«Me falta poco… por favor, por favor, que no me encuentren…».
La suave vibración del tren que marchaba a toda velocidad parecía ser parte de sus pensamientos. Aunque llevaba cinco minutos de retraso, tenía que llegar a Roma a tiempo para ir al aeropuerto y subir al avión que la llevaría a casa.
«Sólo faltan ciento sesenta kilómetros para Roma… tampoco es mucho… a menos que la policía me haya visto subir al tren».
¿La había visto alguien? Había corrido con la cabeza agachada para intentar desaparecer entre la multitud. Parecía que lo había logrado, pero era demasiado pronto para sentirse a salvo.
Tal vez jamás volvería a sentirse a salvo. El hombre que había amado y en el que había confiado la había traicionado. Aunque consiguiera escapar, el mundo ya había cambiado para ella, ahora era horrible y amargo.
El paisaje italiano, bañado en los brillantes colores del verano, pasaba por delante de sus ojos, pero apenas se daba cuenta de su belleza. Lo único que sentía era miedo.
Cuando miró hacia un lado, vio dos policías uniformados al final del pasillo.
¡La policía!
Tenía que escapar antes de que la atraparan. «Aléjate despacio. No llames la atención. Intenta aparentar normalidad».
Se preguntaba qué descripción tenían de ella: nombre, Sarah Conroy, pero responde al nombre de Holly; mujer joven rondando los 30 años, alta, tal vez demasiado delgada, cabello castaño claro y corto, ojos azules y una cara sin nada especial: una cara que aún no había vivido mucho.
Anodina. Sí, ése era el adjetivo que más se le ajustaba, y por primera vez se alegraba de ello. Podría salvarla.
Llegó al final del vagón; un paso más y ya estaría en el siguiente. Era primera clase, dividida en dos compartimentos. Pero tenían las persianas bajadas y era arriesgado refugiarse en alguno de esos compartimentos sin poder saber lo que se podría encontrar.
Sin aviso, la persiana que estaba a su lado se subió y se encontró mirando a una niña pequeña. Tenía unos ocho años y parecía estar enfadada. Eso fue lo primero que Holly pudo captar antes de decidirse a actuar. Tardó un segundo en abrir la puerta del compartimento, entrar y volver a bajar la persiana.
Una mujer joven levantó la vista de su libro y abrió la boca para comenzar a hablar, pero Holly se le adelantó.
– Por favor, no hagan ruido. Necesito su ayuda desesperadamente.
Luego se dio cuenta de que estaba hablando en inglés. No le entenderían una palabra. Pero antes de que pudiera comenzar a usar su pésimo italiano, la niña empezó a hablar en inglés.
– Buenas tardes, signorina -dijo muy formal-. Mucho gusto en conocerte.
Su enfado se había desvanecido como por arte de magia. Estaba sonriendo muy segura de sí misma cuando le tendió su pequeña mano. Aturdida, Holly la estrechó.
– ¿Cómo… cómo estás?
– Estoy muy bien, gracias. Me llamo Liza Fallucci. ¿Cómo te llamas, por favor?
– Holly -respondió despacio, intentando entender lo que estaba pasando.
– ¿Eres inglesa?
– Sí, soy inglesa.
– Me alegra mucho que seas inglesa.
La niña sonreía, encantada, como si alguien le hubiera dado un gran y precioso regalo.
El tren frenó de repente, y la niña casi se cayó. La joven mujer alargó la mano para sujetarla.
– Cuidado, piccina. Todavía te flaquean las piernas.
Entonces Holly se dio cuenta. La pequeña no podía andar bien.
– Estoy bien, Berta.
Berta sonrió.
– Siempre dices lo mismo, pero quieres hacer demasiadas cosas y demasiado pronto. Estoy aquí para ayudarte.
– No quiero ayuda -respondió Liza tercamente.
Intentó sentarse sola, pero resbaló y la mano de Holly evitó que se cayera. En lugar de apartarla, Liza la agarró para mantener el equilibrio e incluso le permitió a Holly que la ayudara.
