El día era perfecto. Cielo azul, buena temperatura, una leve brisa. Molly se apoyó sobre los cojines de tela impermeable de la cabina del barco de vela y trató de mantener los ojos abiertos. El impulso de dejarse llevar, como el barco, era fuerte.
– ¿Quieres que haga algo? -le preguntó a Dylan.
Estaba sentado junto a la caña del timón, también relajado, pero parecía estar más alerta que ella. Los dos llevaban vaqueros, camisetas y zapatillas de deporte.
– Pensé que no habías navegado antes.
– Cierto.
– Entonces, ¿cómo sabrías qué hacer?
– Supongo que tú me lo dirías. En realidad no quiero hacer nada, sólo estaba siendo educada.
– No te molestes. Pareces estar a gusto ahí sentada. Disfruta del viaje.
– Si insistes… Eso haré.
Hizo lo que le ordenó, y se hundió más aún en los cojines. El aire salado era un perfume punzante y el suave balanceo del barco de vela, por extraño que pareciera, le hacía sentirse a salvo.
– Pensé que pasaría miedo -dijo, manteniendo los ojos cerrados-, pero es agradable.
– Tenemos muchos chalecos salvavidas, lo comprobé antes de que zarpáramos.
– Eres muy organizado. Creo que eso me gusta.
Molly cambió de postura hasta quedar tumbada boca arriba, mirándolo. Apoyó la cabeza en el brazo. La vela mayor, como Dylan la había llamado, aguantaba firmemente la brisa.
– Dime una cosa. ¿Cómo un corredor y diseñador de motos como tú sabe tanto sobre vela?
– Una mujer con la que salía estaba obsesionada con este deporte -sonrió-. Salíamos todos los fines de semana. Toda su familia hacía vela y me enseñó todos los trucos. La relación no funcionó, pero me aficioné a navegar. Salgo en barco siempre que puedo aunque, en los dos últimos años, no tantas veces como yo hubiera querido. Si viviera más cerca del mar, me compraría un barco. Tal vez más adelante.
– Deben de haber sido una tonelada.
– ¿De barcos?
– No, de mujeres.
– No he sido un santo, pero tampoco un mentecato.
Había tenido al menos tres novias formales antes de salir con Janet, pero podrían haber sido más. Había pasado parte de los últimos diez años participando en carreras de motociclismo. Apostaba a que había tenido mujeres a raudales, sobre todo tratándose de él. No sólo porque era el típico hombre alto, moreno y peligroso, sino porque también era inteligente y divertido. Una combinación irresistible, y la prueba era que ella sentía un amor platónico por él.
– ¿Cuántas? -le preguntó.
– ¡Molly! No puedo creer que me lo preguntes.
Ella tampoco, pero ya que lo había hecho, quería saber.
– Vamos, Dylan, ¿qué importa si me dices la verdad? Somos amigos, ¿no? Los amigos comparten información.
– No esa clase de información.
– ¡Vamos, por favor! ¿Cuántas? -Molly se incorporó y se inclinó hacia él.
– No voy a hablar de mi pasado contigo.
Parecía serio, pero Molly vio el brillo en sus ojos.
– ¿Cincuenta? ¿Cien?
– Menos que cien.
– Ah, eso es muy preciso, muchas gracias. ¿Cuántas son exactamente? ¿Noventa y nueve o noventa y ocho?
– No voy a decírtelo. Un caballero no va contando esas cosas.
– No te pido nombres ni un breve recuento de sus gustos o manías -le dijo-. Aunque sería interesante. Sólo quiero tener una idea de cuántas mujeres se han acostado contigo. Quieres decírmelo, y lo sabes.
– En realidad, no. ¿Cómo te sentirías si te hiciera la misma pregunta? Estoy seguro de que no te gustaría contarme tu vida amorosa.
Molly meditó en ello por un momento.
– En todo caso -le dijo-, me deprimiría.
– ¿Por qué?
«Porque no soy como tú», pensó, aunque no podía decírselo. No lo comprendería y no querría pasar por la humillación de tener que explicárselo. Su vida era tan insignificante. A veces sólo de pensarlo quería llorar. Pero iba a cambiar, lo había prometido. De hecho, ya estaba cambiando. Estar con Dylan era distinto de todo lo que se había permitido hacer antes.
