Capítulo Tres

Niall observó a Romana volar por los aires. Había sido un salto espectacular en todos los aspectos. La sospecha de que ella estaba realmente asustada lo había impulsado a subirle la tarjeta. Viéndola en la plataforma, se convenció de que estaba completamente perdida, que las bromas eran sólo para la cámara. Pero todo parecía formar parte de su actuación. Romana había dado un gran espectáculo a sus patrocinadores. Sólo se le había olvidado gritar.


Alguien descorchó una botella de champán y le puso un vaso entre las manos. Romana no se atrevió a llevárselo a la boca: se habría estrellado contra sus dientes apretados. Se limitó a sujetarlo mientras la multitud coreaba a su alrededor la cuenta atrás para el siguiente salto. Empezaba a encontrarse mejor, pero cuando el siguiente participante se precipitó al vacío, su estómago se revolvió como si estuviera repitiendo la experiencia. Depositó el vaso en las manos de la persona que tenía más cerca y se encaminó hacia la caravana para dar rienda suelta a su mareo.

Después de lavarse la cara y la boca, se dio cuenta de que su teléfono, que seguía en la silla en la que ella lo había dejado, estaba sonando. Era Molly.

– Romana Claibourne, ¿estás bien? Tenemos una televisión aquí, y en cuanto te he visto me he preguntado sí…

– ¿Si desayunar ha sido un error? Pues sí, lo ha sido. ¿Está pidiendo todo el mundo que le devuelvan el dinero? -acertó a decir con un escalofrío-. No los culpo. Ni siquiera he sido capaz de gritar como es debido. Parecía como si tuviera piedras calientes en la garganta.

– No te preocupes por eso. Has estado magnífica. Y las bromas han estado muy bien. No creo que nadie se haya ni imaginado lo asustada que estabas. No sé cómo vas a superarte al año que viene, a no ser que inventes algo para que Don Guapo se quite la camiseta -añadió esperanzada-. Yo misma lo patrocinaría.

A Romana se le secó la boca sólo de pensarlo. Una oportuna llamada a la puerta le evitó tener que responder.

– Está abierto -dijo.

Se dio la vuelta y vio a Niall con un ceño que podría parecer de preocupación. No quería que se compadeciera de ella.

– ¿Has venido a pagar? -preguntó.

Romana se arrepintió al instante de su falta de tacto cuando él depositó sobre la mesa un cheque, su barra de labios y el espejito.

– Muy generoso -le dijo-. Gracias.

Niall se encogió de hombros, quitándole importancia.

– No quisiera interrumpir tu conversación.

– Es Molly. Ha visto el salto y está pensando en la manera de superarlo el año que viene. Cree que si tú te quitaras la camiseta podría ser un buen reclamo -sugirió mientras escuchaba las protestas de su ayudante-. ¿Por qué no lo hablas con ella? Necesita también tu dirección para mandarte un coche esta noche. Seis en punto. Corbata oscura.

– ¿A las seis? -repitió él-. ¿No es un poco pronto para ir al teatro?

– Estoy trabajando, no de fiesta. Me ocupo de la organización de la velada y de que todo transcurra en orden. Y, cuando ha terminado, procuro que la gente se marche contenta.

Niall no contestó, pero agarró el teléfono para facilitarle a Molly su dirección. Cuando acabó, Romana recogió sus bolsas y abrió la puerta de la caravana.

– ¿Dónde vas ahora? -preguntó él mientras la seguía.

– ¿Por qué no lo compruebas por ti mismo?

Él la miró dando a entender que había aprendido la lección: le estaba preguntando antes de actuar.

– Primero voy a ir a casa a colgar mi vestido. Lo habría hecho antes, pero estaba citada contigo. Luego voy a ir a la peluquería de los grandes almacenes a arreglarme el pelo -dijo mientras caminaba con paso ligero por la calle.

– ¿Y la comida?

Sólo de pensar en comer se ponía enferma.

– No hay tiempo -contestó mirando el reloj-. Tenemos que irnos.

– Gracias, pero creo que me voy a saltar la peluquería.

– Sabia decisión. Yo puedo prescindir de casi todo -dijo sonriendo-, pero no de un encuentro con George en una noche de gala. Te veré en el teatro.

