Romana Claibourne hacía malabarismos con un vaso de cartón lleno de café, una pequeña maleta de cuero y varias bolsas de plástico. El pánico se iba apoderando de ella mientras buscaba su bolso. No sólo no encontraba la cartera, es que además, entre todos los días posibles, Niall Farraday Macaulay había decidido presentarse justo aquél.
Romana nunca había llegado a tiempo a ningún sitio, y eso que el mensaje de India había sido muy claro: la puntualidad era esencial. Niall Macaulay quería concretar el tema de la supervisión con ella a las doce en punto, y Romana tenía que dejarlo todo y llegar a tiempo. No había nada más importante, ni siquiera la inauguración de la semana solidaria que cada año se celebraba en Claibourne & Farraday.
– Perdón -dijo lanzándole al taxista una mirada de disculpa-, tiene que estar en alguna parte. La tenía cuando me subí.
– Tómese su tiempo, señorita -replicó el hombre-. Yo tengo todo el día.
Romana esbozó una mueca ante el sarcasmo del taxista y redobló sus esfuerzos para encontrar la esquiva cartera. Estaba segura de que la tenía al ir a recoger su vestido, porque había usado la tarjeta de crédito. Luego, tras recibir el mensaje de India, había sentido la imperiosa necesidad de tomarse un café… y había necesitado cambio para pagarlo.
Revivió la escena en su cabeza. Había pedido el café, pagado y guardado la cartera… en el bolsillo.
El alivio fue momentáneo. La búsqueda en las profundidades del abrigo resultó demasiado exhaustiva, y el vaso de café decidió ir a recorrer mundo.
El envase cayó sobre la acera, rebotó y la tapa salió volando, liberando de su interior una ola de capuchino caliente. Como si lo estuviera viendo a cámara lenta, Romana observó cómo la ola manchaba los relucientes zapatos de un peatón antes de estrellarse espectacularmente contra los pantalones.
Los zapatos se pararon en seco.
– Esto es suyo, supongo -dijo el dueño de los pantalones.
Romana agarró el vaso. Craso error. Estaba húmedo y pegajoso, y la disculpa que comenzaba a surgir de sus labios se transformó en una expresión de asco.
Y entonces, error número dos, levantó la vista y casi volvió a verter el vaso. Aquel hombre era todo lo alto y moreno que se podía y, por un momento, se quedó petrificada y literalmente sin palabras. Disculpas. Tenía que pedir disculpas. Y averiguar quién era él. Pero en cuanto abrió la boca se dio cuenta de que el desconocido estaba muy lejos de sentirse impresionado por su inesperado encuentro con una de las mujeres más solicitadas de Londres. La expresión de su rostro incluía palabras como «estúpida», «rubia» y «mujer». La disculpa de Romana murió en sus labios.
Daba igual. Estaba claro que a él no le interesaba nada lo que ella pudiera decir. Ya se había dado la vuelta y caminaba con prisa hacia el dorado portal de Claibourne & Farraday, dejándola en la acera con la boca todavía abierta.
Lo estaban esperando. Niall Macaulay fue rápidamente conducido al despacho de la planta superior. Le entregó el abrigo y el paraguas a la recepcionista, y se dirigió al servicio para limpiarse las manchas de café. Arrojó la toalla de papel a la basura y miró el reloj con irritación. Apenas había tenido tiempo para preparar la cita y, para colmo, esa estúpida lo había hecho llegar tarde.
¿Qué diablos estaría haciendo con un vaso de cartón lleno de café y las suficientes compras como para saldar la deuda externa de todo un país?
Bueno, no importaba. Romana Claibourne también llegaba tarde. Declinó el café que le ofreció la secretaria, pero aceptó la invitación de esperar en la exquisita oficina de la señorita Claibourne. Cruzó la estancia hasta llegar a la ventana, tratando de no pensar en la docena de cosas más importantes que debería estar haciendo en ese momento.
Romana continuaba mirando fijamente el lugar por donde aquel hombre se había ido.
– Hoy no es su día, ¿eh, señorita? -exclamó el taxista-. Menudo cascarrabias… ¿Quiere usted recibo?
– ¿Cómo? Sí, claro. Quédese con el cambio.
Todavía llevaba en la mano el vaso pringoso. No había ninguna papelera en la calle, así que se vio obligada a cargar con él hasta la oficina.
Su secretaria la liberó del vaso y se hizo cargo de las bolsas y el abrigo.
