Capítulo Ocho

– No está mal -dijo Molly mientras se reunía con ella en el estrado-. No hay muchos hombres que sepan dar un beso tan suave y que, sin embargo, parezca puro fuego.

– ¿Beso? -repitió Romana con el corazón latiéndole como una locomotora-. ¡Ah!, ¿te refieres a Niall? Eso no ha sido un beso, sino un gesto para desearme buena suerte.

– A mí me la habría dado.

– Seguro. ¿Y qué tal anda tu maridito últimamente?

– De maravilla. Preparado para una noche inolvidable. Hoy me siento inspirada.

Mientras Molly regresaba a su sitio, Romana bebió un sorbo del vaso de agua y sacó sus notas.

Había mentido. Aquel beso había significado algo más. Era lo que había visto en sus ojos cuando creyó que iba a besarla, y la corriente eléctrica que sintió cuando ella misma lo besó. Todavía en ese momento, los labios de Romana ardían, deseosos de más.

Bebió otro sorbo de agua para enfriarlos. Luego tomó sus notas y las golpeó contra el atril del pódium, evitando buscarle con la mirada. Niall estaba apoyado en la pared, mirándola con tanta atención que no veía los gestos de Molly llamándolo para que se sentara en la silla que había conseguido reservarle.

La sala estaba en silencio, pero Molly seguía haciendo aspavientos con su catálogo para atraer la atención de Niall. Romana miró en su dirección, y los ojos de todos los presentes la siguieron.

– Por favor, señor Macaulay, siéntese para que podamos empezar -dijo Romana indicando con un gesto el lugar que su ayudante había guardado para él.

Niall inclinó ligeramente la cabeza y cruzó la sala para sentarse en la primera fila. Cuando iba a mitad de camino, Romana preguntó en tono simpático:

– ¿Acaso ha tenido problemas para aparcar?

Niall tomó su asiento. Ninguna expresión cruzaba su rostro, pero Romana podía leer en él: «Ya me las pagarás luego».

– ¿Sabía usted que hay una multa de cien libras para los que llegan tarde? -continuó Romana.

– ¿Desde cuándo? -preguntó Niall con aparente inocencia.

– Desde ahora. Acabo de decidirlo -replicó Romana.

El publico soltó una carcajada que Romana cortó pidiendo silencio con el martillo.

– Y además le penalizo con otras cincuenta libras por cuestionar la autoridad del subastador.

Se escucharon más risas. Ya estaban todos pendientes de ella, y consiguió acallarlos con un leve mentó de su mano.

– ¿Tiene usted algo que decir? -preguntó Romana.

Niall levantó las manos en actitud de rendición mientras negaba con la cabeza.

– Tome nota, por favor -dijo Romana dirigiéndose al secretario-. El señor Farraday Macaulay, ciento cincuenta libras. Y no sientan lástima por él, damas y caballeros -continuó mientras miraba al público-. El señor Macaulay es uno de nuestros accionistas, así que puede permitirse ser generoso.

Sentado al final de la primera fila, mientras se convertía en el centro de atención de los fotógrafos, Niall sonrió. Puede que hubiera convencido a las cámaras, pero no a ella.

Romana no pensó en lo mucho que podría molestarle ser puesto en ridículo en público. Con un poco de suerte, los periódicos hablarían de ella. Y si sacaban la foto de Niall, Jordan Farraday se pondría furioso.

Así aprendería Niall Macaulay a no tratarla con condescendencia. Y en cuanto al beso…, tal vez la próxima vez tendría más cuidado en elegir el sitio y el momento. Ahora había mucho trabajo por delante.

– Bien, todos sabemos por qué nos hemos reunido aquí, así que, si está usted preparado, señor Macaulay, podemos empezar.


La subasta se desarrolló a un ritmo trepidante. Romana charló con los famosos que habían ido a apoyar con su presencia el objeto que habían donado. Un equipo entero de fútbol, el hombre del tiempo y un par de actores consiguieron una sonrisa y un beso por su contribución sin tener que pagar ciento cincuenta libras por semejante privilegio.

Niall sólo consiguió una mirada esquiva cuando pagó una enorme suma de dinero por una camiseta firmada por un equipo de fútbol para uno de sus sobrinos. El original de una tira cómica para su padre y una entrada del Royal Ballet para su madre no consiguieron ni siquiera una inclinación de cabeza.

Pero cuando recogió lo que había comprado y se dispuso a pagarlo, supo que Romana no se había olvidado de él.

– Era sólo una broma -le dijo el secretario-, no tiene que pagar la multa.

– Ya lo sé -dijo Niall mientras sacaba su tarjeta de crédito para pagar el total-. Pero quiero hacerlo. Ahora me toca a mí gastarle una broma a la señorita Claibourne.