– ¿No crees que sería más lógico que compartiéramos coche?

¿Compartir? Trabajar con él ya era suficiente, no veía la necesidad de ampliar el tiempo que tenían que pasar juntos.

– ¿Te preocupa el medio ambiente o es una cuestión económica?

– Ninguna de las dos cosas. Pensé que me podrías ir contando los pormenores de la gala por el camino. Por cierto, esta tarde has tenido una gran actuación. Casi haces que me lo crea.

– ¿Casi?

– ¿Cuántas veces has hecho «puenting»?

Ella sonrió mientras paraba un taxi. Le gustaba comprobar que no era tan inteligente como él se creía.

– Te veré en el teatro, Niall -dijo.

Romana subió al taxi y cerró con fuerza la puerta.


Envuelta en una bata de peluquería de color rojo oscuro, Romana se contempló en el espejo, buscando en vano qué había en ella que irritaba tanto a Niall Macaulay. No podía tratarse sólo del incidente del café. Había sido un accidente, muy poco oportuno, es cierto, pero sin ninguna importancia. Eso era lo que habría dicho si hubiera sido un hombre amable, pero él no era amable, ni generoso. Pretendía serlo, como cuando se apresuró a patrocinar su salto, pero cuando se tenía dinero, esa clase de generosidad carecía de mérito. El padre de Romana estaba siempre dispuesto a estampar su firma en un cheque por Navidad o en su cumpleaños, cuando lo único que ella deseaba era que la abrazara y le dijese que la quería. Pero aquello era demasiado difícil para él.

George apareció detrás de ella.

– Un gran día, Romana -dijo.

– Un mal día. La primera vez que hago «puenting», ahora un corte de pelo… ¿Qué más me puede pasar?

– Ningún sacrificio es suficiente para promocionar la tienda.

– Esto es todo lo lejos que estoy dispuesta a llegar -le aseguró.

El corte de pelo formaba parte del programa de la semana, y había sido planeado hacía meses. Romana sabía que cortarse su famosa melena en la peluquería de los grandes almacenes sería la mejor demostración pública de su compromiso con la empresa.

El estilista vaciló. No tenía ganas de provocar un amargo llanto de arrepentimiento.

– ¿Estás segura de lo que vas a hacer? Te advierto que aunque a tus amigas les va a encantar…

– De eso se trata. Vamos allá.

Pero él seguía dudando.

– Venga, George. No tengo todo el día.

– ¿Eres consciente de que a los hombres de tu vida no les va a gustar nada?

– ¿Quién tiene tiempo para hombres?

– Amigos, conocidos, tu padre…

– Dejé de ser la niñita de papá cuando cumplí cuatro años.

Fue entonces cuando su madre conoció a un hombre más joven, más guapo y, además, con título nobiliario.

– Bueno, pues cualquier hombre que conozcas. Cualquiera que haya visto tu foto en las revistas del corazón. La mitad de los hombres de Londres están enamorados de tu pelo. Querrán lincharme.

– Todo sea por salir en los periódicos.

Pero él seguía dudando.

– Por el amor de Dios, George, es sólo pelo. Córtalo.

Y por segunda vez en el mismo día, Romana cerró los ojos.


Niall Macaulay observó la impresionante fachada de Claibourne & Farraday. Lo que una vez fue una selecta cafetería reservada exclusivamente para la aristocracia, se había convertido con el tiempo en uno de los patrimonios más valiosos de Londres. Jordan estaba obsesionado con reclamarlo en aras del orgullo familiar.

Un acuerdo más justo podría poner fin a la disputa que había prevalecido en generaciones anteriores, desde que el control de la tienda había pasado de los Farraday a los Claibourne. Romana tenía razón. Ellos solo querían hacerse con el control para liquidar los activos y reinvertir el dinero en algo que dependiera menos del capricho del público.

Niall le hizo una breve inclinación de cabeza al portero y atravesó el umbral. Habían pasado más de cuatro años desde que pisara los grandes almacenes por última vez.