– Estoy esperando a un tal señor Macaulay -comenzó a decir-. No puedo perder más de cinco minutos con él, así que espero que me rescates.
La mirada de advertencia de la joven la hizo detenerse.
– El señor Macaulay ha llegado hace un par de minutos, Romana -murmuró-. Te espera en tu despacho.
Romana se dio la vuelta y vio la figura de un hombre apoyado en la ventana, mirando por encima de los tejados de Londres. «Maldita sea», se dijo Romana. «Seguro que me ha oído». Magnífico comienzo. Echó mano de un pañuelo de papel, se limpió las manos y desechó la idea de pintarse los labios o arreglarse el pelo, para lo cual habría necesitado toda una vida. Se alisó la falda, se colocó la chaqueta en su sitio y se dispuso a entrar.
Niall Macaulay era impresionante, al menos por detrás. Alto, de pelo negro perfectamente peinado, y un traje hecho a medida que cubría sus anchos hombros.
– ¿Señor Macaulay? -preguntó mientras cruzaba el despacho con la mano extendida para darle la bienvenida-. Siento haberlo hecho esperar.
Cuando estaba a punto de explicar el motivo de su retraso, sin mencionar el asunto del café, se dio cuenta de que sus explicaciones serían redundantes. Abrió la boca como un pez sorprendido mientras él se daba la vuelta para estrechar su mano.
Niall Macaulay y el cascarrabias al que había duchado con café eran la misma persona.
– ¿Le ha ofrecido mi secretaria…?
– ¿Un café? -completó la frase por ella.
Hablaba en un tono de voz bajo, y ella se dio cuenta de que nunca rebasaría aquel nivel suave y controlado, cualquiera que fuera la provocación. Ella misma había sido testigo de su extraordinaria capacidad para controlarse.
– Gracias, pero creo que ya he tomado todo el café que usted pueda ofrecerme en un solo día.
Mientras él le soltaba la mano, a Romana le pareció que todavía la tenía pegajosa.
¿Era aquel hombre uno de sus socios? Romana los había imaginado más mayores y tal vez no muy interesados en ponerse a trabajar, teniendo en cuenta que los dividendos de la empresa eran más que suficientes para mantener a tres millonarios perezosos.
Cuando su padre había sufrido aquel fatal ataque al corazón, sus hermanas y ella habían descubierto la verdad. Sus socios, el capitalista, el banquero y el abogado, estaban muy lejos de ser unos ricachones sin inquietudes. Estaban construyendo un verdadero imperio, y querían también el imperio de las Claibourne.
Tenía delante al banquero, un hombre que le había demostrado ser frío hasta llegar al punto de congelación. Y su objetivo era convencerlo de que ella era una mujer de negocios capaz de sacar adelante una gran compañía. De acuerdo, no había tenido un buen comienzo, pero recuperaría terreno enseguida para demostrarle que ella valía mucho. De hecho, hasta que ella no se había hecho cargo del departamento de Relaciones Públicas, los grandes almacenes habían sido tan divertidos como una duquesa viuda. Ella cambió las tornas, y podría manejar aquella situación también.
Romana intentó ponerse a la altura de aquel hombre de hielo con una sonrisa lo más fría posible, sin que dejara de parecer amable.
– Siento mucho lo del café. Me habría gustado disculparme si usted me hubiera dado la oportunidad.
Esperó a que él reconociera que tenía razón. Pero esperó en vano.
– Por favor, mándeme la factura de la tintorería -continuó ella.
Ni un asomo de emoción cruzó los fríos rasgos de aquel hombre, y Romana se encontró diciendo:
– O también puede quitarse los pantalones para que alguien del personal de limpieza les pase una esponja y…
Estaba intentando ayudar, pero tuvo una visión de Niall Macaulay paseándose por su despacho en calzoncillos y se puso colorada. Nunca se sonrojaba, sólo cuando decía algo realmente estúpido. Como en esa ocasión. Echó una ojeada a su reloj.
– Tengo que estar en otro sitio dentro de diez minutos. Pero puede usted hacer uso de mi despacho mientras espera -añadió para que él entendiera que no le iba a hacer compañía mientras anduviera sin pantalones.
