Al entrar en el hall, oyeron una discusión que provenía de arriba. Se oía la voz de Berta, y por encima, la chillona voz de Liza.
– Van a venir. Lo sé.
– Pero tu padre ya te ha dado las buenas noches -respondió Berta-. Es un hombre ocupado…
– Pero para mí no está ocupado, no lo está, no lo está.
Las últimas palabras calaron hondo a Holly. Eran un grito de desesperación, como si la niña estuviera intentando convencerse a sí misma de algo que necesitaba creer desesperadamente.
Miró al juez, que parecía haberse quedado de piedra.
– Tal vez ésta no es una buena idea.
– Al contrario, es una gran idea -dijo al momento-. Su hija acaba de declarar su fe en usted y cuando suba estas escaleras ella sabrá que no estaba equivocada y que nunca está demasiado ocupado cuando se trata de estar con ella.
Esperaba ver un gesto de alegría en su cara, pero él no se movió y entonces comprendió que se encontraba perdido y que no sabía qué tenía que hacer. Era un juez, le habían enseñado a actuar con orden, método y decisión, pero no sabía cómo actuar ante su infeliz hija.
– Es una gran oportunidad para hacerle sentirse mejor. Si todo en la vida fuera tan fácil. ¡Por el amor de Dios! Párese a pensar.
Entusiasmada, le tomó del brazo, dándose cuenta más tarde de que él vería eso como una impertinencia.
– Tienes razón -dijo él.
Por su voz, pensó que curiosamente se había dado por vencido ante ella. Pero simplemente debía de habérselo imaginado.
– Papi -desde arriba se oyó el grito de entusiasmo de Liza.
Él miró hacia arriba y se esforzó por sonreír mientras subía las escaleras con Holly.
– No grites tanto, piccina. Ya deberías estar durmiendo.
– Es que tengo que darle las buenas noches a Holly.
– Se va a quedar con nosotros, así que a partir de ahora la vas a ver mucho.
Liza volvió a gritar de alegría e intentó marcarse un baile, pero su pierna se lo impidió y Holly tuvo que agarrarla para evitar que se cayera. Inmediatamente, Liza la abrazó.
– Te vas a quedar para siempre -dijo, orgullosa.
– No, cariño, no para siempre. Sólo estaré una pequeña temporada.
– Pero yo quiero que te quedes.
– Holly se quedará aquí un tiempo -terció su padre en voz baja-. No te preocupes por eso.
Holly lo fulminó con la mirada, y él la miró, implacable. No podía decir nada delante de Liza.
– Ahora, venga, vuelve a la cama -le dijo Holly a la niña, tomándola en brazos.
– ¡Papi! -Liza estiró sus brazos sobre los hombros de Holly, intentando agarrar a su padre.
Él tomó su mano y los tres entraron juntos en la habitación. Holly la echó en la cama y le dio un abrazo. A continuación, su padre se agachó y le dio un beso en la mejilla.
– Sé buena y duérmete -dijo, y salió de la habitación.
Liza seguía agarrada a la mano de Holly.
– No te vayas.
Berta salió de la habitación en silencio y las dejó solas, y entonces Liza se acurrucó, satisfecha. Sus ojos estaban cerrados y su respiración se iba calmando. Al final, sus dedos se relajaron liberando así la mano de Holly, que salió de la habitación de puntillas.
Fuera estaba oscuro y apenas se dio cuenta de la figura que estaba allí de pie, quieta y en silencio. Esperó a que él dijera algo, pero lo único que hizo fue mirarla desde la penumbra para luego darse la vuelta.
Cuando Holly entró en su dormitorio, se encontró a una pechugona joven preparándole la cama.
– Soy Nora, su doncella -dijo con una sonrisa-. Le he puesto agua fresca en su mesilla. ¿Preferirá té o café por la mañana?
– Té. Gracias.
– Entonces, buena notte. ¿Quiere que le ayude a desvestirse?
– No, gracias.
Deseaba por encima de todo quedarse sola con sus pensamientos, pero descubrió que no eran la mejor compañía. Lo que había pasado esa noche resultaba impensable. No podía haber ocurrido.
Incluso en esa increíble casa, todos los límites parecían desvanecerse. Si al menos pudiera hablar con alguien de fuera que la hiciera volver a la realidad. No tenía familia cercana, pero un simple conocido le bastaría, alguien de Inglaterra que la conociera en su vida real, tal vez había alguien que pudiera ayudarla.
