no habría sobrevivido a los últimos diez días. Era agradable que alguien se preocupara por ella. Sin embargo, durante los próximos días no iba a pensar en nada más que en pasárselo de maravilla en aquella aventura.

Dylan apretó automáticamente el botón del control remoto que abría la puerta del garaje. Al frenar, vio el utilitario azul de Molly aparcado a un lado e hizo una pausa. No estaba acostumbrado a llegar a casa y encontrarse a alguien. Durante los dos años que llevaba viviendo allí, había tenido compañía nocturna tal vez en tres ocasiones. Cuando tenía una relación con una mujer, solía quedarse en la casa de ella. Prefería poder irse cuando quisiera y no tener que pedirle qué se fuera si quería estar solo.

Se quedó mirando el coche. Era un vehículo modesto, ni divertido ni llamativo. Pero claro, a Molly no le iba lo llamativo, al menos cuando era una adolescente. Dejó el coche en su plaza y apagó el motor. Después de tomar su cartera, cerró la puerta del garaje y entró en la vivienda.

– Estoy en casa -anunció, y luego frunció el ceño al preguntarse si alguna vez había pronunciado aquellas palabras. Era un viejo cliché televisivo: «Cariño, ya estoy en casa».

– Hola -contestó Molly. A juzgar por la procedencia de su voz, debía de estar en la biblioteca.

Dylan dejó la cartera en el mostrador de la cocina, sacó un par de cervezas de la nevera y fue en busca de su invitada. La encontró acurrucada en uno de los sillones de cuero, leyendo. Una lámpara de pie irradiaba un cálido círculo de luz sobre ella y el libro. Tenía las rodillas dobladas y los pies ocultos bajo su cuerpo, y había tenido el cuidado de dejar los zapatos a un lado del sillón.

No se había fijado en él y parecía absorta en la lectura. Por un momento, Dylan se limitó a observarla. No podía olvidar la extraña sensación de saber que había estado en su casa mientras él trabajaba. En el despacho había conseguido concentrarse en la tarea y olvidarse del almuerzo con Molly, pero de vez en cuando se había sorprendido recordando algo de lo que ella había dicho o imaginando un rápido movimiento de sus manos. Aunque no le había emocionado la idea de ir a su casa y encontrarla allí, tampoco le había asustado. En las pocas ocasiones que había permitido que alguna de sus mujeres pasara allí la noche se había sentido atrapado e incómodo. Tal vez la diferencia era que hacía muchos años que conocía a Molly. Seguramente se debiera a que no tenían una relación ni era probable que la tuvieran. Se acercó a ella.

– Seguramente debería haberte preguntado si te gusta la cerveza -le dijo, tendiéndole una de las botellas-. Aparte de agua y café, casi es todo lo que tengo. No suelo tener invitados.

Aceptó la bebida y sonrió.

– Gracias, me gusta. Confieso que eché un vistazo a la nevera y tomé una manzana. Ya me di cuenta de que no pasas mucho tiempo cocinando.

– No sabría cómo hacerlo -Dylan se sentó en un sillón delante de ella. Después de un largo trago de cerveza, se aflojó el nudo de la corbata y luego se la quitó.

– Con riesgo de parecer una esposa de un barrio periférico, ¿cómo te ha ido el día? – dijo en tono de broma.

A Dylan le agradó que se sintiera lo bastante cómoda como para bromear. Antes, en el restaurante, la había notado muy tensa y había tomado la margarita como si su vida dependiera de ello… o tal vez la copa le había proporcionado el valor para pedirle que la llevara con él a alguna parte. Fuera lo que fuera, le complació ver que por fin se había relajado un poco.

– He estado ocupado. Tengo que repasar muchas cosas antes de que podamos irnos -se inclinó hacia delante, apoyó los codos en las rodillas y sostuvo la botella con ambas manos-. No voy a ser un buen anfitrión esta noche -le dijo-. Tengo una cartera llena de trabajo que debo terminar antes de mañana. Supongo… -la vio sonreír-. ¿Qué tiene tanta gracia?

– Nada, no es más que… -Molly se encogió de hombros-. Digamos que no eres exactamente lo que esperaba. El Dylan que yo recuerdo llevaba vaqueros y una chaqueta negra de cuero. Llevas traje y corbata, y eres tan respetable.