Romana no se quedó después de la subasta. Necesitaba tomar el aire, pero sobre todo necesitaba estar sola.

Se quitó los zapatos y se deshizo del vestido. Tenía unos minutos libres mientras Niall pagaba por las cosas que había comprado y quería aprovecharlos. Iba a dar un paseo, y su sombra no estaba invitada.

Su secretaria levantó la vista del ordenador.

– ¿Qué tal ha ido? -preguntó a través de la puerta abierta que separaba los dos despachos.

– Ha sido una locura. No puedo creer la cantidad de dinero que se ha gastado la gente.

Incluido Niall. Pero no quería pensar en él. Sospechaba que iba a tener problemas en ese frente. Romana sacó una camiseta del armario y se la puso.

– ¿Algún problema por aquí? -preguntó a su secretaria.

– Nada que no haya podido solucionar.

– Gracias a Dios -dijo Romana mientras se metía en unos pantalones de lino gris y se calzaba unos mocasines-. Voy a dar un paseo hasta casa y a poner los pies en alto durante diez minutos antes del desfile. Si alguien pregunta por mí, dile que he ido al dentista -ordenó Romana, refiriéndose a Niall sin nombrarlo.

No había tenido un momento para ella desde las siete y media de la mañana, y necesitaba escaparse durante al menos media hora. Tenía que olvidarse de la tienda y de todo.

Romana abrió la puerta de su despacho para salir. Niall estaba apoyado en la pared de enfrente con los brazos cruzados. Parecía que hubiera adivinado su intento de escapada.

– ¿Vas a alguna parte sin tu sombra? -preguntó con una sonrisa helada.

Cuando estaba a punto de soltar la excusa del dentista, Romana se lo pensó mejor. Sin duda no se lo creería, e insistiría en acompañarla de todas formas. Sería más inteligente decir la verdad.

– Necesito tomar el aire -dijo sin esperar respuesta-. Voy a cruzar el parque hasta casa y descansar un rato. Gracias por apoyar la subasta tan generosamente.

– Es una manera muy cara de comprar -respondió él sin moverse del sitio.

– ¿Quieres algo más, Niall?

– He venido a recoger una de las cosas por las que he pagado.

Romana miró, confusa, las bolsas de plástico que él tenía a los pies.

– Estás en el sitio equivocado -dijo.

– Yo creo que no.

Con un rápido movimiento, Niall colocó los brazos en la pared a ambos costados de Romana, dejándola cercada.

– Yo la he besado y usted me ha hecho pagar por ello, señorita Claibourne. Pues bien, estoy aquí para hacer una reclamación, porque no he obtenido lo que he pagado.

Romana sacudió la cabeza mientras reía nerviosamente.

– No seas tonto, Niall. Le dije al secretario que se trataba de una…

– De una broma, ya me lo dijo. Pero yo pagué de todas maneras.

Romana cerró los ojos para que él no pudiera ver en ellos el deseo. La manera que tenía de besar la había llevado hasta aquella situación. Si había sentido antes tanta pasión-, no quería ni pensar lo que podría ocurrir si la volvía a besar, esa vez en un lugar privado.

– Me encargaré de que te devuelvan lo que has pagado -acertó a decir mientras intentaba zafarse de su prisión.

– ¿Y negarles a esos pobres niños los beneficios de mi dinero? Te faltó tiempo para decirle a todo el mundo que podía permitírmelo. Venga, Romana. Tú eres la que dice siempre que es por una buena causa. Demuéstrales a esos niños cuánto te importan.

Ella sabía que no era el tipo de hombre dispuesto a ser humillado públicamente sin tomar represalias. Por eso había tenido tanta prisa en salir de los grandes almacenes. Quería darle tiempo para que se calmara antes del pase de modelos.

Pero allí, capturada entre sus brazos, a Romana se le ocurrió pensar que si él le daba un beso, un beso de verdad, ella saldría ganando. Acabaría con esa fachada de «mírame y no me toques», ganaría su propia batalla personal. Si Niall la besaba, ella probaría que era como todos los demás hombres, dispuestos a perder el rumbo por una falda corta o un vestido de noche ajustado a sus curvas…

Eso le encantaría. Tener a Niall Macaulay a sus pies la haría verdaderamente feliz.

Su boca estaba a escasos centímetros de la suya. En sus ojos se dibujaba un deseo desenfrenado que él se había negado a admitir, pero al que parecía no poder resistirse. Romana sintió que los labios le quemaban. Se sentía ligera, como si tuviera los brazos de Niall alrededor de su cuerpo, como si sus labios estuvieran ya apoyados en los de ella. Escuchó el sonido ahogado que salió de su propia garganta, un sordo gemido que suplicaba que la besara en el cuello.