Había ido con Louise para elegir la vajilla, ropa de cama… Visitaron todos los departamentos haciendo la lista de boda. Él la había dejado tomar todas las decisiones. Iba a ser su casa y quería que todo fuera de su gusto. Lo único que deseaba era poder contemplarla, estar con ella, observar su maravilloso rostro cuando se giraba para preguntarle su opinión, sabiendo que su respuesta sería siempre la misma: «como tú quieras». Aquella felicidad había quedado muy atrás.

Ésa era la última oportunidad que tenía de reencontrarse con los grandes almacenes y comprobar los cambios como si fuera un cliente más. A partir del día siguiente, todo el mundo sabría quién era.

Intentaría sacar provecho. Y, ya que se había quedado sin comer, comenzó por inspeccionar los restaurantes.


Romana se estremeció cuando su mano encontró el vacío en el lugar que antes ocupaba su pelo.

– Cómete esto y deja de preocuparte, Romana. Tu pelo está estupendo -la increpó Molly mientras le alcanzaba un sándwich, tratando de tentarla con un almuerzo tardío-. George es un genio.

– Ya lo sé. Me acostumbraré, supongo. ¿Hay algún imprevisto de última hora? ¿Cómo van las cosas en el teatro?

– Relajadas. Ya han llegado los programas, los floristas están ultimando detalles y los camareros están todos preparados. No ha habido ninguna cancelación. Todo va como la seda. Te preocupas demasiado.

– Nunca es demasiado.

– Por cierto, he visto a tu chico en la cafetería donde te he pedido el sándwich.

– ¿«Mi chico»? -Romana frunció el ceño-. ¿Desde cuándo tengo chico?

– Bueno, llámalo como quieras -replicó Molly con malicia-. Llámalo tu James Bond. Alto, moreno y guapísimo. Si me estuviera supervisando a mí, no habría comido solo.

– ¿Cómo? -saltó Romana, cayendo en la cuenta-. ¿Me estás diciendo que Niall Macaulay está en la tienda?

– Sí. Creí que habíais venido juntos. ¿No sabías que estaba aquí?

– No, claro que no. ¿Te ha visto?

– No creo. Estaba hablando por su móvil.

– Llama a seguridad, Molly.

– No se te ocurrirá hacer que lo echen…

– Claro que no. Sólo quiero saber qué pretende.

Romana sabía que seguramente estaba aprovechando su último día de anonimato para echar un vistazo por su cuenta. Después de todo, eso era exactamente lo que ella habría hecho en su lugar. Pero no quería llevarse ninguna sorpresa.

– Necesito saber dónde va, con quién habla y qué mira. Todos los detalles. Quiero un informe completo en mi mesa mañana a primera hora de la mañana.


Niall comprobó que cada restaurante y cada cafetería eran distintos. Había incluso un local japonés, y todos estaban llenos. Había comido en la cafetería más pequeña porque parecía la peor de las opciones. Puntuando, le daba un seis sobre diez. Luego comenzó a pasear por los grandes almacenes. No habían cambiado mucho desde la reforma de principios de siglo. Seguían anclados en el antiguo lujo de caoba y alfombra de color grana que los hacía inconfundibles. Sin embargo, la clientela era más joven de lo que había supuesto.

Las Claibourne debían estar haciendo algo bien. Pero Jordan no querría oír hablar de eso, sólo le interesaban sus fallos.

Cuando llegó a la sección de libros, pensó que se hacía un uso muy pobre de un espacio tan valioso. Era un departamento que había sido en su momento muy popular, pero que estaba en franco declive. No podía competir con las grandes cadenas de librerías y sus precios rebajados.

Fue en esa sección cuando se dio cuenta de que llevaba una «cola» arrastrando. Se detuvo a escribir algo en su agenda y el hombre que lo seguía se giró demasiado rápido, llamando así su atención.

Había visto a la ayudante de Romana en la cafetería. Ella no pareció darse cuenta de su presencia, y él pensó que no lo había visto. Tal vez estaba dando demasiadas cosas por supuestas. La vida le había enseñado a fiarse de la primera impresión, ese destello de la verdadera personalidad que muestran las personas antes de darse cuenta de que están siendo observadas. Romana Claibourne se había bajado del taxi con un montón de bolsas, caminando sobre unos tacones demasiado altos y una falda demasiado corta para alguien que esperaba ser tomado en serio. Por no hablar de su mata de pelo, capaz de enmarañarse en cualquier momento. Lo primero que Niall había pensado era que se trataba de una atolondrada dispuesta a hacer uso de su aspecto para obtener lo que quisiera. Y seguro que lo conseguía.