– Dímelo a mí -gruñó-. Nunca creí que llegaría a serlo. Solía trabajar en vaqueros. Pasaba la mitad del día ensamblando motos o haciendo diseños. Ahora sólo hago papeleos. Me he convertido en todo lo que odiaba cuando era niño. Llevo corbata, algo que juré que nunca haría. Conduzco un Mercedes. Tengo un teléfono móvil. Llevo mi ropa a la tintorería.

– Eres un ciudadano responsable.

– Peor. Soy viejo. La semana pasada estaba en un vídeo club y vi a tres chicos armando ruido. Sin pensarlo, les dije que bajaran la voz. Se fueron, pero no sin antes llamarme viejo. Me di cuenta de que tenían razón.

Molly se echó a reír.

– Ni siquiera tienes treinta y cinco. Eso no es ser viejo.

– Para un chico de quince años, sí.

– ¿De verdad te preocupa lo que piensan esos chicos?

– No, no es más que… -no podía explicarlo. Sin saber cómo, todo había cambiado. No sabía cuándo o cómo había ocurrido, pero era una de las razones por la que quería irse a algún lugar lejano. Necesitaba aclarar sus ideas y ver qué era lo importante-. Me he vendido -dijo en tono lúgubre, y se preguntó si iba a hacerlo otra vez. ¿Haría lo que su abogado y otras personas habían sugerido y vendería su compañía, o mantendría su independencia?

– Te has convertido en un hombre de negocios -dijo Molly-. Hay una diferencia. Deberías estar orgulloso de ti mismo.

Varios mechones de pelo rizado se habían escapado de la trenza. Oscilaban en torno a su rostro y le rozaban el hombro. En un momento durante la tarde se había subido las mangas de la camisa, dejando ver muñecas y antebrazos. Tenía curvas. A juicio de Evie, era gruesa. Dylan no estaba seguro de qué pensaba de Molly, no era a lo que estaba acostumbrado en una mujer. De acuerdo, nadie la llamaría hermosa, pero a la luz de aquella lámpara, gesticulando mientras hablaba y sonriendo, era bonita. Tenía una sinceridad que le gustaba. Molly era una persona de verdad.

– ¿Te preocupa que el precio sea demasiado alto? -le preguntó-. ¿Crees que has tenido que renunciar a demasiadas cosas para conseguir lo que querías?

Molly veía más allá de lo que Dylan quería que viese.

– Una conversación demasiado seria -dijo en tono desenfadado, y se puso en pie-. Si echaste un vistazo a la nevera, te habrás dado cuenta de que no tengo comida en casa. ¿Te apetece una pizza para cenar?

– ¿Por qué no?

– Conozco una pizzería que las envía a domicilio. ¿Qué te gusta que lleve?

– Cualquier cosa -Molly también se puso en pie-. ¿Quieres que llame yo?

– No, me sé el número de memoria. Un hombre soltero que vive solo… No es ninguna sorpresa, ¿verdad? Voy a ponerme unos vaqueros y llamaré a la pizzería. Luego tendré que ponerme a trabajar.

Molly le enseñó su libro.

– No te preocupes por hacer de anfitrión. Estaré entretenida.

– Te lo agradezco. No me gusta dejar asuntos pendientes si vamos a estar fuera unos días -se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo al recordar algo-. Me gustaría que nos fuéramos mañana a mediodía. Pensé que podríamos pasar por tu casa y dejar allí tu coche. De lo contrario, tendrías que volver aquí para recogerlo y eso te llevaría una hora.

– Bien -repuso Molly-. Entonces, ¿no vamos en dirección este?

Si lo hacían, dejar su coche allí tendría más sentido.

– No, pero no pienso decirte nada más.

– Creo que me gusta la idea de una agradable sorpresa -le dijo.

Charlaron durante un par de minutos más y, luego, Dylan la dejó en la biblioteca y se dirigió hacia su dormitorio. La habitación de invitados estaba al otro extremo del pasillo. Se había olvidado de preguntar a Molly si había encontrado todo lo que necesitaba, pero cuando regresó a la biblioteca, ya no estaba allí. Pidió la pizza, fue a por su cartera y se dispuso a trabajar.

Aproximadamente media hora después, oyó un golpe suave en la puerta.

– Pasa -dijo con aire ausente, sin apartar la vista del ordenador.

– La cena está lista -le dijo Molly.