Había un teléfono junto a la cama y, aliviada, levantó el auricular.
Pero estaba desconectado.
A la mañana siguiente, Nora apareció con una tetera, una jarrita de leche, un tarro de azúcar y un platito con rodajas de limón.
– No sabía cómo le gustaba el té -explicó-, así que le he traído todo.
– Gracias -murmuró Holly mientras tiraba de la sábana para que Nora no pudiera ver que había dormido desnuda al no tener camisón.
– ¿Le preparo un baño o preferiría darse una ducha?
– Tomaré una ducha. No te preocupes, me puedo ocupar yo sola.
Holly se bebió el delicioso té y se dirigió hacia el cuarto de baño. Se refrescó con una ducha y, cuando volvió, envuelta en una toalla, Liza estaba allí, en su silla de ruedas, con Berta.
– Quería venir a darle los buenos días -dijo Berta con una sonrisa.
– Podría haber venido caminando -insistió Liza.
– No tan temprano -dijo Berta-. A esta hora de la mañana, todavía no estás lo suficientemente fuerte.
Holly entró al cuarto de baño y se vistió. Cuando salió, las tres desayunaron juntas. Pasaron un rato agradable, pero Berta parecía querer decir algo. Al final, encontró el valor para hablar.
– ¿Le importaría si salgo unas horas? Necesito hacer unas compras y ahora que Liza está con usted… -extendió sus manos en un gesto de súplica.
Así que ésa era la razón por la que Berta había aceptado tan fácilmente su intromisión. En ello había encontrado la oportunidad de vivir con un poco más de libertad. Holly dijo que Liza y ella estarían bien juntas y, con eso, Berta marchó.
– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Holly cuando terminaron de desayunar.
– Ven, vamos a ver a mami -dijo Liza con entusiasmo.
El monumento construido en memoria de Carol Fallucci se había levantado en una sombría esquina del jardín. La primera vez que lo vio, Holly tuvo la sensación de que algo fallaba. No sabía qué era, sólo sabía que se habría esperado algo más moderado, viniendo del juez. La fuente, con un ángel de mármol con las alas extendidas, tenía algo románticamente gótico que no encajaba con la frialdad que había visto en él.
Tenía que estar muy enamorado de su esposa para levantar en su honor un monumento así. Intentaba imaginárselo consumido por la pasión, pero no lo logró. Como tampoco pudo imaginarse a ese hombre tan sereno sumido en un profundo dolor.
Pero todo eso debió de sentirlo. Nada, excepto el más grande amor y un terrible anhelo, podía explicar un monumento tan extravagante.
Ahora Holly entendió lo que Liza quiso decir con «vamos a ver a mami». Como sucedía con muchas tumbas italianas, ésa tenía una fotografía de la persona fallecida. Mostraba una mujer de unos treinta años, de finos rasgos exquisitamente maquillados y un cabello elegantemente peinado. Parecía exactamente el tipo de esposa que todo juez debería tener: sofisticada, segura de sí misma y bella.
Y esa imagen se alejaba muchísimo de la de Holly. Para Liza, ese lugar era lo más parecido a la felicidad. Allí, ella podía sentarse en el escalón o hundir sus manos en el agua fresca y hablar sobre la madre que tanto anhelaba y que había muerto justo antes de Navidad.
«El 21 de diciembre», dijo Holly, leyendo la inscripción. «El peor momento en el que podía ocurrir. Cualquier momento es malo, pero que ocurra en esa fecha…».
Sintió cómo una pequeña mano agarraba la suya.
– ¿Tú tienes mamá? -preguntó después de un rato.
– Ya no. Murió hace casi un año.
– ¿También pasó antes de Navidad?
– Fue en octubre, pero pasé mis primeras Navidades sin ella.
– ¿Te quedaste sola?
– Sí, vivíamos solas. Llevaba enferma mucho tiempo.
Holly no quería hablar sobre los largos y angustiosos años que pasó viendo cómo su madre moría lentamente. Calculó sus palabras para llevar la conversación a otro terreno más banal.
Entonces vio los ojos de Liza clavados en los suyos. Eran unos ojos inocentes y mostraban una amabilidad extraña en un niño. Pero esa niña sabía más de lo que ningún otro niño podía saber y merecía que la trataran con honestidad.
– Los médicos no podían curarla, no había nada que hacer -dijo-. Así que yo cuidé de ella.
– ¿Hasta que murió?