– ¿Molly?
Habló en voz baja y preocupada, como si realmente se preocupara por ella. Molly suponía que lo hacía… a su manera. Después de todo, eran amigos. Suspiró al pensarlo. Amigos, genial. Dylan seguía viéndola como la hermana pequeña de Janet, mientras ella se quedaba despierta todas las noches imaginando lo maravilloso que sería hacer el amor con él.
– Dos -dijo, finalmente, porque no podía pensar en nada gracioso que decir-. Ha habido dos hombres en mi vida. Incluido Grant. Y el haberme acostado con ese cretino me deprime sólo de pensarlo.
– Bromeas.
Dylan no estaba boquiabierto, pero casi.
– ¿Qué esperabas? -preguntó-. La vida es distinta para el resto del mundo. No todos podemos ser atractivos, sino meros mortales.
– Todos somos meros mortales. No comprendo por qué te desmereces tanto. Eres muy atractiva.
Aquél fue su turno para quedarse boquiabierta.
– ¿Yo? -miró a su alrededor para comprobar si había alguien más a bordo-. Dylan, despierta.
– Estoy despierto, y digo la verdad. ¿No crees que eres bonita?
– No. Reconozco que no soy repelente, pero no soy lo que un hombre llamaría una mujer atractiva.
– Tonterías.
Parecía sincero, lo cual era de agradecer, e incluso preocupado, como si estuviera buscando la manera de convencerla de que decía la verdad.
– Creo que eres atractiva -le dijo-. Grant debía pensarlo también, de lo contrario no habría salido contigo. Son dos contra uno.
– Bueno, dos contra uno -a pesar de la nube negra que amenazaba con ponerla de mal humor, no pudo evitar sonreír-. Está bien. Eso lo cambia todo -se recostó sobre los cojines-. Supongo que ya no importa. Lo que piensa Grant de mí, quiero decir. Ya todo ha terminado. De hecho, empiezo a preguntarme si alguna vez lo amé -continuó Molly-. Bueno, en realidad, me pregunto si tan siquiera creo en el amor. No puedo encontrar ninguna prueba de que existe. Creo que los padres aman a sus hijos y viceversa. Creo en diferentes clases de amor, no sólo el amor romántico. Tal vez sea un montaje de los medios de comunicación para que todos enviemos flores y tarjetas de felicitación.
– Eres demasiado joven para ser tan cínica -dijo Dylan.
– La edad no tiene nada que ver. A veces siento que tengo un millón de años.
– No estás mal para tu edad.
Molly no pudo evitar sonreír.
– Justo cuando empiezo a auto compadecerme, vas tú y me haces reír. Debería odiarte por eso.
– Pero no me odias.
– No. Ojalá fuera diferente. Ojalá pudiera creer. Me gustaría que los hombres y las mujeres se amaran y de verdad quisieran estar juntos. Quiero que quieran hacer el amor en lugar de buscar sólo la satisfacción física.
– ¿Eso piensas? ¿Que se trata de una liberación física, no de un vínculo emocional?
– Sí -se encogió de hombros-. Tal vez, no lo sé. Tú eres el experto, ¿qué piensas?
– Todavía me sorprende ver tu lado cínico.
Molly se dijo que si supiera la verdad sobre ella no estaría tan sorprendido, pero no iba a compartirla con él. Era mejor dejarlo atónito antes que permitir que se compadeciera de ella, no podría soportarlo.
– No has respondido a mi pregunta -le recordó-. ¿Qué piensas del amor?
Se quedó callado durante largo tiempo. Molly volvió la cara al sol y absorbió su calor.
– Tenemos que volver -declaró Dylan, colocándose al otro lado de la caña del timón y soltando la vela para que pudieran dar la vuelta-. Cuidado con la cabeza.
Molly agachó la cabeza y se trasladó al otro lado de la cabina. Cuando se pusieron otra vez en marcha, rumbo al muelle y al club náutico, Dylan carraspeó.
– No he olvidado tu pregunta -le dijo-. No estoy seguro de cómo contestarla.
– No tienes por qué hacerlo. Podemos cambiar de tema.