Le dejó en la mesa un plato enorme con varios trozos de pizza humeante y un botellín de cerveza. Antes de poder darle las gracias, se había ido.

Dylan se quedó mirando la puerta cerrada, dividido entre el trabajo y la curiosidad. Luego pensó que lo mejor sería volver a prestar atención a sus papeles.


Casi era la una y media de la tarde cuando Molly cerró la puerta delantera de su apartamento. Lanzó una mirada a través del jardín hasta la calle, donde Dylan la estaba esperando. Había aparcado su utilitario, subido la maleta al apartamento y mirado si tenía algún mensaje en el contestador. Ya estaba lista para empezar la aventura.

El estómago se le encogió por la emoción y los nervios. Por un segundo, pensó en tirar la toalla. Después de todo, apenas conocía a Dylan. ¿En qué diablos había estado pensando cuando le pidió que la llevara con él a correr una aventura?

– No voy a echarme atrás ahora -dijo en voz baja-. Si lo hago, me quedaré sola. Me niego a pasar los próximos quince días esperando a que suene el teléfono.

Zanjada la cuestión, se cuadró de hombros y bajó a la entrada del edificio. Cuando Dylan la vio, se enderezó y tomó el casco de pasajero que había dejado en el asiento detrás de él. Ya había cargado la pequeña bolsa de ropa con su neceser. Molly vio el casco, luego la moto y se lo pensó dos veces.

– Sé qué estás pensando -dijo Dylan, acercándose a ella para tenderle el casco-. Llevo conduciendo en moto años, así que no tienes nada de qué preocuparte.

– Por extraño que te parezca, mi integridad física no me preocupa -le dijo alegremente-, sino mi estabilidad mental. Esto es una locura, ¿o no te habías dado cuenta?

Dylan le colocó el casco y le ajustó la cinta bajo la barbilla.

– Entonces, los dos estamos locos porque he accedido a hacer esto, ¿no?

– Supongo que sí.

– Oye, se supone que esto debería hacerte sentirte mejor.

Descalzo, Dylan le sacaba más de veinte centímetros. Con botas, se cernía sobre ella. Al mirarlo a los ojos, algo se agitó en su interior. Una sensación, un estremecimiento de calor, pero desde luego captó su atención. Se sentía atraída por aquel hombre. A sus veintitrés años, Dylan había sido un seductor. A los treinta y dos, era irresistible.

Pero que Dylan le resultara atractivo era tan útil como utilizar una cucharilla de té para sacar un barco del mar. Aun así, sería una distracción. Siempre que no perdiera el sentido común, estaría bien.

– ¿Tienes todo? -le preguntó-. No esperaba que metieras todas tus cosas en esa bolsa, así que te dejé un poco de espacio en la mía.

– Puedo seguir instrucciones -le dijo-. No te preocupes por mí, tengo todo lo que necesito.

Por razones que todavía no comprendía, había vuelto a guardar el anillo. Quería tenerlo cerca. Tal vez como una especie de talismán que la protegiera de lo que iba a ocurrir.

– Entonces, pongámonos en marcha -le dijo, y le entregó una chaqueta de cuero-. Te quedará un poco grande, pero la necesitarás para no quedarte fría. La brisa es un poco cortante yendo en moto.

La ayudó a ponérsela y luego se la cerró. Sus atenciones le hacían sentirse como una niña. Seguramente era así cómo pensaba en ella, pero no iba a protestar. Por una vez, era agradable tener a alguien que cuidara de ella. Cuando terminó, Dylan le tocó la cara.

– Todavía estás a tiempo de cambiar de idea -le dijo.

– Lo mismo te digo.

– No. Yo me voy.

– Entonces, voy contigo.

– Estupendo.

Dylan le obsequió con una rápida sonrisa que le hizo estremecerse hasta los muslos y luego subió a la motocicleta. Bajó el visor de plástico de su casco y le indicó que subiera detrás de él.

Molly tragó saliva. Vaya, no había pensado en todo. No se había dado cuenta de que viajar en moto con Dylan significaba que iría detrás de él, abrazada a él de forma increíblemente íntima. No sabía si reír o gritar. Al final, emitió un gemido forzado, se bajó el visor de plástico y se acercó a la moto. Tenía que pasar la pierna derecha por encima del asiento y luego colocarse en su sitio. No lo hizo airosamente. Se sintió torpe e incómoda y muy pesada al colocarse sobre el asiento. El vehículo se hundió con sus movimientos. Dylan puso en marcha la moto.