A Berta no pareció molestarle el desaire de la niña. Tenía veintitantos, era robusta y su cara era alegre y bondadosa.
– Lo siento -dijo Holly.
– No pasa nada -dijo Berta en inglés-. La piccina suele enfadarse conmigo, pero… odia no poder andar. Soy su enfermera.
– No necesito una enfermera. Ya estoy bien.
Esa pequeña sí que tenía carácter. Y, por el momento, era quien podría salvarla.
– Forse, ma… -se quejó Berta.
– Berta, ¿por qué hablas en italiano? Esta señora es inglesa y no te entiende.
– Entiendo un poco el italiano -comenzó a decir Holly, pero Liza la interrumpió.
– No, no, los ingleses nunca entienden otros idiomas. Hablaremos en inglés -miró a Berta con el ceño fruncido, claramente para decirle que se estuviera callada.
– ¿Cómo sabes que los ingleses no podemos hablar otros idiomas?
– Mi mami me lo dijo. Ella era inglesa y sabía hablar italiano, pero sólo porque llevaba mucho tiempo aquí. Ella y papi hablaban los dos idiomas.
– Por eso tu inglés es tan bueno, ¿verdad?
Liza sonrió, encantada.
– Mami y yo solíamos hablar en inglés todo el rato.
– ¿Solíais?
– La signora murió -dijo Berta.
Liza no respondió con palabras, pero Holly pudo sentir cómo la pequeña se agarró con fuerza a su mano.
– Prometió llevarme a Inglaterra. Dijo que algún día me llevaría.
– Creo que te gustará -le aseguró Holly.
– Háblame de Inglaterra. ¿Cómo es? ¿Es muy grande?
– Más o menos, igual de grande que Italia.
– ¿Conoces Portsmouth?
– Un poco. Está en la costa sur, y yo soy de la región central de Inglaterra.
– ¿Pero lo conoces? -Liza insistió con impaciencia.
– Sí, he estado allí.
– ¿Viste los barcos?
– Sí, y salí a navegar.
– Mami vivía en Portsmouth. Le gustaba navegar. Decía que era la sensación más maravillosa del mundo.
– Lo es. Sentir el viento en la cara y cómo se mueve el barco bajo tus pies…
– Cuéntame. Cuéntamelo todo.
Era difícil hablar alegremente cuando, en realidad, se sentía aterrorizada y su mente estaba pendiente de lo que podría estar pasando en el tren. Se obligó a seguir charlando con la niña. Era su única esperanza, pero había algo más. Sus brillantes ojos mostraban que para ella las palabras de Holly lo serían todo, y se decidió a ofrecerle a la pequeña toda la felicidad que pudiera.
Sus recuerdos eran vagos, pero los adornó para asegurarle a la niña la ilusión que estaba pidiendo. Había encontrado a alguien que, de algún modo, le traía recuerdos de su madre muerta y de sus momentos felices. Holly no habría acabado con su ilusión por nada del mundo.
Liza la interrumpía en todo momento, le preguntaba por las palabras que le resultaban nuevas y las practicaba hasta que estaba segura de que se las había aprendido. Aprendía muy rápido y no hacía falta decirle las cosas dos veces.
De pronto, Berta, que estaba mirando a la puerta, se inquietó. Holly, al verla, se puso nerviosa.
– Me estaba preguntado cuándo volverá el juez.
– ¿El juez? -preguntó Holly con tensión.
– El padre de Liza es el juez Matteo Fallucci. Ha ido a otro compartimento a saludar a un amigo. Espero… -se esforzó por hablar en inglés -que no tarde… No puedo aguantarme. Necesito ir al gabinetto.
– Sí, pero…
– ¿Se quedará con la piccina per un momento, si? Grazie -dijo mientras se iba corriendo, sin darle opción a Holly.
Comenzó a desesperarse. ¿Cuánto tendría que esperar? Al principio pensó que estaba salvada, pero ahora parecía todo lo contrario.