– Sí, todo el tiempo que me necesitó.
– Pero sabías que iba a morir -dijo Liza con una apreciación demasiado madura para su edad-. Ella no se esfumó… de repente, cuando pensabas que todo iba bien.
– ¿Es eso lo que te ocurrió a ti?
Liza asintió con la cabeza.
– Nos íbamos de vacaciones -dijo con voz ronca-. Recuerdo que mami hizo muchas maletas porque decía que estaríamos fuera mucho tiempo. Iban a ser unas vacaciones de Navidad especiales, pero nunca antes habíamos viajado en Navidad. Era divertido porque todo me resultaba nuevo. Papi no vino a despedirnos y tampoco dijo cuándo se reuniría con nosotras. Le pregunté a mami cuándo iba a venir, pero ella no lo sabía. Después, íbamos en el tren y mami estaba como… nerviosa. Cuando le hablaba, no parecía escucharme. Llegó un hombre y empezó a hablar con nosotras. No le había visto antes y no me gustó. De pronto, se oyó un fuerte ruido y el tren volcó. Mami me rodeó con sus brazos y recuerdo que sentí mucho dolor. La abracé fuerte porque sabía que así estaría a salvo y llamé a papá una y otra vez, pensando que podría estar allí y cuidarnos a las dos. No dejé de llamarlo, pero él no vino. Entonces me quedé dormida y, cuando desperté, estaba en el hospital y mami había muerto. Lloré y lloré, pero no la volví a ver.
– Pobrecita mía -murmuró Holly.
– Si lo hubiera sabido… le podría haber dicho muchas cosas. Podría haberle dicho que la quería.
– Pero ella lo sabía, aunque no se lo hubieras dicho.
– Tal vez. Pero tuvimos una riña. Yo no quería irme sin papi y lloré y dije que no iría. En el tren, fui mala con ella. Y ya nunca podré decirle que lo siento y que me perdone.
– ¡Piccina! -dijo Holly, apesadumbrada por la carga que la pequeña estaba soportando-. Nada de eso importa. La gente se pelea, pero eso no significa que no se quieran. Y tu mamá lo sabía.
– Pero yo quiero decírselo.
– Y puedes. Todavía puedes hablar con ella desde tu corazón. Ella sabía cuánto la querías, y eso era más importante que cualquier riña. No necesitabas decírselo, porque el amor que sentías hacia ella era parte del amor que ella sentía hacia ti. Y esa clase de amor, siempre está ahí.
– ¿De verdad?
– De verdad.
Liza asintió con la cabeza. Parecía satisfecha, como si pudiera confiar en cualquier cosa que su nueva amiga le dijera. Holly sintió un ligero cargo de conciencia. La niña se estaba aferrando demasiado a ella y eso podría hacerla sufrir incluso todavía más.
– ¿Cómo era tu mamá? -preguntó Liza.
– Era valiente. A pesar de lo que le estaba ocurriendo, siempre encontraba algo de lo que reírse. Es lo que más recuerdo de ella… el modo en que se reía.
Se le hizo un nudo en la garganta por el recuerdo de esa risa. Volvió la cabeza para esconder sus repentinas lágrimas, pero Liza fue más rápida que ella. En un momento, sus brazos estaban rodeando el cuello de Holly y ahora era la pequeña quien la confortaba a ella.
Holly intentó hablar, pero se rindió ante la niña, aceptó el consuelo que le ofrecía y la abrazó.
– Tal vez deberíamos volver a casa -dijo Holly-. ¿No deberías echarte una siesta?
– Eso dice Berta -refunfuñó Liza, poniendo mala cara-. Quiere que use la silla de ruedas todo el rato, pero no la necesito.
– Yo creo que a veces la necesitas. Y si no descansas lo suficiente, retrasarás tu recuperación. Y si eso pasa, yo estaré en un gran problema -añadió, intentando quitarle importancia.
Liza frunció el ceño, pero hizo el camino de vuelta en su silla de ruedas. Cuando estaban llegando a la casa, vieron a Anna dirigiéndose hacia ellas.
– Hay un paquete para usted -gritó.
– ¿Ya? -dijo Holly-. Pensé que tardaría varios días.
– ¿Qué es? -preguntó Liza, impaciente.
– Mi ropa nueva. Tu padre me dijo que la encargara porque la mía se quedó en el tren.
– Vamos a verla.