– Tendrás que agarrarte con fuerza -le dijo por encima del ronroneo del motor-. Puedes meter las manos en los bolsillos de mi chaqueta o sujetarte a mi cintura. Lo que te resulte más cómodo.

– Claro -dijo Molly, como si no tuviera importancia. De acuerdo. Ella, como millones de mujeres norteamericanas, se pasaba gran parte del día en una moto detrás de un hombre, tocándolo, abrazándolo, sintiendo…

La moto avanzó hacia delante. Molly lanzó un grito y se agarró a Dylan, que aceleró calle abajo y luego tomó una curva. Los tres, él, ella y la moto, se inclinaron hacia el suelo. Molly volvió a chillar y se agarró con todas sus fuerzas, rodeándole la cintura con los brazos y apretando con fuerza.

– Nunca habías subido a una moto, ¿verdad?

Molly lo negó con la cabeza, pero luego comprendió que no podía verla.

– No -le dijo, hablándole directamente al oído.

– Relájate. No te resistas, ni a mí ni a la moto. No pasará nada. Conmigo estarás segura.

Claro. A Molly no le cabía ninguna duda.

Pasados un par de minutos, se dio cuenta de que estaba apretando los dientes. No era probable que contraer los músculos de esa manera impidiera una muerte súbita, así que trató de relajar esa parte del cuerpo. Salieron a Wilshire Boulevard y se dirigieron a la autovía 405.

¿Iban a la autovía? ¿Acaso no sabía que tendrían que ir a cien kilómetros por hora? No podrían alcanzar esa velocidad en motocicleta. Como mínimo, se le meterían insectos entre los dientes.

La vía de incorporación estaba delante de ellos. Molly escondió la cabeza tras la espalda de Dylan y gritó al sentir que aceleraban. Cerró los ojos con fuerza, rezó y esperó.

Pasaron los minutos. No hubo un choque brusco, ni derrapes ni una sensación de muerte inminente. Poco a poco, levantó la cabeza. El visor transparente le apartaba el viento de la cara y de los ojos. Si mantenía la boca cerrada, el problema de los insectos estaría controlado.

Se dirigían hacia el norte. No sabía a qué velocidad iban, pero parecía que volaban. El aire era fresco, pero tanto Dylan como la chaqueta la mantenían en calor. Había recorrido aquella autovía miles de veces, pero en aquella ocasión parecía diferente. Era como si estuviera viendo el mundo por primera vez.

Se enderezó un poco y redujo la presión en los abdominales de Dylan. La motocicleta era más estable de lo que había pensado. Por nada del mundo querría conducirla, pero no estaba mal ir en el asiento de atrás. La opresión de miedo en el pecho se suavizó un poco. Por primera vez en semanas, pudo inspirar profundamente sin sentir dolor. El propósito del viaje era vivir el momento, se dijo. No podía cambiar lo que iba a pasar, sólo podía enfrentarse con el ahora.

Pasado un rato, Molly empezó a leer señales de tráfico. Acercó los labios al oído de Dylan.

– ¿San Francisco? -preguntó.

Él lo negó con un movimiento de cabeza.

– Vas a tener que esperar.

– No puedo. Dímelo ya.

– De eso nada.

Molly rió. Metió las manos en sus bolsillos y trató de no ser demasiado consciente de su cuerpo contra el suyo. ¿O era ella la que se apretaba contra él? No importaba. Sólo era un hombre, se dijo. Estaba familiarizada con todos los órganos y Dylan no podía ser muy diferente a los demás. No había posibilidades de que estuviera interesada en ella y sólo se exponía a que le rompiera el corazón si imaginaba lo contrario. Aunque no había nada malo en disfrutar de su fabuloso cuerpo en aquella motocicleta, sería mejor que recordara que se trataba de un simple medio de transporte.

Sus hormonas rebeldes no parecían escucharla. Cada vez le resultaba más y más difícil no fijarse en cómo los muslos presionaban su fabuloso trasero. Molly contuvo una risita. Bueno, tendría que soportar aquella tortura, había cosas peores en la vida. Y si volvía a enamorarse de él, ya lo superaría, como todo en su vida últimamente. Aquellos días eran para ella, y si eso significaba apretarse contra el cuerpo musculoso de Dylan, cerraría la boca y disfrutaría.

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