– ¿Te quedarás? -preguntó Liza.
– Sólo un momento…
– No, quédate para siempre.
– Ojalá pudiera, de verdad, pero tengo que irme. Cuando Berta vuelva…
– Ojalá no vuelva nunca -dijo Liza, enfurruñada.
– ¿Por qué dices eso? ¿Es que no es buena contigo?
– No es eso; ella lo intenta, pero… -Liza se encogió de hombros de un modo elocuente-. No puedo hablar con ella. No me comprende. Ella piensa que todo está hecho si me como la comida y hago mis ejercicios. Pero si intento hablar con ella de… de cosas, pues se me queda mirando, y eso es todo.
A Holly le había dado esa misma impresión; parecía tener buena intención, pero no era muy sutil. Ni siquiera había pensado que no tendría que haber dejado a la niña con una extraña.
Pero tal vez, se estaba dando prisa y estaba a punto de volver. Quería echar un vistazo, así que se dirigió hacia la puerta y entonces se topó con un hombre.
No le había oído entrar y no sabía cuánto tiempo llevaba ahí de pie. Chocó contra él antes de ni siquiera verlo y tuvo la sensación de haberse chocado contra una torre.
– ¿Quién eres? -preguntó secamente en italiano-. ¿Qué estás haciendo aquí?
– Signore… -de pronto no podía respirar.
– ¿Quién eres?
Cojeando, Liza acudió al rescate:
– No, papi, la signorina es inglesa y sólo hablamos en inglés -tomó la mano de Holly-. Es de Portsmouth, como mami. Y es mi amiga.
Algo cambió en él. Holly recordó cómo Liza también había reaccionado previamente. Ella lo había hecho con gran alegría, mientras que ese hombre pareció estremecerse. De todos modos, ambos habían reaccionado ante lo mismo. Era un misterio.
Liza la llevó hacia su asiento, agarrándola de la mano como queriendo decir que su nueva amiga estaba bajo su protección. Aunque era muy pequeña, tenía una clara fuerza de voluntad. Holly pensó que probablemente la había heredado de su padre.
Él miró a Holly fríamente.
– ¿Aparece en mi compartimento y se supone que debo aceptar su presencia con ecuanimidad?
– Sólo soy… una turista inglesa.
– Creo que empiezo a comprender. Hay un gran alboroto en el tren, pero imagino que ya lo sabe.
– Sí, lo sé.
– Y no hay duda de que eso tiene que ver con su repentina aparición aquí. No, no responda. Puedo hacerme una idea.
– Entonces, déjeme ir.
– ¿Ir adónde?
Su tono era implacable, como también lo era todo lo demás en él. Alto, delgado y con unos ojos oscuros y ligeramente hundidos que miraban por encima de una prominente nariz; de pies a cabeza parecía el típico juez: el tipo de hombre que impone la ley y quiere que le obedezcan tanto en casa como en el tribunal.
Intentó encontrar en su cara algo de compasión, pero no encontró nada. Trató de ponerse en pie.
– Siéntese. Si sale por esa puerta, caerá directamente en manos de la policía. Están revisando los pasaportes de todos los pasajeros.
Ella se arrellanó en el asiento. Era el final.
– ¿Eres sospechosa? ¿Por eso Berta se ha marchado?
– No, Berta ha salido un momento al pasillo -dijo Liza con una risa infantil.
– Me pidió que cuidara de su hija mientras ella se marchaba un momento. Pero ahora que usted está aquí…
– Quédate donde estás -le ordenó.
Casi se había levantado de su asiento, pero su orden fue tan contundente que no tuvo más remedio que volver a sentarse.
– ¿De verdad estás huyendo de la policía? ¡Qué emocionante!
Su padre cerró los ojos.
– ¿Es mucho pedir que recuerdes que soy juez?
– O, pero eso no importa, papi -dijo la niña con tono risueño-. Holly necesita nuestra ayuda.
– Liza…
La niña se levantó con dolor de su asiento, le agarró la mano para mantener el equilibrio y lo contempló con una mirada desafiante.