Ya en la casa, Liza casi arrastró a Holly hacia el pequeño ascensor que habían instalado para ella; Anna había dejado el paquete en la habitación de Holly y la pequeña se entregó a la maravillosa tarea de desempaquetar mientras suspiraba a cada prenda que veía.
– Éste es el mejor centro comercial en Roma -dijo con entusiasmo-. Mami compraba allí siempre. Papá se quejaba de que siempre se gastaba todo el dinero de su cuenta, pero la verdad es que no le importaba porque decía que estaba preciosa.
– Bueno, esta ropa no es para ponerme guapa. Es ropa práctica.
Entonces descubrió algo. Consciente de que estaba gastando el dinero del juez, había pedido muy poca ropa interior, pero allí encontró una cantidad de braguitas, sujetadores y medias tres veces mayor a la que ella había encargado.
Tal vez se había confundido al realizar el pedido. Pero en su interior sabía que había sido cosa del signor Fallucci. Antes de formalizar el pedido, él debía de haberlo aumentado después de revisar las prendas.
Pero lo único que se había modificado era la ropa interior. Lo demás había quedado tal cual ella lo encargó.
Quería reírse con ganas. Él, un juez, la había salvado de la policía y en tan sólo unas horas le había encargado ropa interior. Todo le resultaba tan surrealista que se sentía mareada.
No había encargado suficientes cosas y pensar que él lo sabía y que había tomado una decisión en algo tan personal, la hizo sonrojarse.
Después encontró una nota que decía:
Primera parte del encargo. El resto será enviado pronto.
¿La primera parte? Todo lo que había pedido estaba allí. Cuanto antes hablara con él, mejor.
No fue a cenar esa noche y Anna explicó que el juez había llamado para decir que tenía que atender un asunto urgente.
Berta había vuelto de su día libre y las tres cenaron juntas.
– ¿Has comprado todo lo que querías? -preguntó Holly.
– Sí, he comprado un montón de ropa nueva -suspiró alegre.
– ¿Le gustará a Alfio? -preguntó Liza con descaro.
– No sé qué quieres decir -dijo Berta, intentando sonar indiferente.
– Alfio es su amorcito -le dijo Liza a Holly-. Trabaja en el hospital y…
– Y eso es todo -dijo Berta, colorada-. Además, no es mi amorcito. Es… ¡mi prometido!
El resto de la cena fue amenizada con una detallada descripción de la propuesta de matrimonio que Berta había recibido unas horas antes.
Esa noche Holly se puso uno de sus nuevos camisones. Era ligero y delicado y resultaba tan lujoso que casi parecía un delito ponérselo sin estar acompañada. Pensó en los simples pijamas de algodón que siempre había llevado y se preguntó si volvería a sentirse cómoda con ellos.
Dormir y despertarse envuelta en tanto lujo era una nueva y sensual experiencia. Otra experiencia sensual fue el ponerse su nueva ropa interior, que acariciaba suavemente su piel. Estaba diseñada para atraer a los hombres y Holly pudo sentir cómo, de una manera misteriosa, la estaba transformando. Sólo un cierto tipo de mujer podía llevar esa ropa interior y ella la estaba llevando. Por lo tanto, ella era ese tipo de mujer. La lógica era perfecta.
– Me estoy volviendo loca -murmuró, intentando aclarar su cabeza-. Este lugar está empezando a afectarme. O tal vez sea el calor.
Incluso a esa hora temprana de la mañana, podía sentir el calor abrasador del día que estaba empezando. El juez hizo una breve aparición durante el desayuno, pero cuando se levantó de la mesa, ella lo siguió hasta su estudio. Estaba guardando unos papeles en su maletín.
– Tengo prisa -dijo sin ni siquiera mirarla-. ¿Es urgente?
– Para mí, sí -dijo con voz firme y entrando en la habitación-. He recibido mi ropa, pero…
Había sido tan fácil cuando ensayó el discurso, pero en ese momento, cara a cara con ese frío e implacable hombre, los nervios se apoderaron de ella. ¿Cómo se le había ocurrido que podría discutir sobre su ropa interior con él?
– Han enviado más cosas de las que pedí -dijo como pudo.
Él se encogió de hombros.
– No pediste lo suficiente. Aprecio que no quisieras hacer gasto, pero no era necesario.
– Pero no puedo permitirle que…
– Signorina, me parece que no estás en posición de permitirme o no hacer algo.
– Tiene razón, pero no hace falte que me lo restriegue.