Niall Macaulay le dirigió una mirada capaz de congelar un volcán. Estaba claro que ella no podía competir con tanta sangre fría. Romana se ahuecó el cabello en un gesto muy femenino que no tenía término medio para los hombres: o lo adoraban o lo detestaban. Estaba claro que el señor Macaulay lo detestaba. Y como ella prefería cualquier tipo de reacción, aunque fuera negativa, volvió a arreglarse el pelo, aumentando el efecto con una sonrisa, una de ésas que querían decir «ven por mí». Era el tipo de sonrisa que habría hecho que la mayoría de los hombres se pusieran a cuatro patas lloriqueando como cachorrillos hambrientos. Pero no el señor Macaulay. Él no pertenecía a la mayoría. Seguía siendo hielo puro.
– Señorita Claibourne, mi primo me ha pedido que sea su sombra mientras usted trabaja. Siempre y cuando ir de compras le deje algo de tiempo para dedicarse al mundo laboral.
Romana siguió la trayectoria de su mirada, que se había detenido sobre en la pila de bolsas que ella había depositado en el sofá.
– No menosprecie las compras, señor Macaulay. Nuestros antepasados inventaron el ir de tiendas para divertirse. Se hicieron ricos con ello, y es la costumbre de ir de compras la que hace que el dinero siga entrando a raudales por nuestra puerta.
– Seguro que no por mucho tiempo -replicó él alzando una ceja-, si los directivos de esta firma compran en otras tiendas.
– Tiene usted mucho que aprender si piensa que los diseñadores importantes van a vender en los grandes almacenes otra cosa que no sea su línea prét-á-porter. Ni siquiera en uno tan elegante como Claibourne & Farraday.
Romana exhaló un suspiro de satisfacción. Se sentía mucho mejor.
– ¿Nos ponemos de acuerdo para la supervisión? -continuó ella-. ¿Tiene usted tiempo para esta nimiedad?
Por toda respuesta, él encogió levemente los hombros, un gesto que podía significar cualquier cosa.
– No puedo entender por qué usted y sus primos tienen tantas ganas de jugar a las tiendas -lo presionó ella-. ¿Tienen ustedes alguna noción de cómo llevar unos grandes almacenes? Este tipo de empresa no es para principiantes. Puede que usted sea el mejor inversor bancario del mundo, pero ¿sabe exactamente cuántos pares de calcetines hay que encargar para Navidad?
– ¿Lo sabe usted? -respondió él.
Claro que ella lo sabía. Era una pregunta del trivial de la página web de la tienda. Antes de que pudiera darse el gusto de contestarle, él continuó:
– Estoy seguro de que usted no se implica tanto en las cuestiones cotidianas. Tiene responsables de departamento y jefes de venta que toman esas decisiones por usted.
– La responsabilidad está en los despachos de la planta alta, señor Macaulay. Simplemente quiero subrayar el hecho de que he estado en la planta baja y he trabajado en todos los departamentos, he conducido los camiones de reparto…
– Incluso ha hecho usted de ayudante de Santa Claus, según dice el Evening Post -la interrumpió él-. ¿Aprendió mucho de aquella experiencia?
– No volvería a hacerlo nunca más.
Romana le brindó una sonrisa auténtica, esperando que él la interpretara como una oferta de paz. Tal vez podrían dejar de lanzarse pullas y empezar de nuevo como iguales. Pero él esquivó el ofrecimiento y respondió lanzándose directamente a la yugular.
– ¿No sabía usted que hay un acuerdo según el cual tenían que entregar la empresa cuando su padre se retirara? Supongo que no lo sabía. Su padre debió haber sido sincero con ustedes desde el principio. Habría sido lo mejor para todos. Pero no tenemos intención de entrar en detalles. Contrataremos al mejor equipo de dirección disponible para llevar los almacenes.
– Nosotras somos el mejor equipo directivo disponible -replicó ella.
Estaba segura de lo que decía. Ellas eran de la familia. No importaba cuánto se le pagara a un alto ejecutivo, seguro que no se tomaría el mismo interés.
– Déjelo en nuestras manos y seguiremos reportando los beneficios de los que ustedes han disfrutado durante años sin tener que levantar ni un dedo.
– Y sin poder intervenir en nada -respondió él-. Los beneficios no han aumentado en los últimos dos años. La empresa está estancada. Es hora de cambiar.
Vaya, el banquero había hecho los deberes. Seguro que podía calcular, hasta el último penique, cuánto habían ganado en el último ejercicio fiscal. Incluso en la última semana.
– El sector del comercio ha tenido dificultades en todas partes -replicó ella.
– Ya lo sé -contestó él, pareciendo incluso simpático-, pero me da la impresión de que Claibourne & Farraday está encantado en su papel de parecer los grandes almacenes más lujosos de Londres.