– Es mi amiga, papi.
– ¿Tu amiga? ¿Y cuánto hace que la conoces?
– Diez minutos.
– Muy bien, así que…
– ¿Y eso qué importa? -preguntó Liza muy seria-. No importa cuánto hace que conoces a alguien. Tú lo decías.
– No creo que yo haya dicho…
– Sí que lo decías. Lo decías -Liza alzó la voz-. Dijiste que supiste inmediatamente qué personas iban a ser tremendamente importantes para ti. Tú y mami…
Sin aviso, rompió a llorar y no pudo seguir hablando. Holly esperaba que él abrazara a su hija, pero pareció que le pasaba algo. Su rostro había adquirido un matiz grisáceo, parecía como si la mención a la muerte de su esposa hubiera matado algo en sus adentros. Era como ver a un hombre convertirse en una tumba.
Las lágrimas de Liza se habían tornado en fuertes sollozos, pero aun así, él seguía sin abrazarla. Incapaz de soportarlo por más tiempo, Holly la sentó en su regazo y la pequeña acurrucó su cara contra ella.
En ese momento, la puerta del compartimento se abrió. Holly respiró hondo mientras el miedo la invadía. La policía estaba entrando y ella estaba en manos de un juez. No tenía esperanza.
Un hombre uniformado entró y se quedó paralizado al ver al juez, a quien claramente reconoció. Habló en italiano y Holly sólo pudo seguir vagamente lo que decía.
– Signor Fallucci, discúlpeme, yo no sabía… hay un pequeño problema.
– ¿Cuál es ese pequeño problema? -el juez habló como si le supusiera un gran esfuerzo.
– Estamos buscando a una mujer y creemos que está en este tren. Su nombre es Sarah Conroy.
El hombre tuvo que alzar su voz para que se le oyera por encima de los sollozos de Liza y se dirigió a Holly.
– Signorina, su nombre es…
Pero antes de que él pudiera terminar la pregunta, Liza levantó la cabeza. Tenía la cara colorada y seguía llorando cuando dijo:
– Se llama Holly y es mi amiga. ¡Márchate!
– Yo sólo…
– Se llama Holly -gritó-. ¡Y es mía, es mía!
– ¡Calla! -susurró Holly-. Agárrate a mí.
Liza ya estaba agarrada al cuello de Holly tan fuerte que casi la ahogaba. Siguió abrazando a la niña y dándole todo el consuelo que podía.
Si se hubiera parado a pensarlo, se habría dado cuenta de que con su abrazo, Liza estaba ayudándola a ocultar su rostro, y de que con sus sollozos estaba evitando que el policía notara su acento inglés. Pero no lo pensó. Sólo le importaba aliviar la pena que Liza sentía.
Así que la abrazó más todavía y le susurró palabras de consuelo y cariño hasta que la pequeña empezó a calmarse.
El juez, que casi parecía haber estado en trance durante un momento, se levantó.
– Creo que debería marcharse. Mi hija no se encuentra bien y no le conviene alterarse.
El joven policía, que ya se había fijado en la silla de ruedas, asintió con la cabeza.
– Les dejaré tranquilos. Discúlpenme. Que tengan un buen día, signore, signorina.
Durante un rato viajaron en silencio. Holly buscaba la mirada del juez, intentaba leerla, pero sus ojos eran demasiados fríos e impenetrables.
– ¿Por qué lo ha hecho? -preguntó ella.
Miró a su hija como queriendo decir con ello que Liza era la respuesta a su pregunta.
– ¿Hubiera preferido la otra opción?
– Por supuesto que no, pero no me conoce…
– Eso tendrá solución cuando esté listo.
– Pero…
– Será mejor que no diga nada más. Pronto estaremos en Roma y entonces le diré todo lo que necesite saber.
– Pero cuando lleguemos a Roma, yo tendré que irme.
– Me parece que no -dijo de modo tajante.