– No me importa. No es algo en lo que paso mucho rato pensando. ¿Creo en el amor?
De repente, Molly se sorprendió anhelando oír su respuesta, como si pudiera afectar en algo a su situación. Lo cual era una locura, se dijo.
– No sé si alguna vez he estado enamorado -dijo finalmente, en voz baja y pensativa-. He tomado cariño a algunas mujeres, pero eso no es enamorarse. Sentía mucho por tu hermana, pero lo de Janet y yo era más hormonal que cariño de verdad.
– Se lo diré -bromeó.
– Vaya, gracias -su fugaz sonrisa se disipó. Con el cambio de rumbo, el viento había cambiado y un mechón de pelo le caía a Dylan sobre la frente. A Molly le gustaba ver sus cabellos despeinados por la brisa-. No sé si soy capaz de amar a alguien porque nunca he visto el amor en acción. Mis padres nunca me quisieron ni se quisieron entre ellos. Tal vez me falte un gen o algo así.
– ¿Y qué me dices de las mujeres que te han amado?
– No ha habido ninguna.
– ¿Mujeres? -Molly se quedó mirándolo fijamente-. Claro que las ha habido. Acabamos de hablar de ellas.
– Ninguna me amaba, Molly.
– ¿Ninguna de las noventa y nueve?
– No.
– No me lo creo.
Dylan se echó el pelo hacia atrás.
– Algunas me tomaron cariño, pero la mayoría querían algo que yo podía darles: sexo, emoción, una buena pareja de baile.
– ¿Bailas? -preguntó Molly.
Dylan soltó una carcajada y en aquella ocasión su humor era genuino.
– No, sólo intentaba respaldar mi argumentación.
– Qué pena, siempre he querido aprender a bailar.
– Algún día aprenderemos juntos -le prometió.
Quería creerlo. Quería pensar que habría «algún día», pero sabía que no. Su relación, si podía llamarla así, era estrictamente temporal.
– Lo que quería decir, era que todo el mundo quiere algo.
– ¿Quién está siendo cínico ahora?
– De acuerdo, pero si alguien como tú no cree en el amor, ¿qué posibilidades tiene un hombre como yo?
– ¿Quieres decir que la culpa es mía?
– No, lo que digo es que me gustaría que siguieras creyendo en el amor. Si alguna vez tengo la oportunidad, voy a dejar a Grant hecho trizas.
– Te lo agradezco, pero ya había empezado a cuestionarme las cosas mucho antes de que Grant se fuera con su secretaria.
– No tires la toalla, Molly -le dijo-. Mi vida es una serie de relaciones monógamas, pero tú puedes tener algo más.
– ¿Así que sales con una mujer, luego cortas con ella y empiezas a salir con otra?
– Algo así.
Molly dobló una rodilla y rodeó la pierna con los brazos.
– ¿Alguna vez las echas de menos cuando ya no están?
– Un poco, pero siempre menos de lo que debería.
«¿Me echarás de menos a mí?» Pensó la pregunta pero no la formuló. Tenía miedo de saber que se olvidaría de ella fácilmente. Molly sabía que lo recordaría. Mucho después de que su viaje terminara, lo recordaría y saborearía cada día que habían pasado juntos.
– No conecto con la gente, nunca lo he hecho. Aprendí de pequeño a mantener la distancia emocional. Mira lo que pasó con Janet. Creía que quería casarme con ella, pero seis semanas después, me alegré de haberme quedado libre -la miró-. ¿Cómo está?
– Muy bien. Cuando se casó con Thomas, pensé que lo hacía por su dinero y su posición social, pero han pasado diez años y todavía está loca por él -Molly vaciló, sin saber si debía contárselo todo.
– Sigue -dijo Dylan-, me gustaría saber qué tal le va. No te preocupes, no estás abriendo viejas heridas.
– Tienen tres niñas, y todas tan bonitas como mi hermana. Janet se ocupa de las labores del hogar y le encanta. Viven cerca de San Francisco, en una gran casa. El bufete de Thomas es muy famoso. Voy a visitarlos siempre que puedo, me encanta ser tía.
Molly apretó los labios. Hubo una época en la que había deseado poder tener hijos, pero ya no estaba tan segura. Y sólo porque Grant la hubiese dejado plantada.