¿Era ésa la manera en que hombres y mujeres se volvían esclavos del amor? ¿Con el triunfo del cuerpo sobre la mente? A ello no le pasaría. Sabía que esas sensaciones eran tan efímeras como las burbujas del champán. Pero aun así, cerró los ojos y esperó.

Y siguió esperando.

Y cuando abrió los ojos de nuevo, descubrió que Niall no había movido ni un músculo. Romana no dijo nada, no se atrevía ni a respirar. Finalmente, como si volviera de lo más profundo de su pensamiento, Niall dejó caer los brazos.

– Gracias, Romana -dijo.

– ¿Por qué? -contestó ella arrastrando las palabras.

– Por establecer un punto de partida.

Niall dio un paso atrás y, recogiendo sus bolsas del suelo, se encaminó hacia el ascensor.

– ¿Era eso? -replicó ella a su espalda-. ¿No quieres…?

Romana iba a decir «besarme», pero se contuvo a tiempo.

– ¿No quieres llegar a un acuerdo total? -improvisó sobre la marcha.

– El beso puedo esperar -contestó Niall sin dejar de andar, como si quisiera poner tierra por medio entre ellos-. No te preocupes, ya te avisaré cuando sea el momento.

Y desapareció de su vista mientras doblaba la esquina para dirigirse al ascensor.

Niall estaba decidido a asistir al pase de modelos aquella noche. Habían cambiado las tornas a su favor y quería ver a Romana pasar un mal rato. A partir de aquel momento, cada vez que estuvieran juntos en público ella estaría en alerta, temiendo el momento en que él decidiera cobrarse su beso de ciento cincuenta libras. Y arrepintiéndose de cada carcajada que había arrancado del público a su costa.

Pero eso no era lo que le importaba. Lo que lo había enfadado era que se había preocupado de verdad por verla meterse una y otra vez en situaciones que la aterrorizaban. Y ella se había mofado de su preocupación, como si no creyera que pudiera ser real.

Niall había pensado que estaban más allá de todo eso. Era lo que le hubiera gustado.

Pero ella había estado a punto de ceder. Había esperado más resistencia. Cuando ella levantó sus ojos hacia él, leyó en ellos el deseo, y sus labios se separaron ligeramente mostrándole sus bellos dientes. Le había costado un gran esfuerzo controlarse.

Casi se había lanzado a tomar todo lo que ella le ofrecía, y más.

Nadie había estado tan cerca de tocarle el corazón desde que perdiera a Louise. Había creído que podía jugar con Romana Claibourne sin salir herido. Se había equivocado.

Por eso sabía que nunca podría reclamar su beso, porque un beso no sería nunca suficiente. Y porque un simple beso sería una traición total a la mujer que había muerto porque él la había obligado entre bromas a hacer algo que le daba miedo.

Pero por el momento, su decisión permanecería en secreto.


Por una vez, Romana no prestó atención a la ropa. No podía competir con las modelos en belleza, así que, para contrastar, se puso unos pantalones negros, una camisa de seda negra y unos sencillos pendientes de plata. Ella iba a estar en la parte de atrás, coordinando, y de negro sería más fácil reconocerla entre los vestidos de novia.

Demasiado fácil.

Niall la vio de inmediato y atravesó el inmenso camerino común en su busca, obviando los cuerpos medio desnudos de las modelos. Sus ojos eran sólo para ella.

A Romana se le hizo un nudo en el estómago, aunque el sentido común la tranquilizaba diciendo que él buscaría un lugar menos agitado para cobrarse su beso. Un lugar que le produjera a ella mayor vergüenza. En medio de los miles de besos de cortesía que había allí, un beso más, aunque fuera de lo más apasionado, pasaría inadvertido.

Romana se dio cuenta de que Niall llevaba la corbata torcida. No quería que él pensara que le tenía miedo, así que se dirigió hacia donde estaba para enderezársela.

– Tal vez deberías rendirte y comprarte las corbatas con el nudo hecho -sugirió mientras la colocaba en su sitio-. Llamaré a la sección de complementos para que te envíen algunas.

Romana se decidió entonces a levantar los ojos hacia él. Su cara era un poema, pero no por algo que ella hubiera dicho. No la estaba mirando, estaba absorto en algo que había detrás de ella.

– Niall, ¿estás bien? -preguntó.

Como no contestaba, Romana se dio la vuelta para ver qué miraba. Una modelo se estaba poniendo en un vestido de novia clásico, riéndose con alguna broma de su compañero, vestido de chaqué. Durante un instante, la escena pareció real. El novio y la novia felices para siempre.

– No puedes quedarte aquí. Las chicas van a protestar -dijo Romana.