– ¿Holly se viene a casa con nosotros? -preguntó Liza con una sonrisa.
– Por supuesto -respondió su padre.
– Pero… mi avión…
No respondió, pero Holly pudo ver por la expresión de sus ojos que era él quien tenía la última palabra. Liza entrelazó sus manos con las de Holly y sonrió a su padre, encantada.
– Gracias, papi -le dijo, como si acabara de hacerle un precioso regalo.
La puerta del compartimento se abrió y Berta entró.
– No deberías haber dejado a Liza sola -gruñó.
– Scusi, signore… pero no estaba sola.
El juez parecía estar dispuesto a discutir, pero entonces miró a su hija, acurrucada en los brazos de Holly, y se quedó en silencio.
Ahora que Liza había conseguido lo que quería, sus lágrimas desaparecieron como por arte de magia.
– Te gustará nuestra casa. Te lo enseñaré todo, los jardines y…
La niña siguió hablando y Holly intentó seguir la conversación, diciendo alguna que otra palabra, aunque su mente estaba en otra parte. Mientras sonreía a Liza, se daba cuenta de que el hombre sentado en frente de ella la estaba enjuiciando con la mirada.
La estaba evaluando, tomando notas mentalmente e intentando tomar una decisión.
Parecía rondar los cuarenta años, aunque su adusto rostro y su altivo comportamiento le hacían parecer mayor. Sus ojos, más que sus rasgos en general, le hacían arrebatadoramente guapo.
De pronto, habló y señaló al pequeño bolso que Holly llevaba colgado al hombro.
– ¿Qué llevas ahí dentro?
– Mi pasaporte y otros papeles.
– Déjame ver.
Le entregó el bolso y él echó un vistazo a los papeles hasta que encontró el pasaporte. Sin dudarlo, se lo guardó en un bolsillo interno de su chaqueta.
Holly intentó quejarse, pero su mirada la detuvo. Era una mirada dura e imponente que le hacía verse obligada a mantenerse en silencio.
– Bien -dijo, devolviéndole el bolso-. Tienes todo lo que necesitas.
– Necesito mi pasaporte.
– No, no lo necesitas. Haz las cosas a mi modo y no discutas.
– Espere…
– ¿Quieres que te ayude o no?
– Claro que sí, pero…
– Entonces sigue mi consejo y mantente callada. De ahora en adelante, ni una palabra. Intenta parecer estúpida. Haz lo que quieras, pero no hables.
– Pero tengo que ir a por mi maleta.
– ¿Por qué?
– Mi ropa…
– No la necesitas. Además, intentar recuperar tus cosas te pondría en peligro.
En brazos de la policía, quiso decir, y ella se dio cuenta de que tenía razón.
El tren aminoró la marcha, entró en la estación de Roma y se detuvo. Inmediatamente, un hombre vestido con uniforme de chofer hizo una seña tras la ventana. El juez le respondió con otra seña y, un momento después, el hombre entró en el compartimento.
– El coche está esperando, signore.
Liza agarró a Holly de la mano y se puso de pie.
– Creo que deberías utilizar la silla de ruedas -dijo su padre.
La pequeña apretó los labios y negó con la cabeza.
– Quiero ir contigo -dijo mirando a Holly.
– Entonces te llevaré. Pero creo que deberías ir en la silla.
– Vale -dijo Liza, obediente con tal de conseguir lo que quería.
El andén era el último de la estación. Sólo les llevó un momento bajar del tren y cruzar un pasadizo abovedado hasta llegar a la limusina que los esperaba. Liza iba satisfecha en la silla de ruedas tirada por Holly, que rezaba para que eso le sirviera como un disfraz ante cualquier policía que pudiera estar observando.
El chofer metió la silla en el maletero. El juez se sentó delante y Holly y Berta se sentaron detrás con Liza entre las dos.
Holly hizo un esfuerzo para creer que eso estaba pasando realmente. Ni siquiera el movimiento del coche al abandonar la estación pudo convencerla del todo.