– Apuesto a que las malcrías.
– Siempre que puedo -lo miró, y vio torrentes de emoción en sus ojos, pero no pudo descifrarlos-. ¿Quieres que cambiemos de tema, Dylan?
– Claro que no. Me arrepiento de cosas que he hecho en la vida, pero Janet no es una de ellas.
– ¿Pensaste en casarte con alguna otra? -le preguntó a Dylan.
– No, sólo con Janet. Desde entonces, fui más cauteloso -Dylan se inclinó y abrió la pequeña nevera que habían llevado con ellos. Sacó un refresco y se lo ofreció, Molly lo aceptó-. No sé cómo alguien puede saber que ha conocido a la persona con la que quiere pasar el resto de su vida. ¿Qué se siente? ¿Cómo se puede saber cuándo es de verdad?
– ¡Exacto! -Molly se incorporó en su asiento-. Eso es lo que pienso yo. ¿Y si los dos están equivocados? Conozco muchos matrimonios que acaban en divorcio, pero lo detesto. Me gustaría que fuera para siempre, pero no creo que sea posible – abrió su lata de refresco-. Eso es lo que detesto de Grant, incluso más que el hecho de que me haya dejado por otra mujer. Me molesta no echarlo de menos. ¿Cómo he podido estar tan equivocada? Tal vez esté en estado de shock o algo así.
– Lo siento, pero creo que sentirías el dolor si tuvieras que sentirlo.
– Entonces, ¿cómo puede uno saber cuándo es de verdad? ¿Caen rayos del cielo?
Dylan levantó la vista hacia la amplia vela blanca.
– El mástil es de metal, tal vez debamos pedir otra señal.
– De acuerdo, entonces una voz del cielo.
– Eso llamaría mi atención -dijo Dylan, sonriendo.
Molly movió la cabeza.
– Está bien, ríete de mí, pero hablo en serio. La próxima vez quiero estar segura.
– Estoy de acuerdo contigo. No pienso decirle a ninguna mujer que la amo hasta que no pueda contestar todas las preguntas de las que hemos estado hablando.
– Yo también. Si no, luego se pasa mal.
No odiaba a Grant por lo que había hecho, pero estaba enfadada, no por perderlo a él sino por perder su sueño de tener una familia. Dylan le leyó el pensamiento.
– ¿Quieres tener hijos, Molly?
De todo corazón, ¿pero habría niños en su vida más adelante? Aquella pregunta podía hacerle llorar.
– No estoy segura -mintió.
– Te imagino siendo madre -le dijo-. Creo que serías fabulosa.
– Gracias -Molly tomó un sorbo de su refresco, confiando en que aquella acción física la distrajera-. Primero tendría que encontrar un marido, no creo que me guste ser madre soltera. Y después de haber desechado juntos el amor, no creo que vaya a casarme a corto plazo, así que hablar de niños parece un poco prematuro.
Dylan le tendió la mano. Molly se quedó mirándolo y luego le tendió la suya. Él se la apretó.
– Me lo estoy pasando muy bien -le dijo-. Gracias por hacer el viaje conmigo.
No sabía qué decir, ni siquiera si podía hablar. De repente, se le había cerrado la garganta y no era sólo por la electricidad que le subía por el brazo.
– Gracias -le dijo, consciente de que no habría sobrevivido a aquellos días sin él-. No podría explicarte lo mucho que esto ha significado para mí. Te debo una.
– De eso nada. Teníamos que salir de la rutina y no podría haberlo hecho sin ti -se rió entre dientes-. Te propongo una cosa. Cuando lleguemos a la orilla, echaremos un pulso para ver quién está en deuda con quién.
– Trato hecho.
Dylan le dio otro apretón y luego le soltó la mano. Molly se recostó en su asiento y sonrió. Aquél era el día más perfecto de todos. Si pudiera pedir un deseo, sería que el día nunca terminara.
– Vuelvo enseguida -dijo Molly, tomando el teléfono móvil para luego desaparecer tras la puerta de su habitación.
Dylan la vio marchar, preguntándose, como todas las noches, qué mensaje esperaba oír en su contestador y por qué. Las llamadas nunca duraban mucho, sólo un par de minutos, y no se le había pasado ni un solo día. Dylan seguía sin respuestas. ¿Acaso esperaba oír un mensaje de Grant?