En cualquier caso, no había dudado en enviarle un guardia de seguridad para que tenerlo vigilado. Sin duda, tenía valor.

Niall miró su reloj y se encaminó a la puerta de los grandes almacenes. Tenía que regresar a casa, ducharse y ponerse elegante en las dos horas que le quedaban libres antes de la gala. Pero el caso era que no podía permitir que ella creyera que había sido más lista que él…

Romana se estaba marchando cuando Molly se encontró con ella en el ascensor.

– Tengo que irme.

– Esto te interesa -dijo su ayudante mientras le extendía una caja envuelta en papel de regalo de Claibourne & Farraday.

– ¿Qué es?

– El guardia de seguridad que mandaste a seguir a tu sombra acaba de traerlo a la oficina. El señor Macaulay le pidió que te lo entregara con un saludo de su parte.

– ¿Lo ha descubierto? -preguntó Romana con un gruñido.

– Parece que sí -contestó su ayudante con una sonrisa burlona.

Abrió el paquete. En su interior había una caja con la nueva fragancia que habían estado promocionando esa semana: Sombra de verano.

– Me encantan los hombres con sentido del humor, ¿y a ti? -preguntó Molly.


Niall se abrochó los botones de la camisa y se colocó la corbata al cuello. Louise solía decirle en broma que sólo se había casado con ella para que le hiciera el nudo.

Cuatro años. Hacía cuatro años que se había marchado. Cuatro años de un vacío tan intenso como el eco de una habitación sin muebles.

Tomó la fotografía del marco de plata que había sobre la mesilla y acarició suavemente el hermoso rostro que le sonreía. Morena, de porte aristocrático… El polo opuesto a la pequeña de las Claibourne en todos los sentidos, se dijo.

De pronto sintió los ojos azules de Romana inmiscuyéndose entre ellos. Y durante un segundo no supo a qué atenerse.


Romana se puso un collar de platino muy elegante alrededor del cuello y los brazaletes a juego, en las muñecas. Formaban parte de la colección africana que Flora había encargado tras su viaje de investigación por ese continente, y ahora se vendía en sus grandes almacenes. Su sencillez contrastaría con los diamantes que su Alteza Real llevaría en la gala, pero no había ninguna forma de competir con ellos.

Su vestido tampoco era ostentoso. Esa noche formaba parte del equipo de apoyo, pues India se ocuparía del papel principal. Aun así, tenía que estar impecable: manicura, peluquería y maquillaje. Todo de la tienda, menos el vestido.

¿Tendría razón Niall en ese punto? ¿Debería ponerse algo de su propia colección de moda? Los hombres lo tenían mucho más fácil: una chaqueta bien cortada y una corbata a juego… y listo. Podrían llevar el mismo traje durante años y nadie notaría la diferencia.

Romana había trabajado muy duro para crear una imagen más fresca de los grandes almacenes, y todavía le quedaba mucho por hacer. Por primera vez consideró la posibilidad de perderlos, y cómo le dolería si eso llegaba a ocurrir. No podía permitirlo.

Tomó en sus manos la colonia que Niall le había enviado y se preguntó si no lo habría subestimado. No intelectualmente, estaba segura de que era inteligente con mayúsculas. Pero ¿podría ser que además comprendiera el negocio? ¿Y que tuviera sentido del humor?

Siguiendo un súbito impulso, Romana roció sus muñecas con la fragancia. Era muy fresca, casi tanto como Niall Macaulay, pensó sonriendo. Desde luego, aquel hombre sabía ser muy sutil llegado el caso. Y no siempre se mostraba tan frío, pensó recordando lo segura que se había sentido con sus brazos alrededor en lo alto de la grúa.

El timbre de la puerta la devolvió a la realidad, y arrojó sobre la cama el frasco de colonia como si quemara. Lo cierto era que Niall Macaulay era un enemigo que reclamaba Claibourne & Farraday para él. Romana recogió el chal y el bolso y se encaminó a la puerta, diciendo en voz alta:

– No lo permitiré.

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