– ¿Scusi? ¿Qué se lo restriegue?
– Es una expresión. Quiere decir que no hace falta que me recuerde en qué posición me encuentro. Me hace sentir impotente y no me gusta.
– A la mayoría de las mujeres les gusta que un hombre les compre ropa.
– Eso depende de la ropa. A mí sí que me importa que usted me compre la ropa interior. No tenemos el tipo de relación que…
Estaba furiosa y se calló. Él la estaba mirando satíricamente.
– Si crees que voy a intentar «aprovecharme», creo que se dice así, no tienes nada que temer.
Dijo esas últimas palabras despacio y con tal énfasis, que la dejó helada. Le estaba recordando el dolor que sentía por la muerte de su esposa, diciéndole que si pensaba que él podía sentirse interesado en ella, se estaba haciendo ilusiones. Se sentía avergonzada y se quedó en silencio.
– Si hay algo más… -dijo él.
– Sí, creo que debería devolverme mi pasaporte. No tenerlo hace que me sienta como una prisionera.
– Menuda tontería -dijo con calma-. Si quieres marcharte, tan sólo tienes que ponerte en contacto con el Consulado Británico y pedirles ayuda. Te proporcionarán un carné de identidad para poder volver a Inglaterra. Aquí tienes la dirección. Si lo prefieres, yo mismo puedo llamar ahora y utilizar mi influencia para que te faciliten las cosas.
Holly abrió los ojos, tenía razón. Podía hacer exactamente lo que él había dicho, pero aunque parecía muy razonable, eso no disipó sus sospechas. Su influencia podía resultar de ayuda, pero al mencionarla también había querido recordarle que él tenía el control.
Había llegado el momento de hacerse valer.
– Bueno, entonces puede que hoy vaya al consulado -dijo con tono firme.
– Haré que te recoja un coche.
– No, gracias. Iré sola.
– Entonces llamaré un taxi -y exasperado, añadió-: ¿O prefieres caminar varios kilómetros?
– Si hace falta, lo haré -respondió, furiosa.
– Ya es suficiente -gruñó-. ¿Son necesarias estas pruebas de fuerza?
– Puede que su fuerza me alarme.
– Sé lo suficientemente honesta como para admitir que la he empleado en tu defensa.
– Porque yo le soy útil.
– Claro que lo eres, igual que yo a tí. Los mejores tratos son ésos en los que ambas partes ganan.
Todo lo que decía tenía sentido y a ella le habría gustado darle un puñetazo por ello.
– Pero no se me ocurriría retenerte en contra de tu voluntad. Márchate, si quieres.
Una cabecita que se asomó después de abrir la puerta del estudio, la salvó de tener que responder.
– ¿Puedo entrar, papi?
– Por supuesto -se levantó y fue hacía la puerta para ayudar a Liza.
– Estaba buscando a Holly.
– Pues, aquí la tienes.
Liza se soltó del brazo de su padre y, apresurada, fue cojeando hacía ella.
– Desapareciste -dijo con voz tensa-. Pensé que te habías marchado para siempre.
– No, cielo -dijo, arrodillándose para quedar a la misma altura que Liza-. Sólo he venido a hablar con tu padre. Lo siento. Te lo tendría que haber dicho, para que no te preocuparas. No me he ido a ninguna parte.
Le dio un gran abrazo a Liza.
– Y no te irás, ¿verdad?
La decisión ya estaba tomada. Liza era la única persona que la había defendido y ahora estaba en deuda con la pequeña. Lo de ir al consulado tendría que esperar.
Levantó la mirada hacia el juez, esperando ver una fría expresión de triunfo o incluso de indiferencia por una victoria que ya daba por hecha.
Pero lo que encontró fue algo distinto. En lugar de seguridad, había temor. Y en lugar de autoridad, ella vio súplica.
Debe de ser un error. No podía ser una mirada de súplica. No, viniendo de ese hombre que la tenía en su poder.
Pero había súplica en sus ojos y en todo su cuerpo. Su decisión le importaba y la tensión lo invadió mientras esperaba a oír la respuesta.
– No, no me iré. Me quedaré todo el tiempo que tú quieras.
– ¿Para siempre?
– Para siempre.
– Creo que es hora de que me vaya a trabajar -dijo con una voz que parecía forzada.
– Vamos -dijo Holly, que condujo a la niña fuera de la habitación.
Todavía quedaban batallas por luchar, pero ése no era el momento ni el lugar.