– Y lo son -declaró ella-. Puede que no sean los más grandes, pero tienen su propio estilo. Y es la tienda más acogedora de la ciudad.
– ¿Acogedora? Querrá decir anticuada, aburrida y carente de ideas nuevas.
Romana se estremeció con la descripción. Deberían sentarse juntos y lamentarse de la negativa de su padre a modernizarse, a renunciar a la decoración de madera y alfombra roja del siglo pasado. Pero no le iba a contar eso a Niall Macaulay.
– ¿Y tiene usted ideas nuevas? -le preguntó.
– Por supuesto que tenemos planes -contestó él, como si no pudiera ser de otra manera.
Con su camisa oscura abotonada hasta el cuello, y ningún asomo de pasión tras sus ojos grises de banquero, ¿qué creía que podía aportar a los mejores grandes almacenes de Londres?
– No he dicho planes. He dicho «ideas» -replicó ella-. Es totalmente distinto. Puede tener planeado vendernos a una gran cadena y dejarse de problemas, limitarse a recibir miles de millones que llevarse a su banco. Y como ustedes tienen la mayoría de las acciones, no podríamos hacer nada para impedírselo.
– Romana -dijo una voz a través del intercomunicador-, siento interrumpir, pero tienes que marcharte ahora mismo.
Niall Macaulay miró su reloj.
– Faltan cinco minutos para su próxima cita -dijo.
Cinco minutos eternos, pensó Romana.
– Lo siento, señor Macaulay. Ha sido fascinante intercambiar opiniones con usted, pero tengo que marcharme a ocuparme de mis asuntos en Claibourne & Farraday. Lo dejo con mi secretaria para que le diga a ella cuándo puede dedicarle algo de tiempo a la tienda, y yo me ajustaré a su horario.
Sin darle ocasión de hacer ningún comentario, Romana recogió sus bolsas y sin molestarse a esperar el ascensor se encaminó a las escaleras.
¿«Dedicarle algo de tiempo»? No estaba dispuesto a que una muchachita como aquella se saliera con la suya de esa manera. Era ella la que no se tomaba el asunto con la seriedad que merecía, y estaba dispuesto a demostrarlo. Recogió su abrigo y su paraguas y fue tras ella.
– ¿Señorita Claibourne?
El portero uniformado de la entrada principal había parado un taxi y estaba sujetando la puerta. Ella entró. Tenía prisa y no necesitaba otra dosis de Niall Macaulay. Obviamente la había seguido escaleras abajo. Entonces, por educación, le preguntó:
– ¿Puedo dejarlo en algún sitio, señor Macaulay?
– No -respondió él.
El alivio de Romana duró sólo hasta que Niall se colocó a su lado en el taxi.
– Yo voy donde usted vaya, señorita Claibourne. Cuando dije que iba a invertir algo de tiempo en supervisar su trabajo, no me refería a alguna ocasión concertada previamente. Me refería a ahora.
– ¿Ahora? -repitió ella estúpidamente-. ¿Se refiere a este preciso instante?
Romana se rió con una risa forzada, deseando que se tratara de una broma. Él no se rió con ella. No podía ser de otra manera: ese hombre no bromeaba.
– Discúlpeme -dijo, deseando parecer sincera-. Había entendido que tenía un banco que dirigir y estaba muy ocupado. Supongo que preferirá no implicarse en todas mis actividades -ni siquiera ella deseaba tal cosa ese día.
Seguro que él pensaba que estaba escondiendo algo. Romana se sintió tentada de decir que sí y dejar que él averiguara por sí mismo la razón, pero no sería un buen comienzo.
– Confíe en mí, hoy no es un buen día para ser mi sombra.
– Confíe usted en mí cuando le digo que yo creo que sí. Si no estoy con usted todo el rato, ¿cómo voy a aprender?
– No lo entiende. Yo no…
– ¿No va a trabajar hoy?
La mirada que él lanzó a sus bolsas sugería que no necesitaba un mes para conocer lo que le hacía falta sobre ella. Sus ojos daban a entender que lo había adivinado todo en el momento en que un vaso de capuchino había dejado sin brillo sus zapatos.
– Sí, pero…
– ¿No debería decirle al taxista dónde quiere ir?
– Sigo pensando que sería más lógico enviarle por fax una lista de mis actividades del mes -replicó ella.