Era la primera excusa que se le había ocurrido. Lo tomó del brazo y lo llevó directamente hacia la puerta.

– Molly debe estar en alguna parte. Ella te buscará un sitio.

– No -contestó Niall, esforzándose en sonreír-. Creo que tenías razón, Romana. Por hoy ya me he divertido suficiente. ¿Te importa que dejemos lo de la cena?

– Encantada -respondió ella con algo de tristeza-. Para serte sincera, estaba deseando que se te hubiera olvidado. Tengo que volver -dijo señalando el camerino.

Romana se giró y le dio la espalda. Estaba a punto de llorar. ¿Por qué era tan doloroso ver a un hombre mostrando las heridas de su corazón? Debería alegrarse de haberse librado de él al menos durante la velada. Pero la imagen de Niall regresando a aquel caserón vacío con la imagen de una joven novia en su cabeza la torturaba.

Romana sacudió sus rizos para evitar pensar y se encaminó a poner orden en el camerino.


– ¿Romana?

Una de las modelos la estaba mirando como si esperara una respuesta.

– Digo que vamos a ir a cenar y luego tal vez a tomar una copa. ¿Quieres venir con nosotras?

– Gracias, pero ha sido un día muy largo. Creo que me iré a casa y me tiraré en la cama.

– Si es con el guapetón con el que estabas hablando antes, lo entiendo.

No se molestó en aclarar la confusión. Recogió su chaqueta y caminó hacia la puerta principal.

– ¿Taxi, señorita Claibourne?

– Sí, por favor.

El portero paró uno y abrió la puerta para que ella entrara.

– ¿Dónde vamos, señorita? -preguntó el taxista cuando salieron de la rampa del hotel.

¿Adónde iba? Romana recordó su confortable apartamento, el olor a lavanda de sus sábanas…

– Lléveme a Spitalfields.

No estaba segura de lo que decía, pero tenía que ir. Durante todo el desfile se había comportado como la perfecta directora de Relaciones Públicas de Claibourne & Farraday, resolviendo cualquier contratiempo. Pero su mente no había estado allí.

Estaba en una inmensa y solitaria cocina, con un hombre al que debería estar pateando aprovechando que estaba en sus horas bajas. Pero en vez de eso, la idea de Niall a solas con sus recuerdos la había perseguido toda la noche. Y sabía que no se dormiría hasta que se hubiera asegurado de que se encontraba bien.

– Hemos llegado, señorita.

Romana levantó la vista hacia la casa. Las ventanas parecían estar en penumbra, pero una débil luz se filtraba desde algún punto de la parte de atrás. El silencio era sólo aparente: por detrás del viejo mercado se escuchaba la música procedente de los numerosos restaurantes que habían proliferado en la zona.

– ¿Puede esperarme? No tardaré mucho.

El taxista dejó el contador en marcha mientras ella cruzaba la acera hasta llegar a los escalones de la puerta principal. Romana agarró la aldaba y la sujetó durante un instante, dudando. Luego la dejó caer y se escuchó un sonido que pareció multiplicarse por toda la casa.

Esperó. Pero no pasó nada. Romana tomó de nuevo la aldaba y, antes de que pudiera llamar, la puerta se abrió, poniendo en peligro su equilibrio.

– ¿Qué pasa?

Era Niall. Llevaba puesta la misma camisa, pero tenía la corbata suelta y algo parecido a una telaraña sobre su cabello despeinado.

– ¿Romana? ¿Qué demonios haces aquí?

Había muchas respuestas para esa pregunta:

«Pasaba por aquí y me acordé de tu ofrecimiento de enseñarme la casa».

«Ha habido un cambio de planes para mañana».

«No encuentro las llaves de mi casa y necesito un sitio para dormir».

Romana se decidió por la verdad.

– Estaba preocupada por ti, Niall. Parecías tan triste cuando te marchaste del Savoy…

– ¿Pensabas encontrarme ahogando mis penas en una botella de whisky? Eso habría sido una munición excelente para la guerra entre los Farraday y las Claibourne, ¿no? India te habría puesto un diez.

– ¿Estás ahogando tus penas? -repuso Romana, pasando por alto su sarcasmo.

– Será mejor que entres -dijo él mientras sujetaba la puerta.

– Tengo un taxi esperando.

– Deja que se vaya. Yo te llevaré a casa. Y no te preocupes, todavía no sé de ningún problema que haya encontrado solución en el fondo de una botella.

Niall fue hasta el taxi y le pagó la carrera al taxista. Luego regresó a su lado y la invitó a entrar.

– Estaba en la cocina. Siempre estoy en la cocina. El resto de la casa está… como sin terminar.

– Enséñamela -dijo Romana-. Quiero verlo todo.

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