Una pantalla de cristal movible dividía los asientos delanteros y traseros del coche y el juez corrió la pantalla. Holly lo vio sacar el teléfono móvil y empezar a hablar, pero no pudo escuchar lo que decía.
Giraron hacia el sur y, a medida que avanzaban y dejaban tras ellos la abarrotada ciudad, la carretera se convertía en adoquines y comenzaban a aparecer monumentos por el camino.
– Son antiguas tumbas, y ésta es la Vía Appia Antica -le dijo Liza-. Nosotros vivimos más abajo.
Después de aproximadamente un kilómetro, atravesaron un alto arco de piedra y comenzaron su viaje por un serpenteante camino con árboles a ambos lados. Era pleno verano y la rica vegetación no permitía ver más que partes sueltas de la casa; Holly no pudo verla en todo su esplendor hasta el último momento.
Era una mansión de varios cientos de años de antigüedad, hecha de piedra color miel.
Cuando el coche se detuvo, una mujer de mediana edad se dirigió hacia la puerta de atrás y la abrió mientras el chofer abrió la puerta delantera para el juez.
– Buenas tardes, Anna. ¿Está todo listo para nuestra invitada?
– Sí, signore -respondió el ama de llaves con respeto-. Me ocupé personalmente de la habitación de la signorina.
Entonces Holly recordó la llamada de teléfono desde el coche; la esperaban. Eso, unido a los eficaces movimientos de los sirvientes, aumentó la sensación que tenía de que algo la estaba alejando del peligro, pero que igual que lo hacía, se volvería en su contra.
Él la había llamado «su invitada», pero el juez no la recibió como tal. Fue Liza quien la agarró de la mano y la llevó por la casa, enseñándosela con orgullo. Dentro del hall había más sirvientes; todos le dirigieron controladas miradas curiosas y luego apartaron la vista.
– Llevaré a la signorina a su habitación -dijo Anna-. Sígame, por favor.
Subieron por una grandiosa escalera que se curvaba hacia el segundo piso y terminaba en unas baldosas de lujoso mármol sobre el que resonaron sus tacones hasta llegar a la puerta de su habitación.
Era asombrosa, tenía el suelo de mármol y un muro de piedra a la vista que le daba un encantador aire rústico sin restarle elegancia. Dos ventanas que llegaban hasta el suelo inundaban la habitación de luz. La cama, que era lo suficientemente grande como para que durmieran tres personas, tenía un dosel con visillos color marfil.
El resto del mobiliario era de madera oscura, lustrosa y con adornos tallados. Todas las piezas del mobiliario parecían valiosas antigüedades. Y ella lo sabía porque recientemente había recibido mucha información sobre antigüedades.
– ¿Seguro que ésta es mi habitación? -preguntó, abrumada.
– El señor Fallucci insistió en que se preparara la mejor habitación de invitados. Dice que la debemos tener atendida en todo momento.
– Es muy amable.
– Sígame, signorina…
Anna la dirigió a un cuarto de baño que también tenía muros de piedra, un lavabo de mármol antiguo y azulejos pintados a mano. Mullidas toallas color marfil colgaban de las paredes.
– ¿La signorina lo encuentra todo de su agrado?
– Sí, es maravilloso -dijo Holly mecánicamente.
– Si desea descansar ahora, le serviremos la cena aquí.
Cuando se quedó sola, se sentó en la cama. Parecía que todo le había salido redondo, pero ella no se sentía así. Cuanto mejor la trataban, más artificial parecía todo lo que ahora la rodeaba y más nerviosa se sentía.
Todo dejaba muy claro que el Juez Fallucci era un hombre extremadamente poderoso y rico. Y estaba haciendo uso de ello para prepararle un lugar confortable que ella no quisiera abandonar.
Pero el hecho era que ella no podría marcharse ni aunque quisiera. Él se había quedado con su pasaporte y tenía poco dinero y nada de ropa. Ahora dependía de un extraño que podría controlarla a su antojo.
A pesar de todo el lujo que la rodeaba, era una prisionera.