– Seguro que sería una lectura muy constructiva, pero me interesa especialmente lo que vaya a hacer usted hoy. ¿Va a trabajar? -repitió él-. Porque cobra un sueldo de jomada completa, ¿no?
Parecía estar insinuando que Romana recibía un salario sin trabajar.
– Sí -contestó-. Mi sueldo corresponde a una jornada completa.
Y ese día iba a ganarse cada penique, pensó mientras se inclinaba hacia delante para decirle al taxista la dirección.
India se había mostrado sorprendida de que los Farraday aceptaran su estrategia para retrasar la expulsión de las Claibourne. Romana pensó en ese instante que tal vez las cosas no fueran tan simples como parecían a primera vista. ¿Por qué si no tres hombres ocupados dedicarían tanto tiempo a la supervisión de tres mujeres jóvenes que no tenían nada que enseñarles?
Niall Macaulay había admitido que ellos no dirigirían personalmente la empresa, sino que delegarían en un equipo de dirección. ¿Necesitarían demostrar que las hermanas Claibourne eran unas incompetentes, y así expulsarlas del consejo de administración sin problemas?
– ¿Señorita Claibourne?
– ¿Qué? ¡Ah! ¿Quiere usted saber cómo lo consigo? -preguntó.
– Hace un rato ha soltado un discurso sobre lo mucho que se esforzaba usted, asegurando que nadie más podría hacer su trabajo.
– No he dicho que nadie más pudiera hacerlo. Pero no creo que un inversor bancario pueda reemplazarme.
No aquel inversor bancario, desde luego. Las relaciones públicas requerían calidez, y la habilidad de saber sonreír aunque no se tuvieran ganas de hacerlo.
– Muy bien, tiene usted un mes para convencerme. Quizá debería dejar de perder el tiempo.
Ella lo miró, sobresaltada por el tono lúgubre que había utilizado. Aquel hombre era un rencoroso.
– ¿Está usted seguro? ¿No quiere reconsiderarlo? -preguntó, ofreciéndole la posibilidad de escapar de una experiencia que no le desearía ni a su peor enemigo.
Aunque en aquel caso no le importaba hacer una excepción, no quería que luego él pudiera decir que no se lo había advertido.
– Al contrario, estaré encantado de comprobar cómo se gana el sueldazo que cobra. No hay ningún problema, ¿verdad?
Fue la palabra «sueldazo» la que selló su destino.
– Ningún problema -contestó ella abrochándose el cinturón de seguridad-. Es usted mi invitado.
Romana sacó su teléfono móvil y marcó un número.
– Molly, ya estoy de camino. Asegúrate de que haya otra sudadera disponible.
Miró de reojo al hombre que estaba sentado a su lado.
– Talla cuarenta y cuatro.
Él no hizo ningún comentario, se limitó a mirarla de soslayo con el ceño fruncido.
– También necesitaré una silla en mi tribuna para otro invitado esta noche. Niall Macaulay. Inclúyelo en todos los compromisos de esta semana, por favor. Y tendrás que ajustar para dos personas toda la agenda del mes. Ya te lo explicaré cuando te vea.
– ¿Esta noche? ¿Qué pasa esta noche? -preguntó Niall.
– Hay una gala. Hoy es la inauguración de la Semana de la Alegría, por eso su llegada ha sido tan inoportuna.
– ¿Alegría? -Niall Macaulay pareció un poco confuso-. ¿Puedo saber qué es eso?
– Una palabra que expresa felicidad, placer, júbilo… -contestó ella-. También es el nombre de la semana solidaria que iniciamos en Claibourne & Farraday hace un par de años. Es una gran oportunidad para hacer relaciones públicas -añadió intencionadamente-. Conseguimos mucho dinero para los niños más desfavorecidos.
– Y, de paso, consiguen publicidad gratis -apostilló Niall.
– No es exactamente gratis. No se puede ni imaginar lo caros que resultan los globos y las sudaderas. Pero se hace un buen uso del dinero. Como ve, tenemos un departamento de relaciones públicas excelente -ella sonrió sólo para molestarlo-. ¿No pensaría usted que este era un trabajo de nueve a cinco, verdad? Ya ve, yo no sigo el horario de los bancos. Así que lo siento si su esposa esperaba que llegara usted pronto a casa.
Se estaba contagiando de su sarcasmo, pensó Romana, y lo peor era que le empezaba a tomar gusto.
– Hace tiempo que no estoy casado, señorita Claibourne -replicó él.
A ella no le sorprendió en absoluto.