Se estiró en el sofá. No podía creerlo, sobre todo después de la conversación que habían tenido aquella tarde en el barco. Molly no quería a Grant otra vez en su vida. Claro que eso era su opinión, y sólo Dios sabía lo mucho que las mujeres lo habían sorprendido en el pasado. Tal vez había tenido alguna entrevista de trabajo y esperaba oír los resultados. Talvez…
– Diablos, así no voy a ninguna parte. Si siento tantos deseos de saberlo, será mejor que se lo pregunte.
Pero sabía que no lo haría, iba en contra de las reglas. Lo mismo que tocarla o abrazarla.
El deseo no había remitido, en contra de sus expectativas. Después de todo, ninguna mujer lo interesaba durante mucho tiempo. Pero con Molly, cada vez se sorprendía pensando más y más en ella. Pasar tiempo juntos no aliviaba los síntomas, al contrario, los agudizaba.
Se puso en pie, se acercó a la ventana y contempló la oscuridad. Detestaba cuando se encerraba en su habitación. Detestaba que tuviera secretos. Quería que hubiera algo especial entre ellos. Cuando era sincero consigo mismo, como en aquellos momentos, reconocía que realmente se lo estaba pasando bien, pero sobre todo porque estaba con ella. Podían hablar de cualquier cosa, y se reían juntos. Tenían gustos similares en música y comida, y les gustaba leer los mismos libros.
No podía recordar cuándo había permitido por última vez que alguien fuera amigo suyo, especialmente una mujer. Molly había empezado siendo la hermana pequeña de Janet, pero ya era mucho más. Le había tomado cariño. Se preocupaba por su futuro, y, por eso, sus llamadas nocturnas lo frustraban. Y seguía deseándola.
A veces le sorprendía lo mucho que pensaba en estar con ella. Tampoco era sexo solamente. No estaba de acuerdo con Molly en que la gente no hacía el amor, que sólo se liberaba físicamente, aunque tenía que reconocer que había tenido más sexo que amor en sus relaciones. Pero sabía que con Molly sería algo más, que querría disfrutar de la intimidad de poder abrazarla, tocarla, saborearla. Quería ver cómo cambiaba la expresión de su rostro. Quería darle placer y recordar haber estado con ella mucho tiempo después. Luego quería que le contara qué iba mal para poder arreglarlo.
La puerta del dormitorio se abrió y Molly salió a la luz de la sala de estar. Dylan no pudo interpretar su expresión. Normalmente, no hacía ningún comentario, pero aquella noche no pudo evitar preguntarle:
– ¿Va todo bien?
– Sí -asintió Molly-. Todavía no hay mensaje.
Quería preguntarle si eso era bueno o malo, pero no tenía derecho y no quería molestarla. Deseó poder acercarse a ella y estrecharla en sus brazos. Aquello haría que los dos se sintieran mejor. Pero antes de que pudiera pensar si ella agradecería aquel gesto, Molly se acercó a la mesa de la cocina.
– ¿Estás listo para seguir con nuestra partida de cartas? Sé que estaba ganando – Molly le brindó una fugaz sonrisa mientras hablaba, pero luego Dylan vio la tristeza en sus ojos.
El dolor. El miedo. Se acercó a ella y le tocó el hombro.
– Molly, deja que te ayude.
– No puedes hacer nada -dijo moviendo la cabeza-. Ojalá pudieras, pero tengo que superar esto yo sola.
– ¿Es sobre Grant o tu trabajo?
Molly no lo miró a los ojos.
– ¿Por qué no seguimos jugando? -susurró-. Lo mejor que puedes hacer es ayudarme a olvidar. Eso es realmente lo que quiero hacer, fingir que nada de esto me está pasando.
Sabía que no estaba hablando de su viaje sino de su problema. Quería insistir para que se lo contara todo, pero no lo hizo. En cambio, le ofreció una silla y se sentó en el lado opuesto de la mesa. Si jugar a las cartas la ayudaba a olvidar, entonces, haría eso por Molly. Haría cualquier cosa, hasta no volverle a preguntar qué iba mal.